CAPITULO II

A más de mil millas de la aldea en que este viejo dormía al sol, en el patio de su casa, Lao San, su tercer hijo, se encontraba en otro patio.

Lao San actualmente tenía otro nombre. Viejo San o Lao tercero era un nombre lo suficientemente bueno para el hijo de un campesino, pero después de la victoria de Extensas Arenas fue ascendido a comandante, y su general, además del nuevo grado, le dio un nuevo nombré. Ese nombre era Sheng, y Sheng fue llamado desde aquel día en adelante.

Hasta pocos momentos antes había estado charlando sentado ante una mesita de porcelana de jardín, que se interponía entre él y la mujer a quien amaba y que se negaba a casarse con él. Mejor dicho, precisando más, era ella la que le obligaba a hablar, arrancándole las palabras con sus preguntas sutiles y haciéndole detallar cuanto había sucedido desde que se vieron por última vez, hacía más de dos meses. Después ella quedó en silencio y continuó con su hermosa cabeza reclinada, como si pensara en lo que él le había dicho. Sheng no podía suponer lo que Mayli pensaba. A pesar de amarla profundamente, no pretendía adivinar sus pensamientos, puesto que Mayli no era una mujer vulgar. Con ella podía hablar como si fuera uno de sus soldados. Pero cuando permanecía silenciosa, la consideraba muy por encima de él. De pronto levantó la cabeza, como si hubiera sentido su mirada, y le sonrió con una leve sonrisa.

—Estás muy guapo con ese uniforme —le dijo dejando de sonreír y haciendo una mueca—. Pero ¿por qué te lo digo? ¿No lo sabes?

Él no contestó, porque nunca le contestaba cuando hacía esa mueca que le desagradaba.

—¿Cuántos caracteres sabes escribir ya? —le preguntó de nuevo.

—Lo suficiente para mí —le replicó.

—Entonces, ¿por qué no me escribiste una carta?

—¿A qué escribirte, si sabía que, dentro de uno o dos meses como máximo, yo estaría aquí?

—Si tú no ves la razón por la que me podías haber escrito, es que no tenías motivo para hacerlo.

Mayli levantó la taza de té con sus finas manos, de largos dedos y uñas pintadas de color escarlata. Sheng sentía el perfume de aquellas manos. Volvió a mirarla, pero no hizo el menor movimiento para acercarse a ella. Introdujo la mano en el bolsillo interior de su nuevo uniforme y sacó un pedacito de seda de color. Ella seguía bebiendo su té y sus labios sonreían, y sonreían sus ojazos negros.

—Aquí tengo tu banderita.

—¿Todavía la conservas?

—Tú me la mandaste —replicó—. Fue la orden de que viniera contigo.

Era cierto que cuando Mayli se separó de Jade, hacía seis meses, él entregó esa banderita brillante, diciéndole:

—Dígale que voy a las tierras libres; dígale que voy a Kunming.

Y a Kunming se fue después de la victoria, para pedirle que se casara con él. Pero Mayli no estaba dispuesto a ello, a pesar de que había ido cuatro días consecutivos a verla y a pedírselo.

—¿Por qué guardas la bandera en tu pecho? —le preguntó.

—Para recordarte que fuiste tú la que me llamaste —le contestó.

Se inclinó sobre la mesa de porcelana y miró atentamente su cara. Ella podía ver, más allá de su cabeza y por encima de la pared del patio, las altas cumbres de las montañas que rodeaban la ciudad, que se recortaban desnudas y lisas, coloreadas de púrpura, en el claro cielo de invierno. El día no era frío. Muy raras veces hacía frío, y, de hallarse bajo otro clima, hubieran podido considerarse en primavera. Los reflejos del sol iluminaban sus caras, y podían apreciarse mutuamente la belleza de sus rasgos, la finura de la piel, la suave tez dorada de los de su raza, lo negro de sus ojos y la blancura de la córnea.

—Vuelvo a preguntarte si quieres casarte conmigo. Te lo pregunté ayer y hoy te pregunto lo mismo.

Ella bajó los párpados.

—Te has vuelto muy osado durante estos días —dijo Mayli—. El primer día que viniste a verme, no hubieras osado pedírmelo tú mismo. ¿No te acuerdas que encontraste a alguien que conocía a un amigo mío y por medio de los dos me propusiste casarnos?

