CAPÍTULO 19

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Halk se inclinó hacia adelante, destacando el mentón. Un desafío. Stark pensó que si hubiera dicho «escapar», la larga espada le habría cercenado en el acto.

Carroña Errante o no, las oportunidades eran de una desigualdad aplastante. Aunque ignoraba lo que había pasado en Tregad, podía, no obstante imaginarlo. Tras colgar a los Heraldos por cualquier razón, los habitantes se sumaron mayoritariamente a las filas rebeldes. Cuando vieran que una pequeña compañía atacaba a los Errantes, quizá efectuasen una incursión para echarles una mano. En caso contrario, o si dudaban mucho tiempo, el resultado sería todavía peor.

Stark suspiró y dijo:

—¿Alderyk?

Con la altanera nariz contraída por el disgusto que le provocaba lo que veía, el Fallarin miraba la multitud.

—Creo que nos va a hacer falta algo de viento para barrer todo este mal olor —dijo.

Volvió con los suyos. Formaron el semicírculo habitual: mucho más pequeño, y sin Corredores que pudieran lanzar contra el enemigo. Stark envió a Tuchvar, Grith y la mitad de la jauría para que se quedasen con Gerrith y Ashton, ambos armados y dispuestos para la lucha. Recorrió sus filas dando órdenes.

Los Errantes se dieron cuenta de su llegada.

Pertenecían a todas las razas del Cinturón Fértil; eran de todos los colores, formas y tamaños. De todas las edades, salvo niños y ancianos. Iban desnudos o vestidos de todas las maneras posibles, cada uno a su gusto. Harapos, pintura corporal, tapices, desnudez total. Algunos llevaban el cráneo rasurado, otros con el pelo hasta las rodillas. Algunos se adornaban con flores o ramas arrancadas de los árboles, otros llevaban cofias de hojas, plumas o guirnaldas de hierbas de amor de poderoso efecto. Eran los queridos hijos de los Señores Protectores, los débiles que debían ser protegidos, los desamparados que debían ser albergados, los hambrientos que debían ser alimentados. Hijos felices, revoloteando a su antojo en los vientos de Skaith, viviendo tan sólo para gozar porque los días del Viejo Sol estaban contados y no querían pensar más que en el amor y el placer.

Su otro nombre era chusma.

Los de los campos exteriores fueron los primeros en divisar a Stark y su tropa. Dejando de patear las cosechas, los ojos se les desorbitaron. Aquella reacción se extendió gradualmente hacia las murallas, hasta que la abigarrada multitud se quedó en silencio.

A través de una hierba casi rala, contemplaban la tropa recién aparecida procedente de las llanuras que dominaban Tregad. Vieron al hombre moreno en la montura torda, los gigantescos mastines blancos, a Halk y a la mujer de cabellos como el sol, al hombre de otro mundo, a los atados Fallarins de oro centelleante, a los Tarfs de tripas rayadas y espadas de cuatro manos, a los guerreros de las tribus con capas de cuero y a los aldeanos portadores de armas primitivas y ojos enardecidos.

Estupefactos, parecían incapaces de apartar la vista. Luego se dieron cuenta de los pocos que eran y de la identidad de su jefe.

Una sola voz, de mujer, exclamó:

—¡El Hombre Oscuro y la puta irnaniana!

La chusma repitió a voz en grito:

—¡El Hombre Oscuro y la puta irnaniana!

Una mujer delgada, desnuda, con el cuerpo pintado con espirales rosas y plateadas salió de la multitud y saltó sobre un carro abandonado en un sembrado. Era joven, graciosa, y sus cabellos formaban una oscura nube alrededor de su cabeza.

Stark la reconoció.

—Baya —susurró.

—Baya —repitió Halk—. Te aconsejé que la mataras, ¿verdad?

Baya aullaba a la multitud:

—¡Yo estaba en Irnan! ¡Vi volar las flechas! ¡Vi asesinar a los Heraldos, matar a los Errantes… por su culpa!

Con el cuerpo proyectado hacia adelante, señalaba con el brazo a Stark y Gerrith.

—¡El bastardo de las estrellas y la zorra escarlata cuya madre pronunció la profecía!

La multitud aulló. Un grito estrangulado, agudo, loco.

—¿Es la chica que te llevaste de Skeg? —preguntó Gerrith.

—Sí.

