CAPÍTULO 25

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La expresión se borró en un instante. Pedrallon habló apresuradamente.

—Estoy en comunicación con Penkawr-Che desde hace algún tiempo. No he podido convencerle para que participe en ningún plan que permita emigrar a los skaithianos. Quizá uno de vosotros tenga más suerte.

Stark hizo que Sanghalaine se adelantase.

—Háblale.

La mujer, titubeante, miró la caja. Stark señaló el micrófono.

—Ahí.

—¿Penkawr-Che?

—No perdamos tiempo.

—Soy Sanghalaine de Iubar, en el Blanco Sur. Estoy autorizada para prometerte la mitad del tesoro de mi reino si te llevas a mi pueblo…

La voz dura y metálica la interrumpió.

—¿Que me lleve? ¿Adónde? ¿A un mundo que nunca ha oído hablar de ellos y que se negará a admitirles? Los eliminarían. Y, si me atrapase la Unión Galáctica, perdería la licencia, el navío y veinte años de mi vida, así como la mitad del tesoro de tu país. La UG no admite contrabando de poblaciones. Además…

El hombre, tras una pausa, continuó hablando, con la entonación precisa y los dientes apretados de ansiedad.

—Como he intentado explicar continuamente, un navío sólo puede llevarse a una parte de la población. Transportar a mucha gente necesitaría varios navíos y varios aterrizajes. No dudo que en la segunda tanda los Heraldos esperarían con un comité de recepción. Han pasado dos de los cinco minutos.

Roja de cólera, Sanghalaine se acercó a la caja negra.

—Si quisieras, seguramente podrías…

—Perdón, mi dama —pidió Stark, apartándola con firmeza—. Penkawr-Che…

—¿Quién me habla?

—Díselo, Pedrallon.

Cada una de las frases de Pedrallon fue tan impersonal y sonora como un disparo.

—El hombre de otro mundo llamado Stark, el Hombre Oscuro de la profecía, llegado del Norte. Ha tomado la Ciudadela. Ha tomado Yurunna. Ha obligado a los Señores Protectores a ocultarse en Ged Darod. Entró en Tregad con un ejército. Tregad se ha rebelado y ha enviado fuerzas a Irnan para levantar el asedio.

Penkawr-Che se rió.

—¿Todo eso, amigo Pedrallon? Sin embargo, no detecto mucha alegría en tu voz. ¿Por qué? ¿Las viejas lealtades todavía viven en tu alma?

—Te hago notar —dijo Pedrallon fríamente— que la situación ha cambiado.

—¡Y cómo! Skeg está en llamas, cada extranjero del enclave sólo puede salvar la vida en la huida y nos dicen que si volvemos a Skaith nos matarán en cuanto aterricemos. ¿Bien?

—Bien —contestó Stark—. Traigo a Simon Ashton desde la Ciudadela.

—¿Ashton?

Sintió que el hombre, en la sala de comunicaciones del navío, se envaraba.

—¿Ashton está vivo?

—Sí. Llévale a Pax y la Unión Galáctica te recibirá como a un héroe. Llévate a todos los Nobles de Irnan y Tregad que puedas y pasaras por ser un tipo humanitario. Como delegados, podrían ir a Pax junto con Ashton y los burócratas resolverían todos los problemas que tú encuentras insolucionables. Incluso puede que te recompensaran. Te garantizo que los irnanianos te pagarán muy bien.

—Y yo —dijo Pedrallon—, que ya te he dado una fortuna, estoy dispuesto a darte otra.

—Eso me interesa —confirmó Penkawr-Che—. ¿Dónde está Ashton?

—Camino de Irnan.

—Habrá una batalla. No arriesgaré el navío.

—La ganaremos.

—No puedes garantizar eso, Stark.

—No. Tú si puedes.

Otro tono en la voz del hombre: rechazo calculado.

—¿Cómo?

—Llevarás cazas a bordo.

La voz sonó menos reservada.

—Tengo cuatro.

—¿Armados?

—Vistos los lugares en los que aterrizo, es necesario.

—Es lo que pensaba. ¿Tienen o pueden acoplárseles altavoces?

—Sí.

—En ese caso, sólo necesito cuatro buenos pilotos. ¿Cuántos pasajeros puedes llevar?

—En este viaje, a no más de veinte. Tengo la cala presurizada llena de carga y no tengo camarotes.

—En las otras naves, ¿habría algún capitán interesado?

—Me enteraré.

El transmisor chasqueó y se quedó en silencio.

Sanghalaine miraba a Stark. Manchas de color teñían sus pómulos, sus ojos eran de un gris invernal, tormentoso, sin el menor sol. Morn la dominaba con su alta talla, llevando entre las manos el pesado tridente.

—¿Y yo, Stark? ¿Y los míos?

Vio la razón de su cólera; Stark le parecía arbitrario e ingrato.