—Ahora dispongo de poco tiempo. Un soldado debe ir por el camino más recto a lo que se propone. Por eso te pregunto: ¿quieres casarte conmigo antes de que vaya a la próxima batalla?

Ella levantó los párpados y en sus ojos apareció lo que más temía: su risa.

—¿Me lo preguntas por última vez?

Mayli formuló la pregunta del mismo modo intrascendente y jovial con que un gatito juega con una pelota.

—No —respondió Sheng—. Te lo pediré hasta que cedas.

—Por lo menos podrías esperar hasta tu regreso, para volvérmelo a pedir.

Ambos tuvieron el mismo pensamiento: «¿Y si él no regresaba nunca?». Pero ni uno ni otro lo expresaron en voz alta.

—Por lo menos debes saber por qué no te casas conmigo, ¿no? —le preguntó al cabo de un rato.

—Si lo supiera, te lo diría —contestó ella.

Se produjo un largo silencio, durante cuyo transcurso permanecieron mirándose a los ojos. Después, él cogió la banderita de seda que había quedado sobre la mesa y volvió a guardarla en el pecho.

—¿Te vas? —preguntó Mayli levantándose.

—Sí —contestó.

—¿Te vas porque es tu deber o porque lo deseas? —añadió—. Ahora que él se marchaba, sentía que su corazón ansiaba ardientemente retenerlo.

—¿Qué importa el por qué? Ya te dije a lo que vine. No hay ninguna razón para que me quede por más tiempo.

Ella no contestó. Estaba en pie casi a su lado, muy alta para ser mujer, y no obstante apenas si le pasaba del hombro.

—Me parece que todavía sigues creciendo —dijo intencionadamente—. ¿Puedes culparme si no quiero por marido a un muchacho que todavía crece?

—Te reprocho por no quererme —le dijo gravemente—. Te censuro porque sabes perfectamente que estamos destinados a casamos. ¿Acaso no lo dicen así nuestros horóscopos? ¿No eres tú oro y yo fuego?

—¡Pero yo no quiero ser consumida! —gritó.

—Yo soy el hombre y tú la mujer.

A su alrededor el aire era tan claro y tan quieto, el sol tan puro, que sus sombras se confundían sobre las piedras blancas, bajo sus pies, como si fueran una sola. Ella notó la unión y retrocedió un paso, a fin de que las sombras se separaran.

—Vete —le dijo—. Cuando hayas concluido el crecimiento, puedes volver.

Él la miró durante largo rato, y su mirada era tan profunda e intensa, que Mayli golpeó el suelo con el pie, diciéndole:

—¡No temo a tus ojos!

—¡Yo tampoco tengo miedo de ti! —le dijo tercamente, y, volviéndose, se fue sin añadir palabra.

Una vez sola empezó a pasear por el patio de acá para allá, de arriba abajo; después se detuvo ante un bambú y, arrancando una de sus duras y suaves hojas, empezó a desgarrarla entre sus dientes, convirtiéndola en pequeños trocitos. ¿Cuándo podría estar segura de ese hombre, por quién todo su cuerpo se estremecía? Ella no se casaría con un palurdo. Y él, ¿era algo más que un palurdo? ¿Quién podía saberlo?

Un mes atrás había sido elegido por sus superiores para mandar a otros hombres. Pero había necesitado muchos meses para demostrar su capacidad de mandar a otros que no fuesen un puñado de andrajosos que lograron escaparse con él de las colinas próximas a su casa paterna. Durante aquellos meses recibió instrucción militar como simple soldado, y por las noches aprendía, como un niño, los más elementales rudimentos de lectura y escritura. Ahora ya podía leer un libro, pero sólo en el caso de que fuese bastante sencillo. Habría podido casarse con él, como tantas mujeres lo hacían actualmente, y luego separarse. Pero ella no era de esas mujeres de sangre tan ardiente que buscan el matrimonio para eso. Quería casarse con un hombre a quien querer hasta la muerte, y, para guardarle ese amor, debía poseer algo más que belleza. Debía ser lo bastante fuerte para llegar a ser grande. ¿Contaba él con esa fuerza? Aún no lo sabía.

Una vieja, vestida con chaqueta negra y pantalones, salió por la puerta que daba al patio.

