CAPÍTULO 20

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Hacía calor en los bosques: Calor, umbría, sensación apacible. Las espesas ramas ocultaban el Viejo Sol. El vallecito estaba rodeado por arbustos floridos y la tierra cubierta de un musgo dorado. Un minúsculo arroyo susurraba, casi tan bajo que apenas podía oírsele. Los olores eran suaves e incitaban al sueño. Ocasionalmente, trinaba un pájaro, alguna criatura correteaba, o las monturas, de pelaje hirsuto y marrón, relinchaban con satisfacción. Un lugar muy agradable en el que descansar al mediodía, tras los desiertos helados, los vientos cortantes y las agotadoras galopadas. A Tuchvar le costaba trabajo mantener los ojos abiertos; pero era necesario. Estaba de guardia.

Como conocía el camino de Ged Darod y era capaz de contener a los perros, el Hombre Oscuro le eligió como guía y compañero. A él, a Tuchvar.

Los Perros dormían; trece inmensos cuerpos blancos tendidos en el musgo. Tuchvar estaba triste al verlos tan delgados e intentaba convencerse de que mejorarían. Los animales se estremecían, gimoteaban y rezongaban en sueños. Tuchvar era consciente de esos sueños: fugitivos recuerdos de cazas, combates, acoplamiento, comidas, matanzas. Los perros más viejos recordaban la bruma, la nieve y las libres carreras de la jauría.

El Hombre Oscuro también dormía. La cabeza de Gerd se apoyaba en su muslo y Grith roncaba al otro lado. Tuchvar le miró de soslayo, con la impresión de que era un intruso, temiendo que en cualquier momento se abrieran los extranjeros ojos claros y sorprendieran su indiscreción. Incluso en el sueño, el Hombre Oscuro era poderoso. Tuchvar sentía que si se arrastraba hacia aquel cuerpo musculoso, calmado y tendido como el de los perros, por mucha prudencia que pusiera, el cuerpo saltaría un segundo antes de que llegase a él y aquellas manos de largos dedos le asirían de la garganta. Pero no le matarían antes de que el cerebro que se ocultaba tras los ojos desconcertantes hubiera reflexionado y tomado una decisión.

Dominio de sí mismo. Era aquélla la fuerza que se percibía en el Hombre Oscuro. Una fuerza que sobrepasaba la fuerza física. Una fuerza que el hombre tan alto de la enorme espada no poseía. Quizá aquélla era la razón de su violento antagonismo hacia Stark.

Tal vez, sabiendo que no poseía aquella fuerza, la envidiaba.

El rostro de Stark fascinó a Tuchvar desde su primer encuentro en Yurunna. Le encontraba dueño de una belleza muy personal. Sutilmente extraña. Un rostro pensativo, moreno, una estructura que podía haber sido forjada en hierro antiguo. Un rostro de guerrero, lleno de cicatrices de viejos combates. Un rostro de asesino, pero carente de crueldad, y que, cuando sonreía, se parecía al sol que atravesaba las nubes. En la desarmada inocencia del sueño, Tuchvar vio en él algo que todavía no había detectado: tristeza. Parecía que, en sueños, el Hombre Oscuro recordaba cosas perdidas para siempre y lloraba por ellas, como si imitara a los perros.

Tuchvar se preguntó en qué lejanos e inimaginables mundos del universo estrellado e inmenso habría perdido Stark aquellas cosas, y cuáles serían.

Se preguntó si él mismo saldría alguna vez de los estrellados cielos de Skaith. No, si los Heraldos triunfaban.

Le dolía pensar que con una sola palabra podrían dejarle prisionero en Skaith para siempre.

El Hombre Oscuro se movió, y Tuchvar se apresuró a centrar su atención en su propia camisa azul, pues abandonó en Tregad la túnica gris de los Heraldos aprendices. No fue él quien decidió llevarla, pero sí aprendió odiarla.

Como huérfano, fue puesto al amparo de los Heraldos. Welnic, al considerarle más inteligente que sus camaradas, le envió a Ged Darod para que allí le instruyeran. Era un honor ser elegido y, aunque los estudios fuesen arduos y tuviera que aprender las virtudes del servicio y la abnegación, las horas de libertad en la Ciudad Baja siempre constituyeron motivo de fiesta.