Baya, en Skeg, habló con Stark y le condujo ante Gelmar para luego tenderle una trampa mortal en las orillas del mar lechoso. Más tarde, dirigió las búsquedas cuando Stark escapó y Yarrod y los irnanianos le ocultaron en las ruinas que se amontonaban al otro lado de la orilla. Pero Stark intervino para salvar a Baya, víctima de dos Errantes drogados por la hierba del amor. Luego, tuvo que decidir entre matar a la chica para que guardara silencio o llevarla con él a Irnan, que fue lo que finalmente hizo. Mordach, Primer Heraldo de Irnan, liberó a Baya cuando hizo prisioneros a Stark y al grupo de Yarrod. Desde entonces, Stark no la había vuelto a ver. Se preguntó muchas veces si la joven habría sobrevivido a la matanza. En aquel momento, averiguó la respuesta.

—Es a ellos a quienes hemos venido a prender —gritaba Baya—. ¡Dejad que los traidores de Tregad sigan escondidos detrás de sus murallas! ¡No les necesitamos! ¡Matad al Hombre Oscuro! ¡Matad a la puta! ¡Matad! ¡Matad! ¡Matad!

Saltó de la carreta y corrió sobre la hierba, desnuda, ligera, ágil, con los cabellos revoloteando a sus espaldas. Su nombre significaba «Graciosa», y lo era. Gerd gruñó, erizó el lomo y apretó la cabeza contra la rodilla de Stark.

«N’Chaka, ¿matar?»

El sangriento rugido de la multitud resultaba terrible. Los Errantes avanzaron, en grupos, formando manchas coloreadas, en espiral, hasta que toda su masa estuvo en movimiento. No iban armados más que con bastones y piedras, todo lo más, cuchillos. Un conjunto de armas tan dispar como ellos mismos. Pero eran por lo menos cuatro mil y no tenían miedo.

Los Fallarins formaron el semicírculo. Empezaron a cantar.

Los guerreros de las tribus formaron una V con Stark y Halk en las puntas y los aldeanos entre los flancos.

—Arqueros —ordenó Stark—, agrupaos. Derechos hacia la puerta. Por encima de todo, que nadie se detenga.

El primer golpe de viento lanzó a Baya por los suelos. Su cuerpo rojo y plata rodó por la hierba. Los Fallarins se adelantaron, inclinados en las sillas, aleteando, lanzando voces roncas e imperiosas. ¿Magia? ¿Fuerza mental? En todo caso, los vientos obedecieron. Giraron, se agitaron, azotando cabellos y ropas, bombardeando a los Errantes con hojas, ramas, espigas pisoteadas, quemándoles y cegando sus ojos.

La multitud dudó, titubeó. Los vientos hacían que los grupos tropezasen unos con otros, creando una inamovible confusión.

Stark alzó un brazo. Un Hann de capa púrpura se llevó un cuerno a los labios y emitió una estridente llamada.

«¡Matad ahora!» Les ordenó a los perros.

Puso la montura al galope y oyó que los suyos le imitaban. Gerd corría junto a su rodilla. Los vientos cesaron tan bruscamente como empezaron. Las cuerdas de los arcos chasquearon. Vio caer a varios Errantes. Se abrió un pasillo ante él; se lanzó sin dudarlo.

Fallarins y Tarfs se adelantaban rápidamente sobre los flancos de la V. Las monturas empezaban a tropezar en los cuerpos. Halk lanzaba un grito de guerra que Stark escuchó ya otra vez, en la plaza de Irnan:

—¡Yarrod! ¡Yarrod! ¡Yarrod!

Stark observaba las puertas de Tregad, siempre lejanas, siempre cerradas. La compacta masa de los Errantes les separaban de ellas. Eran demasiados. Las espadas se alzaban y descendían con creciente desesperación. Los perros no podían matarlos a todos, ni hacerlo deprisa. La horda ululante lanzaba una cascada de piedras. Armas rudas, sin gracia ni belleza. Pero eficaces. Stark animó a sus hombres negándose a admitir una visión que parecía una pesadilla: la multitud tragándoles por la fuerza del número.

Pesada, lentamente, con una lentitud casi onírica, las puertas de Tregad se abrieron.

Un río de hombres se derramó por ellas. Eran varios centenares. No se trataba de una salida aventurada, sino de un ataque en toda regla. Se lanzaron contra los Errantes con la ferocidad generada por un viejo odio al fin saciado, regando los campos con sangre en venganza por el grano destruido.

Arqueros y honderos aparecieron en las almenas. Salía la tropa. La compacta masa se desgajó y los Errantes empezaron a huir. Hombres armados avanzaban en medio del caos, matando. El desgajamiento se convirtió en huida generalizada. Los Errantes escapaban hacia las colinas, dejando los cadáveres de los suyos amontonados sobre la destrucción que ellos mismos habían causado.

