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Stark observó la mancha pálida que era su rostro, lamentando no ver los ojos, miró su garganta y preguntó suavemente:
—¿Qué Heraldo?
La dama rió.
—¡Qué amenaza! No hay peligro alguno, Hombre Oscuro. Si hubiera querido traicionarte, lo habría hecho mucho mejor en Ged Darod.
—¿Qué Heraldo?
—Se llama Llandric. Es quien me informó acerca de Pedrallon y me dijo que uno de los extranjeros de capa negra creyó verte en la ruta. Llandric pertenece a los seguidores de Pedrallon.
—¿Puedes estar segura?
—Sí. Nadie miente a Morn.
—¿Estaba Morn presente?
—Morn siempre está presente en momentos como ese. Sin Morn, no podría gobernar Iubar.
De nuevo, en la mente de Stark, se escuchó la voz lejana y triste, llena de ecos de cuevas marinas en la tormenta.
«Dice la verdad. No es traición».
Stark se calmó.
—¿Tiene acceso Pedrallon al transmisor?
—Me han dicho que sí. Parece que es una cosa que habla a distancia, casi tan deprisa como los Ssussminhs.
«Soosmeeng»; la palabra rodó como una ola por la playa y Stark comprendió que se refería al pueblo de Morn.
—¿Dónde se encuentra el transmisor?
—Allí donde se encuentre Pedrallon. Debemos esperar.
Esperar pacientemente, pensó Stark, mientras Gelmar barre Skaith con los Errantes.
El cochero del carro les llevó vino en un recipiente de cuero y dos copas de plata. La noche era suave. Bebieron. Stark no escuchaba más que el rumor de las hojas y los movimientos de las monturas.
—¿Qué te trajo a Ged Darod? ¿Qué querías de los Heraldos y no has obtenido?
—Lo mismo que pedían en vano los irnanianos. Nuestra vida casi es intolerable.
—¿Por los Heraldos?
—No: Estamos demasiado lejos de los Errantes y la opresión, pero no somos lo bastante ricos como para merecer mercenarios. Tan pobres, realmente, y tan poco importantes que pensé que nos dejarían marchar. Hice todo el camino hasta el norte con la esperanza…
Se calló. Stark sintió su cólera, la misma rabia impotente que él mismo sintió cuando se enfrentó al poder de los Heraldos. También detectó que no había lágrimas. Sanghalaine era demasiado fuerte para llorar.
—¿Dónde se encuentra Iubar?
—Muy lejos, hacia el sur, en una península que se adentra en el Gran Mar de Skaith. Antaño fuimos un próspero país de pescaderos, granjeros y mercaderes. Nuestras galeras recorrían todo el mundo y teníamos con qué pagar de sobra el tributo que entregábamos a los Heraldos. Las cosas han cambiado. Los grandes icebergs y las brumas cegadoras que vienen del sur destruyen nuestros navíos. La nieve profunda cubre nuestros campos durante mucho tiempo. Los Hijos del Mar destruyen las pesquerías y los Reyes de las Islas Blancas hacen incursiones contra nuestras casas. Yo y los míos tenemos un cierto poder de protección, pero no podemos salvar a nuestra moribunda Madre Skaith. Si nos dirigiésemos hacia el norte, tendríamos que luchar por cada metro de tierra para arrebatarla a sus actuales dueños, que son más fuertes que nosotros. Donde quiera que volvamos la vista sólo vemos muerte.
Tras un momento, añadió:
—Y hay algo peor; algo parecido a la locura empieza a apoderarse de mi pueblo.
Se quedó en silencio. Stark, al acecho, no escuchaba nada en el bosque.
Sanghalaine volvió a hablar, en voz baja, con un tono teñido de cansancio.
