La casa de Mayli se encontraba al final de una calle angosta.
Cuando Sheng entró, el silencio era absoluto. Mediaba la tarde y en un rincón del patio, bajo la sombra de los bambúes, Liu Ma dormía sentada en una silla. Se había dormido mientras cosía, y aún guardaba en su mano izquierda una de las medias de seda extranjera de Mayli. En el dedo mayor llevaba un dedal de bronce, y la aguja, que había caído de sus dedos, colgaba balanceándose del hilo. Al lado de la vieja estaba tendido, durmiendo sobre las baldosas del patio, un perrito que Mayli recogió un día en la calle. Al entrar Sheng entreabrió los ojos y, reconociéndole, volvió a dormirse. El muchacho sonrió al ver la escena que tenía ante sus ojos y atravesó el patio de puntillas, camino de la habitación principal de la casita. Dada la quietud que reinaba en el interior supuso que Mayli también dormiría. Visto que no estaba en la sala, se dispuso a esperarla; pero, mirando a través de la puerta entreabierta de su dormitorio —en el que nunca había entrado—, vio que se hallaba junto a la ventana, secando al sol su largo, húmedo y recién lavado cabello. No se había dado cuenta de su llegada. Sheng se detuvo contemplándola. Su corazón latía intensamente. ¡Qué hermosa era! ¡Qué hermoso su cabello negro! Le complacía que no se lo hubiera cortado, como hacían las estudiantes y las muchachas alistadas como soldados. Lo peinaba recogido sobre la nuca, pero sin aceitarlo, de modo que la finura de los negros cabellos formaba como una aureola alrededor de su cara. Esa visión furtiva le conmovía tanto que su misma respiración parecía sofocarle.
—¡Mayli! —exclamó con voz entrecortada.
Ella separó su cabello con las manos y miró hacia él. Al verle, corrió súbitamente hasta la puerta y la cerró de golpe, poniendo después la tranca de madera.
—¡Estúpido! —gritó sofocada detrás de la puerta; a continuación llamó a Liu Ma.
Sheng se sentó junto a la mesa, riendo interiormente. Liu Ma apareció frotándose los ojos y dando un tropiezo en el umbral de la puerta.
—¿Cómo entraste tú, militarote? —le preguntó indignada—. ¡Juro que no te he visto!
—¿Qué me dirás si te digo que tengo un puñal mágico? —le preguntó Sheng en tono misterioso, para enfadarla—. Lo llevo en el cinto y cuando digo: «¡Pequeño!», me vuelvo tan diminuto que puedo volar por encima de la pared como un granito de polvo. Pero cuando digo: «¡Grande!», puedo soplar sobre la pared como el viento del Oeste.
Le dijo estas palabras creyendo impresionarla, pues suponía que Liu Ma habría oído muchas leyendas de puñales semejantes, contadas por los vagabundos que narraban historias por el estilo. Pero la vieja le contestó despectiva y sin el menor asomo de sonrisa:
—Deberíamos tener un perro más guardián que éste. El nuestro sólo sirve para ir metido dentro de la manga, y, cuando entra un ladrón, en lugar de ladrar maúlla como un gato.
—La culpa no es del perro, Liu Ma —gritó Sheng a la vieja que salía.
Mientras ésta llegaba a la cocina para calentar agua para el té, el perrito entró saltando y agitando la cola, Sheng se inclinó y le tiró de sus largas orejas. Parecía un juguete. Sin duda había sido abandonado por alguna cortesana en su huida durante uno de los bombardeos de la ciudad. Los que él conocía eran aquellos grandes y fuertes perros de las aldeas, cuyos antepasados fueron lobos y ellos mismos seguían siendo fieras como lobos para toda persona desconocida. En casa de su padre habían tenido un perro semejante y recordaba que, cuando él era pequeño, más de una vez tuvo que retenerlo para que no se arrojara sobre algún extraño. Pero actualmente quedaban muy pocos perros de ésos, porque lo primero que hacían los recaudadores de impuestos y los soldados japoneses que llegaban a las aldeas para robar y violar era exterminar a los perros que les saltaban encima con tanta furia.
—¿Y tú para qué sirves? —preguntó Sheng al perrito. Sus grandes ojos pardos resaltaban en su carita, como si fueran oscuras bolitas de vidrio, y todo su cuerpo temblaba. Al oír a Sheng adelantó una de las patas, tocando delicadamente su pie, y luego, frunciendo su negro hocico, olfateó el aire a su alrededor y retrocedió asustado. Sheng rió, dando fuertes carcajadas, y en el mismo momento Mayli abrió la puerta. Llevaba un vestido color verde manzana y el cabello recogido en la nuca en un rodete. En uno de sus dedos brillaba un anillo de jade.
—¿Por qué te ríes del perrito?
—Me encuentra demasiado fuerte —respondió Sheng—. Me olfateó y retrocedió espantado.
—Es muy inteligente —dijo Mayli.
Se acercó y cogió en sus brazos al animalito, sentóse y lo puso sobre sus rodillas, mientras Sheng la observaba.
—¿Por qué pones a un perro en tus manos, como si fuese un niño? —le preguntó—. No debes hacerlo.
—¿Por qué no? Está limpio. Ayer lo bañé.
—¡También eso! —exclamó Sheng—. ¡Bañar a un perro como si fuera un niño! Sólo pensarlo me irrita. ¡Tratar a una bestia como si fuera una persona! ¿Crees que está bien?
—Es un perro muy bonito —dijo Mayli acariciando el lomo del animal—. Duerme en mi cama.
—Eso todavía es peor —contestó Sheng impaciente.