—Tu comida está lista —dijo mirando al patio—. ¿Ya se fue? Fui a por una libra de cerdo y unas castañas, porque pensé que se quedaría.

—Lo comeré yo —dijo Mayli.

—No, no lo harás —replicó la vieja—. Tú eres la hija de tu madre, que era creyente de Mahoma, y mientras yo prepare tu comida con mis manos, no entrará carne de cerdo en tu cuerpo. ¡Yo que te crié cuando eras una niña, en casa de tu madre!

—¿Por qué te habré encontrado? —Mayli le contestó simulando quejarse.

Había encontrado a esa mujer en la ciudad donde había nacido y donde ahora radicaba el gobierno fantoche del enemigo. Comúnmente los pobres siempre saben lo que se refiere a los que están por encima de ellos, y esa vieja oyó decir que Mayli había regresado nuevamente a la ciudad. Cierto día se le presentó y le contó detalles de su madre, con los que le demostró que realmente había sido nodriza suya.

Ella también era mahometana, pues, de no serlo, no habría podido amamantar a Mayli. Pero actualmente esta circunstancia constituía muy a menudo un inconveniente, porque la vieja cumplía con todos los ritos y, en consecuencia, sólo preparaba comidas permitidas por su religión, cosa que para Mayli carecía en absoluto de sentido, pues durante toda su vida había permanecido entre extranjeros y alejada de esas costumbres.

—Tu difunta madre puso en mi mente la idea de venir a tu lado —dijo ahora la vieja Liu Ma—. Durante dos noches su espectro agitó las cortinas de mi cama y la reconocí por el color de las flores de canela que siempre llevaba en el pelo.

—Aún hoy mi padre adora las flores de canela —dijo Mayli.

Uno de los motivos que le impulsó a quedarse con la vieja Liu Ma fue el poder saber esas pequeñas cosas de su madre, que murió cuando ella nació.

—¿Crees que podrás decirme algo que yo ignore? —dijo Liu Ma—. Lo que pasó a tu madre es como si me hubiera ocurrido a mí misma. No me he olvidado de nada. Pero, ahora, ven a comer.

Su mano, vieja y seca, cogió la de Mayli y la condujo al comedor de la casa, donde las dos mujeres vivían solas.

—Siéntate —dijo la vieja, y después que se hubo sentado le trajo una escudilla de bronce con agua caliente y una toalla. Entretanto, no dejaba de refunfuñar.

—Echaré la carne de cerdo a los perros de la calle —le dijo—. Sea como sea, es comida para perros. ¡Ese tonto de soldado, que tú dices es tu hermano de leche!, (aunque solamente en días como los de ahora, en que la razón ha huido de la cabeza de la gente, es posible que una muchacha tenga hermanos de leche). ¡Hermano o lo que sea! En definitiva, un hermano de leche es un hombre y, ¿qué haces tú con un hombre que no es hermano tuyo? Deshonra de esta casa es que un soldado tan alto pase por la puerta de entrada inclinando la cabeza. He mentido en beneficio tuyo. Pero ¿es que mis mentiras pueden negar que él está aquí, cuando los de la calle le han visto entrar? La bruja de la tienda de al lado me dijo: «He visto que su amo está otra vez en casa». ¿Y cómo puedo decirle que él no es el amo, si le ve entrar por la puerta de nuestra casa?

Ante este parloteo, que fluía de los labios de la vieja durante todo el día, como el agua de una fuente agujereada, Mayli no contestaba. Hoy limitóse a sonreír, alisando su negro cabello con su larga y pálida mano. Sentóse después a la mesa, dispuesta a comer lo que la vieja le había servido —carne de cordero con arroz y coles—, mientras ella seguía moviéndose a su alrededor vigilando el té para que se mantuviera caliente y observándola mientras comía, y siempre sin dejar de hablar ni un momento.

De pronto, Mayli interrumpió la charla de la vieja Liu Ma con una penetrante mirada maliciosa. Había comido bien, pero seguía con los palillos en las manos.

—¿Dónde has puesto esa carne de cerdo, Liu Ma?

—Está en la cocina, esperando que la arroje a los perros —respondió la Vieja.

—Dámela. Todavía tengo hambre.

Liu Ma abrió desmesuradamente sus ojos y se mordió el labio inferior.

