A pesar de su desesperación, los hombres deben conservar la esperanza cuando se les ha hecho una promesa, aunque sólo sea una promesa.
Por eso, aunque su segundo hijo moviese negativamente la cabeza cuando Ling Tan hablaba de la promesa, el buen viejo seguía creyendo en ella. En realidad, Ling Tan, como muchos otros, reconocía que los hombres de Ying y Mei eran los más fuertes y aguerridos de la tierra, y a pesar de que seguía viviendo bajo el dominio de los enemigos de su país, no renunciaba a la esperanza de que alguna provocación de éstos desataría la ira de los extranjeros del otro lado del mar, obligándoles a entrar en la guerra, lo que representaría el fin de la lucha. Pues, a pesar de lo fuerte y perverso que era el enemigo, no le creían capaz de vencer a los hombres vellosos de Ying y Mei.
Ling Tan no quería escuchar a sus hijos cuando le decían que esos extranjeros no eran tan potentes como antes. Lao Er lo había comprobado cuando fue a la ciudad a vender huevos de pato y vio a un guardia enemigo escupir en la cara de un extranjero sin que éste hiciera más que secarse la cara con un trozo de tela blanca que sacó de su bolsillo.
—Seguramente llevaba esta tela blanca en el bolsillo —comentó Lao Er a su regreso, después de dar cuenta a su padre de lo sucedido—, para secarse los salivazos de los enemigos. Todos los que lo vimos quedamos estupefactos, y un hombre que estaba a mi lado vendiendo budín de pasta rellena de fruta o carne a los transeúntes, dijo que nunca había podido imaginar semejante cosa. También añadió que si antes alguien osaba insultar a un hombre o a una mujer extranjeros, o si sólo creían haber sido insultados, en seguida acudían hombres armados de los barcos de guerra que siempre estaban anclados en el río.
—¿Y dónde están ahora esos barcos de guerra? —preguntó Lao Ta—. En estos días sólo se ven en el río barcos de guerra enemigos. Un día que fui a la ciudad y entré por el lado del río, vi cómo los guardias de los enemigos detenían a los extranjeros de la misma manera que nos detienen a nosotros: les hacían quitar la ropa y les cacheaban.
Y como no tenían armas, eran tan humildes y estaban tan desamparados como nosotros. No tengas muchas esperanzas, padre.
En consecuencia, los dos hijos de Ling Tan le aconsejaban, por su propio bien, que no se afligiera si no era cumplida la promesa que les habían hecho los extranjeros. Pero él seguía confiando en ella, porque ¿qué esperanza podía sustituirla?
Durante el transcurso de este desgraciado otoño, si bien el cielo se mantenía claro y sereno sobre los campos cosechados, la situación empeoraba rápidamente. La aldea de Ling parecía vivir en medio de un mundo silencioso. Ninguna noticia llegaba del exterior, excepto aquellas que conseguían filtrarse a través de los rumores de los que difundían sus propias suposiciones. De este modo, Ling Tan y sus hijos tuvieron conocimiento de que la guerra todavía continuaba en las tierras libres. También supieron que la capital había sido trasladada a un lugar de una provincia más lejana del interior y que, a pesar de eso, el enemigo seguía arrojando allí grandes bombas, como la que había abierto la tierra cerca de la aldea; una simple bomba de fuerza suficiente para dejar un hoyo tan amplio que, después de haberse llenado de agua, parecía un estanque. El día que Ling Tan supo que la internada capital era bombardeada sin cesar, se aproximó a la grieta y se preguntó: ¿Cuántos pozos tan grandes como éste habría en la ciudad, y qué sería de su gente? Aunque, según decían, se cobijaban en las colinas rocosas, ¿era posible continuar siempre así? Ante semejantes consideraciones, todavía se afianzaba más en él la esperanza de que no tardaría en llegar ayuda del mundo exterior contra este amargo enemigo.