Mayli seguía acariciando el pelo suave y sedoso del perrito, que permanecía quieto y hecho un ovillo en su regazo.
—¡Si vieras de qué modo señoras extranjeras —dijo Mayli sonriente— aman a sus perros! Los llevan sujetos con correas o con cadenitas y en invierno les ponen abrigos.
Sheng hizo un signo despectivo.
—Ya recuerdo que has aprendido tus maneras de los extranjeros, pero de todas ellas la que más me irrita es ese amor a los perros.
Y mientras decía esto se levantó de súbito de su asiento y antes de que ella se diera cuenta de lo que iba a hacer cogió al perrito y lo echó con fuerza a través de la puerta abierta a la pequeña fuente que había en medio del patio.
—¡Oh! ¡Bestia…, bestia! —gritó Mayli corriendo a sacar del agua al perrito, que ladraba asustado, Y, como no podía apretarlo contra su vestido de seda, llamó a gritos a Liu Ma, que vino corriendo.
—¡Dame una toalla! Mira lo que ha hecho Sheng. Ha echado al pobre perrito en el agua fría.
Esta vez Liu Ma no salió en defensa de su ama, limitándose a decir:
—Deja que se seque al sol. Tengo faena y no puedo ocuparme secando al perrito.
—La vieja es sensata —comentó Sheng sonriendo.
Mayli corrió en busca de una toalla, mientras el perrito, tiritando de frío, miraba tristemente a Sheng, que le estaba contemplando.
Mayli, después de frotar al perro y dejarlo casi seco, lo puso al sol sobre la toalla.
Sheng, entretanto, consideraba sus movimientos, enérgicos, pero llenos de gracia y elasticidad.
Le parecía tan extraña que parecía imposible que por sus venas circulara la misma sangre que la de su pueblo. Por primera vez pensó que quizá era impropio que amara a esa mujer, y que si se casaban su vida sería una verdadera guerra, como un campo de batalla.
—Vine para decirte, y te lo hubiera dicho de no mediar ese estúpido incidente, que salgo con mi tropa para Birmania —dijo.
Ante estas palabras, Mayli, inmóvil por la sorpresa, quedóse parada en medio del patio, olvidándose del perrito. El sol cubría su vestido verde y su cabello con una luz dorada. Él seguía callado, apoyado en el marco de la puerta, contemplándola.
—¿Cuándo marchas? —le preguntó.
—Dentro de pocos días, dos o tres; como máximo, cuatro.
Mayli, mirándole, se sentó en un banco del jardín. Sheng veía cómo el sol hacía relucir su fina y delicada piel y proyectaba la sombra de sus largas pestañas sobre su pálida cara. Miró sus ojos, cuyas negras pupilas se destacaban netamente en la blanca córnea, y, lijándose en lo intensamente oscuras que eran, se dio cuenta de que estaban veteadas por pequeñas estrías como reflejos luminosos.
—Tienes oro en los ojos —le dijo—. ¿De dónde lo sacas?
—Deja en paz a mis ojos. Dime: ¿cómo es que sales tan pronto?
—Sólo nos parece pronto a nosotros —contestó Sheng.
Salió en busca del banquillo en que Liu Ma estaba sentada. El perrito, tiritando, fue a tenderse al lado de ella y lo más lejos posible de Sheng. Pero ni ella ni él pensaban ahora en el perro.
—Hace semanas que lo tienen decidido —dijo Sheng—. Mi general es contrario a esta expedición, pero el Supremo la estima necesaria, y cuando así opina no hay opinión bastante fuerte para disuadirle. Así es que nos vamos.
Esas palabras, nos vamos, las dijo con tanta firmeza y con tan inflexible expresión de cara que Mayli no contestó. Limitóse a mirarle y de súbito preguntóse qué sería de su vida sin ese hombre con quien disputaba siempre. Pero ¿qué importaba? ¿Acaso ella había deseado nunca una vida sosegada?
—Así, pues, ahora seremos aliados de los blancos —continuó diciendo Sheng.
—¿Y por qué el general es de opinión contraria?
Sheng alargó el brazo y alcanzó una rama de bambú que colgaba sobre su cabeza. Arrancó una hoja y empezó a romperla en trocitos, mientras hablaba.
Mayli seguía los movimientos de sus manos, lentos y firmes, que denotaban su energía. La hoja que desmenuzaba era frágil y leve, pero sus dedos la deshacían con gran precisión. Eran unas manos delicadas, de hermosa forma, como todas las de su raza, aunque se tratara de simples campesinos.
Sheng no la miraba, absorbido en los menudos pedacitos verdes que iban cayendo al suelo.
—Mi general cree que está escrito el fracaso de los blancos.
—¿Por qué?
Su pensamiento corrió a través del mar, hacia el país donde había vivido la mayor parte de su vida. Al nacer ella, su madre murió, y antes de que cumpliera un año su padre partió con la niña para América. Sus primeras palabras —enseñadas por la mujer de rostro moreno que fue su nodriza— fueron pronunciadas en inglés. La mujer china que su padre se llevó como niñera sintió añoranza de su hogar antes de acabar la travesía, de modo que, cuando desembarcaron, su padre la embarcó nuevamente para su país. Mayli evocaba ahora aquellas grandes ciudades, con sus fábricas y con tanta gente siempre atareada y tanta riqueza y orgullo que reinaba por doquier.
—¿Cómo pueden fracasar los hombres blancos?
—Así está escrito —contestó Sheng.
Mayli torció la boca.
