El Supremo y su esposa no eran desconocidos para Mayli. Su padre había hablado mucho con ellos. Ella fue amiga de su madre y el Supremo era amigo personal de su padre, a quien solía acudir en demanda de ayuda y consejo. En consecuencia, Mayli se preparó convenientemente para la entrevista, no sólo en cuanto a su aspecto e indumentaria, sino también en lo que debía decir. La entrevista fue conseguida con gran facilidad. Mayli mandó una carta que fue contestada al momento con otra escrita en inglés, de puño y letra de la esposa, y decía: «Venga mañana a desayunar con nosotros». Así, a la mañana siguiente, después de haber dormido profundamente toda la noche en su habitación del hotel, y descansada del largo vuelo, se levantó, vistióse su vestido favorito, alisó su cabello anunciándolo en un suave moño sobre la nuca, y puso un algo de rojo en sus labios y un leve toque de negro en el borde de sus pestañas. Se adornó con Unos sencillos aros de oro en las orejas y salió del hotel para subir a un rickshaw que la esperaba ante la puerta.
—A casa del Presidente —dijo simplemente.
Por lo común, el Supremo era llamado el Presidente, y todos le conocían por ese nombre.
El hombre que arrastraba el rickshaw, sin la más leve señal de asombro, le dijo:
—Medio dólar de plata hasta la barca.
Ante el signo afirmativo de Mayli, se ajustó la tira de cuero a la cintura y arrancó al trote suave de sus bien acostumbradas piernas. Las calles que conducían a la ribera del río estaban en ruinas y apenas si se veía una casa indemne. Los bombardeos habían sido devastadores en la ciudad de Chung-King. Nadie parecía hacer el menor caso de tanta ruina. La guerra duraba tanto tiempo que incluso los niños ya se habían acostumbrado a ella y jugaban, corrían y ayudaban a sus padres en pequeños quehaceres. Algunos de ellos no había visto nunca un tejado entero que les cobijara y veían caer las bombas con la misma naturalidad con que contemplaban una tormenta, con sus truenos y rayos, o el paso de un huracán. En esas mismas calles la gente seguía realizando sus negocios de compra y venta. En otras se reparaban los desperfectos y seguían sin interrupción las actividades comerciales, mientras los niños corrían y jugaban, metiéndose entre los pies de los cargadores y los conductores de rickshaw, que se reían y lanzaban pueriles maldiciones. La gritería cotidiana de la gente llenaba el aire desde las primeras horas de la mañana. Todo rebosaba vida y actividad y en parte alguna se acusaba temor o tristeza.
Mayli sonreía a satisfacción por encontrarse viva y en camino de tan importante entrevista. Su estado de ánimo era el más propicio para hablar con el prójimo, y en esta ocasión la persona que tenía más próxima era el conductor del rickshaw. El cual, como adivinando los deseos de Mayli, le preguntó respetuosamente si era de la ciudad, a lo que ella contestó:
—Vengo de muy lejos.
El hombre tenía ganas de hablar, como todos los de su oficio, y le contó que estos tiempos eran buenos para su trabajo.
—Le aseguro que más prefiero arrastrar un rickshaw que ser un hombre de sabiduría —dijo sonriente—. Y los eruditos también lo preferirían. Conozco uno muy sabio, que tiene diplomas de colegios extranjeros y, no obstante, también va corriendo con su rickshaw porque gana más con él que cuando hacía de funcionario. Hoy día, valen más unas buenas piernas que una cabeza llena de sesos y una barriga repleta de sabiduría.
Y siguió hablando en forma semejante. Le contó que su familia había logrado salvarse después de dos veranos de continuados bombardeos. Incluso el menor, que era un pequeñín, el año anterior había aprendido a correr con sus pasitos tambaleantes hasta la cueva de las rocas, cuando sonaba la señal de alarma anunciadora de la llegada de los japoneses desde el cielo. A fin de que su mujer no fuera precisada a caminar tanto, arrastrando a los niños, mientras él trabajaba, había levantado una cabaña junto a la boca de la cueva, en la que vivían cómodamente.
—No obstante, no debemos vivir así —comentó Mayli—. Algún día acabará la tragedia.
—Todo llega a su fin —replicó alegremente el conductor—, y lo único que importa es preocuparnos de llegar vivos a ese momento.