—Ve con Ashton y los demás. Defiende tu causa en Pax. Cuantos más seáis los que pedís ayuda, más posibilidades habrá de que Pax os la conceda.

La mujer no dejaba de mirarle.

—No entiendo lo de Pax. Ni lo de la Unión.

Con la voz vibrante por la excitación, Pedrallon intervino.

—No comprendemos muchas cosas. Pero yo me propongo partir y…

Morn sacudió la cabeza y le hizo un gesto a Pedrallon para que se callase.

«Mi estilo es más adecuado para Sanghalaine». Le dijo mentalmente a Stark. «¡Piensa!»

Sanghalaine miró sorprendida a Morn y se detuvo a escuchar.

Stark pensó. Pensó en Pax, la ciudad que había devorado un planeta: alta, profunda, ancha, compleja, repleta de millares de seres llegados de toda la galaxia. Terrible. Bella. Incomparable. Pensó en el Poder, el otro nombre de la Unión. En las leyes que llegaban a los más lejanos planetas. En la paz, la libertad, la prosperidad. En los navíos que brillaban entre los soles.

Y, en la medida en que podía hacerlo un hombre, pensó en la galaxia.

Infinitamente más rápidos y evocadores que las palabras, sus pensamientos pasaban de su cerebro al de Morn y del de éste al de Sanghalaine.

La expresión de Sanghalaine cambió. Morn dijo:

«Basta».

Con los ojos entornados, Sanghalaine murmuró:

—No lo había entendido.

—Ashton tiene en Pax una cierta importancia. Hará todo lo que pueda para ayudar a los tuyos.

Hizo un gesto con la cabeza, titubeante, y se sumió en profundos pensamientos.

El transmisor emitió un chasquido y Penkawr-Che habló.

—No hay nadie más. La mayoría llevan refugiados a bordo.

Penkawr-Che, en apariencia, no llevaba.

—Algunos tienen las calas llenas o se niegan a realizar aterrizajes de emergencia. Tendréis que contentaros conmigo. ¿Dónde quedamos?

Establecieron la cita.

—No dejes que se acerquen mucho cuando descienda, Stark; me parece que no entienden mucho de todo esto.

Como fondo, se oyó el despegue de otra nave.

—Ahora me toca a mí. Por todos los dioses, ¡qué espectáculo! Una ciudad en llamas es algo muy bonito. Espero que algunos de los Errantes de Gelmar se quemen el culo.

Un chasquido.

Silencio.

—¿Conoces bien a ese hombre, Pedrallon? —preguntó Stark—. ¿Se puede confiar en él?

—Como en cualquier ser de otro mundo.

Pedrallon le miró a la cara y Stark descubrió que su edad era mayor de lo que pensó en un principio. La piel lisa y sin arrugas ocultaba madurez y fuerza.

—Ninguno de vosotros ha venido por amor a Skaith. Venís por vuestras propias razones. Razones egoístas. Y tú, tú sobre todo, has causado un daño incalculable al sistema de gobierno estable que rige mi mundo. Has intentado destruir las bases de una estructura muy antigua y abatirla, no para el interés de Skaith, sino para el de Ashton y el tuyo propio. El interés de Irnan, Tregad e Iubar no es más que un factor accidental que usas en provecho propio. Por eso te odio, Stark. También he de reconocer que no acepto de buen grado el que existan seres en otros mundos. Siento en mi alma que nosotros, los habitantes de Skaith, somos los únicos hombres verdaderamente de raza humana y que los demás son apenas subhumanos. Pero mi mundo está enfermo y como médico debo emplear los procedimientos que sean para curarlo. Por eso trato contigo y con Penkawr-Che y con otros hombres semejantes que sólo están aquí para roer los huesos de Skaith. Conténtate con que trabaje contigo. No pidas más.

Le dio la espalda a Stark y se dirigió a Llandric.

—Tenemos mucho que hacer.

La mayor parte de aquel «mucho» consistía en informar a su red, que parecía extenderse por sorprendentes lugares, a pesar del pequeño número de seguidores. Pedrallon no estaba dispuesto a darle a Stark detalle alguno. El Hombre Oscuro fue conducido a otro edificio de cañas desde el que nada podía oír. Sanghalaine y Morn fueron llevados a otro. A Stark le llevó algo de comer uno de los hombres, que se negó a contestar a sus preguntas, consintiendo tan sólo en decir que no era un Heraldo. Sin saberlo, contestó a una pregunta: Pedrallon era un jefe carismático que subyugaba a sus seguidores tanto por la fuerza de su personalidad como por la claridad de su pensamiento. Sería muy útil en Pax.

En la isla hacía calor y se estaba en calma. El Viejo Sol se levantaba para su viaje diario a través del cielo. Reinaba un sentimiento de paz y soledad profundas. A Stark le era difícil descubrir que estaba casi al final de su largo viaje y que casi había conseguido sus dos objetivos.

