CAPITULO VI

Mayli no volvió a verles. Al salir de la casa regresó al hotel, donde un día después recibió una carta de la esposa del Presidente en la que le decía: «Lo que planeamos ha sido resuelto. Esta misma noche saldrás en avión para Kunming. Espero que tu madre, si nos contempla desde el cielo, no nos censurará».

Mayli no se movió del hotel en todo el día y se pasó casi todo el tiempo durmiendo. Sólo se levantó para comer. Luego, volvió a acostarse. Finalmente, a eso de medianoche, fue conducida a un determinado paraje solitario y se encontró junto a un pequeño avión. Sentíase con renovadas fuerzas y dispuesta a afrontar cualquier peligro. En el aparato sólo había otro pasajero. Era un oficial que vestía un uniforme desconocido para ella. Era joven y de cara ancha y sencilla. Le habló llamándole por su nombre, lo cual dio a suponer a Mayli que estaba informado sobre su persona. Después de las primeras frases de rigor, él no volvió a dirigirle la palabra y callaron durante todo el viaje.

A la mañana siguiente, cuando volvió a entrar en su casita, la encontró sumida en el mismo sosiego en que la dejó. Tras lo precipitado de su viaje y la excitación de la visita realizada, le parecía cosa extraordinaria hallarse en un lugar tan reposado, cuya realidad le parecía inexistente. En el patio los bambúes se erguían inmóviles, sin ser agitados por el menor soplo, y la pequeña fuente parecía un tranquilo espejo bajo el cielo intensamente azul. En cuanto se acercó a la puerta de su dormitorio el perrito la reconoció, empezando a ladrar con loca alegría. Liu Ma salió de la cocina con una escudilla de arroz en la mano.

—¿Estás de vuelta? —preguntó. Y dejando la escudilla empezó a prepararle té y comida. Se acabó la quietud en la casa. Entre el alborozo del perrito, el de Liu Ma y el de la misma Mayli, que se sentía con ánimos renovados y cantaba y llamaba repetidas veces a la vieja, el ámbito de la casa se llenó de gritos y risas.

Mayli no disimuló a Liu Ma su ansiedad por saber si Sheng se había presentado durante su ausencia.

—¿Vino el soldado mientras yo estuve fuera? —preguntó a gritos a Liu Ma, que estaba en la cocina.

A lo cual la vieja contestó gritando desde la cocina:

—Naturalmente. Te aseguro, ama, que lo sentí por ti.

—¿Por qué?

Mayli había llenado un recipiente con agua caliente y se lavaba junto a la ventana. Su piel suave parecía exhalar vapor y se enrojecía.

—¡Cierto que rugía como un tigre! —gritó Liu Ma—. Sus gritos debían oírse por todo el barrio. ¡No puedes imaginarte su enojo por no saber dónde estabas!

—¡Y tú no podías decírselo! —comentaba alegremente Mayli.

—¡Nada! ¡Nada! —rezongaba la vieja ante el fogón, tosiendo a causa del humo.

Ahora que volvía a encontrarse al lado de su señora, se sentía de nuevo pletórica de vida. En su excitación por el afán de esmerarse, todo se le caía de las manos. Quería hacerlo todo a un mismo tiempo. Un huevo se deslizó entre sus dedos y se estrelló en el suelo; llamó al perrito para que lo comiera.

Mayli, por su parte, no recordaba que nunca se hubiera sentido tan contenta. Recordaba su reciente visita a aquellas dos personas tan atrayentes. Sobre todo la esposa, de quien sería como un corresponsal, le había causado una impresión imborrable. Ninguna tarea la habría complacido más que la que le había asignado. Se sentía capaz de desempeñarla perfectamente y tenía sobrada confianza en sí misma. Se puso a comer con gran apetito. Liu Ma le había preparado un suculento plato de arroz con huevos y pescado. Acompañaba la comida con alguno que otro pedacito de corteza de pan de sésamo, cuyos mendrugos arrojaba al perro. Pero sus pensamientos estaban muy lejos de allí: a miles de millas, por sobre campos y montañas, en el campo de batalla.