Hablando así, llegaron hasta el río. Mayli le pagó lo convenido, más una propina. Subió al barco, que esperaba los últimos pasajeros y que abandonó seguidamente la orilla, pues el aspecto y la indumentaria de la pasajera infundieron respeto al dueño de la barca. Mientras éste remaba cruzando el río, Mayli permanecía apoyada en la borda, contemplando la malparada ciudad. La luz caía sobre las aguas fangosas, proyectando un reflejo color de perla que, por contraste, daba a la ciudad un aspecto más oscuro y ruinoso.
Los pocos y madrugadores pasajeros que iban en la barca observaban con curiosa insistencia a Mayli. En la orilla opuesta esperaba un automóvil oficial. El chófer era un joven soldado. La saludó militarmente y abrió la portezuela del coche. Conducía el vehículo con mucha rapidez por el quebrantado camino, ocasionando las naturales sacudidas. Llegados a un determinado punto, Mayli se apeó y subió en una silla de mano que la esperaba, y en la que fue conducida a la cima de una colina. Tras estas sucesivas formas de viaje llegó ante una sencilla casa de ladrillos que no tenía el menor aspecto de palacio y que era la residencia del Presidente y su esposa. En la puerta había unos centinelas; seguramente estarían informados de su llegada, pues en seguida le franquearon el paso. Mayli atravesó un pequeño jardín y penetró en la casa, donde un criado la introdujo en una habitación sencilla, amueblada en una mezcolanza de estilos chinos y extranjero, pero sin acusar la menor ostentación. Se sentó, pero la espera fue muy corta, pues pocos instantes después oyó unos pasos leves y rápidos y apareció la esposa, con su aspecto simpático y agradable. Alargó las manos hacia Mayli, con la máxima naturalidad. El contacto de aquellas manos finas y pequeñas era enérgico, firme.
—¡De modo que tú eres la hija de mi antigua amiga! —exclamó—. Deja que te mire. Sí, te pareces a ella. Idénticos ojos y la misma nariz. Tu madre era muy hermosa.
Se sentó en un largo sofá, al que empujó suavemente a Mayli. Sus movimientos eran ágiles y tenían una gracia especial.
Mayli, sorprendida de sí misma, se sentía cohibida y no atinaba, por primera vez en su vida a pronunciar palabra. Nunca se había encontrado en una situación semejante. Permanecía sentada, observaba a la esposa del Presidente y parecía como si las palabras se negaran a llegar hasta su lengua.
La presidenta vestía con sencillez, pero sus vestidos eran costosos. El que llevaba era de seda azul oscuro, con mangas cortas. Sobre el vestido llevaba una chaqueta de terciopelo del mismo color. El tono oscuro de su indumentaria realzaba la palidez de su cara. Su rostro era muy fino. Cada uno de sus rasgos se destacaba precisamente por su delicada finura, pero lo que lo hacía más interesante era la expresión de inteligencia de sus ojos y la volubilidad de los gestos de su boca. Sostenía la cabeza muy erguida sobre su cuerpo pequeño y gracioso. Aunque no era muy joven, aparentaba ser de aquellas personas que parecen disfrutar de una eterna juventud.
Mayli conocía gran cantidad de anécdotas sobre su carácter. En su presencia podía creerlas todas, porque sus palabras y sus gestos denotaban no sólo una fuerza y un poder, sino también un carácter sumamente apasionado.
—Cuéntame algo de tu padre —dijo sonriendo—. Mi esposo tiene una opinión muy favorable de él. En muchas ocasiones ha seguido sus consejos. Estoy celosa de él.
Y dejó salir de sus labios una alegre y sonora carcajada.
—A veces no quiere escucharme —dijo, con una mueca, simulando enojo—. ¡Ay! Actualmente es una desventaja ser mujer. ¿No piensas igual?
—No me imagino que lo sea para usted, —sonrió Mayli.
—¡Pues lo es! En realidad no te lo puedes imaginar. ¡Quisiera hacer tantas cosas! ¡Es tan urgente realizarlas! Pero más pronto o más tarde viene el Presidente y me dice: «Acuérdate de que eres una mujer».
Y volvió a reír francamente.
Era la primera vez que Mayli no sentía apetencia de hablar, sino de escuchar esa risa y de contemplar los vehementes gestos de aquel rostro bellísimo.
Se oyeron unas pisadas y la dama permaneció callada. Se levantó y dijo:
—Es él.
Mayli también se levantó y, sin previo anuncio de guardias ni sirvientes, se encontraron ante el Presidente. Su figura era muy pequeña. Tenía aspecto de soldado y su cara —según opinó Mayli— no se parecía a ninguna otra. Lo primero en que se fijó fueron sus ojos, que parecían emitir destellos y miraban con tanta intensidad a los suyos que le pareció que atravesaban su cerebro como dos punzantes cuchillos. No obstante, parecía como si no la hubiese visto; más bien daba la impresión de que estaba escudriñando sus pensamientos, como si eso fuera lo único que le importara de su persona.
