Mayli despertó súbitamente a mitad de la noche. De momento permaneció a la escucha, intentando descubrir el motivo que había interrumpido su sueño, pero todo seguía en silencio. Así, pues, parecía que nada la había despertado, cuando menos nada procedente del exterior. Siguió acostada, sintiendo una especie de repentina prevención contra todo lo que la rodeaba; el cuarto, la cama en que estaba acostada y sobre la que el mismo día había tenido al pobre chiquillo muerto, su propio cuerpo e incluso su misma respiración. Todo era real, y, no obstante, nada parecía serlo. Se había despertado atosigada por una melancolía tan negra como nunca la hubiera sentido. Su tristeza era tan abrumadora que la estrangulaba. ¿Habré tenido algún sueño fatídico?, se preguntó a sí misma. Su cerebro parecía vacío; sólo imperaba en él esa única excepción de una desesperada sensación de ausencia. Y, no obstante, ella no había perdido nada suyo. El niño no era de ella. ¿Y esta muerte causaría su melancolía? Sentóse en la cama, atemorizada. Quizá había penetrado alguien en su dormitorio, despertándola aquella extraña presencia. Saltó de la cama y encendió la vela que estaba sobre la mesita. La levantó en alto, iluminando en dirección a la puerta. No había nadie. Se acercó a la puerta y la abrió. En la habitación contigua, Liu Ma estaba completamente dormida sobre un canapé; respiraba con la boca abierta y su vieja cara acusaba gran palidez. En toda la casa parecía flotar la misma sensación de vacío profundo. Volvió a su dormitorio, cerró la puerta y quedóse en pie, con la vela en la mano. Todo le parecía extraño y de pronto sintió una ansiedad de encontrarse en el hogar que nunca había tenido, en su hogar, donde pudiera refugiarse del desastre que la rodeaba por todas partes. Pero ¿qué hogar quería? Sólo tenía uno: el de su padre. Pero estaba muy lejos. Al pensar en su padre, invadióla de pronto una profunda nostalgia. Evocó con destacada intensidad la alegre visión de su cuarto en la ciudad americana donde vivía. Aparecieron ante sus ojos las limpias y claras cortinas de las ventanas y las alfombras azules del piso. ¿Por qué lo dejó? ¿Por qué había abandonado aquel sitio tan excelente? Para vivir la guerra en su propio país. Su padre la previno: «Te arrepentirás. Llegará un día en que desearás no haberte marchado. No estás acostumbrada a las molestias e incomodidades». Y se dijo mentalmente que ahora no podía volver. Alargó los labios y se formuló en su mente una resolución: «No volveré». De un soplo apagó la vela y metióse nuevamente en la cama, extendiendo la colcha de seda de rojas flores, tapándose la cabeza y encogiéndose como abrigada en un refugio. Pero ¿qué refugio era ése? Liu Ma había comprado la tela en una tienda. La colcha fue cortada a la medida de una mujer corriente, pequeña y baja. Pero, como ella era alta, cuando Mayli tiró de la colcha para taparse la cabeza dejó descubiertos sus pies, y si la retiraba para taparse los pies quedaba sin abrigo. No podía quedar totalmente debajo de la colcha ni encogiéndose lo máximo posible.
Dominada por la impaciencia, levantóse nuevamente del lecho, sin haber logrado alejar aquel punzante sentimiento de desolación. Sentóse en el borde de la cama y se cubrió los hombros con la colcha, dejándose llevar por la incomprensible desazón que la dominaba. Ahora se decía a sí misma que en su propio país no cabía una mujer como ella. Las campesinas cultivaban la tierra igual que los hombres; si habían asistido a la escuela y tenían alguna instrucción, hacían de profesoras o de enfermeras. Pero ¿qué podía hacer ella, si nunca había realizado ninguna clase de trabajo? Dejó a su padre para volver a su país, que sufría y se desangraba, suponiendo que podría ayudarlo en algo, pero debía reconocer que no servía para nada. Se sentía más y más desvinculada: su mismo padre ignoraba ahora el paradero de su hija.
La única persona que actualmente podía considerar como un conocido suyo era Shan, y dentro de pocos días también se quedaría sin él. Después, sólo quedarían allí con ella la vieja Liu y el perro.
