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El valle de Irnan debía estar rebosante de la plenitud de la cosecha. Pero no era más que desolación. Los ejércitos asaltantes lo habían devorado, pisoteado y destruido todo. No quedaba ni una brizna de hierba. Los campos sólo eran polvo. Los vergeles habían desaparecido en las llamas de las hogueras. Sólo la ciudad era, aparentemente, la misma, antigua y gris sobre su peñón; sus muros martilleados por las máquinas de guerra seguían inviolados. Por encima de la puerta, la bestia mitológica alzaba la cabeza gastada por los siglos, con la boca abierta, dispuesta a morder al mundo entero.
En el interior de los muros, la población moría de hambre. Cada día que pasaba las voces que pedían la rendición se hacían más insistentes. Jerann y su Consejo de Nobles sabían que no podrían resistir mucho tiempo. La gente se moría. No quedaba sitio donde enterrarles. No había madera para quemarlos. Se echaban los cadáveres a los carroñeros, y Jerann temía una epidemia.
Una mañana sombría y en calma, entre la puesta de las Tres Reinas y el nacer del Viejo Sol, un viento llegó del este. Se abatió sobre los campamentos de los asediantes con una súbita violencia, dispersando las hogueras, derribando las tiendas. Las llamas no tardaron en desperdigarse. Un rebaño de ganado enloquecido se precipitó entre los Errantes instalados en las lindes de los campamentos. El polvo giró formando sofocantes nubes.
Tras los muros de piedra, los irnanianos lo observaban, perplejos. Era un viento extraño y no había signos de tormenta en el claro cielo.
Durante tres horas el viento aulló y golpeó por todas partes. A veces se detenía totalmente, como si descansase para recobrar las fuerzas. Al alzarse el Viejo Sol los campamentos sólo eran un caos de tiendas reventadas, ropas y equipos dispersos y destrozados. Los hombres tosían, protegiéndose los ojos del polvo. Los de las líneas más lejanas miraron hacia el este, aullaron y tomaron los cuernos de combate.
Allí descubrieron una legión dispuesta al ataque. Veían tropas vestidas de cuero, armadas con pesadas lanzas, bajo el estandarte de Tregad. Veían una tropa de campesinos, armados con hoces y picos. Vieron Hombres Encapuchados vestidos de púrpura, rojo, marrón, verde, blanco, amarillo, con lanzas y estandartes de los mismos colores, sobre extrañas monturas de patas muy altas. Un poco apartados del grupo, un conjunto de seres alados, pequeños y morenos, de arneses de oro centelleantes y alas desplegadas. A su alrededor, montando la guardia, filas de formas no humanas, con rayas de colores verde y oro, armadas con largas espadas de cuatro manos.
Sobre los muros de Irnan, los vigías, con ojos sorprendidos, vieron todo aquello, pero al principio creyeron que se trataba de un milagro.
Los seres alados cerraron las alas y el canto terminó.
El viento cesó. El polvo dejó de ser cegador. Los cuernos de combate sonaron profundos y amenazantes.
La legión cargó.
Los Errantes, desorganizados, huyeron. Los mercenarios, aunque sorprendidos, no resultaron tan fáciles de vencer. Los cuernos y los clarines de agudo sonido se unieron a ellos. Sus oficiales les formaron. Empuñaron las armas que pudieron encontrar y corrieron a hacer frente al enemigo a través de los escombros de los campamentos.
En la primera fila de mercenarios se encontraba un destacamento de izvandianos, grandes guerreros de las Tierras Estériles Interiores, de blancos cabellos y rostros lobunos. En el momento de la revuelta, estaban de guarnición en Irnan, al servicio de los Heraldos; su capitán era aquel mismo Kazimni que llevó a Stark y a sus amigos al norte.
Kazimni reconoció a los dos jinetes que iban en cabeza de los tregadianos, junto al viejo fiero que les comandaba, y se echó a reír. El hombre… ¿cómo se llamaba? Un nombre corto, agresivo… Halk. Y emitía el grito de guerra que nació el día de la revuelta de Irnan:
—¡Yarrod! ¡Yarrod! ¡Yarrod!
También lo oyeron los vigías de los muros. También ellos reconocieron al gigante guerrero de larga espada. Y conocían a la mujer armada que cabalgaba a su lado, cuyos cabellos de bronce claro flotaban libremente bajo el casco.
—¡Gerrith! ¡La Mujer Sabia ha vuelto! ¡Gerrith y Halk!