—No soy supersticiosa —añadió—. Yo no creo en las profecías de ningún viejo adivino de los que se pasan la vida sentados en las esquinas, vestidos con túnicas sucias. Yo necesito razones más satisfactorias. ¿Acaso tu general habló nunca con un blanco o ha visitado sus países?
—No lo sé —replicó Sheng—. Yo no le pregunto nada.
—Entonces, ¿cómo lo sabe? —insistió Mayli.
—Los ha visto aquí, en nuestro país —dijo Sheng.
Y de un soplo dispersó los verdes trocitos de hoja de bambú que llenaban sus manos. A continuación entrelazó sus dedos. Mientras hablaba miraba a Mayli, pero ella sabía perfectamente que no pensaba en ella, sino en sus propias palabras y en su significado.
—Mi general ha sido el orgullo de los blancos en Shanghai y en Hong-kong, trozos de tierra que quitaron a nuestros antepasados, y que convirtieron en ciudades suyas. Según dice, siempre nos han considerado como perros molestos ante sus puertas. Y lo mismo hicieron con nuestros vecinos de los países próximos, a quienes despreciaron siempre. Ellos también fueron tratados como esclavos y, por eso, ahora prefieren unirse al enemigo odiado, porque más que a los japoneses detestaban a los blancos, que desde hace tiempo han venido despreciándolos.
Mayli escuchaba, pero no comprendía. ¿Cómo podía comprenderlo si durante toda su vida había vivido en un país dónde sólo encontró facilidades? Su padre disfrutaba de una honrosa posición en la capital, y ella, como hija suya, gozaba de los mismos privilegios. A pesar de que allí se desdeñaba a los de diferente color, que casi siempre empleaban sólo como sirvientes, nunca se le ocurrió pensar en que ella fuese despreciada.
—La gente de Mei no nos desprecia —afirmó—. Sólo lo hace con los negros.
—Bueno. Pero nosotros no vamos a Birmania a luchar al lado de los hombres de Mei. Allí dominan los de Ying y son ellos los odiados.
—No hay diferencia alguna entre los hombres de Ying y los de Mei.
—Sí eso es verdad —dijo Sheng—, es la peor noticia que podías darme.
Mayli quedóse silenciosa, mordiéndose los labios y preguntándose qué podía decir. Finalmente habló en estos términos:
—Tal vez no cuente para nada el hecho de que les gustemos o no. Lo único que necesitamos es contar con la fuerza de ese pueblo para luchar contra el enemigo. Si la gente de Ying va contra los japoneses, entonces debemos estar a su lado.
—Si a su lado podemos ganar —replicó Sheng gravemente.
—Nadie podrá conquistar a los pueblos de Ying y Mei juntos —gritó Mayli.
Y evocó nuevamente las fábricas enormes, con sus formidables máquinas y la terrible precisión de su funcionamiento, trabajando el hierro y el acero como si fuera papel y madera.
—Los enanos han conseguido muchas conquistas hasta hoy —añadió Sheng en voz baja.
—Sí, pero no olvidemos que lo han hecho por sorpresa.
—Bueno. Puede admitirse que les cogieron por sorpresa una vez; pero el mismo día, sólo unas horas más tarde, fueron sorprendidos de nuevo en otras islas, más al sur… Sus fortalezas volantes fueron destruidas en un abrir y cerrar de ojos por los japoneses. ¡No basta ser poderoso; al mismo tiempo se necesita ser sabio y astuto!
Se levantó con súbita impaciencia y abriendo los brazos.
—¡Mírame, Mayli! —requirió—. ¡Fíjate en mi gran figura de carne y hueso que soy yo! ¿Tengo bastante con ser tan alto? ¿Es suficiente que pueda torcer un trozo de hierro entre mis brazos? ¿De qué sirve mi fuerza y mi corpulencia si soy un tonto? No. ¡Necesito adquirir inteligencia y sentido común y meterlos aquí! —V, mientras decía esto, se daba fuertes palmadas en la frente.
Mayli no contestó. Quedóse mirándole, de pie a su lado, destacándose sobre el fondo del cielo y reconociendo la certeza de la sensación de fuerza y potencia que su aspecto ofrecía. Se estremeció y la sangre le acudió al rostro. Sheng dejó caer los brazos y siguió mirándola. Mayli se levantó con ligereza y se hizo a un lado, como si quisiera huir de él. Temía ser subyugada por su dominio, aunque sólo fuese un instante. Empezó a pasear por el patio, seguida en su ir y venir por el perrito. Después se detuvo; sentóse en el borde de la fuente y rodeó sus rodillas con los brazos. Sheng contemplaba el reflejo claro y nítido de su cara sobre la tranquila superficie del agua de la fuente. Estaban en invierno y la fuente no se hallaba cubierta de hojas de loto, por cuya razón la tersura de su superficie semejaba un límpido espejo bajo el cielo.
Liu Ma apareció en la puerta de la cocina, y el rictus torcido de su boca evidenciaba su enfado. Depositó la bandeja sobre la mesa y sirvió el té de una tetera blanca y azul. Y para demostrar el disgusto con que veía que Mayli estuviera a solas con un hombre, en lugar de presentarles las tazas, dejó el té servido sobre la mesa y volvióse a la cocina. Poco después la baja chimenea de la cocina empezó a escupir un espeso humo, producido por el fuego alimentado con hierba seca, y este humo cubrió todo el patio como una nube.
Mayli se echó a reír y dijo:
—Liu Ma intenta ahogarte con humo.
—Soy demasiado bueno con esta vieja —contestó Sheng vivamente—. Y se olvida de las veces que le doy monedas de plata para que me deje estar aquí.