Sintióse la boca amarga pensando en la esterilidad e inconsistencia de la vida que llevaba. ¿Era suficiente, en la actualidad, vivir así, dados los conocimientos y la inteligencia que ella poseía?
Apartó la colcha, volvió a encender la vela y empezó a pasear por el dormitorio para entrar en calor. Quizá los impulsos de su sangre, que circulaba más aprisa por sus venas, hizo reaccionar su cuerpo y su cerebro, y de pronto Mayli vio claramente cuál era su obligación: marchar hacia el Oeste. Si Sheng iba a luchar, ella le seguiría y podría ayudarle.
Una vez formulado ese pensamiento, se afirmó en la decisión de llevarlo a término como si obedeciera una orden. Se desvaneció su soledad y desapareció su tristeza inmotivada. Realmente, había encontrado la mejor solución: seguir al ejército. Pero ¿cómo? En las filas de las divisiones de soldados que irían a Birmania no figuraban mujeres. Sólo las formaban los hombres mejor entrenados. Repetidas veces había oído como Sheng se alababa de que los soldados de su división eran hombres escogidos y seleccionados. Y su ponderación no pecaba de exagerada, por cuanto el Supremo en persona había examinado a cada uno para asegurarse de que eran jóvenes y disfrutaban de buena salud.
En esta ocasión Sheng vio de cerca al Supremo y durante unos días habló de su cara grave y prieta y de sus ojos penetrantes y oscuros.
—Al encontrarme en presencia suya —le dijo a Mayli— y al mirar sus ojos, noté en todo el cuerpo una sensación como si me pincharan con miles de agujas.
Y después le repitió las palabras que le dijo el Supremo: «De todos mis hombres, tú eres el más alto y el de mejor aspecto. Seguramente también debes ser el mejor soldado».
Y Sheng, a continuación, aseguró a Mayli que así sería.
Mayli se lamentaba ahora de no saber nada de lo referente al cuidado de los heridos. No sólo no sabía nada de ello, sino que tampoco tenía el menor conocimiento de las más simples enfermedades. Sería preciso encontrar una buena influencia que le permitiera ser admitida, visto que sus conocimientos casi eran nulos.
Resurgió en ella la muchacha intrépida y audaz. Su mente trazaba un plan y su voluntad se endurecía y obstinaba. Acudiría al Supremo. Y, si éste la rechazaba, recurriría a su esposa. Mayli se decía que, en el fondo, existía cierta similitud entre ellas. Una y otra habían crecido y se habían educado en país extranjero. Precisamente por eso, ella, mejor que nadie, comprendería los deseos y los sentimientos de Mayli. Ella también era una mujer impetuosa.
Planeó este proyecto decidida a ocultárselo a Sheng, segura de que éste no lo aprobaría. Su manifiesta opinión era de que cuando los hombres van a la guerra no deben pensar en las mujeres, ni tenerlas cerca; mejor aún: ni acordarse de su existencia. Al preguntarle sobre las mujeres-soldados que solían ir con el ejército, Sheng le contestó gravemente que todas ellas, al convertirse en soldados, dejaban de ser mujeres, pues un soldado no tenía sexo y sólo era un ser que debía estar sujeto a una voluntad de acero, de fuerza, y a unos anhelos indomables de luchar y vencer.
Era más que seguro que si hablaba a Sheng de sus propósitos le diría: «¿Y qué harás con tus pies calzados con zapatillas de satén?». Así, pues, a fin de evitar sus ironías, se afirmó en el propósito de callarle sus proyectos y realizarlos a pesar suyo.
Adoptada esa decisión, acostóse de nuevo y en seguida quedó dormida.
—… ¿Dónde está? —preguntó Sheng a Liu Ma, dos días más tarde.
—¿Cómo puedo decírtelo, si no me dejó indicado dónde iba? Cuando se lo pregunté se echó a reír y me indicó que no me lo diría, a fin de que yo no te lo pudiera repetir cuando tú vinieras a preguntarlo. Así no podrás sobornarme. De modo que yo no sé nada. Lo único que puedo decirte es lo que vi: se llevó su maletín y subió a un rickshaw.
Sheng escarbaba el suelo con el pie, como un animal furioso.
—¿En qué dirección salió? —gritó.