Jerann, y no era el único, se preguntaba sobre la suerte del Hombre Oscuro.
Hombres y mujeres lanzaron el grito de guerra. En un instante, Irnan, de ciudad condenada se convirtió en una ciudad con esperanza.
—¡Yarrod! ¡Yarrod! —clamaron, y las trompetas que pedían la agrupación de las fuerzas resonaron brutalmente.
Los dos ejércitos lucharon.
El primer asalto rechazó a los mercenarios y les dispersó. Pero tenían una gran ventaja numérica sobre los asaltantes y eran guerreros hábiles. Volvieron a la carga. Un destacamento se lanzó sobre el flanco derecho de los tregadianos, para separarles de los tribeños. Los Fallarins, que se mantenían como reserva en retaguardia, enviaron contra ellos una tromba de viento y los Tarfs les lanzaron una andanada de flechas, seguida de una carga con arma blanca. Los mercenarios se retiraron.
Pero volvieron a cerrar filas. Aquella vez atacaron a los tregadianos, pensando que las tropas extranjeras huirían si éstos resultaban vencidos. Bajo el asalto, los tregadianos se retiraron. El viejo Delvor aullaba, maldiciéndoles con voz tan sonora como un cuerno de guerra. Luchaban ferozmente, pero estaban siendo dominados por el número.
Sabak reunió a los guerreros tribales y se lanzó sobre el flanco izvandiano. Virando para afrontarles, los izvandianos formaron un cuadrado erizado de lanzas; los arqueros, por detrás, disparaban sin interrupción. La carga de los Hombres Encapuchados se rompió en un caos de hombres y monturas, como una ola que estallara contra un inesperado arrecife.
Por primera vez durante meses, las puertas de Irnan se abrieron. Cada hombre y mujer que todavía era capaz de llevar armas, salió para lanzarse sobre la retaguardia mercenaria.
Al sur y al este, una desordenada multitud llegaba de Ged Darod. Sólo el Viejo Sol sabía cuántos millares de peregrinos y Errantes habrían salido de la ciudad de los templos para correr por las montañas. La mitad o más debían haber conseguido acabar el viaje, impulsados por el fanatismo religioso, para abatir Irnan y a los traidores que acudían en su auxilio. Los Heraldos diseminados en la multitud, estimaban que conducían a unas veinte mil personas.
Cuando Stark pudo verla desde el aire, pensó que la multitud se parecía al tapiz en movimiento de una columna de hormigas puesta en marcha. Desorganizada, irregular, sucia, constituía, pese a todo, un formidable refuerzo de carne en el lado más equivocado de la balanza.
Stark hizo un gesto al hombre azul y habló por el micrófono con los pilotos de los tres cazas que le acompañaban.
—Cerrémosles el paso.
Saltando del cielo desnudo, las cuatro formas extrañas se dirigieron contra la multitud de Errantes. Vivas como libélulas, recorrieron el estupefacto y aterrado frente de la multitud, golpeando el suelo con rayos que cegaban y ensordecían, derribando árboles con cada impacto, hendiendo rocas y haciendo humear el suelo.
De la primera forma surgió la voz de un dios.
—¡Volved! ¡Retroceded! ¡Si no, os mataremos a todos!
Las formas volantes hostigaron a la masa. De las cuatro surgieron voces divinas.
—¡Volved! ¡Atrás! ¡Si no, os mataremos a todos!
En los confines de la multitud el suelo era alcanzado por terribles e incesantes rayos.
Se oyeron gritos frenéticos. Los Errantes se arrodillaron, se tumbaron o dieron la vuelta, enloquecidos. Ni siquiera los Heraldos sabían qué decir ante aquel terrible poder.
Luego, las cosas volantes se inmovilizaron en el cielo, en línea frente a la vanguardia de los Errantes, de la que todavía ascendía humo y polvo. Esperaron un poco. A continuación, lentamente, avanzaron lanzando lenguas de fuego por encima de sus cabezas.
—¡Volved! ¡Retroceded!
Los Errantes obedecieron y huyeron, medio locos, hacia las montañas, dejando a sus espaldas centenares de muertos pisoteados por su propio pánico.
Los cazas volaron hacia Irnan, donde la batalla continuaba entre el polvo, la sangre y el agotamiento.