—Es vieja —dijo Mayli—. Y no es sólo eso: adoraba a mi madre y cree que yo no soy bastante buena para merecerme la suerte de ser su hija. Me supone dominada por las costumbres extranjeras.
—Quizá tenga razón —observó Sheng.
En el reflejo del agua vio cómo sacudía su hermosa cabeza y cómo después su rostro acusaba una expresión de gravedad.
—¿Qué importancia tiene, en estos momentos, ser extranjero o no? Actualmente creo que no es nada sensato odiar algo o a alguien por sólo ser extranjero. Mejor sería pensar si no nos sería de más provecho aliarnos con los pueblos de Ying y de Mei, que son los más fuertes de la tierra.
—¿Realmente son tan fuertes? —preguntó—. Y, si eso es cierto, ¿por qué los japoneses han podido derrotarles tan fácilmente y, en cambio, no pueden con nosotros, a pesar de los esfuerzos que han hecho durante estos años?
—No debes confundir el éxito de una astucia con una victoria —contestó Mayli—. Conozco perfectamente al pueblo de Mei. Es más que posible que el enemigo lo haya podido engañar. Como son tan poderosos y están tan convencidos de su destreza, habilidad y poder, nunca podrían imaginarse la posibilidad de ser cogidos por sorpresa. Pero ahora estarán furiosos y serán mucho más terribles y desconfiados. Habrán aprendido más en un solo día que en un año de guerra.
—Pero es una lástima que nosotros debamos pagar con tantos sacrificios la lección que les han enseñado —afirmó Sheng ceñudamente—. Tan sólo, con unos cuantos de esos aviones, que fueron destruidos en pocas horas, habríamos podido echar a los japoneses de nuestra tierra. No es únicamente a ellos a quienes toca las de perder.
Mayli agitó levemente con la mano el agua de la fuente, sobre cuya superficie se formaron pequeños círculos. Después dijo:
—Es cierto cuanto dices; pero, no obstante, estoy convencida de que no pueden perder. No. A pesar de lo pasado y de lo que todavía puede pasar, finalmente ganarán, y por eso debemos estar a su lado.
—¿Qué piensas? —preguntóle Sheng.
El té estaba frío. Ambos lo habían olvidado. El perrito, que había permanecido tumbado sobre la toalla, se levantó y gimiendo suavemente se acercó a su dueña, sin que ésta le prestara la menor atención. Siguió con la mano en el agua, mirando vagamente un punto del patio, perdida en los recuerdos que acudían a su mente.
—Es el país más hermoso —dijo un rato después—. Puedo afirmarlo, aunque no lo quiera como el mío. Sus carreteras son grandes y cruzan colinas, montañas, desiertos y llanuras. Sus pueblecitos están habitados por gente limpia y bien alimentada. En las tierras de sembradío las granjas son limpias e higiénicas. Y no hay mendigos repugnantes ni perros hambrientos como lobos. Los bosques ocupan grandes extensiones y son profundos. Los arroyos son claros.
—Con todo eso no se gana una guerra —comentó Sheng severamente.
—No, desde luego. Pero también hay muchas fábricas que construyen barcos y automóviles, y, además, poseen todos los secretos y la fuerza de las máquinas. ¡Con todos los aviones que pueden producir podría cubrirse la superficie de la tierra!
—Pues es muy raro que no hayan podido mandarnos unos cuantos —replicó Sheng amargamente.
—¡Pero si todavía no han empezado! —gritó Mayli—. ¡Tú qué sabes! Un pueblo que vive tan felizmente y está tan bien alimentado no despierta en un momento. Primero debe sufrir y sentir los horrores de la guerra en su propia carne.
—Nosotros la sufrimos desde hace cinco años. ¿Es que no somos de carne y huesos, a su parecer?
—Debes hacerte cargo de que estamos muy distantes de ellos. Casi, casi no nos conocen.
—Entonces, estando tan lejos de nosotros, no querrán ayudarnos.
—Te digo que sí —afirmó Mayli—. Tú no los conoces; yo sí. Lo harán por su propio interés. ¿No te das cuenta de lo que ganarán pudiendo instalar aquí sus aeródromos para atacar a los japoneses? Pero debemos esperar que despierten y comprendan.
—Han tenido tiempo más que sobrado —dijo Sheng, sombrío—. ¿Todavía crees que debemos esperar, ahora que estamos a punto de salir para luchar en tierra extranjera? Si tanto les cuesta despertar, sin duda llegarán tarde. Con unos cuantos aviones ahora podríamos salvarnos, pero más adelante quizá un millar no nos sirvan de nada.
Ante el silencio de Mayli, Sheng continuó, después de una pausa:
—Yo hablo como soldado.
—No obstante —contestó Mayli unos momentos después—, los soldados no siempre tienen suficiente conocimiento de la causa de que hablan. Sólo piensan en las batallas, y una guerra no sólo se gana con batallas.
—¿Con qué más se gana, pues? —preguntó Sheng.
En este momento, el perro levantó la cabeza, cerró los ojos y lanzó un agudo aullido. El diálogo quedó interrumpido. Ambos miraron al animalito.
—¿Qué habrá oído este perrito que nuestras orejas no hayan alcanzado? —preguntó Sheng mirando hacia el cielo y alrededor del patio.
—¿Oyes? —susurró Mayli.
Ambos escucharon atentamente. Pocos instantes después se oía el creciente alarido de una sirena. Sheng se levantó de un brinco.
—¡Los japoneses! —gritó.