—Nuestra casa está al final de la calle; no podía seguir más que una dirección —replicó con mucha calma, complacida en extremo al adivinar el tormento del soldado—. La calle dobla al final de la cuadra, como ya sabes; desde aquí no pude ver hacia dónde se dirigía.
—¿Tampoco te dijo cuándo volvería?
—Puso unas monedas en mi mano y me dijo que eran para mis comidas, añadiendo que estaría de vuelta antes de que las hubiese gastado.
—Enséñame cuánto te dio —le mandó Sheng.
Liu Ma introdujo la mano en su pecho y sacó diez dólares de plata envueltos en papel marrón.
—¿Para cuántos días te bastan? —le preguntó con aire autoritario.
—Si me doy buena vida, puedo gastarlo muy fácilmente —contestó Liu Ma—, y, si como escasamente, pueden durarme un mes.
Sheng sintió deseos de aplastar la cara de la vieja contra la pared. La calma que ella aparentaba le exasperaba en extremo. Pero si obraba así no conseguiría saber nada. En consecuencia, limitóse a darle un puntapié al perro que se le había acercado y le olfateaba tímidamente. El pobre perrito aulló dolorosamente.
—Puedes pegar al perro, si quieres —dijo Liu Ma—. Así como así, me es muy antipático.
Sacóse el hurgaoídos de plata de su moño y empezó a hurgarse parsimoniosamente la oreja derecha. Su rostro parecía iluminado por una inmensa expresión de placer. Poco rato después bostezó, poniéndose nuevamente el hurgaoídos en el moño.
—Hay demasiada tranquilidad durante su ausencia. Me quedo dormida a cada momento.
Sheng no contestó. Contemplaba fijamente el patio desierto. Hundió después con violencia sus manos en los bolsillos y volvióse para irse. Al llegar a la puerta se detuvo y dijo a gritos a Liu Ma:
—Cuando regrese, dile que he ido a la guerra.
Liu Ma estaba sentada con los ojos semicerrados. Al oír las palabras de Sheng los abrió un momento y murmuró entrelazando las manos sobre su vientre:
—¡Oh!
Y volvió a cerrar los ojos, sin cambiar de actitud, con aire beatífico.
… En ese mismo momento Mayli cruzaba las alturas, por encima de las montañas, en el avión del general. Éste iba a su lado.
Se había presentado directamente al cuartel general, y, como era conocida de los centinelas, le fue permitido el paso. Cuando ella entró, el general desayunaba, y ante su cara alterada, Mayli no pudo contener la risa. El desayuno en cuestión no era a base de arroz, pescado seco, jugosas verduras ni confituras de que tanto gustaba, sino que se componía de un espeso potaje extranjero a base de avena, que él mismo ordenó preparar, pues había oído decir que era muy nutritivo.
Como era hombre cortés y sabía de las nuevas maneras de relacionarse con las mujeres, se levantó en cuanto vio a Mayli. Después le dijo:
—La invitaría a usted a desayunar, pero le aseguro que sería muy poco amable invitándola a comer semejante manjar. Ahora comprendo que, si desayunan con esto, los blancos sean tan ceñudos hasta el mediodía.
Todavía con la risa en los labios, Mayli cogió una cuchara y probó el potaje. En seguida hizo una muecas de asco.
—¡Está quemado y es amargo! —exclamó—. Además, está soso. Ese plato debe prepararse a base de azúcar y nata.
—¿Qué nata? —inquirió el general.
—La nata de la leche de vaca.
Él la miró estupefacto, exclamando:
—¿Me supone usted un ternero para hacerme tomar leche de vaca?
Esta respuesta causó tanta risa a Mayli que sus mejillas se enrojecieron. Interiormente, él también se sentía satisfecho de haber provocado semejante risa, pues aún era joven y le complacía hacer reír a una muchacha.
Después, adoptó un aspecto solemne y dio unas palmadas. Se presentó un soldado y le ordenó que llamara al cocinero. Cuando éste entró, le gritó:
—Has dejado quemar el potaje y no le has echado sal ni azúcar. ¿Por qué no me dijiste que debe comerse con nata? ¿No te alabas de conocer perfectamente ese manjar extranjero?
El rostro del cocinero se puso pálido y contestó, tartamudeando:
—Pero… usted no soporta ni el olor de la leche… porque dice que los hombres blancos apestan.
—¿Y es a eso a lo que huelen? Encantado, entonces. Ahora, por el olor, estoy seguro de que reconoceré a nuestros aliados.