Luego, le enviaron a Yurunna y todo cambió. Fría, austera, medio muerta en el empobrecido oasis, la ciudad le oprimió con una sensación de anormalidad. Jamás se oía una risa en sus calles siniestras. No podía presenciarse ninguna actividad, salvo las de los Yur, que se dedicaban a sus ocupaciones con los ojos vacíos y los rostros idénticos. Nunca se veía ni a sus mujeres ni a sus hijos. No jugaba ningún niño. Nadie cantaba, ni gritaba, ni tocaba música. No había nada que hacer. Los Heraldos de rango superior se cerraban en sí mismos. El Señor de los Perros imponía una terrible disciplina; Tuchvar nunca le lloró, aunque reconocía la devoción de aquel hombre hacia sus perros. Él mismo, al no encontrar otra cosa que amar, se entregó a los monstruos. Varik, con lagrimeante lealtad, eligió quedarse en Yurunna con los Heraldos prisioneros antes que ayudar a las fuerzas de la subversión. Tuchvar pensó en cómo le iría y supuso que mal.

El modo en que los Heraldos trataron a Pedrallon fue lo que hizo nacer la duda a Tuchvar acerca del sistema que le enseñaron.

Sus ojos se clavaban en las estrellas. No vivía más que esperando el día en que podría ir a Skeg a ver con sus propios ojos los navíos y hombres procedentes de otros mundos. Le apasionaban los irnanianos y, en su humilde opinión, veneraba a Pedrallon por declarar que los irnanianos tenían razón y que los Heraldos se equivocaban. Luego, Pedrallon fue depuesto, castigado, llevado a la picota. El propio Tuchvar, tras un terrible sermón de su mentor, fue exilado a Yurunna.

Por primera vez en su vida, reflexionó seriamente, intentando separar los hechos de las palabras y las palabras de la verdad. Su mente era un mar de confusión, pues no tenía certeza alguna a la que aferrarse. Nada más que incertidumbre. Finalmente, decidió que quería ver las estrellas mucho más que convertirse en Heraldo; y que si los Heraldos le prohibían las estrellas, les combatiría del modo que pudiera.

Más allá de los árboles, Ged Darod brillaba en la llanura. Techos dorados, multitudes inmensas bajo la bendición de los torreones de la ciudad alta. Los recuerdos se volcaron en la mente de Tuchvar, recuerdos de un poder aplastante y antiguo, tan fuerte como los cimientos del mundo. Sus entrañas se retorcieron, apuñaladas por una certeza agobiante.

Ni siquiera el Hombre Oscuro podría triunfar sobre aquel poder.

Anhelaba golpear con el puño todas aquellas frustraciones. ¿Por qué los adultos eran tan ciegos, estúpidos y obstinados, cuando las respuestas parecían tan claras y sencillas? Durante horas, en la Sala del Consejo de Tregad, la de bellas columnas y arcos esculpidos con viñas y frutos, escuchó discursos y argumentos. Algunos todavía se preocupaban de si se había actuado bien o mal, como si aquello importase. Algunos se preguntaron si el Hombre Oscuro y sus compañeros serían hechos prisioneros y entregados a los Heraldos con la esperanza de conseguir su perdón. Tuvieron que hacerles callar cuando el Hombre Oscuro y los suyos hablaron y contaron la caída de la Ciudadela y de Yurunna apelando a Irnan como medio de liberar a Tregad del yugo de los Heraldos.

¡Claro, era lo que había que hacer! Tuchvar no comprendía que lo dudaran ni un segundo, ni por qué no se levantaba en el acto un ejército que acudiese en auxilio de Irnan. Pero, no, siguieron hablando. Algunos aconsejaban encerrarse detrás de los muros y esperar el desarrollo de los acontecimientos. Otros discutían acerca de los navíos estelares… preguntándose si valdría la pena luchar por ellos. ¿Tendrían que emigrar algunos pueblos o todos? ¿No serían aquellas cuestiones meramente académicas, pues los Heraldos despedirían los navíos de cualquier modo? Hombres y mujeres gritaban, discutían. Al fin, vestido con cuero gastado y armas gastadas, Delvor se levantó, mirándoles a todos con ojos fieros.

—Las estrellas no me importan —confesó—. Skaith es mi madre y no tengo edad para que me adopten. Pero una cosa os diré: sea lo que sea lo que deseéis, la vida en otro mundo o una mejor vida en éste, tendréis que combatir para obtenerlo y no lo lograréis con palabras o sin convicción. Y no podréis combatir solos. Se ha dado el primer golpe. Demos el segundo. Levantemos el asedio de Irnan. ¡Y que todas las ciudades estado sepan que la Ciudadela ha caído, que los Señores Protectores son hombres, mortales y vulnerables, que combatimos por nuestra propia libertad y que si no quieren caer en manos de los infames Errantes, harán bien en unirse a nosotros!

Alguien bramó:

—¡Que les digan también que cuelguen a unos cuantos Heraldos! ¡Eso anima bastante!