En el octavo mes de aquel año Ling Tan y sus hijos supieron que en las tierras libres se hacía la guerra al enemigo en cinco provincias a la vez, al mismo tiempo que tuvieron la primera noticia de Lao San. Ésta les llegó por medio de un sacerdote que iba de viaje, y les contó que todos los hombres jóvenes y fuertes eran alistados para esta nueva guerra. Después sacó un papel de su túnica y del papel un rizo de cabello negro.
—Esto me lo dio el joven más alto que nunca haya visto —manifestó—, y me dijo que si me desviaba de mi camino para pasar por esta casa, me darían comida al ver este mechón de cabellos que con su cuchillo se cortó en mi presencia.
Cuando Ling Sao oyó estas palabras del sacerdote, gritó que seguramente el cabello era de su tercer hijo, que se había marchado hacía muchos días conduciendo a los hombres de las colinas.
—¿De quién sino de mi tercer hijo puede ser este cabello ensortijado? —decía—. Nunca he visto cabello semejante, y siempre he dicho que era así a causa de un antojo de anguilas que tuve cuando le llevaba en mi seno. ¿No recuerdas, mi viejo, cómo comía anguilas cuando llevaba dentro a tu tercer hijo?
—Lo recuerdo —dijo Ling Tan—; y cuando nació todos estábamos afligidos por la forma de su pelo. Se enrollaba en su cabeza como anguilas, como tú dices. Pero ya era demasiado tarde; no había remedio. Siempre más le creció de esa forma. ¿Dónde dice usted que le vio, buen sacerdote?
—Cerca de la ciudad de Extensas Arenas —contestó el sacerdote.
—¿Iba andrajoso? —preguntó ansiosamente Ling Sao.
—No; iba bien vestido —dijo el sacerdote—, y parecía estar bien alimentado y sentirse bastante feliz. Pero marchaba hacia la batalla, junto con todos los jóvenes de esos lugares, porque se esperaba un nuevo ataque del enemigo contra aquella ciudad.
Ling Sao tomó el mechón de manos del sacerdote y lo envolvió en un pedacito de papel rojo que guardaba en un cajón de la mesa de su cuarto. Entretanto, Ling Tan ordenó a la esposa de su hijo mayor que preparara comida para el sacerdote, tanta cuanta apeteciera, y aun algo más de la que pudiese comer, para que pudiera llevarse consigo el sobrante. La mujer, que en la casa se había constituido en un ser dispuesto y leal, a quien todos recurrían, cumplió afanosamente con su quehacer. Se había impuesto como obligación propia los trabajos que en otro tiempo realizara Jade, y, si ésta lo comentaba, decía sonriendo:
—Sí crías a esos dos hijos tuyos, ¿qué más se te puede pedir?
Y, en realidad, los mellizos de Jade siempre parecían hambrientos, pues, por lo visto, aunque ella comía espesas sopas de arroz con azúcar moreno, bebía caldo y se tragaba huevos hervidos en té, todos esos alimentos no conseguían convertirse lo suficiente aprisa en leche para esos dos niños ávidos, constantemente prendidos a sus pechos.
Este día, después de haber partido el sacerdote con el estómago repleto bajo su cinturón, y con la bolsa colmada de comidas para el día siguiente, todos se sentaron pensando en el tercer hijo, en lo que sería de él y si volvería a la casa paterna.
Poco tiempo después Jade recibió una carta y al abrirla vio que era de Mayli. Venía de la provincia llamada Yunna o al Sud de las Nubes, y de la ciudad de Kunming. Mayli había dicho a Jade que pensaba dirigirse allí, y así lo había hecho. La carta era corta, aparentemente jovial y llena de buen humor, pero terminaba preguntando: ¿cómo es que el hermano menor de tu marido no me trajo mi banderita de seda?
Solamente Jade y Lao Er conocían la existencia de esa banderita de seda, pues Mayli se la había dado a Jade para que la entregara a Lao San y le dijera que, si quería seguirla, ella se iba a la tierra libre. En consecuencia, como les leía la carta en voz alta, mientras estaban sentados en el patio tomando el sol de este día otoñal, Jade omitió esa interrogación, ya que de lo contrario habría sido acosada con muchas preguntas que no hubiera podido contestar. Poco después, ya en su habitación, y a solas con Lao Er, volvió sobre el mismo tema.