«Triunfaremos —se decía a sí misma, como si soñara—. Nuestras fuerzas contendrán al enemigo y todo el mundo reconocerá que somos valientes y que gracias a nuestro esfuerzo los japoneses no podrán seguir avanzando. Cuando nuestros aliados comprueben lo que puede esperarse de nuestra ayuda, nos honrarán y seguramente cumplirán las promesas que nos han hecho». Sus pensamientos seguían de forma parecida, sorteando dificultades, disminuyendo las penurias en el campo de batalla y dando grandes victorias a los ejércitos de su país. Por algo formaba parte de esa tropa, Sheng, que era uno de los soldados más valientes. ¿Acaso Sheng y ella juntos no podrían llegar a ser como el Supremo y su esposa?

Rióse de sí misma. No era soñadora ni tenía por costumbre dejarse llevar por la imaginación, como ahora había hecho. Y riendo dio un tirón a las orejas del perro.

—¡Bribón! —dijo mirándole—. ¡Te pondrás enfermo si comes demasiado pan!

Se levantó y comenzó a pasearse inquieta por el patio. Dudaba de si informaría a Sheng de su partida o dejaría que la descubriera él mismo. Cosa de una hora estuvo pensando sobre el particular, sin decidirse. En cierta manera la complacía la idea de decírselo, porque ¿cómo podría prohibirle lo que la señora del Presidente le había concedido? Pero también pensaba, no sin malicia, en la gracia que le causaría ver la cara de sorpresa que pondría Sheng si la encontraba junto a él, cuando comenzara la marcha. Las enfermeras serían conducidas en camiones hasta donde fuera posible y Mayli ya se imaginaba pasando por el lado de Sheng en uno de ellos y éste mirándola sorprendido, esforzándose en seguir con la vista el rápido camión.

Ante la idea de darle semejante sorpresa, se decidió a ocultarle su viaje. Nada le diría tampoco de su regreso. Después se acordó del general. Sabía que éste había vuelto antes que ella, pues el Presidente dijo que sus generales debían regresar en seguida a sus bases. ¿Y si hubiese descubierto su nombre en las listas de los que partirían y lo hubiese comunicado a Sheng? Era preciso ir al cuartel general y rogarle que, si todavía no había hablado, le guardase el secreto.

Bastó que se formulara ese pensamiento para que en seguida se preparara para salir. Peinóse, poniéndose en el moño unas bayas rojas, muy aromáticas. Se puso un vestido de lana roja y una larga capa negra. Finalmente perfumó sus manos y mejillas y se dispuso a salir.

—¿Adónde vas? —gritó Liu Ma desde la cocina.

—Tengo trabajo —contestó Mayli—. Si acaso viene el soldado, dile que no he vuelto.

Liu Ma sintióse complacida, pero su alegría se habría desvanecido al momento si hubiese sabido que su despreocupada ama iba a entrevistarse con un hombre y en las propias habitaciones de éste. Según una de sus máximas, en cuanto una mujer atravesaba una pared, se abría un camino detrás de ella. Con lo cual quería significar que las mujeres deben estar encerradas entre muros, pues, de lo contrario, si pueden transitar por todas partes, abusan de su libertad.

Ya en la calle, Mayli subió a un rickshaw y se dirigió al cuartel general. Temía encontrar a Sheng, pero afortunadamente no estaba allí. Dio su nombre al centinela y el general la recibió en seguida. Había regresado el día antes y se encontraba solo.

No le desagradó la idea de charlar unos momentos con Mayli, a pesar de que era uno de esos hombres que sólo piensan en la mujer propia. Eso no obstante, nunca desechaba la oportunidad de hablar con mujeres jóvenes y bonitas.

Apartó los papeles que estaba estudiando. Se arregló el cuello y alisó el pelo, mirándose en el cristal de la ventana. Cuando oyó unos pasos en el corredor, se levantó. Mayli entró con un andar ligero, sin darse cuenta de que inconscientemente imitaba a la esposa del Presidente en su manera de andar, en sus gestos e incluso en su sonrisa cálida y cordial.

El general la saludó con una reverencia, pero ella le alargó la mano al modo extranjero que le era tan natural. Después de vacilar un instante, él también alargó la suya, estrechando con un movimiento rápido la de Mayli, que sonrió con agrado ante su gesto vacilante.

