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La tecnología moderna tenía sus cosas buenas. A Stark le alegraba ver cómo los kilómetros desfilaban bajo él iluminados por las Tres Reinas. Los había recorrido de formas mucho más incómodas.
El caza estaba lejos de ser nuevo, y Penkawr-Che no era evidentemente un fanático de la limpieza. Nada brillaba, ni siquiera el cañón láser montado en el morro del aparato. Pero el sonido de los motores era regular y los rotores le permitían desplazarse deprisa por el cielo relativamente virgen del antiguo Skaith. Los cazas fueron prohibidos casi inmediatamente por los Heraldos, en parte para impedir que los extranjeros fueran a donde quisieran, pero casi en exclusiva porque algunos tripulantes realizaron algunos aterrizajes poco afortunados. Las Hermanas Menores del Sol atraparon a un grupo en una montaña y sacrificaron a todos mientras cantaban el Himno de la Vida. Las Bandas Salvajes se comieron a otro, y un tercero, queriendo explorar unas ruinas prometedoras a cien kilómetros de Skeg, se convirtió en el aperitivo de los Hijos del Mar. La mayor parte de los extranjeros se contentaron, desde entonces, con traficar en Skeg.
El piloto era un hombre enérgico de músculos desarrollados, con la piel azulada y los rasgos marcados de una raza que no era familiar a Stark. En la aleta derecha de la nariz portaba una joya de oro que representaba un insecto. Era un buen piloto. Hablaba «lingua franca», el universal, muy mal y muy poco, lo que no le iba mal a Stark, de inclinaciones poco habladoras. El piloto le miraba de soslayo ocasionalmente, como si pensase que Stark, sin afeitar y con la misma túnica que llevaba en Tregad, no correspondía con su idea de lo que era un héroe.
Stark, por su parte, pensaba que aquel comandante tampoco era el más adecuado para ser el capitán de un carguero interestelar. No simpatizó con Penkawr-Che, que se parecía bastante a un tiburón, especialmente cuando sonreía, cosa que hacía con mucha frecuencia y sólo a través de los dientes. No habría elegido como compañero de lucha a Penkawr-Che en ningún combate que no estuviera ganado de antemano. Los móviles del hombre eran, de cualquier modo que se mirasen, mercenarios. Pero Stark, mientras el hombre mantuviera su parte del trato, nunca le molestaría. Penkawr, «Che» sólo significaba capitán, le dio la impresión de un hombre cuya única preocupación fuese él mismo. Si a aquel hecho se unía el aspecto de su navío, el «Arkeshti», Stark no pudo llegar a otra conclusión que la de pensar que Penkawr era uno de esos mercaderes cuyos negocios apenas se distinguían de la piratería. Pero era el contacto de Pedrallon, y había que conformarse. Lo mismo que Pedrallon.
El caza cubrió la distancia en muy poco tiempo. Stark vio las rutas de los peregrinos, casi desiertas aquella noche, y el brillo de Ged Darod recortándose en la llanura. Le hizo un gesto al piloto y éste viró, trazando una larga curva hacia el oeste y descendiendo casi a la altura de las copas de los árboles. En los bosques se veían senderos. Algunos conducían a los pasos de las montañas y las bandas de Errantes marchaban por ellos, dirigiéndose hacia Irnan. Llegarían tarde a la batalla. Cuando el caza les sobrevolaba, se precipitaban frenéticamente bajo la imaginaria protección de los árboles.
El caza sobrepasó la cresta de un acantilado y planeó, bailando como una libélula.
—¿Dónde? —preguntó el hombre azul.
Stark escrutó el farallón, volviéndose para mirar hacia Ged Darod y las rutas. La luz de las Tres Reinas era suave, hermosa, equívoca.
—Más lejos.
El caza cubrió trescientos metros.
—Todavía más lejos.
Los peregrinos de la ruta más próxima, pequeñas y diseminadas siluetas, se inmovilizaron, estupefactos por el extraño sonido de los motores.