Desde que Mayli llegó a Kunming, los aviones japoneses no habían realizado ningún vuelo sobre la ciudad. Había oído hablar de sus anteriores incursiones y había visto los escombros y ruinas que dejaron. Pero sólo conocía el peligro por referencias.
Si en alguna ocasión entraba en una tienda cuyo techo agujereado mostraba las tejas rotas y las paredes derrumbadas, el dueño, todavía excitado y horrorizado, le daba detalles de cómo él y sus familiares pudieron escapar y de cómo tal o cual vecino o conocido había quedado muerto o mutilado. Pero todo eso lo sabía de oídas; sus propios ojos nunca habían presenciado un bombardeo.
El ulular fue creciendo y creciendo, y el pobre perrito, víctima de un ataque de pánico, lanzaba lúgubres gemidos y se arrastraba por tierra. Liu Ma salió afuera corriendo y secándose las manos en el delantal, empezando a gritar:
—¡Vámonos! ¡Vámonos! ¿Dónde iremos? Tú, soldadote, mira si puedes servirnos de algo. ¡Somos dos mujeres solas!
Sheng corrió a la puerta y la abrió de golpe. La calle estaba atestada de gente que corría en todas direcciones. Los dueños de las tiendas cerraban puertas y escaparates, como si hubiera llegado la hora nocturna de cerrar. Luego corrían los cerrojos.
—¡Si estuviéramos fuera de la ciudad! ¡Ser cogidos dentro es como encontrarse metido en una jaula! —exclamó Sheng recordando aquella terrible visión de hombres, mujeres y niños muertos, destrozados y esparcidos en despojos informes, presenciada después de haber caído las primeras bombas sobre la ciudad cercana al pueblo de su padre.
Mayli continuaba en su sitio. No podía temer lo que ignoraba. Sheng se dijo mentalmente que distaría cosa de una milla la puerta sur de la ciudad. Si estaba abierta, tendrían tiempo suficiente para salir a pleno campo antes de la llegada del enemigo. Una vez al otro lado de la muralla, se refugiarían en el bosquecillo de bambúes, donde, cuando menos, estarían a salvo de los hundimientos de las paredes y de la caída de las pesadas vigas de las techumbres.
—¡Vamos! —gritó.
Ambas mujeres corrieron tras él. Mayli, acordándose súbitamente del perro, retrocedió para recogerlo. Cuando Sheng vio que volvía con el perrito en los brazos, se originó una disputa, pues le censuró rudamente su tontería y cogiendo al animal lo arrojó con violencia contra el suelo, empujándolo afuera. La cogió de la muñeca con tanta fuerza, que Mayli no logró desasirse, a pesar del empeño que puso en conseguirlo.
—¡Loca! ¡Insensata! —gritaba—. Detenerse a coger un perrito cuando debes correr a más no poder.
Mayli seguía forcejeando para librarse de su mano, pero cuanto más se debatía, más fuerte la sujetaba él, forzándola a correr velozmente calle abajo, hacia la puerta sur. A pesar del pánico y la prisa unánimes, todavía había quien se detenía un momento en su huida, sorprendido al ver ese alto militar obligando a correr a una muchacha que luchaba empeñadamente por desasirse. Liu Ma corría jadeante tras ellos, llamándolos, pero Sheng no la escuchaba ni se detenía.
—No tiene los pies atados —rezongaba entre dientes—. ¡Que los mueva!
Se cruzaron con un viejo, que vociferó:
—¡Ay de ti, soldado! ¿Atropellas a una mujer en un momento como éste? ¡Detente! ¡Detente! ¡Déjala, si no quieres morir maldito y condenarte!
El viejo suponía que Sheng había cogido a la muchacha a la fuerza, como solían hacer los soldados, y que Liu Ma era la madre que corría chillando tras de su hija. Por toda respuesta Sheng gritó al viejo:
—¡Tortuga!
Mayli no tuvo más remedio que renunciar a la lucha y seguir corriendo junto a él en silencio. Entonces Sheng la soltó de la muñeca y sólo retuvo su mano. Entretanto, llegaba hasta ellos el sordo ruido de los aviones que se acercaban. Los fugitivos corrían libremente, pues las calles estaban desiertas. La mayoría de la gente había corrido a ocultarse en sus casas en espera de lo que dispusiera el destino.
Ya veían la Gran Muralla, cuya sombra alcanzaron en pocos instantes. Este enorme muro de treinta pies de espesor formaba un arco sobre el camino; al final estaba la entrada. Así que llegaron a su sombra, Sheng se dio cuenta de que la puerta estaba cerrada. Muchas veces había recorrido esta distancia que le separaba de la salida al campo, pues no era amigo de permanecer encerrado durante mucho tiempo. Cuando cruzaba esa zona de penumbra en la cual el camino de guijarros siempre estaba húmedo —por no llegarle nunca el sol—, sentía gran alborozo al ver el deslumbrante reflejo dorado a través de la puerta abierta. Mas ahora todo era sombra, y en ella se cobijaron. Allí se había acumulado mucha gente que, como ellos, habían considerado el sitio como un refugio. Seres sin hogar, viajeros de paso en la ciudad y también mendigos. Sheng y Mayli iban reconociendo a unos y a otros entre la masa amontonada en la fría oscuridad. Los pordioseros, andrajosos y harapientos, se apretujaban entre las demás personas. Nadie se fijaba en la condición de su vecino. Sólo un mendigo, de rostro carcomido por la lepra, permanecía lo más alejado posible del grupo. Habría sido de los últimos en llegar, y, cuando Sheng y Mayli se cobijaron bajo el muro, estaría cerca de la entrada. Al darse cuenta de este desgraciado, Mayli gritó involuntariamente:
—¡Sheng! ¡Un leproso!