—Es Mayli, la hija de Mr. Wei. ¿Recuerdas que te hablé de su madre?
El Presidente se acercó diciendo:
—Lo recuerdo.
La expresión de su cara era simpática, y estrechó la mano de Mayli. La de él era dura, fuerte y delgada, cruzada en todos sentidos por nervios, igual que su cara. Más que una mano de un hombre de carne y huesos, parecía una mano de acero, y, al estrecharla, Mayli sintió en su propia mano, suave y cálida, el contraste de un frío contacto. Tampoco su voz era la de un hombre vulgar. Tenía un tono agudo y fino, que también parecía tener algo del sonido metálico del acero y llegar de muy lejos. Se volvió hacia su esposa, diciendo:
—Debemos desayunar. Los generales esperan mis órdenes. Debo dárselas en seguida para que regresen cuanto antes a sus bases.
Se encaminó hacia la mesa, seguido por su esposa y Mayli.
¡Qué distintas eran las manos de esos dos seres! Las de la mujer, cálidas y acogedoras; las del marido, duras y frías. Pero ambas igualmente enérgicas.
Se sentaron ante una mesita baja, y les sirvieron el desayuno, que en parte era chino y en parte extranjero. La espora tomó café, pan y huevos. El marido se sirvió arroz y otros platos salados. Ésa era una de las diferencias que existían entre ambos. El hombre pertenecía completamente a su país y a su pueblo; en cambio la mujer tenía una personalidad más indefinida, pues, si no fuese por su físico, no podría decirse que era china. Tan pronto hablaba en inglés como en chino, pasando en el transcurso de un diálogo, y sin transición alguna, del idioma propio al extranjero. Sus pensamientos volaban asimismo de un extremo a otro del mundo. Por el contrario, él era íntegramente chino y sólo usaba este idioma, y cuando su esposa hablaba demasiado rato en inglés, se encerraba en el más absoluto mutismo, como si no se diera cuenta de su presencia. Su esposa, que le observaba en los menores gestos, se apresuraba a cambiar de idioma, y si él no le hacía caso le tocaba suavemente el brazo o le preguntaba algo con el propósito de sacarlo de su mutismo.
Él hablaba muy poco; ella no callaba nunca. Acosaba a Mayli con infinitas preguntas y sin aguardar la respuesta formulaba otra nueva. No obstante, parecía tener la intuición de lo que se le contestaría. Dos o tres palabras le bastaban para deducir el significado de lo que iba a decirse.
—¿Creían los americanos en la posibilidad de ser atacados por el enemigo? —le preguntó.
Y, antes de que Mayli se dispusiera a contestar, ella misma contestó al punto:
—Desde luego, los americanos no piensan nunca en nada. ¡Están tan ocupados!
Y frunció el ceño, mientras mordía la corteza de un trozo de pan.
—¡Nos faltan tantas cosas! Necesito dinero para mis huérfanos de guerra. Es absurdo que no tengamos aeroplanos. Yo siempre digo al Presidente…
Éste levantó la cabeza, y mirándola con expresión amable e indulgente, la interrumpió diciendo:
—Los aviones nos han sido prometidos.
Su esposa le miró risueña.
—¡Oh! ¡Siempre crees!
—Desde luego, creo en nuestros aliados.
—«Los que pidan recibirán». ¿No dice eso la Biblia?
—Hemos pedido.
—Hay muchas maneras de pedir —insistió ella—. Nosotros sólo hemos pedido amablemente, como las personas correctas. Otros no son tan caballeros, pero reciben mucho más que nosotros.
Esta disputa parecía cosa corriente entre ellos. La misma expresión de resuelta terquedad que acusaba el rostro del Presidente endurecía la boca de su esposa. Se produjo un silencio que ninguno de los dos interrumpió Pero, no obstante la rigidez que ambos acusaban en sus respectivos puntos de vista, Mayli se dio cuenta de que él comprendía mejor a su esposa que ella a él. El cerebro de éste era impenetrable. Había algo entre ellos que llameaba y deslumbraba como la luz de un relámpago. Súbitamente acudió a la mente de Mayli el recuerdo de Sheng. El Presidente también había sido un joven desconocido, hijo de una humilde familia, como la de Ling Tan. No había recibido ninguna instrucción, y ascendió sólo por sus propios esfuerzos. Su casamiento con esa mujer asombró a todos —Mayli recordaba haber oído hablar muchas veces a su padre de este acontecimiento—, pues ella era hija de una familia muy rica y había sido educada en los mejores colegios. Pero él nunca cedió su autoridad, ni aflojó su altivez. Todo el mundo comentaba los frecuentes altercados que se producían entre ellos. Se decía que si esa orgullosa mujer antes consintió casarse con él, considerándolo como igual, ahora no permitiría que la excluyera de participar en sus asuntos. Sin embargo, siempre que había intentado inmiscuirse en los asuntos de Estado, su marido le había recordado que no era más que su esposa. En una ocasión en que estaba reunido el consejo de Gobierno, donde no se admitía la presencia de mujeres, ella quiso estar presente en él, pero los centinelas le negaron el paso, a pesar de conocerla perfectamente. Indignada, les preguntó:
—¿Por orden de quién se me prohíbe entrar?