—Los mercaderes y los nómadas del mar nos han hablado de los navíos estelares y de los hombres llegados de los cielos. Había una posibilidad de salvar a mi pueblo. Embarqué y vine al norte, a Skeg, para poder tener una opinión más cierta. Los navíos estaban allí, y los hombres de otros mundos, pero no pude acercarme, pues los Heraldos no me lo permitieron. Pregunté que dónde podría obtener el permiso. En Ged Darod, me respondieron. Y en Ged Darod me han respondido… pero eso ya lo sabes. Mi largo viaje habrá sido inútil a menos que Pedrallon pueda ayudarme.
Se rió intensa y amargamente.
—Los extranjeros de capa negra venían a solicitar la despedida de los navíos para preservar la seguridad de Nuestra Madre Skaith. Pero los Señores Protectores ya habían decidido. De modo que también ellos hicieron su viaje en vano.
Mentalmente, Stark escuchó la voz de Morn.
«Viene. Solo».
Pasaron unos minutos antes de que Stark escuchara el sordo sonido de unos cascos. Un hombre penetró en el bosquecillo, una forma oscura e imprecisa sobre una montura igual de siniestra.
—¿Dama Sanghalaine?
Su voz era joven, tensa a causa de la excitación y la sensación de peligro. Se sobresaltó al ver la alta silueta de Stark junto a la de la mujer.
—¿Quién eres?
—Eric John Stark —replicó—. Me llaman el Hombre Oscuro.
Silenció. Luego un suspiro.
—¡Has escapado! Ged Darod está llena de rumores. Algunos decían que habías muerto… vi varios cadáveres. Otros decían que te habías escondido o fugado, o que nunca llegaste a la ciudad. Jal Bartha y los Hijos de Skaith recorren la ciudad, examinando a los muertos…
Stark le interrumpió.
—Queremos ver a Pedrallon.
—Sí. Mi dama, habrá que dejar aquí la carroza, el carro y la escolta.
—A excepción de Morn.
—Bien, pero sólo él. ¿Puedes cabalgar?
—Tan bien como tú.
Sanghalaine le dio una capa y Morn la puso como silla en una de las bestias.
—Dale también una a Stark.
—¿A qué distancia vamos?
—Un buen trecho hacia el este —respondió Llandric, poco contento al ver que eran cuatro y no dos.
Habría preferido tener el consentimiento de Pedrallon, aunque a Stark tampoco le importaba.
Salieron del bosque. La noche estrellada de la llanura era lo suficientemente oscura como para que nadie les viera. Pese a todo, Llandric montaba inquieto.
—Los Errantes están en marcha —explicó—. Los Heraldos les conducen al sitio. ¿Ha enviado Tregad refuerzos a Irnan?
—Ya están en camino.
En varias ocasiones divisaron antorchas a lo lejos, pequeñas llamas móviles. Stark esperaba que Tuchvar y los perros estuvieran seguros en el valle. Si la situación se tornaba peligrosa, el muchacho debería emplear su buen juicio.
El terreno se fue haciendo cada vez más accidentado, más salvaje. La llanura fue dando paso a una serie de montículos, apenas amasijos de arbustos rugosos. Las monturas tropezaban. Contemplando el cielo con ansiedad, Llandric no dejaba de azuzarlas. Stark pensaba que había pasado ya una hora cuando el accidentado terreno terminó y se encontraron al borde de un vasto pantano pálido en el que unos hombrecillos morenos, rápidos y feroces como nutrias, les esperaban.
Tomaron las monturas de las riendas y las condujeron. Primero sobre unas planchas que se apresuraron a quitar en cuanto pasaron, y luego por un sendero a través de una charca de agua que les llegaba por las rodillas. Se sentía el pesado olor de las aguas estancadas y de las plantas a medio pudrir. Unos árboles bajos formaban un techo sobre los jinetes que interceptaba la luz de las estrellas. Troncos de árboles de un color espectral se adivinaban medio hundidos en el agua. Todo estaba oscuro y, sin embargo, los hombrecillos andaban sin dudas, volviéndose, virando, rodeando, hasta que Stark perdió el sentido de la orientación.