—¡Seguro que no te la doy, y tú bien lo sabes, impía! —dijo en voz alta—. Antes te dejaría morir de hambre que servirte con mis manos una comida tan abyecta.

—Pero si Sheng se hubiese quedado a comer como otras veces, yo también habría comido carne de cerdo —replicó Mayli.

—Yo nunca olvido mi deber —afirmó Liu Ma—. Entonces sólo hubiera esperado a reprenderte a solas.

—¡Oh, vieja, qué tonta eres! —dijo Mayli riendo. Y, levantándose, pasó por detrás de Liu Ma y se fue a la cocina, donde junto al borde del hornillo de barro estaba la escudilla con la carne de cerdo, caliente y aromática, guisada con castañas.

—Nadie diría que era un plato a punto de ser arrojado a los perros —comentó Mayli con los ojos brillantes de malicia—. Más parece un manjar que una vieja ha reservado para su cena.

—¡Oh, quisiera que tu madre viviera! —gimió Liu Ma—. Si ella estuviera aquí, te castigaría con un bastón de bambú y te enseñaría a comportarte como una muchacha decente. Tu padre siempre fue tan suave como el humo. No, nunca fue capaz de adoptar una medida enérgica por cuenta propia. En cambio, ella habría sabido castigarte.

Mientras, Mayli había llevado la escudilla a la mesa y con sus palillos iba sacando los trocitos más apetitosos del sabroso cerdo, cubierto con una delgada corteza de dorada grasa, y cuya tierna carne estaba bien cocida y mejor sazonada.

—¡Qué bien guisas el cerdo, a pesar de no haberlo probado nunca! —dijo a la vieja, mirándola a los ojos.

La oscura cara de Liu Ma se contrajo súbitamente en un manojo de arrugas.

—¡Acusadora! —dijo riendo—. Si no fueras más alta que yo, sentaría duramente mi mano en tu trasero. ¡Cuánto me alegra que ese hijo de dragón, a quien llamas hermano de leche, sea mayor que tú! Cuando acabe la paciencia contigo, una vez estéis casados, no seré yo quien le diga que detenga su mano; al contrario, le gritaré: «¡Dale otro golpe; pega uno por mí!».

—Cállate, hueso viejo —dijo Mayli alegremente—. ¿Cómo sabes que me casaré con él, si yo misma lo ignoro?

… En este mismo momento, Sheng estaba en presencia de su general, escuchando atentamente lo que éste decía.

El general era todavía joven, fuerte y muy cordial. Era oriundo de una región del sudoeste, y actualmente tenía bajo su mando las fuerzas de esa zona. Su carrera había sido notable y de él se contaban buen número de anécdotas, pues anteriormente había sido un rebelde. Sin embargo, al empezar la guerra se había convertido en un soldado leal, sumándose a la lucha contra el enemigo común. En tiempo de paz, los hombres suelen pelearse por pequeñas causas más o menos triviales, pero cuando el enemigo exterior cae sobre la nación, entonces todos olvidan sus querellas personales. He aquí por qué ese hombre, ahora general, en su día se presentó al que ostentaba el mando supremo de las fuerzas, ofreciendo sus servicios y los de su tropa para luchar unidos en la guerra contra el mismo enemigo.

Viendo que Sheng seguía en pie, aguardando sus instrucciones, le hizo seña invitándole a sentarse.

—Siéntese —le dijo—. Debo decirle algo, no como su superior, sino de hombre a hombre. He recibido una orden del Supremo en la que me indica que dos de mis mejores divisiones deben partir para Birmania. Esa disposición es contraria a mi voluntad, por eso no puedo obedecer las órdenes del Supremo y transmitirlas a usted sin antes observarle que yo, personalmente, no apruebo ese mando y que sólo me veo obligado a obedecer y a mandar. Pero ¡siéntese, siéntese!

Ante el tono imperativo adoptado, Sheng decidió sentarse, pero sólo en el borde de la silla y, después de quitarse la gorra, a fin de no demostrar excesiva desenvoltura ante su superior. Dos soldados que estaban en la habitación, y se mantenían erguidos como ídolos adosados a la pared, se retiraron ante una leve seña que el general les hizo con los ojos. Quedaron solos. Éste se echó hacia atrás en la silla en que estaba sentado y empezó a dar vueltas entre sus dedos a un pequeño búfalo de arcilla que cogió de sobre su escritorio.