Y dicho eso volvióse para salir afuera. Pero los aviones volaban ya sobre la ciudad y estallaban las primeras bombas. Sheng alargó los brazos y retuvo a Mayli, a pesar de la propia repulsión que le inspiraba el leproso y el terror que le infundía el bombardeo.
—¡Espera! —gritó, y se interpuso entre ella y el mendigo, evitando que su cuerpo le rozara. Todo el refugio se había alzado en una unánime voz de protesta contra el leproso. No admitían la osadía del infortunado de arrimarse a ellos.
—¡Tú, huesos podridos! —le gritaban—. ¿Qué vale tu vida? ¿Acaso merece salvarse?
—¿Huimos de los demonios de fuera —vociferaban otros— para que se nos eche encima otro aquí dentro?
Razones semejantes las formulaban sobre todo las madres que iban con sus niños y cuya indignación contra el leproso era mucho más dura que la de los demás. La voz de Liu Ma se distinguía por encima de todas.
—¡Apártate de nosotros, huevo de tortuga! —decía chillando—. ¡Tu carne hedionda corrompe!
El infeliz permanecía callado. Sus ojos, desprovistos de pestañas, parpadeaban a cada insulto que llegaba a sus oídos. Indigno e inmundo cual era, también se aferraba a la vida, que era lo único que poseía.
Entretanto, había cundido gran inquietud en el improvisado refugio, algunos, a causa del leproso, abandonaron el sitio, a pesar de que ahora las bombas caían con gran estruendo y muy cerca. Entre la creciente confusión, surgió del extremo opuesto del túnel un sacerdote budista vestido con la túnica gris de su orden y con una escudilla en la mano para recoger limosnas. Era joven y debía haber profesado recientemente, por cuanto las nueve cicatrices sagradas que ostentaba sobre su cabeza todavía estaban rojas.
El ruido era tan grande que resultaba imposible oírse una voz. Sin decir palabra, el sacerdote puso al leproso contra la pared y él mismo se situó delante suyo, separándole del resto de los reunidos. Todos callaron, con la cabeza gacha, mientras del cielo seguía cayendo una horrorosa lluvia de metralla. A la entrada del túnel el aire era irrespirable, a consecuencia del polvo que flotaba en la atmósfera. La vieja muralla, construida miles de años atrás, fue sacudida dos o tres veces. Aquellos que contribuyeron a levantarla ni siquiera habrían podido imaginarse semejante enemigo. Sin embargo, sus cimientos habían sido tan sólida y profundamente cavados que el gran muro resistía a la fuerza de este elemento desconocido por aquellos que trabajaron en su construcción. Por otra parte, como si el cielo le dispensara especial protección, ninguna bomba cayó directamente sobre ella. Desde luego, no sería objetivo fácil desde arriba, dada la línea en ziz-zag que seguía entre las colinas que rodeaban la ciudad. Todos cuantos se refugiaron debajo de la gran muralla, sobrecogidos y anhelantes, esperando con resignación el fin de la tormenta, se salvaron de morir destrozados por las bombas.
Cuando, después de su cometido, los aviones enemigos se alejaron y renació el silencio, Sheng salió del refugio para ver su huida. Los había visto llegar en ordenada fila, acusándose en el cielo con toda precisión, parecidos a una manada de gansos salvajes. Ahora quería verlos marchar. Subió raudo a la muralla. Emprendían la vuelta sin dificultades ni tropiezos, lo mismo que cuando llegaron. Sheng sintióse invadido por intensa amargura.
Habría hecho lo imposible para poder romper aquella línea perfecta formada por los barcos volantes; pero sabía que era impotente para conseguirlo. Se habían presentado y, una vez cumplida su obra destructora, emprendían el regreso sin tan sólo perder su perfecta formación. Mientras los miraba, recordaba lo que Mayli le había dicho sobre las fábricas y la maquinaria de la tierra de Mei; de su capacidad para fabricar por lo menos unos veinte aparatos diarios. Si eso era posible, ¿por qué, entonces, no les mandaban tan sólo un centenar de ellos, a fin de poder luchar contra el terrible enemigo? ¡El producto de un solo día de trabajo, sería suficiente!
Desde lo alto del muro, meditaba en la debilidad y en lo indefenso de su pueblo, y anhelaba con todas sus fuerzas poder volar en persecución del enemigo. Pero estaba atado a la tierra. Solamente podía servirse de sus pies para andar miles de millas y tomar su parte en la batalla. Entretanto, la ciudad donde vivía la mujer amada quedaba a merced de este enemigo que volando podía presentarse siempre que quisiera, pues sabía que ninguna fuerza se le opondría.
Inclinóse sobre la pared cubierta de hierba y llamó a Mayli. Todos iban saliendo del refugio. Los que vivían en la ciudad regresaban a sus casas y los que se encontraban de paso en ella prosiguieron su interrumpido camino, al abrirse de nuevo la puerta. El leproso, que no tenía dónde regresar, quedóse junto a la puerta El sacerdote se encaminó al templo, situado en las colinas. Salía de la ciudad, donde pidió limosna, y antes de alejarse sacó unas cuantas monedas y las puso en la mano del mendigo. Las monedas produjeron un sonido metálico entre las manos del pordiosero: sus manos eran duras y secas debido a la lepra.
Mayli trepó ágilmente por el alto muro y acercóse a Sheng. Al mirarla vio en sus ojos una extraña expresión de intenso sufrimiento.