Al fin, alcanzaron una isla llena de barro. Echando pie a tierra, recorrieron una corta distancia sobre un sendero bordeado por crecidos arbustos cubiertos de flores nocturnas. Stark vio un rayo de luz, distinguió una amplia y baja estructura prácticamente invisible bajo unos árboles mucho más altos.
Llandric llamó de un modo convenido en una superficie seca que no era madera.
Un crujido estático se escuchó en el interior, detrás de las delgadas paredes, y una voz dijo claramente.
—Esperan, suben cada vez más altas. La mitad de Skeg debe estar envuelta en llamas.
Iluminando el umbral, se abrió una puerta. Un hombre les miró y les dijo con irritación:
—Entrad, entrad.
Sin ceremonia, se dio la vuelta, evidentemente más interesado por lo que pasaba en la habitación que por los recién llegados. Para compensar aquella grosería, Llandric cedió el paso a la dama Sanghalaine del modo más educado posible. Morn la seguía, bajando la cabeza para pasar por la puerta; Stark atravesó el umbral después de Morn.
La casa estaba hecha con cañas, atadas o trenzadas para formar las vigas y los muros. La técnica era tan fácil, los diseños tan elaborados, que Stark supo que se trataba del milenario saber de los sombríos habitantes del pantano. Debía haber más islas diseminadas por la ciénaga, y las ciudades secretas que hubiera en ella estarían compuestas por casas como aquélla. Si llegaban extranjeros indeseables sin permiso, los aborígenes se retirarían para esperar a los intrusos, despistarles y ahogarles. O quizá, les dirían sonriendo que los guiarían en sus pesquisas. Los del pantano podrían guiar a los buscadores durante semanas sin llevarles a aquella isla en particular, y nadie podría sospechar su existencia. No era sorprendente que los Heraldos no hubieran dado ni con el transmisor ni con Pedrallon.
El transmisor se encontraba en un extremo de la larga habitación. Una máquina muy sencilla con una fuente de poder prácticamente inagotable y cuadrantes a toda prueba. La voz metálica que emergía del aparato hablaba skaithiano con cierto acento.
—La tienda se cierra, Pedrallon. No puedo hacer más que volver a casa.
Un silencio. Luego:
—¿Lo escuchas?
Como fondo, un mugido tormentoso atravesando por un cielo invisible.
—Otro más. Soy el sexto.
Su voz denotaba cierta prisa, como si fuera a cortar la comunicación.
—¡Espera!
El hombre del traje de seda sentado en una alfombra de cañas ante el transmisor estuvo a punto de golpear la máquina con el puño.
—¡Espera, Penkawr-Che! Hay alguien que quiere hablarte.
Miró por encima del hombro y sus ojos se desorbitaron al ver a Stark.
—Sí, ha venido alguien. ¿Quieres esperar?
—Cinco minutos. Ni uno más. Insisto, Pedrallon…
—Sí, sí, ya lo sé.
Pedrallon se levantó. Era delgado, ágil, vivo, con la piel ambarina de los trópicos. Stark se sorprendió al considerar que el segmento más rico, próspero, favorecido de la población hubiera originado a Pedrallon, el rebelde, cuyo propio pueblo no estaba en peligro inminente. De modo automático fue consciente de la inmensa vitalidad de aquel hombre, de su total devoción a una causa que hacía arder sus ojos oscuros con llamaradas que sólo eran contenidas por una voluntad de hierro. La mirada de Pedrallon rozó a Sanghalaine, pasó por Morn, se clavó en Stark.
—Esperaba a la dama de Iubar. No a ti.
—Estaba con ella —explicó Llandric—. Debí… Pensé que querrías…
Se obligó a pronunciar una frase completa.
—Es el Hombre Oscuro.
—Lo sé —replicó Pedrallon.
Y el odio marcó su rostro. Un odio desnudo, sorprendente.