—Había olvidado que entre nosotros no es corriente estrecharse las manos —dijo con franqueza—. ¡He vivido tanto tiempo fuera de mi país!

—Siéntese —la invitó, haciéndolo él también.

El perfume de Mayli saturaba la habitación y él lo aspiró profundamente. Su esposa era una buena mujer y le había dado dos hijos. A pesar de que le había sido impuesta por sus padres, él la quería. Ahora observaba con cierta inquietud la cara fresca y hermosa de Mayli, que, después de sentarse echándose la capa hacia atrás, apoyaba los brazos sobre el escritorio y le miraba franca y naturalmente a los ojos. Esa mirada sincera le intimidaba algo, pero también le complacía. Las mujeres actuales, se decía, aunque puedan ocasionar ciertas dificultades a los hombres, debe reconocerse que son encantadoras. Aunque él nunca había deseado casarse con una de ellas, reconocía que no dejaría de gustarle que su esposa fuese igualmente seductora. Fuese como fuese, no dejaba de constituir un placer contemplar una de esas mujeres y sobre todo cuando no mediaba responsabilidad alguna respecto a sus actos y a sus palabras.

—Como siempre, vengo a pedirle su ayuda —dijo Mayli con el propósito de halagarlo.

Con Sheng nunca se había comportado así. Con él siempre era cruel e insensible, y a cada momento le atormentaba con sus palabras hirientes y mordaces. Su instinto le enseñaba que ante el general le convenía aparentar una sumisa inferioridad.

—Para mí, siempre es un placer poder ayudarla.

—¿Conoce usted la lista de las enfermeras que van a Birmania?

—No, todavía no la he visto. He tenido demasiado trabajo.

—Entonces, llego a tiempo —dijo Mayli, que, inclinándose un poco, todavía se acercó más al general, diciéndole insinuante—: Usted sabe que fui a ver al Presidente y a su esposa. ¿Le hablaron de mí?

—A ella no la vi y con el Presidente sólo hablé de asuntos militares.

—Me han confiado el cuidado de las enfermeras —dijo Mayli.

—Su esposa hace lo que se propone. Pero ¿no le parece que usted es demasiado joven para asumir tanta responsabilidad?

Mayli sonrió maliciosamente y respondió:

—Aunque joven, soy fuerte. Puedo andar muchas millas, resistir el calor y comer cualquier cosa.

—Vamos, lo que se dice un buen soldado —comentó el general—. Bueno, y ¿qué más? Debo informarle que su misión no está directamente bajo mi mando. Tendrá que presentarse a otro y comunicarle su nombramiento.

Después de revolver entre los papeles, al fin encontró el que le interesaba y separándolo leyó en voz alta:

—Pao Chen. —Y añadió—: Es su superior.

Mayli repitió mentalmente el nombre para recordarlo y luego añadió:

—Pao Chen. Pero no he venido para eso.

El general se irguió, mirándola sorprendido.

—¿Pues a qué ha venido? Fíjese en todo ese papeleo. De cada hoja debo preparar un acta. Dispongo de poco tiempo. Sería conveniente que me explicara el motivo de su visita.

—Seré muy breve. Se trata de muy poca cosa y, sin embargo, me es difícil decírselo. Sencillamente: le ruego que no informe a nadie de mi partida.

Ahora que había expuesto su deseo, reconocía que le era imposible pronunciar el nombre de Sheng. Se puso de mil colores y empezó a parpadear ante la fija mirada del general, que le preguntó asombrado:

—¿Por qué ha de ser mantenido en secreto?

Viendo que no tenía ni la más remota idea del motivo que le impulsaba a hacerle esa petición, se sintió forzada a precisar:

—Ese joven comandante… El que usted ascendió últimamente… Ese de quien le hablé…

—¿Linf Sheng? —preguntó.

—Sí. Ése. No quisiera que él supiese que voy…

—¡Ah! —exclamó el general.

—Tiene ciertas esperanzas respecto a mi persona —continuó diciendo Mayli, sintiendo fuego en sus mejillas—. Y… creo que es mejor que no nos encontremos. Ambos tenemos grandes deberes que cumplir… No quisiera…

—¿Y usted no tiene ninguna esperanza respecto a él? —preguntóle el general sonriendo.