—Ya irá cualquier día de ésos —dijo Lao Er.
Y así fue, pues casi un mes más tarde llegó otra carta para Jade, en la que Mayli le decía: «Dirás a sus padres que su tercer hijo llegó a esta ciudad, después de haber luchado en la batalla de Extensas Arenas y que ha traído la gran victoria que hemos ganado al enemigo».
Aunque Mayli no decía nada más, era suficiente para que se alegraran al saber que en algún lugar se había conseguido una victoria y que Lao San aún vivía. Sólo Ling Sao se sintió algo decepcionada porque la carta no hablaba para nada de si su tercer hijo y esa Mayli se casarían o no. No, esta carta no rezaba ni una palabra de casamiento, y lo mismo ocurrió con otra que llegó días después. Ling Sao sintióse muy contrariada, y dijo:
—¡Me gustaría tener a ese tercer hijo aquí, para tirarle de las orejas! ¿Cuándo anduvo algún hijo mío rondando a una mujer que no fuera su esposa? Si está hambriento de ella, ¿por qué no se casan?
Y ella es todavía peor que él, si le permite acercársele, ¡esa mala hija de peor madre!
—Déjate de maldiciones, mujer —dijo Ling Tan—. ¿Por qué echarán tantas maldiciones las mujeres entre sí y tan fácilmente?
—Tal vez no se casará con mi hermano —comentó Lao Ta—. Bien sabes, madre, que ella es muy instruida y, en cambio, mi hermano ni siquiera sabe leer su nombre si está escrito en un papel.
Pero Ling Sao irguióse ante su hijo y le dijo:
—¡Si tiene el vientre lleno de tinta, no es la mujer que le conviene, y con mucha más razón debería alejarse de ella!
Todos rieron de su ocurrencia, y ella, ofendida, arrebató a uno de los mellizos de los brazos de Jade y se fue a la cocina a consolarse con el niño. Para esta buena mujer, el mejor consuelo era tener en brazos a uno de sus nietos. En los niños mayores encontraba faltas; en cambio, los chiquillos eran perfectos a sus ojos.
Ésos eran los pequeños acontecimientos en la casa de Ling Tan, y así se mantenía el hogar, a pesar de encontrarse la comarca bajo el pesado dominio del enemigo. De una u otra manera conseguían arrancar de la tierra lo suficiente para alimentarse, y Lao Ta y Lao Er se volvieron más astutos en la forma de burlar a los japoneses. Desde que se casó con la mujer encontrada un día en su trampa, Lao Ta había dejado de colocarlas, porque, como ella le amaba por encima de todo, no le permitió que siguiera arriesgando su vida. Muchas lágrimas le costó conseguir que volviera definitivamente a casa de su padre para cultivar sus campos y ser nuevamente un honesto campesino. Sin embargo, a pesar de que esta familia parecía ser una de las tantas que se encuentran en el campo labrando la tierra, ni por un momento dejó de odiar al enemigo, ni renunció a la esperanza de que un día señalado por el cielo, todo el pueblo, y ellos junto a los demás, arrojarían al enemigo al mar.
Ling Tan venía repitiendo que este día llegaría cuando algo enfureciera tanto a los hombres de Mei, que les obligara a unirse a la guerra.
—Ese día —les dijo una noche a sus hijos—, cuando nos digan que los hombres de Mei han entrado en guerra a nuestro lado, tendremos tanta fuerza que nos levantaremos todos juntos como un solo hombre, caeremos sobre el enemigo y lo liquidaremos, sin dejar uno solo en nuestro suelo. Cada hombre estará en su puesto y se encargará del enemigo más inmediato y aunque no tenga armas le bastarán sus manos para estrangularlo. Y volveremos a ser libres.