—Allí —dijo Stark.
El caza aterrizó.
—Sube —ordenó Stark—, y mantén la zona despejada, sea como sea.
Abrió el panel, saltó, y corrió a través del violento remolino que creaba el caza al despegar.
Encontrar el sendero por el que él mismo descendió el farallón le llevó unos minutos. Subió, calculando que el valle donde dejó a Tuchvar y los perros se encontraría a unos doscientos metros a la derecha. El insistente ruido de los motores seguía violando el silencio. En la parte alta del acantilado, bajo los árboles, las sombras eran muy espesas.
En su mente, la voz de Gerd gritó:
«¡N’Chaka!»
Bajo el ruido de los motores, oyó algo más, sintió un movimiento rápido, preciso. Saltó hacia un lado.
Los gemidos siguieron casi inmediatamente. Pero el puñal había golpeado. El dolor le estalló en el hombro derecho. Al menos había evitado que la hoja le atravesase el corazón o la garganta. Vio brillar la guarda incrustada de joyas, la agarró y tiró de ella. Brotó sangre caliente que le empapó la manga. En el sotobosque se oía mucho ruido. Cuerpos que se debatían, sollozos, gritos, pisotones, los ladridos de la jauría. Sujetando el puñal con la mano derecha, volvió al sendero.
Dos hombres rodaban por tierra en medio de una agonía de dolor. Llevaban capas negras y cuando Stark apartó los capuchones se encontró con los rostros no totalmente humanos de Fenn y Ferdic que le miraron fijamente con sus ojos nictálopes exorbitados por el terror.
«¡No matar!» Les ordenó a los perros.
En voz alta, añadió:
—Si os movéis, estáis muertos.
Los perros atravesaron el sendero, seguidos, de lejos, por Tuchvar.
—Quítales las armas —dijo Stark.
La sangre le corría lentamente entre los dedos, y goteaba en la tierra. Gerd le olisqueó, gruñó y se le erizó el pelo del espinazo.
—La cosa volante ha asustado a los perros —dijo Tuchvar, inclinado sobre los dos Hijos—. Luego me dijeron dónde estabas y nos pusimos en marcha en el acto…
Miró a Stark y se olvidó de lo que hacía.
—¡Quítales las armas!
Tuchvar obedeció.
—De pie —exigió Stark.
Fenn y Ferdic, todavía temblando, obedecieron, mirando las compactas siluetas de los perros que se recortaban en la sombra.
—¿Estabais solos?
—No. Traíamos a seis asesinos para que nos ayudaran cuando nos aseguramos de que no estabas entre los hombres que murieron en Ged Darod. Decían que estarías en Irnan, o camino de Irnan. Salimos de Ged Darod con la esperanza…
Le faltó aliento. Luego, prosiguió:
—Cuando la cosa volante pasó por encima de los bosques, nuestros hombres huyeron, pero nosotros nos quedamos para ver lo que pasaba. Es algo de otro mundo… Sin embargo, nos habían dicho que todos los navíos habían salido de Skaith.
—No todos —replicó Stark. Tenía ganas de librarse de ellos—. Decidle a Kell de Marg que os dejo con vida como pago por las que arrebaté en la puerta del norte. Decidle que no lo volveré a hacer. Ahora, idos, antes de que os eche a los perros.
Huyeron, desapareciendo en los densos y oscuros bosques.
Dudoso, Tuchvar dijo:
—Stark…
Grith apoyó el hombro en el muchacho, haciéndole retroceder. Los perros daban vueltas, formando un círculo, gimiendo extraña, salvajemente. El gruñido de Gerd era ininterrumpido y sus ojos ardían. Sin apartar la mira, Stark le dijo a Tuchvar:
—Desciende a la llanura.
—Puedo ayudarte…
—Nadie me puede ayudar. Ve.
Tuchvar sabía que era verdad. A disgusto, obedeció, alejándose lentamente.