Volaban formando un cuadro, con el caza de Stark por delante de los demás. Volaban despacio y a baja altura, pues no había ningún arma que desde el suelo pudiera amenazarles. Sobrevolaron los grupos y las filas de combatientes, y los rostros, petrificados de estupor, se alzaron para mirarles. Stark distinguió las capas coloreadas de los guerreros tribales y los diferentes ropajes de los mercenarios, aunque casi todos vestían anónimo cuero y, de todos modos, combatían tan cerca que no se podían distinguir a amigos de enemigos.
—Donde podáis, disparad contra el suelo, sin dar a nadie. Es inútil matar a los nuestros —dijo Stark.
Los cazas, cuyos pilotos actuaban libremente, ascendieron. Los disparos de los láseres golpeaban y calcinaban los perímetros de la batalla y los espacios abiertos en los que no había más que muertos que ya no podían sufrir más. Era extraño ver cómo se detenían los combates y cómo los hombres se inmovilizaban, con las armas medio levantadas, mirando al cielo. Ninguno de ellos había visto una máquina que volase en el aire, ni un arma que lanzase rayos más brillantes y mortales que el dios celeste.
Los cuatro cazas volvieron a formar, y Stark habló por el megáfono. Su voz, ampliada, tonante, resonó por el campo de batalla.
—Soy el Hombre Oscuro. He vuelto de la Ciudadela y la profecía de Irnan ha sido cumplida. Los que combatís contra nosotros, soltad las armas. Si no lo hacéis, todos moriréis.
Empezó a repartir órdenes. Su caza se desplazaba rápidamente a los puntos que le indicaba al hombre azul. Los capitanes de Irnan y Tregad y los jefes de los guerreros de las tribus recibieron orden de retirarse y dejar solo al enemigo.
Obedecieron.
Sobre el suelo, Kazimni se encogió de hombros y les dijo a sus izvandianos:
—Nos han pagado para combatir con hombres. Y eso ya lo hemos hecho.
Envainó la espada y arrojó la lanza.
Sobre el campo de batalla, los demás hombres le imitaban.
—Reunidlos y mantenedlos agrupados —les dijo Stark a los tres pilotos—. Si alguno intenta huir, detenedlo.
Se volvió hacia el hombre azul.
—Aterriza junto a los jinetes encapuchados, luego, únete a los demás.
El caza aterrizó.
Tuchvar y los perros salieron del aparato, seguidos por Stark. El hombre azul le prestó unos someros primeros auxilios y su herida fue vendada por el médico del «Arkeshti» mientras esperaba a que los otros tres cazas estuvieran listos para el despegue. Penkawr-Che le entregó una túnica de raro color. Con ella, adquiría la tonalidad de la sangre fresca.
Seguido por Tuchvar y los perros, Stark se adelantó hasta los guerreros de las tribus. Sabak le llevó una de las altas bestias del desierto. Stark montó.
La tropa cerró filas: Hann, púrpuras; Marags, marrones; Qards, amarillos; Thorns, verdes; Turans, blancos; Krefs, rojos.
Los Fallarins y los Tarfs ocuparon su acostumbrado puesto, pero, en aquella ocasión, Alderyk se quedó con ellos, dejando a Stark solo en cabeza, con los perros. Ashton se fue con los Fallarins, junto a los que había permanecido toda la batalla.
Pasaron ante los tregadianos formados y el viejo Delvor gritó:
—¡Qué entren los primeros, pues han galopado mucho para merecerlo!
Halk y Gerrith dejaron el estandarte de Tregad y se unieron a Stark.
Cabalgaron hacia la ciudad y los irnanianos, en el campo de batalla, blandiendo las armas, gritaron sus nombres y les aclamaron.
Stark pasó por la enorme puerta, bajo la bestia heráldica erosionada por el tiempo. El túnel que cruzaba los espesos muros era tal y como lo recordaba, oscuro y estrecho. Más allá, se encontraba la gran plaza rodeada de casas de piedras grises y, en el centro, la plataforma en la que, atado, esperó la muerte meses antes. Recordó los clamores de la multitud, y a Gerrith sin la Túnica ni la Corona desnuda bajo el sol. Recordó la lluvia de flechas que cayó sobre la plaza procedente de las ventanas, centelleante lluvia mortal que derribó a los Heraldos y desencadenó la revuelta de Irnan.
Jerann y los Nobles les esperaban con ropas ajadas, y los rostros demacrados brillando de alegría. Y a su alrededor, una multitud de espantajos vestidos con harapos sollozaba y aclamaba a los recién llegados.
De aquel modo, el Hombre Oscuro volvió a Irnan.