—No. Ninguna. En absoluto —apresuróse a contestar Mayli—. Me debo a mi tarea y quiero desempeñarla sin ninguna clase de preocupaciones. Además, estoy segura de que si sabe mi partida hará lo imposible para impedirla.

—Nada puede hacer, puesto que está usted autorizada por la misma esposa del Presidente —dijo con cierto retintín el general.

—Usted no le conoce —observó Mayli con mucha seriedad—. Está convencido de que puede imponerme lo que debo o no debo hacer.

—En otras palabras: la ama —dijo el general con sonrisa indulgente.

—Pero estos tiempos no son para pensar en esas cosas —replicó Mayli con mucha vehemencia.

Al oír este comentario, el general se echó a reír.

—Tendrá que resolver sus propios problemas. Yo salgo para una campaña difícil. Creo, como usted, que es mejor evitarle todo conflicto sentimental. Quizá descubrirá su presencia en caso de ser herido. Y si eso no sucede no hay motivo para que llegue a saber que usted está cerca de él.

—Eso es lo que quiero.

Conseguido su propósito, consideró inútil continuar por más tiempo allí, no fuese cosa que el general se arrepintiera del favor que le había concedido. Así, pues, se levantó y dijo, inclinándose sonriente sobre la mesa del escritorio:

—¡Ha sido usted muy bueno y amable conmigo! Le prometo cumplir con mi deber, y si alguna vez necesita de mí, no dude que haré cuanto pueda para atenderle.

El general se levantó, haciendo una pequeña reverencia. Entró un soldado anunciando que los comandantes de las divisiones estaban aguardando, en cumplimiento de las órdenes dadas por el general de que se presentaran a esa hora.

—¡Eso es! —dijo el general—. Que pasen.

Mayli, al oírlo, se apresuró a rogarle:

—Primero permita que salga.

—De acuerdo. Olvidaba que él se encuentra entre ellos.

Y, dirigiéndose al soldado, el general le dijo:

—Dígales que aguarden un momento.

El soldado salió. Mayli repitió las gracias y abandonó el despacho. Para evitar que Sheng la viera, alzó el cuello de su capa y se alejó.

Al volver junto a los comandantes, el soldado les indicó con sonrisa maliciosa que debían esperar unos instantes, porque el general tenía una visita que debían ignorar.

Todos se miraron sorprendidos y en silencio, por respeto a su superior. Cuando el soldado se hubo separado de ellos, Sheng dijo:

—Nunca habría creído que fuese como ésos.

—Y no lo es —contestó el segundo comandante—. La gente inferior siempre está dispuesta a hacer semejantes acusaciones.

De la habitación donde estaban, se veía, en el extremo del corredor, la puerta del despacho del general. El soldado, al retirarse, la había dejado entreabierta. El tercer comandante estaba frente a la misma.

—Es una mujer —dijo.

Todos miraron en dirección al despacho y sorprendieron una figura alta y elegante que, cubierta con una capa, se alejaba aprisa.

Aunque la visión duró cosa de un segundo, y no había tiempo suficiente para reconocer de quién se trataba, Sheng lo adivinó en seguida. Eran muchas las mujeres que usaban capas. Pero ésta la conocía perfectamente. Y toda duda quedó desvanecida, porque quiso la casualidad que alcanzara a ver la mano que sostenía levantado el cuello de la capa y viera los reflejos de su anillo de jade.

¿Cómo describir los sentimientos, mezcla de ira y temor, que le invadieron súbitamente? ¿Habría permanecido allí durante esos días? Su propio general…

La voz del soldado interrumpió sus cavilaciones.

—Pueden pasar —dijo.

Sheng siguió a sus compañeros y entró en el despacho del general, que estaba sentado ante su mesa, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Los tres se cuadraron al mismo tiempo, permaneciendo en pie en espera de sus órdenes. Sheng notó en seguida el suave aroma de un perfume.

—… El soldado no ha venido —dijo Liu Ma a Mayli cuando volvió a su casa.

—Mejor —le contestó ésta sin preocuparse.