Pronunció esas palabras una fría noche, a fines de este mes; tan fría era que Ling Sao pidió a sus hijos que trasladaran la mesa del patio a la habitación grande, para cenar junto al hogar. Aún no había helado, pero ella percibía el invierno en el aire de la noche. Aspiró hacia el exterior, cerró la puerta y dijo:
—Huelo el invierno esta noche.
—El quinto invierno de esta guerra —añadió Ling Tan, gravemente—. Pero el próximo seremos libres, como antes.
Nadie le contestó, pues no querían destruir sus esperanzas. Gracias a su fe interior, se había aferrado a la promesa de ese anhelado día, sin que un solo indicio del mundo exterior indicara que la promesa de los hombres de Ying y Mei sería cumplida. Ni tan sólo conseguían las ocasionales noticias que les comunicaba su anciano primo, pues, una noche, el viejo hombre de letras, después de haber tomado demasiado opio, se acostó para no despertar. El dueño de la pobre habitación donde vivía sus sueños de opio lo encontró muerto a la mañana siguiente, y estuvo a punto de arrojar su frágil cuerpo al otro lado del muro de la ciudad, porque en aquel entonces los muertos no eran considerados como en tiempos anteriores. Cada madrugada aparecían demasiados cadáveres en las calles, unos a consecuencia del hambre, otros por culpa de alguna enfermedad o asesinados misteriosamente. Pero luego el hombre se dio cuenta de que el muerto llevaba una buena chaqueta de algodón bajo su andrajosa toga de erudito y pensó quedársela. Cuando lo intentaba, encontró atado con un pedacito de hilo una orden en la que exponía su última voluntad. «Si fuese hallado muerto —había escrito—, quiero que mi cuerpo sea entregado a mi mujer, que vive en la aldea de Ting, en las afueras de la puerta sur de la ciudad».
El hombre cumplió esta disposición esperando ser recompensado, y Ling Tan, en efecto, así lo hizo. ¡Pero qué día aquél en que la mujer del primo recuperó a su viejo marido! Su dolor no lograba manifestarse debidamente, pues mezclaba sus lamentos con expresiones de creciente furor ante la imposibilidad de hacer escuchar a su marido, que yacía en el ataúd, sus reprimendas por haberla abandonado.
El féretro en que reposaba el erudito era el de Ling Sao. Ling Tan y su esposa tenían ya sus ataúdes a punto, fuera de la casa. Los construyeron durante el verano en que Ling Tan cumplió sesenta años. Era muy consolador para ambos saber que si la muerte se presentaba súbitamente reclamando a cualquiera de los dos, sus féretros estaban esperándoles para su último sueño.
Pero ahora Ling Sao cedió el suyo a la esposa del primo.
—Podré conseguir otro cuando quiera, la próxima vez que mis hijos vayan a la ciudad —dijo—, y entretanto, que los huesos del viejo erudito descansen en paz.
Así dijo y así se hizo. Durante todo el día, la mujer del primo lloró y se lamentó alternativamente; mas luego, al recordar que durante tantos meses se había estado escondiendo de ella en la ciudad, gastando en opio cuanto ganaba, su cólera fue aumentando paulatinamente y dejó de gimotear. Se lavó la cara, peinóse el desordenado cabello y gritó que estaba muy contenta de que hubiera muerto, pues, si en vida no le servía para nada, ahora, en cambio, ella sabía que era realmente una viuda. Dicho lo cual volvió a llorar ruidosamente. Tal conmoción provocó en la aldea, que todos convinieron unánimemente que en verdad sería una suerte para el pobre viejo estar bajo tierra.
Antes de que lo sepultaran, Ling Tan miró dentro del ataúd y sonrió. Aunque a causa del opio había quedado reducido sólo al esqueleto, el viejo erudito parecía tan tranquilo y lleno de paz, que en aquellos momentos daba la sensación exacta de que estaba muy satisfecho de estar tendido allí. Por la noche dijo a Ling Sao:
—Juraría que el viejo pillo está contento, pues ahora sabe que su posición es la mejor, y por más que ella grite, ya no le podrá hacer escuchar sus gruñidos.