—Usted me dijo una vez que su padre era campesino.

—Soy hijo de hijo de campesinos durante generaciones, quizá más de mil años —contestó Sheng.

—¿Es usted hijo único? —le preguntó el general.

—Soy el menor de los tres hermanos y todos vivimos.

El general suspiró profundamente.

—Entonces puedo mandarle a una infortunada expedición sin temor a que ello repercuta en la vida de su padre.

—La vida de mi padre no depende de mí —añadió Sheng—. El vive con mis dos hermanos, que ya tienen hijos.

—¿Y usted es casado?

—No, ni es probable que llegue a casarme —replicó Sheng amargamente. El general sonrió ante tales palabras.

—Es usted demasiado joven para hablar así —le dijo.

Sheng estuvo callado durante un momento, pero luego contestó:

—Para el que va a la guerra, es mucho mejor no tener esposa. Cuando menos, así va solo y está libre de preocupaciones.

—Tiene usted razón —afirmó el general, y poco después añadió—: Dígame dónde está la casa de su padre y su nombre. Caso de que usted no regrese, yo mismo le escribiré.

—Ling Tan, en la aldea de Ting, al sur de la ciudad de Nanking en la provincia de Kiangsu —informó Sheng.

El general dejó caer su lápiz.

—¡Pero esta tierra está en manos de los japoneses!

—¡Demasiado lo sé! —comentó Sheng—. Llegaron a nuestro pueblo, incendiaron, saquearon, asesinaron e hicieron el mayor daño que pudieron. Yo luché contra ellos con los guerrilleros de las colinas. Exterminábamos a muchos enemigos, pero después decidí venir aquí, porque matar unos cuantos aquí y unos cuantos allá no saciaba mi sed de sangre enemiga que tenía y seguiré teniendo hasta que haya conseguido exterminarlos a cientos y a miles. Por eso estoy aquí. He pasado meses largos de instrucción, hasta el día de la batalla de Extensas Arenas.

—Así se explica que haya aprendido tan bien —replicó el general.

Y, después de haber anotado rápidamente el nombre y las señas de Ling Tan, dejó su lápiz sobre la mesa y, poniendo una mano a cada lado del respaldo de la silla, fijó la mirada en el rostro de Sheng, y le dijo:

—Es contra mi voluntad que envío estas dos divisiones a Birmania. He hablado con el Supremo para demostrarle que no debemos luchar en una tierra que no es la nuestra, por dos motivos: primero, porque el pueblo birmano no está a nuestro lado, y, por lo tanto, no seremos bien acogidos cuando sepan que vamos en ayuda de quienes les gobiernan. Aquella gente no quiere a los hombres de Ying, que siempre han sido sus amos, y si nosotros corremos en su auxilio nos odiarán igualmente. Segundo: porque los hombres de Ying desprecian a todos los que no tienen el rostro pálido, y, a pesar de que vamos a ayudarles, no se comportarán como verdaderos aliados. Nos mirarán como si nosotros fuéramos los sirvientes y ellos los dueños. ¿Podremos tolerarlo, cuando en realidad, vamos a socorrerlos?

—¿Qué dijo el Supremo ante tan sensatas razones? —preguntó Sheng.

—Dijo que los hombres de Ying saben las pocas probabilidades con que cuentan para conservar el dominio de Birmania y que agradecerán profundamente nuestra ayuda. Que, como necesitan de nuestra ayuda, nos tratarán con extremada cortesía y que, luchando juntos, finalmente alcanzaremos una gran victoria sobre el enemigo.

—¿Tan seguro de la victoria está el Supremo?

—Por eso envía nuestras mejores divisiones. Todos ustedes son jóvenes y fuertes y están en excelentes condiciones.

El general suspiró, y su profundo suspiro casi parecía un gemido. Luego añadió:

—Así se expresó; pero, eso no obstante, Hong-kong ha caído en manos del enemigo, que los hombres de Ying les entregaron como quien hace un regalo en un día de fiesta. Para mí, los hombres de Ying están perdidos, y si vamos con ellos también perderemos. En el transcurso de mi vida he podido comprobar cómo nos acecha la perdición. Y ahora tengo suficientes conocimientos para comprender claramente lo que me ha enseñado la experiencia. Nosotros no deberíamos movernos de nuestra tierra y luchar solamente para conquistar nuestro territorio. ¿Cómo podemos creer que los hombres de Ying han cambiado de súbito sus sentimientos a nuestro respecto? ¿Tal vez no nos han despreciado siempre?