Estaba contenta, y, al mismo tiempo, inquieta. Se quitó la capa y cambióse de vestido, poniéndose otro más ligero y cómodo. Empezó a pasearse del patio al interior de la casa, dominada por una extraña inquietud. Si Sheng se presentaba no le diría nada, a fin de evitar toda discusión. Inquietó al perrito y molestó a Liu Ma hasta hacerla perder la paciencia.

—¿Te parece que eres una niña? —la riñó—. ¡Y ojalá lo fueras! Así podría azotarte. Cásate pronto, sea con quien sea. Me vienen intenciones de aconsejar al soldado que apechugue con tu carga.

Y yo, contentísima de quedarme descansada.

—Tampoco quedarías descansada —le dijo Mayli, risueña—. Estarías conmigo para cuidarme, y bien sabes que él y yo siempre reñimos.

—¡Así seremos dos en contra tuya, demonio, perversa! —exclamó Liu Ma.

En realidad, la vieja empezaba a sentir cierta simpatía por Sheng, habiendo llegado a pensar que su ama haría bien casándose con él. ¿Quién, que no fuera militar, querría casarse con una mujer tan libre e indómita? Un hombre corriente desea una esposa apacible y sumisa, lo que por ahora parecía difícil que ella llegara a ser alguna vez. Cuando menos así lo suponía Liu Ma. Por eso había determinado en su interior demostrar a Sheng que había cambiado de pensar y estaba dispuesta a ayudarle. Le esperaba impaciente, extrañándose que todavía no se hubiese presentado, como cada día, pidiendo noticias de Mayli.

Sheng no se presentó en todo el día. Liu Ma, cada vez más ansiosa, a la mañana siguiente, por la tarde, no pudiendo contenerse, preguntó:

—¿Se habrá ido a la guerra aquel soldado? Nunca dejó pasar tantos días sin venir.

—¿Qué nos importa si ha ido o no? —le contestó Mayli, tirando de las orejas del perro—. ¿Verdad, monín, que no nos importa?

—Yo me había acostumbrado a este rábano largo —comentó Liu Ma.

—Es que los rábanos te gustan más que a mí.

Sin embargo, ella también se preguntaba por qué Sheng no había vuelto. Y, a partir de entonces, no volvió a hablar de él, si bien tampoco hubo lugar a ello, porque, a la mañana siguiente, le llegó un aviso de que debía presentarse ante Pao Chen.

Después de desayunarse, mientras Liu Ma retiraba el servicio y Mayli encendía un cigarrillo, ésta le dijo:

—Liu Ma, debo hablarte.

—Dime —contestó la vieja, envolviendo sus manos en el delantal doblado sobre el vientre.

—Debo marcharme —dijo bruscamente—. Esta mañana he recibido orden de presentarme. Tengo que realizar cierta gestión que no puedo explicarte.

Liu Ma no contestó. Su mandíbula inferior pareció caerse en un gesto de asombro y quedóse rígida mirando a Mayli.

—Todavía no sé el día de mi partida, pero hoy recibiré instrucciones. Tú seguirás aquí esperando que yo vuelva y cuidarás del perro y la casa. Si te encuentras demasiado sola, puedes buscar una mujer que te acompañe.

No en balde Liu Ma había vivido largos años: estaba acostumbrada a toda suerte de cambios. No obstante, el de hoy no lo aprobaba; pero como no podía exponer a su señora su manera de pensar, limitóse a insinuar una ligera protesta.

—¿Para qué llamar a otra mujer, a quien tendría que dar de comer, además de soportar su charla y su presencia? Prefiero estar sola con el perro. Cuando menos, nos conocemos.

—Puedes hacer lo que mejor te plazca —dijo Mayli de buen humor—. Lo único que te pido es que conserves esta casa, que, para mí, es un hogar.

—No sé si debo comprometerme —replicó Liu Ma—. Ésta no es mi tierra. Tampoco sé si volverás. Puedes cambiar de planes y yo quedarme aquí esperando hasta mi muerte. Y si llego a morirme aquí, me encontraré sola con él perro.