Una cierta calma se abatió sobre el campo de batalla. Los tregadianos deambulaban entre los heridos o se apoyaban en las armas para contemplar a los extranjeros. Stark hizo el recuento de los suyos. Algunos resultaron heridos por piedras y uno de los Tarfs había muerto. Faltaban tres campesinos. Envió a Sabak con algunos hombres en su busca.

Alderyk miró a los Errantes que huían, todavía perseguidos por la tropa montada y los infantes más enérgicos.

—Al menos en el norte helado, no tenemos algo así —comentó.

—Tenéis a los Corredores.

—No pretenden ser humanos y no tenemos que darles de comer —replicó Alderyk.

La tropa montada volvió tras perseguir a los Errantes. La comandaba un hombre de cierta edad, todo cejas y pómulos, con nariz de águila y mentón decidido. Mechas de cabellos grises le sobresalían de un bonete redondo y duro, de cuero repujado. Su túnica también de cuero parecía ajada, manchada, y la espada carecía de ornamentos pero su hoja era larga y el pomo fuerte; un arma hecha para ser utilizada.

Sus ojos negros estudiaron a Stark, luego se desviaron de Gerrith y Ashton, a los Fallarins, los Tarfs, los perros y Tuchvar. La mirada poseía juventud y brillaba por una colérica excitación.

—Cuentas con talentos muy variados, Hombre Oscuro.

—¿Has esperado tanto tiempo sólo para eso? —preguntó Stark—. ¿Para ver de lo que éramos capaces?

—Estaba impresionado. Además, te metiste en medio de mi ataque. Podría exigirte una explicación de por qué no esperaste a que estuviéramos listos.

Volvió a enfundar la espada.

—Soy Delvor, Señor de la Guerra de Tregad.

Se inclinó, erguido y cortés, ante Alderyk y los Fallarins.

—Señores, sed bienvenidos a mi ciudad.

Saludó a los demás uno por uno.

—Llegáis en un momento poco habitual. Los adornos de los muros todavía están calientes.

Bruscamente, se volvió hacia Stark.

—Hombre Oscuro, he oído varias versiones, todas procedentes de Heraldos y Errantes. Ahora quiero saber la verdad. ¿Ha caído la Ciudadela?

—Sí. Pregúntale a Ashton, que estaba allí prisionero. Pregúntales a los Perros del Norte, que eran sus guardianes. Pregúntales a los Hombres Encapuchados, que lo supieron de la propia boca de Gelmar, Primer Heraldo de Skeg.

Delvor inclinó la cabeza ligeramente.

—Estaba seguro, aunque los Heraldos lo negaban y los Errantes alegaban que era mentira. Pero lo que es raro…

—¿Qué es raro?

—Los Señores Protectores. Los todopoderosos que moraban en la Ciudadela. ¿Dónde están? ¿Sólo eran un mito?

—Existen —replicó Stark—. Son viejos, Heraldos rojos llegados a la cima de la jerarquía. Sólo son siete. Visten togas blancas y toman las últimas decisiones, tranquilos y lejanos, sin apremiarse por las necesidades del momento. Promulgan las leyes que rigen vuestro mundo, pero ahora lo hacen en Ged Darod, no en la Ciudadela.

—En Ged Darod —exclamó Delvor—. Los Señores Protectores, inmortales, inalterados… siete viejos expulsados de la cama y la inmortalidad, buscando refugio en Ged Darod… ¿Me estás diciendo exactamente eso?

—Sí.

—¿Y no es un hecho conocido? ¿Los fieles no se lamentan, no claman su dolor? Esta carroña humana lo ignoraba.

—Acabarán por saberlo —repuso Stark—. Los Heraldos no podrán mantener el secreto mucho tiempo.

—No —cortó Halk—. Pero tampoco están obligados a decir la verdad.

Parecía casi el mismo de nuevo, con la espada ensangrentada y el rostro cubierto por el sudor del combate.

Con una risa burlona, se dirigió a Stark.

—Los Señores Protectores serán más difíciles de matar de lo que pensabas, Hombre Oscuro.

—Venid —pidió Delvor—, carezco de toda cortesía.

Cabalgaron hacia las puertas, y los soldados de Tregad les aclamaron de modo espontáneo.

Stark alzó los ojos hacia los Heraldos colgados.

—Por casualidad, ¿el rojo no sería Gelmar?

—No, se trataba de nuestro Primer Heraldo, un tal Welnic. No era un mal hombre hasta que decidió imponer lo que consideraba su deber.

—¿Qué ha pasado?