Pero desde que el erudito quedó bajo tierra y no contando con otro medio para tener noticias de lo que sucedía más allá de los mares, a Ling Tan sólo le quedó la promesa como única esperanza a que asirse.
¿Cómo podría, pues, estar preparado para este desdichado día que les cayó encima como un rayo desde el cielo? El enemigo había cogido por sorpresa a los hombres de Mei, se había arrojado sobre sus barcos, que estaban anclados uno junto al otro, en un puerto extranjero; había aniquilado a los encargados de su custodia, que estaban desprevenidos durmiendo o divirtiéndose, lejos del destacamento, en la ociosidad de un día libre. También prendieron fuego a sus aviones, que reposaban sus alas sobre el suelo. ¡Y no cabe duda de que el enemigo anunció su victoria en todas partes! En la ciudad era proclamada a gritos por las calles, fue escrita en las paredes en grandes letras, y las voces la llevaron a través de las provincias con más rapidez que el viento. Así pues, la noticia también llegó a la aldea de Ling. El día era claro y frío. En tiempos mejores, Ling Tan hubiera pedido a Ling Sao que le preparara pasteles de harina de trigo. Por la mañana, cuando abrió la puerta, le pareció notar el olor de la helada, y al mirar afuera vio el suelo completamente blanco.
—Si estuviéramos en los buenos tiempos —dijo Ling Tan a su mujer—, hoy comeríamos pasteles de trigo.
—Sólo tenemos la misma papilla de maíz acostumbrada —repuso ella—; pero por lo menos está caliente.
Comió, pues, el caliente potaje de harina de maíz y el día fue transcurriendo como de costumbre: sus hijos, entregados a sus faenas y él sentado tomando el sol y fumando su pipa. De pronto vio a alguien que corría hacia la casa. Cuando estuvo cerca, reconoció a un chico hijo de un vecino de la aldea inmediata; lloraba y corría, y Ling Tan, extrañado, le gritó:
—¿Qué ocurre? ¿Todavía puede pasarnos alguna desgracia peor de las que nos han caído encima?
—Algo ha pasado, y en verdad que todavía es peor —dijo el muchacho, y entre sollozos entrecortados contó lo ocurrido. Ese mismo día, muy de madrugada, en un lugar situado a muchos miles de millas, el enemigo había caído de improviso sobre los barcos y aviones de los hombres de Mei, destruyéndolos por completo. El pueblo de Mei estaba indignado, pero ¿qué podrían haber hecho si estaban desamparados?
Ling Tan seguía sentado con la pipa en la mano, escuchando esas fatídicas noticias.
—No puedo creerlo —dijo.
Tenía la boca seca. El muchacho siguió pintando un cuadro tan vivo, que finalmente Ling Tan pensó que podía ser cierto que hubiese ocurrido eso a gente tan desprevenida. Si los hombres de Mei eran descuidados y negligentes, no era de extrañar que les hubiera sucedido lo que el muchacho decía. Sobradamente conocía él la astucia de este enemigo. Llamó a sus hijos y ante su presencia hizo repetir al muchacho su relato. Después mandó buscar a los demás hombres de la aldea y, reunidos todos en el patio de su casa, escucharon la noticia de labios del muchacho, pareciendo cada vez más verosímil lo ocurrido. Terminada la tercera narración, Ling Tan golpeó su pipa para vaciarla de la ceniza, apagada, pues se había olvidado de fumar, y, volviéndose a Ling Sao, dijo:
—Prepara mi cama. Debo acostarme; no sé si volveré a levantarme.
Sus palabras asustaron a los presentes y trataron de animarle, recomendándole que no abandonara las esperanzas sostenidas durante tanto tiempo. Todavía quedaban los hombres de Ying, que no habían sido destruidos. Pero como él reconocía perfectamente la inseguridad en sus voces, movió la cabeza y dijo impaciente:
—¡Prepara mi cama, madre de mis hijos, prepara mi cama!