—¡Bueno, bueno! ¡Qué pesada te pones! Te he dicho que si quieres puedes quedarte. Si prefieres irte, cierra las puertas con llave, recoge el perro si quieres y, si no, déjalo. Es decir, haz lo que te parezca.

Con estas palabras ahuyentó el descontento de la vieja, pero ésta siguió con sus ganas de molestarla y continuó con sus impertinencias. Retiró el servicio de té haciendo el máximo ruido. Poco después le dijo:

—No me explico que te manden a cumplir ningún trabajo. Ni en sueños me lo hubiera imaginado.

—Puedes preguntárselo a la esposa del Presidente —dijo Mayli—. Yo misma no sé cómo puedo haber merecido su confianza. Pero es así y debo cumplir con mi deber.

—Está visto que no te conoce bien —observó Liu Ma—. Eres una niña que no arraiga en ningún sitio. ¿Y qué harás? ¿Cargar un fusil y acompañar a tu soldado?

Estas palabras molestaron a Mayli, agotando su paciencia. Colérica se volvió hacia Liu Ma y le dio una bofetada, gritando:

—¡Cierra el pico, ave de mal agüero! No sé si me destinarán al mismo punto que él. ¡Tu puerca y malévola imaginación sólo puede hacerte pensar en cosas deshonestas!

Liu Ma, de momento calló, pero poco después replicó chillando:

—Soy una mujer honrada y si algo deseo no es lo que dices. Quisiera verte casada y que fueras una mujer seria y corriente, en lugar de verte corriendo libremente de aquí para allá. La mujer decente se casa con un hombre honrado y vive en su casa, no preocupándose más que en ser la buena madre de sus hijos.

—Estás soñando. Estos tiempos no son propios para casarse, tener hijos y vivir entre cuatro paredes.

Liu Ma se aterró ante esas palabras. No por su significado, sino por la fuerza con que Mayli las pronunció. Y, pensando permanecer en paz con su ama, volvió a su quehacer, pero manteniendo en su boca un gesto de concentrado enojo, como demostración de su desacuerdo.

Mayli no volvió a hablar. Se decía a sí misma que al disponerse a cumplir la orden recibida y salir para el Oeste obraba honradamente y que, si lo hacía, no era para acompañar a Sheng, sino con el sincero propósito de servir de alguna utilidad.

Se encaminó hacia donde había sido llamada, y al encontrarse ante la puerta hallóse con otras mujeres, todas jóvenes y de rostros graves. Fueron introducidas en una gran habitación. Dos hombres, sentados en sendos escritorios, les tomaban los nombres e iban distribuyéndolas en dos grupos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Al llegar el turno a Mayli, la hicieron pasar directamente a una estancia contigua, en la que encontró al mismo hombre que, unos días antes, había sido su compañero de vuelo al regresar de la capital, asombrándose ahora de que, entonces, sólo se hubiese limitado a saludarla. Y, como en aquella ocasión había preferido callar, Mayli no quiso demostrar que le recordaba. Permaneció de pie mientras él seguía mirando unos papeles que poco después dejó sobre la mesa. Levantó los ojos y le dijo:

—Usted ya está informada de sus obligaciones.

—Sólo de una parte —contestó Mayli.

—Aquí las encontrará todas —y cogiendo una hoja de papel la tendió a Mayli—. Léala y dígame si hay algo que no comprenda.

Mayli la leyó atentamente y no halló nada incomprensible. Daba la sensación de que todo lo que debía escribirse había sido minuciosamente detallado, sin omitir la menor nimiedad. Mientras leía, él permaneció inmóvil.

—¿Está claro? —preguntó a Mayli cuando ésta acabó de leer.

—Sí, muy claro.

—Deberá preocuparse de que se cumplan todas esas instrucciones. Si alguna falla, le llamaré la atención. Usted colaborará con el médico principal: Chung Liang-mo. Ambos serán responsables de cuanto se refiere a los enfermos y heridos, y las enfermeras dependerán de ustedes dos. Él cuidará de los asuntos médicos y de su alimentación, atenciones y necesidades. Si en algo no están de acuerdo, acudirán a mí y yo decidiré. Pero supongo que no habrá necesidad.