—Tengo que ir a casa a lavarme. No me sentiré bien hasta que me haya lavado.
Sheng se asombró de la importancia que daba al encuentro con el leproso.
—Tú no tocaste a ese hombre, y sin el contacto no hay contagio. Yo también cuidé de que mi cuerpo no tocara el suyo. Sólo el sacerdote lo hizo, pero como es sagrado no puede sobrevenirle ningún mal.
—¡Pero un leproso no debiera estar con la otra gente! Si esto ocurriera en los países del Mei o de Ying, ¿crees tú que un leproso podría circular entre el pueblo?
—¿Qué harían de él, pues? —preguntó Sheng en su asombro Supongo que no condenarían a muerte a un hombre que no es culpable del mal que tiene, ni puede evitarlo.
—No; claro que no lo harían. Pero sería encerrado en un lugar donde viviría con otros como él, para evitar el contagio.
—No obstante, tampoco es justo —dijo Sheng gravemente—. ¿Es lícito que un hombre sea metido en prisión por la desgracia de sufrir una enfermedad incurable?
—¡Oh! ¡No lo entiendes! —comentó Mayli con impaciencia—. ¡Eso se hace en bien de todos!
Sheng la miró y vio que su cara, así como su pelo y sus manos, estaban cubiertos de polvo; y sus mejillas, que siempre estaban sonrosadas, ahora aparecían intensamente pálidas.
—Después que hemos escapado juntos de la muerte, no debemos pelearnos —dijo Sheng—. Tú y yo disputamos por el menor motivo. Será mejor que me vaya y te deje tranquila, porque, según parece, reñirás siempre conmigo porque no soy como tú quieres.
El labio inferior de Mayli temblaba. Volvió la cabeza y sus ojos contemplaron la ciudad. Por un momento se había olvidado de ella, pero allí estaba, víctima del castigo enemigo. Grandes columnas de fuego se levantaban en llamaradas enormes, y altas humaredas se elevaban hacia la limpidez del cielo de la tarde. Mayli se puso a llorar.
—Pero ¿por qué? —preguntó espantado ante sus lágrimas, que veía por primera vez.
—¡Siento una angustia tan intensa! —dijo sollozando—. ¿Por qué estamos tan desesperados? ¿Qué podemos hacer? ¿Debemos limitarnos a contemplar cómo nuestro pueblo es asesinado impunemente, sin poder hacer otra cosa que escondernos?
Sheng la cogió de la mano y ambos contemplaron los incendios. Hasta allí les llegaba el griterío de la multitud, ocupada en arrojar agua al fuego para extinguirlo. Pero no se movieron para acudir en auxilio de tantos desamparados. Sobraba gente pará ayudarles. Si con algo contaba la ciudad, era con gente.
Liu Ma les llamó refunfuñando desde la calle.
—¿Quieren quedarse ahí arriba? Pronto será oscuro y hará frío. Yo voy a casa a preparar el arroz.
A su llamada, descendieron de la muralla y siguieron andando tras la vieja.
Estaban cansados y deprimidos. Sentían idéntica abrumadora desolación.
—Debo ir con mis hombres —dijo Sheng.
—¿Vendrás a verme antes de salir para Birmania?
Sheng no contestó. Se detuvieron en su camino. En una esquina, donde la calle se bifurcaba hacia el Norte, una casa había sido destruida por una bomba, y entre sus ruinas se veía a un joven que removía los escombros sollozando ruidosamente.
—¿Era tu casa? —preguntó Liu Ma al joven, con el rostro contraído piadosamente.
—¡Mi casa, mi tienda de sedas y cuanto poseía queda enterrado bajo estos escombros! —gimió el infortunado—. ¡Mi mujer, mi padre y mi pequeñuelo!
—¿Y cómo te libraste tú? —insistió Liu Ma empezando a escarbar.
Sheng buscó algo con qué cavar.
—Había salido afuera para ver de qué lado venía el enemigo, y los tenía sobre mi cabeza —contestó con voz entrecortada.
Y mientras pronunciaba estas palabras sus manos descubrieron un trozo de tela estampada.
—¡Es la chaqueta de mi hijito! —gritó.
Sheng había encontrado una larga pértiga junto al cadáver de un anciano campesino. Los dos cestos de arroz a cada extremo de la larga vara seguían intactos, pero un trozo de acero había partido la cabeza del hombre con la misma sencillez con que se partiría un melón con un cuchillo muy afilado.
Sheng recogió la vara y empezó a cavar. Cuando Mayli vio la tela estampada, se arrodilló y también se puso a escarbar con sus manos. Pronto sacaron al niño, y el padre lo recogió en sus brazos. El pequeñuelo estaba muerto. Nadie dijo nada. El padre levantó a su hijo en alto y clamó al cielo en tal forma que lloraban cuantos le oían. Mayli enjugó sus ojos con el pañuelo; Liu Ma lo hizo con la punta de su delantal. Sheng dejó caer la vara en tierra y dijo:
—Si el niño está muerto, seguro que los demás también lo están. Sólo usted se ha salvado, por voluntad del cielo. Venga conmigo; le daré un arma para vengarse.
Hasta ahora el hombre no se había dado cuenta de que Sheng era un militar, y volviéndose ciegamente, todavía con lágrimas en los ojos, siguió a Sheng llevando en brazos, como si fuera una cuna, a su hijo muerto.
—¡Deje al niño! —le mandó Sheng.
El padre miróle fijamente, con cara compungida, y dijo:
—Puedo dejar a los que están sepultados bajo la casa. Pero no puedo dejar ahí a mi hijo. Los perros se lo comerían.