Stark, doblando las rodillas, se echó hacia adelante, separando los pies, empuñando el cuchillo con la mano izquierda. Usaba las manos indistintamente, como un tigre emplea las patas. La sangre corría con regularidad por sus dedos. No intentó cortar la hemorragia; Gerd no le daría tiempo.
Sus ojos estaban ya plenamente acostumbrados a la penumbra; era casi tan penetrantes como los de los Hijos de Skaith. Veía a los perros formando un círculo, con las bocas abiertas, ardientes, llenos de impaciencia, dispuestos a desgarrarle como hicieron con Colmillos cuando fue vencido en la Llanura del Corazón del Mundo.
—Tu carne es vulnerable —le dijo Gelmar—. Algún día sangrarás…
Sangraba. Los perros le aceptaron como uno de los suyos, no como el intocable Señor de los Perros, y debía afrontar las inevitables consecuencias. La jauría seguía al más fuerte; según la ley y la costumbre, cuando un jefe daba pruebas de debilidad su sucesor tendría que vencerle. Stark supo, desde el primer día, que aquello acabaría por pasar. No era por culpa de los perros, ni porque no le quisieran. Era su naturaleza.
Miró a Gerd en el sendero, inmenso y amenazante, y tuvo la impresión de un extraño viento soplaba sobre él, un viento que transportaba recuerdos de hielo y nieve.
Advirtió:
«N’Chaka siempre es el más fuerte».
Pero no sería verdad por mucho tiempo.
Los pensamientos de Gerd eran incoherentes. El olor a sangre despertó en él una excitación inmensa y ciega. Fuese cual fuese el vago afecto que sintiera por Stark, quedaba ahogado por la fiebre roja que le devoraba en aquel momento. Arañaba el suelo, balanceaba las caderas con cierta gracia, se entregaba a todos los ritos del desafío.
Stark sintió que la debilidad empezaba a correr por sus venas. Habló.
«Todos los perros de Yurunna no mataron a N’Chaka ¿Cómo vas a matarle tú, Gerd?»
El Miedo, atenazante miedo, le golpeó. El asalto se acercaba.
Stark tiró el puñal.
La hoja atravesó la pata delantera más próxima y se clavó en el suelo, reteniéndola como prisionera.
Gerd aulló. Intentó arrancar la hoja y chilló aún más.
Stark consiguió desenvainar la espada. El Miedo le asaltaba, terrible. Procuró pensar sólo en Gerd; la cabeza de Gerd balanceándose, la boca abierta, los terribles colmillos. Intentó avanzar con toda la fuerza y rapidez de que era capaz, apoyando la punta de la espada en la garganta del perro, donde se abultaba por los músculos que sobresalían del pecho.
Hundió la hoja, atravesó el duro cuero, llegó a la carne y Gerd, tenso, alzó los ojos hacia él. El perro se quedó inmóvil.
La hoja también. La sangre de Gerd empezó a caer, manchando la tierra, mezclándose con la de Stark.
La mirada demoníaca dudó, se desvió. La maciza cabeza se inclinó. Sometido, aflojó la tensión.
«N’Chaka… el más fuerte».
Stark retiró la hoja y volvió a enfundarla. Inclinándose, liberó la pata de Gerd, que gimoteó.
Una ola de vértigo sumergió a Stark. Se apoyó en el hombro del perro.
«Ven, viejo perro. Vamos a que nos curen las heridas».
Descendió por el sendero. Apoyado en tres patas, Gerd trotó a su lado. El resto de la manada, con la cabeza baja, les siguió.
Tuchvar, que no había llegado a la llanura, corrió a su encuentro, desgarrándose la túnica para hacer vendajes.
El hombre azul consiguió mantener sin problemas una zona despejada. Describía círculos perezosos sobre la ruta y los peregrinos huyeron. Cuando vio a Stark, al muchacho y la jauría bajar por el sendero aterrizó para que subieran a bordo.
A partir de aquel momento, el vuelo le pareció poco agradable.