El general, después de exponer estas razones, calló durante unos momentos, permaneciendo inmóvil, como si fuera de piedra; pero Sheng veía que sus venas de debajo de las orejas y las sienes se habían hinchado. Sostenía los apretados puños apoyados sobre la mesa, como martillos; los nudillos se habían vuelto blancos y las arterias de las muñecas latían con fuerza. Seguía con la vista baja, por cuyo motivo Sheng no podía ver la expresión de su cara. Pocos instantes después, su superior empezó a hablar de nuevo en voz baja, grave:

—¡Los hombres de Ying siempre nos han tratado como perros en nuestra misma tierra! Nos vienen dominando desde que nos ganaron la guerra que llaman del opio, pero que en realidad fue una simple guerra de conquista. Sus barcos de guerra cruzaban nuestros ríos y sus soldados se paseaban por nuestras calles. Se quedaron con buena parte de nuestro territorio; se negaron a obedecer nuestras leyes e impusieron las suyas en nuestro propio país, estableciendo sus tribunales y sus jueces. Cuando alguno de los suyos nos robaba o asesinaba, no había justicia que le condenara. Sus sacerdotes no estaban sujetos a ningún tributo y podían ir a donde mejor les viniera en gana, predicando e imponiendo su religión, con lo cual consiguieron arrancar del corazón de muchos jóvenes el cariño de sus padres. Ocuparon nuestras aduanas e impusieron derechos a nuestras propias mercancías.

De súbito se incorporó. En sus ojos brillaba el odio. A grandes pasos iba y venía a través de la angosta habitación, gritando:

—¡Y ahora me obligan a mandar mis mejores soldados a luchar por esos hombres que nos han despreciado y pisoteado!

Sheng siempre había vivido al lado de su padre, en las afueras de la ciudad, y, por lo tanto, podía contar con los dedos de la mano las veces que había visto a estos hombres tan odiados por el general. Una que otra vez había encontrado alguno por las calles, o, durante el otoño, cuando los pastos estaban bien crecidos en las colinas, los había visto cazar animales salvajes. Cada vez se había quedado mirándolos y escuchando sus recias voces y áspero lenguaje, del que no entendía una sola palabra. Pero no sabía de esas cosas abominables que habían hecho contra su pueblo. Por cuya razón escuchaba sorprendido al general, sin saber qué contestar, pues ningún conocimiento tenía de cuanto oía. Por otra parte, él era simplemente un soldado. Durante los meses transcurridos había aprendido a obedecer a sus superiores, de la misma manera que él había enseñado a obedecer a los que estaban bajo su mando. Así, pues, guardó silencio, esperando respetuoso las órdenes del general.

Éste siguió recorriendo la habitación, con los dientes apretados bajo su bigote. Unos instantes después se sentó a la mesa, golpeándola con ambas manos abiertas.

—¡Lo que nos ordenan debe hacerse! —añadió casi a gritos—. Me he resistido muchos días al Supremo, reteniendo a mis soldados; pero esa orden es igual que si me hubiese llegado del cielo. Me quedan dos alternativas: obedecer o suicidarme. ¿Y de qué serviría mi suicidio, si después mi sucesor tendría que cumplir las mismas órdenes?

Sheng se levantó, esperando instrucciones para la campaña.

—Usted prepara a sus soldados para marchar a Birmania con los demás. Yo tomaré el mando. Cuando lleguemos a la frontera, acamparemos en nuestro país y esperaremos la orden de avanzar.

Sheng dio un golpe con el tacón y saludó. Después siguió esperando.

—A partir de allí, no sé dónde deberemos dirigirnos —continuó el general—. Se ve que no está determinado. Según parece, parte de nuestras tropas pasarán a Indochina, que tal vez invadiremos. El enemigo prometió respetar Thailandia, pero la ha invadido. El pueblo de Thailandia tuvo que rendirse al cabo de cinco horas. El enemigo gana posiciones en todas partes. No necesita armas, cuenta con buenas disposiciones en todos los sitios. Solamente resistiremos nosotros, y lo haremos hasta morir.