La negra mirada de Delvor se paseó por los Errantes muertos, tendidos sobre el grano perdido.

—Salieron de las colinas esta mañana. Los dioses saben que nosotros estamos ya acostumbrados a esas cosas, pero normalmente venían grupos pequeños que entraban y salían. Éstos eran millares y tenían un objetivo. No nos gustaron. Cerramos las puertas. Uno de ellos…

Señaló a un Heraldo verde cuyo cadáver se balanceaba suavemente al compás de la brisa.

—… un tuerto un poco loco me parece a mí, iba a su cabeza. Nos llenó de insultos y Welnic insistió en que le franqueáramos la entrada. Le hicimos entrar por la poterna y dejamos fuera a toda la chusma. Era un enviado de Ged Darod. Pensaba que tú vendrías tarde o temprano a levar tropas para Irnan y esperaba atraparte en mi ciudad. Aquello no me habría molestado, puesto que todavía no habíamos tomado ninguna decisión…

—Esperabais noticias del norte —dijo Halk.

—Las profecías son como son —replicó Delvor con frialdad—, pero no se declara la guerra por la afirmación, sin más, de que va a producirse tal o cual cosa.

—No era el caso.

—Era tu profecía. Preferimos esperar.

Haciendo un gesto impaciente, volvió a su tema.

—Los Errantes fueron enviados para apoderarse de nuestra ciudad y asegurarse de que no te ayudaríamos. La población de Tregad debía servir de rehén. Ged Darod pensaba que dudaríais en emplear vuestras armas contra nosotros y que así seríais más fácilmente desarmados y capturados. Nos negamos a exponer a nuestros ciudadanos a tal peligro. El muy loco, el cerdo del tuerto, nos aseguró que si morían algunos de los nuestros sería por una buena causa, y nos ordenó abrir las puertas a su chusma, que no dejaba de amenazar y destrozarnos los campos. Nuestra cólera aumentó cuando Welnic quiso obligarnos a obedecer. Tras nuestras negativas, los Heraldos intentaron abrir las puertas por sí mismos. Y vosotros podéis ver dónde han terminado.

Su ardiente mirada les apuñaló.

—Nos llevaron a un punto sin retorno. Nunca nos habríamos decidido, y estaríamos todavía discutiendo. Pero nos llevaron hasta donde no podíamos volver.

—Igual que en Irnan —explicó Stark.

Podía distinguir claramente las facciones de los ahorcados. A pesar de la deformación y la palidez, no podía dudar de la identidad de la cara marcada por una pálida cicatriz que le recorría desde la frente al mentón.

—Vasth —susurró Stark.

Halk reconoció su trabajo y, brutalmente, dijo:

—No perseguirá a más gente honesta. Habéis hecho un buen trabajo, Delvor.

—Ojalá. Mucha gente será de otra opinión.

—Hay algo que me sorprende. En Tregad, ¿no había una guarnición de mercenarios, como en Irnan?

—Sólo un destacamento simbólico. El resto fue enviado al asedio de Irnan pues los Heraldos tienen muchas ganas de que la ciudad caiga. Mis hombres están muy bien entrenados. Me ocupo yo mismo. Pudimos controlar a los mercenarios.

Franquearon el largo túnel de la puerta y llegaron a la plaza, un espacio pavimentado rodeado por muros de color miel. Pequeños grupos hablaban en voz baja, sorprendidos por la rapidez de los acontecimientos. Al ver entrar la cabalgata, se quedaron en silencio, mirándoles. Al ver al Hombre Oscuro y a la puta irnaniana, pensó Stark, preguntándose si Baya se habría salvado por segunda vez.

Fatigados, desmontaron. Sus cabalgaduras, las altas bestias del desierto, tan incongruentes en aquel lugar, estaban muy delgadas y agotadas. Los tribeños se sacudieron el polvo de las capas y se irguieron fieramente. Bajo los capuchones, sus rostros velados ofrecían una impresión de impasible altanería. Sus feroces ojos miraban al vacío, negándose a quedar impresionados por las multitudes o los edificios.

Los Fallarins, ligeros como gatos alados, echaron pie a tierra hábilmente. Los cien Tarfs, en tranquila formación, parpadeaban contemplando a los habitantes de Tregad.

—Me sorprende —expresó Ashton— que Gelmar no haya venido personalmente a Tregad.

—Probablemente tendrá que hacer algo más importante —replicó Stark.

Su rostro se endureció.

—En cuanto lo que ha ocurrido hoy se sepa en Ged Darod, Gelmar irá a Skeg a cerrar el puerto estelar.