Le aplaudieron, y la mayor parte de los reunidos, aunque no dijeron otra cosa, exclamaron:

—¡A Irnan! ¡A Irnan!

Luego alguien gritó:

—¡Yarrod! ¡Yarrod!

Parecía un grito de guerra, y la decisión se tomó en medio de un tumulto indescriptible. Y Tuchvar comprendió, vagamente, que aquélla era la única decisión que podía tomarse y que siempre lo habían sabido.

Un poco más tarde, preguntó al otro hombre de los mundos lejanos, al de ojos compasivos, Ashton, el hombre a quien Stark consideraba tan afectuosamente, por qué llevó tanto tiempo tomar la decisión.

—Las ciudades estado son democracias —respondió Ashton—. La maldición de todas las democracias es que hablan demasiado. Por el contrario, los Heraldos no necesitan hablar. Sólo tienen que decretar.

Después de todo aquello, se dirigieron a ayudar a Irnan, lo que complació a Halk, el guerrero.

La Mujer Sabia de cabellos de bronce y espléndido cuerpo, no pareció muy contenta al despedirse de Stark. Tuchvar creyó ver lágrimas brillando en sus ojos cuando se volvió.

No podía saberlo, pero el Hombre Oscuro soñó durante el momento de soledad que compartieron antes de la separación.

«He visto un puñal, Stark».

«Ya viste otro, ¿lo recuerdas? Y resultó un buen augurio».

«Este no».

«¿Dónde se encuentra el puñal? ¿Quién lo sostiene?»

«No puedo verlo…»

Sus labios se unieron a los suyos, y Stark percibió el sabor salado de las lágrimas…

Stark se despertó, se encontraba en el valle, con Tuchvar, los perros y Ged Darod a lo lejos en la llanura. Se preguntó si el puñal le esperaría en aquellas calles. Luego, se encogió de hombros. Estaba muy acostumbrado a los puñales y a la desconfianza.

Mientras el muchacho sacaba las provisiones de las alforjas, Stark fue a través de los árboles hasta un lugar donde el bosque terminaba en un acantilado; contempló la llanura, verde y lujuriante, en cuyo centro se alzaba Ged Darod como un sueño. Techos dorados, tejados recubiertos y lacados de verde, escarlata, azul cobalto, brillando bajo el sol. La Ciudad Alta había sido construida sobre una colina, natural o artificial. Allí, los edificios inmensos y sus altas torres eran de color blanco, puro, sin ningún otro color. En la llanura, los caminos que provenían de todas direcciones convergían en la ciudad, rutas cubiertas de peregrinos; masas indistintas de siluetas minúsculas que avanzaban a través de una capa de polvo.

Stark volvió al valle y le dijo a Tuchvar:

—Vuelve a decirme dónde encontraré a Pedrallon.

—Si está todavía, allí abajo…

—Entendido. Repite lo que me dijiste.

Tuchvar obedeció, mientras Stark comía, bebía, se lavaba en el arroyo. El sol se movió hacia una posición más inclinada. El muchacho observó a Stark mientras éste abría una de las alforjas y sacaba la ropa que llevaba de Tregad, Tuchvar se interesaba especialmente en todo aquello pues Stark le consultó para saber si pasaría inadvertido entre la multitud de peregrinos.

Una capa para disimular un poco su enorme estatura y su forma de andar. Un capuchón que te cubriera la cabeza y una máscara o un velo que ocultase sus rasgos. Stark pensó en llevarse la capa de uno de sus guerreros, pero renunció a la idea. Cualquier miembro de una de las siete Casas de Kheb interesaría a los Heraldos en cuanto le descubrieran, y los Errantes que vieron las tropas que acudieron a Tregad se convertirían en una grave amenaza. Eligió una capa de tela burda, gris, con un amplio capuchón y un turbante azul desleído que le ocultase el rostro. Tuchvar había visto peregrinos vestidos de todos los modos posibles. Algunos ocultaban una cosa; otros, algo diferente; habría quien no ocultase nada. Pensaba que las ropas de Stark no llamarían la atención. Stark se volvió hacia él y le preguntó:

—¿Me tomarán por un peregrino?

Tuchvar suspiró e hizo un gesto negativo.

—Sé tú mismo —respondió—. Baja los hombros y no mires a nadie a los ojos, pues tu mirada no es precisamente la de un peregrino.

Stark sonrió. Les habló a los perros, ordenándoles que se quedaran esperando con el muchacho. Los perros jóvenes no lo notaron, pero los mayores gimieron y Gerd y Grith protestaron. Finalmente, aun a disgusto, obedecieron.

«Proteged a Tuchvar». Ordenó Stark. «Hasta mi vuelta».

Se alejó entre los árboles, atravesando el crepúsculo.