El general suspiró y hundió las manos entre sus cabellos. Después añadió, inclinándose hacia delante:

—Lucharemos en una batalla que está perdida de antemano. Bien lo sé; pero ¿cómo podemos hacerlo comprender al Supremo?

—Tampoco debemos desesperamos anticipadamente —dijo Sheng con resolución—. Si todavía no hemos entrado en combate, ¿por qué considerarnos derrotados?

El general volvió a respirar. Levantó la cabeza y miró fijamente el rostro honrado y valiente de Sheng. Recordaba al muchacho cuando, seis meses atrás, llegó de las colinas. Había sido difícil suponer que en seis meses cambiara tan radicalmente. Entonces Sheng parecía un tigre salvaje, con su mata de largo pelo que le caía sobre los ojos y su traje de algodón azul usado por los campesinos, hecho trizas. De haber sido menos alto, hubiera pasado inadvertido y habría quedado como soldado raso. Mucho tuviera que haber luchado para destacarse. Pero Sheng distaba mucho de ser un hombre pequeño. Por lo menos era una cabeza más alto que la mayoría, y, cosa rara: todavía seguía creciendo, a pesar de sus veintidós años. Sus manos eran dos veces mayores que las de sus compañeros y las sandalias corrientes no servían para sus pies; tenía que encargarlas especialmente a su medida. Todo su cuerpo parecía hecho para la lucha. Sus ojos eran grandes y su mirada franca y clara. Cuando pasaba, la gente volvía la cabeza para mirarle; atraía por su figura. Todo contribuía a señalarle como jefe de sus compañeros. Pero si, a pesar de eso, hubiera sido tímido o estúpido, de ningún provecho le habría sido su gran estatura. Habría sido como un gran montón de arcilla. Su temperamento era de una gran vivacidad y sensatez. Aprendía con afán cuanto le enseñaban, poniendo en ello el máximo empeño y tenacidad. Obedecía fielmente. Cuando enseñaba a los demás, ponía especial interés en que también le obedecieran. Sus hombres le querían, pero le temían, lo cual, en definitiva, es el sentimiento que todo jefe debe inspirar siempre a sus subordinados.

Además de lo expuesto, había otra razón que le permitió elevarse en tan poco tiempo al grado de comandante. En el transcurso de la guerra tuvo sobradas oportunidades para demostrar su capacidad. En el octavo mes de aquel año, la lucha se había desplazado hacia otros lugares y Sheng había seguido toda la campaña, destacándose siempre. No sólo había salido vivo de todos los combates, sino que muy raras veces fue herido, y aun de poca importancia. Así, cuando moría un superior suyo, en seguida ascendía. En el noveno mes, durante la gran batalla de Extensas Arenas, junto con otro oficial que cayó muerto, luchó al frente de sus hombres hasta arrojar a los últimos japoneses fuera de la ciudad. Siguiendo a este alto joven, los hombres se mantenían unidos y se les contagiaba su gran coraje. Su alta estatura sobresalía de la de los demás, llevándoles la delantera. Una vez ganada la batalla, los supervivientes pidieron a su general que les dejara bajo el mando de Sheng. Petición que les fue concedida, pasando luego todos, a las órdenes de Sheng, a ser incorporados a su división, famosa por su valentía. El general estaba más que orgulloso de esos hombres y tenía especial cuidado en que estuviesen bien atendidos, tanto en comida como en municiones.

Actualmente Sheng llevaba el cabello corto como su general y cuidaba del aspecto y de la salud de su persona; siempre iba bien vestido y aseado. Su uniforme, si bien no era mejor que el de los soldados, porque todos vestían igual, estaba en mucho mejor estado que los harapos con que llegó de las colinas.

Y, además, estaba Mayli. Ésta se interesó cerca del general, recomendándole a Sheng en cuantas ocasiones se le ofrecieron. Ponía de relieve sus méritos, pero adoptando siempre un tono indiferente, jovial y despreocupado, a fin de que nadie pudiera sospechar que se interesaba particularmente por el muchacho. Y siempre que el general podía escucharla elogiaba sus cualidades, contando las hazañas que había realizado en las colinas como guerrillero.