Durante once días permaneció acostado y con los ojos cerrados. Y en el transcurso de ese tiempo no comió cosa que pudiera considerarse como una verdadera comida; ni una sola vez se lavó el cuerpo por completo. Ling Sao se le acercó el día duodécimo con la cara y las manos llenas de ceniza, llevando un trozo de tela blanca en señal de luto y diciendo entre fuertes sollozos:
—¡Si tú mueres, me tragaré los aros de oro que me regalaste, porque sin ti, viejo mío, no puedo seguir viviendo!
Después se acercaron a él sus hijos con sus esposas y los pequeños, y llorando le rogaron que por el bien de todos se levantara, se lavara y comiera. Pero solamente Jade encontró las palabras que consiguieron hacerle cambiar de actitud, preguntándole:
—¿Te dejarás también matar por el enemigo, tú, que durante estos años has sostenido el valor de todos nosotros?
Ling Tan estuvo un rato pensativo, mientras ella le miraba sutilmente. Por fin se incorporó, como arrastrándose.
—Tú has encontrado la palabra justa para obligarme a vivir, cuando en realidad sólo pienso en morir —dijo levemente enojado.
No obstante, se levantó y sus hijos corrieron a ayudarle. Las mujeres se apartaron, y con la ayuda de Lao Ta y Lao Er, fue lavado y vestido. Después bebió en una escudilla caldo de huevos, preparado por Ling Sao, y así empezó a vivir de nuevo.
Pero nunca más volvió a ser el hombre de antes. Sus fuerzas eran escasas, se encontraba débil y al andar debía apoyarse en la pared, en la mesa o en el hombro de alguno de sus hijos. Si Ling Sao se encontraba cerca se reclinaba contra ella. Y nunca más volvió a mencionar la guerra, ni el enemigo, ni sus perdidas esperanzas. A partir de este momento, Ling Tan envejeció de modo tan ostensible que todos lo notaron, y resolvieron cuidarle y vigilarla, a cuyo fin se turnaban para no dejarle nunca solo. Perdió la memoria y no recordaba lo que se le hubiera dicho anteriormente; pero lo que más le irritaba era que siempre olvidaba el nombre del sitio donde estaba su tercer hijo. Repetidas veces pedía a Jade que le leyera la última carta de Mayli, diciéndole que todavía no lo había hecho, o que no recordaba haberla oído leer. Y ella lo complacía amablemente cada vez que le pedía esta lectura. Cierto día, en que le leía por sexta vez una carta llegada seis días antes, Ling Tan alargó la mano y le dijo:
—Dame esa carta.
Jade se la entregó. El viejo, la cogió; mientras la retenía en su mano derecha, ésta empezó a temblar con ese temblor que le acometía desde hacía poco tiempo y que no lograba dominar por mucho que se empeñara en ello. Este síntoma se había manifestado conjuntamente con los de su debilidad, y así que lo notaba se ponía malhumorado.
—Mira esta mano —dijo desdeñoso, como si no se tratara de la suya—; ¡tiembla como una hoja seca a punto de caerse del árbol!
Jade movió al niño que llevaba en sus brazos.
Durante todo el día llevaba consigo uno u otro de los mellizos, y el que no estaba con ella se encontraba en los brazos de Ling Sao. Ninguna de las dos iba nunca sin carga, fuese cual fuese su quehacer.
A guisa de consuelo dijo al pobre viejo:
—Pero sólo es una de sus manos.
—Sí, pero es la que servía para sembrar la semilla en la tierra —rezongó Ling Tan.
—Claro, por eso es la que está más cansada —contestó graciosamente Jade.
Ling Tan lanzó un profundo suspiro y cogiendo la carta con ambas manos empezó a volverla de un lado para otro. Por orgullo no se atrevió a preguntar por dónde empezaba y dónde terminaba. Finalmente la puso al revés. Jade se mantuvo callada. ¿Por qué avergonzar a un pobre viejo?