Casi.

Llegado a aquel punto, era inútil extrapolar. Los sucesos conducirían a sus propias soluciones… o no. Deliberadamente, hizo un vacío en su mente y durmió, rodeado de los ruidos del pantano, hasta que le despertaron para reunirse con los demás.

En el mediodía dorado, los hombrecillos morenos les llevaron por senderos cubiertos por el agua bajo pálidas ramas. Al principio, eran siete. Dos de los hombres de Pedrallon fueron ante ellos. Durante el viaje, otros dos, y luego Llandric, abandonaron al grupo y desaparecieron entre los árboles fantasmales. Su paso turbaba las raíces que buscaban la luz. Llandric llevaba las instrucciones de Sanghalaine para sus cocheros y escolta. Luego, seguiría hasta Ged Darod. Morn acompañaría a Sanghalaine. La ligazón entre los Ssussminhs, habitantes del mar, y la casa reinante de Iubar era aparentemente muy antigua y fuerte.

Llegaron al lugar en que debían esperar, y Pedrallon despidió a los hombres del pantano con fuertes apretones en las muñecas y llevándose las manos a la frente. Los hombrecillos se fundieron silenciosamente en la espesura.

Morn clavó las puntas del tridente en el lodo, se quitó la ropa de cuero y se sumergió en un punto donde el agua era poco profunda. Se quedó tendido con los ojos medio cubiertos por membranas transparentes.

Su voz gimió en la mente de Stark como olas entre los bajíos.

«Añoro el mar frío».

—En Pax: podrás tener el entorno que prefieras —le dijo Stark.

Una importante parte de la ciudad estaba destinada a la comodidad de los no humanos de cualquier especie, algunos tan extraños que sus alojamientos tenían que contar con compartimentos estancos y todas las comunicaciones se efectuaban mediante salas de aislamiento con paredes de cristal.

Se instalaron en un terreno seco junto al agua, camuflados por una abundante vegetación. Más allá, la llanura se extendía vacía y tranquila bajo el sol. Estaban más lejos de Ged Darod que cuando penetraron la noche anterior en el pantano. No se divisaba a ningún ser vivo.

Durante un buen rato nadie habló. Cada uno se concentraba en su propio pensamiento. Pedrallon seguía vistiendo la ropa de los suyos, una túnica de seda pintada, pero llevaba, en un macuto, la túnica de Heraldo, roja, y la vara de mando. Las brumosas ropas de Sanghalaine se veían un tanto arrugadas. Su rostro parecía cansado, pálido. Stark pensó que tenía miedo. Nada sorprendente. Iba a dar un inmenso paso hacia lo desconocido.

—Todavía puedes cambiar de opinión —le dijo.

La mujer le miró e hizo un gesto negativo. La fiereza real de los Jardines del Placer había desaparecido. Sólo quedaba una mujer, muy bella, pero vulnerable, humana. Stark sonrió.

—Te deseo buena suerte.

—Deséanosla a todos —dijo Pedrallon con inusitada vehemencia.

—¿Tienes dudas? Seguramente no.

—Dudo de cada cosa que me encuentro en el camino. Vivo lleno de dudas. Si hubiera podido actuar de otro modo… Ya te dije que te odiaba, Stark. ¿Me entenderías si te dijera que me odio más a mí mismo?

—Lo entendería.

—¡No pude conseguir que se atuvieran a razones! ¡Y todo estaba ante sus ojos! Por el norte y el sur, el frío avanza cada año, expulsando ante sí a los más remotos pueblos. La tierra se encoge, cada vez hay más bocas que alimentar con lo poco que queda. Saben lo que pasará, pero persisten en prohibir la emigración.

—Se quedan con lo que conocen. Las inevitables muertes poco importan. Como pasó después de la Gran Migración, volverán a reinar.

—Entonces hicimos mucho bien —comentó Pedrallon orgulloso—. Éramos una fuerza que proporcionaba estabilidad. Vencimos a la locura.

Stark no le contradijo.

—Mi propio pueblo tampoco lo comprende —continuó Pedrallon—. Cree que el Viejo Sol no le abandonará como ha abandonado a los otros. Cree que sus templos, sus jardines y sus ciudades de marfil siempre seguirán en pie. Cree que los lobos hambrientos nunca se arrojaran sobre él. Me enfurezco contra mi pueblo. Pero le amo.

Un rugido llenó el tranquilo ambiente.

Sanghalaine levantó los ojos y se llevó una mano a la boca, estupefacta.

El cielo crepuscular tronó, se tiñó de pálidas llamaradas. Un súbito viento inclinó los árboles.

El navío de Penkawr-Che aterrizó en la llanura.

Cuando se alzó la primera de las Tres Reinas, Stark se hallaba a bordo de un ronco caza. Iba a buscar a Tuchvar y a los perros.