—Por orden del Presidente —le contestaron.
Nadie sabe la furia con que luego debió reprochárselo, pero en aquel momento tuvo que ceder, aunque a disgusto.
También circulaba una historia acerca de una carta escrita por ella a un antiguo admirador suyo rival de su marido, en una ocasión en que ella, en un acceso de cólera, quiso vengarse. Según se decía, mientras escribía la carta, llegó inesperadamente su marido y por temor ocultó la misiva. Al mandarle que le enseñara lo que escribía, ella se opuso, con lo cual provocó su ira hasta el punto que gritó, desenvainando el sable:
—No es tu marido quien te lo ordena, sino el hombre que está al frente de la nación.
Ella le entregó la carta. Después de leerla, la arrojó sobre la mesa con un gesto de desprecio. El enojo se había convertido en la más absoluta frialdad.
—Nada me importa lo que escribas a ese hombre —le dijo—. Pero me sulfura que no me obedezcas.
Las historias se repetían en una larga cadena. También se decía que, a veces, cuando su excesivo orgullo no le consentía ceder, ella le dejaba, alejándose por algún tiempo. Cuando eso ocurría, había quien se alegraba de su marcha, pues decían que tenía demasiado dominio sobre él. Pero, días después, olvidado o sin olvidar el motivo de la querella, él enviaba por ella, o ella regresaba sola. Y así seguían las particulares relaciones de ese matrimonio.
Muchos se preguntaban cómo era posible que no se cansaran de las constantes disputas y de ese continuo tira y afloja. No obstante, cabe reconocer que la esposa, a pesar de todo, poseía una ventaja sobre su marido. Él estaba apegado a ella. Nunca había sido dominado por nadie en forma igual. Su esposa era culta, inteligente y hermosa; además estaba al tanto de todo. Conocía el mundo mucho mejor que él y sus labios sabían expresar las más finas sutilezas. Sabía leer en su alma, y, conocedora de todos sus secretos, conseguía elevarla. Él necesitaba creer que su empresa era grande y que su actuación era noble. Su naturaleza le impulsaba a seguir el camino de Tao; ella le satisfacía en esta necesidad. Si se sentía impulsado a orar, ella rogaba a su lado de la misma manera que discutía a su lado los más diversos problemas. Y en el fondo la admiraba porque lo mismo sabía ser la esposa del hombre como la mujer del soldado.
Mientras los observaba, Mayli sentía algo de su poder de atracción. En cierto modo era como si penetrara en su círculo, del que estaba excluido todo el mundo, pues esa mujer y ese hombre vivían absolutamente solos, apartados de todos, doquiera se hallaran.
Escuchándoles se le hacía evidente a Mayli que para nada tenían en cuenta su presencia, tanto si hablaban de cualquier cosa sin importancia como si discutían graves problemas de la guerra.
La esposa comentaba ahora un pequeño incidente que le había ocurrido en uno de los orfanatos que dirigía.
—Ayer me dijo un niño: «Señora, ¿debo aprender a leer?». «Claro que debes hacerlo», repuse; «todos los niños deben aprender a leer». «¡Pero si no tengo tiempo!», me replicó angustiado; «debo ir a luchar contra el enemigo. ¡Señora, por favor, enséñeme primero a disparar un fusil!».
Y, después de reír, recordando aquella escena, añadió gravemente:
—Habría que enseñarles simultáneamente a leer y a disparar. Hemos sufrido tanto precisamente porque sólo nos enseñaron a leer, y no sabíamos disparar un fusil. —Después de una pausa continuó con acento todavía más grave—: Terminada la guerra, tal vez en un mundo nuevo y mejor, podremos confiar en nuestros aliados, pero ahora no podemos: han faltado demasiadas veces a su promesa.