—Démelo —dijo Mayli—. Le compraré un ataúd y le enterraré como usted mismo lo haría.
—Bien dicho —exclamó Sheng, mirándola cariñosamente.
Mayli recibió el cuerpo del niño, tomándole en sus brazos. Era la primera vez que llevaba un niño tan cerca de sí. Por extrañas coincidencias, nunca había convivido con muchachos. Había crecido sola en casa de su padre y en país extranjero, donde no tenía primos ni clase alguna de parientes. Con la criatura en brazos, encogida como si estuviera arrebujada en el regazo de su madre, lo vio tan desamparado que se sintió invadida por una inmensa congoja que le impedía hablar. Sólo pudo mirar a Sheng. Sus ojos se encontraron por encima del niño muerto, y, aunque no le conocieran en vida, de pronto sintieron, ante su muerte, una honda ternura.
—Volveré a tu lado en cuanto pueda —dijo Sheng.
—Esperaré tu llegada —contestó Mayli.
Fueron unas simples palabras convencionales, como otras cualesquiera que pudieran decirse por puro formulismo; pero sus ojos revelaban lo que callaban las palabras. Sheng comprendió su lenguaje y, bajo semejante convicción, siguió su camino seguido por el pobre desgraciado, mientras Mayli se alejó por el suyo.
—Déjame; lo llevaré yo —dijo Liu Ma.
Mayli rehusó con un gesto.
—Soy más joven y más fuerte que tú —le contestó.
Llevó el niño hasta su casa. La encontró intacta, a pesar de que del lado sur habían sido destruidas diez casas que quedaron convertidas en un montón de escombros rodeado de una nube de polvo. En el patio, el perrito estaba temblando, y cuando ella entró y olfateara la muerte en el aire, levantó la cabeza y empezó a aullar despacio. Mayli pasó por su lado sin decirle nada y acostó al muerto en su propia cama. Era un lindo muchacho de unos tres años, de carita redonda y fina. Aparentemente no tenía ningún daño. Cogió la pequeña y gordita mano del niño entre las suyas, como esperando el milagro de que aún diera señales de vida. Pero en sus finos deditos, con pequeños hoyuelos en los nudillos, ya se sentía la rigidez de la muerte. Dejóle de nuevo sobre el cubrecama y permaneció largo rato sentada sin poder quitar los ojos de aquel pequeño cadáver, que en vida nunca conoció. Ahora, y por primera vez, se le hacía patente el significado de esta guerra para el mundo: un niño como ése era asesinado, y nadie podía castigar al asesino. Una cólera creciente arraigó en su corazón como una mala hierba.
—Quisiera poder agarrar con mis manos la garganta de un enemigo —murmuraba.
Liu Ma, después de apartar la cortina de satén rojo de la puerta, asomóse para mirar, dentro, sorprendida por el prolongado silencio de Mayli. Su ama estaba sentada en el lecho, mirando fijamente al pequeñuelo.
—¿Voy por el féretro? —preguntóle.
—Sí —contestó Mayli.
—¿Y dónde cavaremos su tumba? —inquirió Liu Ma.
—Buscaremos un espacio adecuado fuera de la ciudad. Algún campesino me venderá un pequeño trozo de tierra para enterrarlo.
—Bastará con alquilarlo —aconsejó Liu Ma—. El cuerpo de un niño dura poco tiempo. Además, éste no es de tu misma sangre.
—¡Cada criatura asesinada por el enemigo es de mi propia sangre! —exclamó Mayli con tan apasionado impulso que la vieja ocultóse precipitadamente tras la cortina.
Liu Ma salió y Mayli continuó sentada; unos instantes después se levantó; corrió las cortinas alrededor de la cama y salió al patio. Sentóse en una larga silla de caña, bajo el alero de la casa. Tapóse los ojos con las manos. El perrito se le acercó, echándose a su lado hecho un ovillo. La presencia del animal hizo que Mayli se diera cuenta del contrasentido que representaba el hecho de que, mientras el niño había muerto, el perrito seguía viviendo. Ninguna explicación justificaba el caso, pero ahora comprendía algo de las razones que pudieran motivar la irritación de Sheng ante el valor excesivo que ella daba al perrito. Si a su regreso hubiese encontrado al animalito muerto, habría lamentado la pérdida de algo bonito, pero no hubiese llorado. En cambio, ese niño muerto representaba una vida perdida y por eso, ahora, también ella casi odiaba a su perro. No lloró de nuevo. No era de las que lloran porque sí, y cuando Liu Ma volvió con el ataúd en un rickshaw[1], la ayudó a entrarlo y a poner al niño dentro.
El hombre del rickshaw, suponiendo una buena propina, llamó a un compañero, y después todos juntos se encaminaron hacia las afueras de la ciudad. Liu Ma iba en uno de los rickshaws, con el féretro; Mayli, en el otro.
Después de recorrer unas dos millas hallaron un anciano campesino cuyos hijos habían marchado a la guerra. Mayli puso unas cuantas monedas de plata en su mano y el viejo consintió en cavar un hoyo en un rincón lejano del campo, donde fue enterrado el pequeño féretro.
—Vigila que los perros salvajes lo desentierren —le dijo Liu Ma.
El viejo le contestó, burlándose de ella:
—¿Te parece que ahora los perros tienen necesidad de desenterrar a los muertos? No lo creas; comen mejor que cualquiera de nosotros.
Y, después de suspirar, escupió en sus manos y cogiendo la azada reanudó el trabajo.
Mayli y Liu Ma volvieron a subir a los rickshaws y regresaron a la ciudad.