Mayli inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Su interlocutor agitó la campanilla que estaba encima de la mesa y acudió un soldado, al que ordenó:

—Avise al doctor Chung que venga.

Se sentó y esperó, callado e inmóvil, que se presentara el doctor, que no tardó en hacerlo. Mayli esperaba su llegada con cierta impaciencia, pues, tratándose de su colaborador, si desde un principio la primera impresión era desagradable, temía que su labor resultaría mucho más penosa. Pero, cuando llegó, le resultó simpático.

Chung Liang-mo era bajo, pero de recia contextura. Su cabeza y cara, redondas. Su boca parecía afable y sus ojos expresaban profunda serenidad e inteligencia. No pareció cohibido ante la presencia de Mayli, ni tampoco incorrecto. Saludó a Pao Chen como si les uniera una amistad, y se sentó. Su llegada pareció despertar los ánimos de Pao Chen, que dijo:

—Te presento a tu colaboradora, Wei Mayli, de quien ya te han informado. Ella ya ha recibido instrucciones; tú, también. Por lo tanto, creo que lo mejor será que os pongáis de acuerdo. Pasad a la habitación contigua y yo seguiré trabajando.

El doctor Chung se levantó sonriendo y dijo amablemente a Mayli:

—¿Vamos?

Ella se levantó y pasaron a una habitación contigua, donde se sentaron. El doctor sacó de su bolsillo una hoja de papel igual a la que Mayli había recibido y se la ofreció, diciendo:

—Yo leeré la suya y usted la mía. Así sabremos en qué consisten nuestros mutuos deberes.

—Aquí tiene la mía.

Acabada la lectura, el doctor dijo:

—Pao Chen es extraño. Prefiere escribir las cosas en lugar de explicarlas. Pero su juicio es tan claro que es difícil que incurra en error. Prefiere actuar a hablar. Sería difícil dar con un hombre mejor que él para el desempeño de la parte que le corresponde en esta campaña.

Consideró amablemente la cara de Mayli y continuó diciendo:

—Es usted muy joven, según parece. ¿Le ha ocurrido algún contratiempo o alguna pena?

—No. Pero estoy dispuesta a sufrirlos.

—Tendremos muchos —dijo el doctor, pensativo—. Esta campaña será muy dura y difícil. El Presidente pide a nuestras tropas un esfuerzo muy duro y doloroso. No debemos ceder. Ésta es la consigna. Debemos morir, pero no podemos rendirnos.

—Ésa debe ser la orden dada por el Presidente —dijo Mayli recordando su cara de soldado, en la que ardían dos ojos llameantes.

—Probablemente tendremos muchos heridos —continuó diciendo el doctor—. Por nuestra parte, debemos prepararnos para poder trabajar día y noche, si precisa, sin dormir ni descansar, tan pronto como haya empezado la lucha.

Mayli asintió con un gesto, diciendo llanamente:

—Puedo pasarme sin comer ni dormir durante buen espacio de tiempo. Sólo quisiera saber una cosa: ¿cuándo partiremos?

—A esa pregunta no creo que nadie pueda contestarle. Sólo el Supremo. Partiremos cuando él lo ordene. Pero todo está a punto. Una división ya ha salido. Las otras dos lo harán próximamente. Nosotros lo mismo podemos salir con ellos, que más tarde.

Mayli sentía impulsos de hacer una nueva pregunta. ¿Era la división de Sheng la que marchó? Si fuese así, se comprendería el motivo por el que no había ido a verla últimamente. Pero no se atrevió a preguntarlo. Continuó sentada y en silencio, con la mirada fija en el rostro redondo y sosegado del doctor, el cual le decía poco después:

—Ni siquiera sabemos de cierto dónde nos envían. Algunos hablan de Indochina. Otros opinan que vamos a Birmania, a unimos con los blancos. Hay quien afirma que iremos a los dos sitios. Pero mientras no estemos en marcha, nada sabremos de cierto.

Mayli pensaba: «¿Y si nosotros vamos a un sitio y Sheng a otro?». Permaneció callada durante un buen rato; luego se levantó.

—Así, pues —concluyó diciendo el doctor—, es conveniente que esté preparada para partir en cualquier momento.

—Lo estaré —afirmó Mayli.