Con la carta en las manos y los ojos fijos en ella, se imaginaba a base de los signos que veía, lo que Jade le acababa de leer.
—Es muy raro que esa mujer escriba hablando de Lao San, no siendo casados —comentó finalmente—. ¿Por qué no se han casado?
—¿Cómo puedo yo saber por qué otra mujer no se casa con uno da tus hijos? —replicó Jade, sonriendo.
Ling Tan sonrió.
—Nunca más veré a mi tercer hijo —dijo tristemente—. Los vientos y las aguas extrañas traen siempre idénticas y funestas consecuencias.
—No dejes que se metan en tu cabeza semejantes pensamientos —le reconvino Jade.
El niño se había dormido en sus brazos y ella se decía que debía dejarlo en su camita y descansar unos momentos. Se levantó y atravesó el patio de puntillas, donde hasta ahora había estado sentada junto a Ling Tan. Éste quedó solo.
Durante unos instantes, siguió contemplando la carta que no podía leer; finalmente empezó a doblarla hasta dejarla muy pequeña y la guardó entre sus ropas. Allí la conservaría hasta que se convirtiera en polvo, en compañía de las que enviaba aquella mujer amada por su tercer hijo. No, ciertamente; nunca comprendería a esta joven, que, aun cuando no tenía el propósito de casarse con un hombre tan hermoso como su tercer hijo, no por eso dejaba de escribirles lealmente, una y otra vez, sirviéndose de todo mensajero que le salía al paso.
Y es que nada era comprensible en esos años de guerra, y las mujeres y los hombres eran los que de más extraña manera se comportaban. Suspiró de nuevo y apoyo la cabeza entre sus brazos doblados, sobre la mesa. Los cálidos rayos del sol caían sobre el patio, entibiándolo. Todo estaba quieto a su alrededor. Llegó de nuevo a sus oídos el ruido del telar, que estuvo callado desde que su hija Pansiao se marchara al colegio, en las montañas del interior. Muchos meses hacía que no sabían nada de Pansiao. Casi había olvidado los rasgos de su hija.
Ahora sabía que no era Pansiao quien estaba sentada frente al telar, sino la viuda con quien se había casado su hijo mayor. Era una buena tejedora, y también servía para cualquier otro trabajo de la casa, aunque Ling Sao a menudo se enfadaba con ella, porque el mismo temor que siempre tenía de no complacer a su suegra, hacía que la persiguiera ansiosamente, con lo cual realmente llegaba a estorbarla. Entonces se acurrucaba en cualquier rincón para llorar, y Ling Sao iba a buscarla, chillando enojada:
—¡No llores, pobre alma estúpida! Es verdad que siempre te esfuerzas en serme útil, pero te juro que todo sería mucho más simple si no anduvieras constantemente detrás de mí como un gato, tropezando con mis pies y metiéndote en mi camino. ¡No te esfuerces tanto, nuera, y me gustarás mucho más!
Pero la mujer no podía comprender esas palabras y seguía mirando con los ojos llenos de lágrimas a su suegra.
—Me parece que no pongo el suficiente empeño para complacerla —decía sollozando.
Estas escenas se repetían seguidamente entre las dos mujeres, pero un día Ling Tan tomó el asunto por su cuenta, y llamando a Ling Sao le dijo:
—¡Ya que nuestro hijo mayor eligió a esta mujer por esposa y le gusta, déjala en paz! ¿A aso tendré que pasar el resto de mis días en esta forma, por tu causa y la de esta mujer? ¿El hecho de que el mundo haya perdido la paz equivale a que tampoco la encuentre en casa?
Ante estas palabras, Ling Sao acalló sus quejas, a fin de que su marido no las oyera de nuevo, y así renació la tranquilidad y el silencio.
Ahora, el suave repiqueteo del telar, que en ese día apacible de invierno llegaba a sus oídos a través de los cálidos rayos del sol, le alejó todo pensamiento de su mente, y se quedó dormido.