El Presidente no hizo hincapié en esas palabras, a fin de evitar una nueva discusión. Había terminado su desayuno y levantándose apuró el último sorbo de su taza de té, dispuesto a marcharse.
—Todavía no pienso como tú —dijo— y precisamente por eso, porque creo en nuestros aliados, mando mis mejores divisiones a Birmania. Si conseguimos luchar juntos, y ganamos las operaciones que dejarán abierta la gran ruta, entonces reconocerás que estabas equivocada.
Inclinó brevemente la cabeza ante Mayli y salió. Las dos mujeres quedaron solas ante la mesa. Durante un instante permanecieron en silencio, como si con la salida de él se hubiesen evaporado todas las energías. La esposa continuaba con los codos apoyados sobre la mesa. Sus ojos acusaban intensa pesadumbre. Sus pensamientos también parecían haber salido en pos de él. Finalmente levantó los ojos y mirando a Mayli dijo:
—Esta campaña me asusta. Allá irán nuestras mejores tropas, las que deberían defender nuestro suelo. Se lo he dicho miles de veces. ¿Qué pasará si el enemigo se echa sobre nosotros mientras esas divisiones están en Birmania? El estima en mucho a todos esos muchachos y al confiarles esa misión es como si la confiara a sus propios hijos.
Ahora hablaba en inglés, como lo hacía siempre que no estaba presente su marido.
—Lo que más temo —añadió— es el efecto que le produciría el fracaso de esa campaña.
—¿Por qué ha de fracasar? —preguntó Mayli.
La esposa sacudió la cabeza. Su rostro acusaba ahora una profunda tristeza.
—Hay razones —dijo—. Muchas razones. ¡Sí yo fuera un hombre! Entonces yo misma conduciría las tropas y quizá evitaría los motivos que tanto me inquietan. Quisiera estar enterada, día por día, de lo que allí sucede. Así, al final de la campaña, tanto si ganamos como si perdemos, sabríamos la verdad de los hechos y no podrían engañarnos más.
El corazón de Mayli saltó de júbilo al oír esas palabras.
—Yo puedo ir en su lugar —dijo—. Observaré lo que allí ocurra y se lo comunicaré fielmente.
La esposa irguió la cabeza y clavó sus expresivos ojos en la cara de Mayli, y dijo:
—Es muy peligroso. Debo pensar en tu padre.
—Ya sabe usted que ahora nada significan los padres ni las madres —contestó Mayli tranquilamente—. Sólo hay una cosa importante: cumplir con su deber. Si las mujeres luchan junto a los hombres en el ejército y caminan centenares de millas a su lado, yo también puedo hacer como ellas.
—Realmente, puedes. Si yo estuviera en tu lugar también lo haría. Pero ¿cómo irás? En esas divisiones no hay mujeres. ¿Sabes algo de medicina?
—No —repuso Mayli—, pero podría cuidar de los que saben. Déjeme ir como encargada de las enfermeras. Yo cuidaré de que no les falten alimentos ni refugio y a su lado practicaré y aprenderé. Haré que se les proporcione cuanto necesiten y no las dejaré ni un momento.
—Sí —dijo la esposa, meditando—. Podrías hacerlo perfectamente.
—Y me encuentre donde me encuentre —apresuróse a añadir Mayli— siempre observaré detenidamente todos los acontecimientos y se los comunicaré: seré sus ojos y sus oídos.
—Sí, podrías ser mis ojos y mis oídos.
Reflexionó unos instantes. El sol, que entraba por la ventana, caía sobre la piedra de jade de su anillo, rompiéndose en brillantes destellos. Era una fabulosa joya cuya venta habría podido alimentar a sus huérfanos durante muchos días. Pero ¿a quién podría ocurrírsele venderla, si esa piedra era como si formara parte integrante de su persona? La fuerza de esa mujer precisamente radicaba en el sugestivo marco que la rodeaba, y todos los que la conocían sabían que quitarle cualquiera de los atributos que constituían su atractivo equivalía a quitarle una parte de su poder. Mientras miraba aquella piedra, Mayli tuvo que contenerse para no pronunciar las palabras que acudían a sus labios. ¡Cuánta superioridad e indulgencia se requieren para comprender las debilidades humanas! Y, no obstante, era preciso admitir que a veces la belleza puede ser más imprescindible que la vida de otros.
La esposa miró a Mayli como si hubiese leído sus pensamientos. Estuvo unos momentos considerándola, y luego dijo:
—Confía en mí: irás. Ahora déjame. Me ocuparé de los detalles y prepararé tu camino.