—Yo vivía en la ciudad próxima a su aldea —dijo al general —y le aseguro que allí disfrutaba de bien ganada fama, tanto por su fuerza como por su valor. Según decían, cuando encontraba un pequeño destacamento enemigo, él solo lo capturaba, sin otro medio que sus dos manos y un viejo fusil. Su habilidad en sorprender al enemigo le había conquistado gran prestigio y todos los campesinos de la comarca hablaban de él. Incluso se habían compuesto canciones referentes a su persona, que los niños y la gente cantaban por las calles.

Así era en verdad, y para demostrarlo cantó las simples estrofas de una de esas canciones oídas en las calles de Nanking:

Un dragón está sentado sobre las colinas.

Duerme de día y de noche.

Llena la barriga con lo que mata,

pues siempre gana cada combate.

El general rió al escuchar la pueril canción; pero, no obstante, el caso influyó en que a la primera ocasión en que se fijó en Sheng, la recordara de nuevo y mejorase todavía el concepto que tenía del muchacho que figuraba en sus filas.

La influencia de Mayli había contribuido mucho en el cambio de porte de Sheng. La risa de ella bastaba para que, al separarse de su lado, decidiera cambiar en determinado aspecto, a pesar de que aparentemente se negara a hacer lo que ella quería. A su lado, aseguraba que no cambiaría, y que, si no quería amarlo tal cual era, lo mejor sería olvidarlo todo. Pero como Mayli aceptaba el reto y decía que se negaba a quererle, en cuanto se separaban hacía lo que ella le había exigido. Mayli era lo bastante inteligente para demostrar que no se daba cuenta del cambio operado, a fin de que él creyera que no recordaba que se lo había pedido. Ahora bien, cada vez que Sheng la complacía, le demostraba más amabilidad.

Eso no obstante, Mayli estaba convencida de que nunca podría dominarle. Sheng la amaba y así se lo decía siempre, pero ella adivinaba que nunca la amaría por encima de todo. Ella, en cambio, o le amaría más que a nada en el mundo o no le amaría lo suficiente.

Ése era el punto del camino en que se encontraban estos dos seres el día en que el general comunicó a Sheng que debía prepararse para conducir sus soldados a Birmania a luchar al lado de los ejércitos de Ying.

—Quisiera formularle una pregunta —dijo Sheng al general—. ¿Cómo iremos a Birmania?

—¿Cómo podemos ir, si no es con nuestros propios pies, teniendo en cuenta que no hay ferrocarriles? Nosotros seguiremos la ruta principal.

Sheng meditó un rato.

—¿Y los víveres? —preguntó después.

—Hay que conseguirlos como podamos, a medida que avancemos.

Sheng quedóse callado, mientras pensaba.

—¿Cuándo partiremos? —preguntó.

—Dentro de cuatro días —respondió el general.

Después de concretar esas instrucciones, Sheng saludó y salió de la habitación. Por lo menos necesitaba dos días para preparar a su tropa para un viaje tan largo. Seguro que con dos días bastaría, pues sus hombres estaban a punto y en forma. Ante un nuevo viaje, del que tal vez no volverían nunca, necesitaban varias horas para despedirse de sus esposas y disfrutar de una o dos copiosas comidas, de esas que seguramente no podrían conseguir durante la lucha. Además, debía preocuparse para que cada soldado dispusiera de un par de sandalias de repuesto.

Después de salir del cuarto del general, pasó ante los centinelas, que le saludaron. Entonces se le ocurrió que él también podía encontrarse en el caso de ser uno de los que no regresaran nunca. Sabía perfectamente que la próxima batalla sería muy dura. Llevar a su tropa millares de millas a pie, atravesando montañas y ríos, cargada con sus pesadas armas y fusiles, comiendo cuando encontraran víveres y debiendo, finalmente, luchar en tierra extranjera con compañeros de distinta sangre, cuyas costumbres desconocían, era el peor riesgo que podía afrontar.

Sheng estuvo parado un momento junto a la entrada, mientras la gente pasaba a su lado. La calle resplandecía bajo los brillantes rayos del sol invernal. Pero, para él, todo se había vuelto gris. Transcurriría mucho tiempo antes que pudiera volver a ver a la mujer amada. ¿Y si no volviera a verla jamás? En lugar de avanzar hacia la derecha, dobló hacia la izquierda, cruzando a grandes pasos entre la muchedumbre, a la que sobrepasaba de una cabeza y hombros, en dirección a la casa de Mayli.