Él mismo se rió de sus palabras. Después, apartando el plato con la mano, dijo al cocinero:
—Saca esa porquería y arrójala a la basura. Tráeme arroz. Y no se te ocurra dar eso a los perros. ¡A la basura!, que es el sitio que le corresponde.
El cocinero salió con el plato de avena, regresando al momento con otro de arroz, del mismo que comían los soldados. El general acercóse la escudilla y los palillos y engulló el contenido con evidentes señales de placer. Comía muy aprisa, pero a Mayli le parecía que tardaba una eternidad. Dejó que colmara su apetito. En el momento oportuno le dijo:
—Supongo que antes de partir para el Oeste se verá con el Supremo.
El general, sorprendido, alzó la cabeza de la escudilla, preguntándole:
—¿Quién se lo dijo?
—Lo sé —replicó con una leve sonrisa—, y también quiero ir.
El general dejó los palillos sobre la mesa.
—¡Usted! —exclamó—. ¿Pero qué se propone?
—¿Acaso no hay mujeres en el ejército? —inquirió Mayli apoyándose con ambos brazos sobre la mesa, sin apartar la mirada de los ojos de su interlocutor.
—Sí, pero solamente las enfermeras. Acompañan a los médicos. Nosotros no tenemos nada que ver con eso.
—Yo también puedo atender a los heridos —dijo Mayli.
El general meneó la cabeza y, finalmente dijo:
—Eso no me incumbe. Yo no puedo dar semejante permiso. ¿Qué dirían mis hombres si supieran que la llevo conmigo? ¿Ha pensado usted en ello? Usted es joven y bonita. Además, hay que contar con mi esposa. ¿Sabe usted que haría? Me arañaría el rostro, me sacaría los ojos. No; nosotros vamos a luchar.
Mayli pareció inclinarse ante esos argumentos, y no contestó. Después de un silencio suspiró y dijo amablemente:
—Quizá esté en lo cierto. Pero quisiera pedirle que me lleve con usted cuando vaya a la capital a hablar con el Supremo.
—¿Tiene usted alguien allí? —le preguntó en tono receloso.
—Tengo algo que hacer —contestó humildemente—. Vine aquí con el propósito de unirme a alguna división o hacer algo útil. Pero no sirvo para nada. En cambio, en la capital tal vez podré servir para algo. Puedo atender a los huérfanos, puedo hacer de intérprete. Tengo la certeza de que mi padre no se opondría a mis deseos.
El general aprobó su determinación. Conocía al padre de Mayli y le pareció una idea sensata que esa muchacha atrevida y hermosa estuviera cerca de las personas de su rango, a fin de que velaran por ella. Indudablemente éste era el mejor favor que podía hacer a su padre.
—Con mucho gusto —dijo finalmente.
Y así es como Mayli viajaba ahora en el avión y al lado del general hacia la capital. Tenía el propósito de salir de madrugada al siguiente día. Pero, viendo que ella no pensaba volver a su casa, empezó a sentirse intranquilo, sobre todo cuando se dio cuenta de que los jóvenes capitanes aprovechaban los más fútiles pretextos para entrar y mirar a Mayli. Empezó a temer que su esposa se enterara y se presentara ante él. ¡Trabajo le costaría hacerle creer que era la hija de un amigo suyo y para él tan sagrada como una hija propia! Su mujer era tan celosa que sólo creía en sus suposiciones, sin hacer el menor caso de lo que le decía. En consecuencia, renunció a todos sus planes para ese día, y aún no habían transcurrido dos horas desde su desayuno que ya estaban en pleno vuelo.
Mayli iba a su lado. El avión cruzaba el cielo serenamente, por sobre una espesa capa de nubes. Sentía un placer especial pensando que Sheng ni remotamente podría suponer dónde estaba en ese momento. ¿Qué le diría cuando volviera a encontrarla? Mayli sonrió contemplando el cielo, precisamente en el momento en que el general se volvía para mirarla.
Ante su sonrisa, el general le gritó, en medio del roncar del motor:
—¡Me parece que soy un dragón! ¡Un dragón cabalgando sobre las nubes!
Mayli rió. Una ráfaga de viento irrumpió con violencia por un agujero de la cubierta y cortó la risa en sus labios.