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La Ruta de los Heraldos era muy antigua. Por encima de Ged Darod, atravesaba las regiones estériles en las que tan difícil era sobrevivir, de modo que, incluso durante la Gran Migración y los caóticos tiempos que la siguieron, la ruta no quedó demasiado expuesta a los ataques de las bandas de forajidos. La red de casas de reposo hacía el viaje rápido y confortable para los autorizados a tomar la ruta. Para los que estaba prohibida, representaba la muerte segura.
Durante el paso de los siglos, se habían efectuado muchas idas y venidas por la ruta. Los Heraldos, sus escoltas armadas y sus mercenarios en la ruta baja; Yur y Ochars por la ruta alta. Las caravanas transportaban a Yurunna diversos materiales y alimento, con sus escoltas y destacamentos de Heraldos de categoría menor; caravanas con mujeres para los Heraldos de Yurunna y para las lejanas poblaciones de Thyra y las Torres, en las Tierras Oscuras que se extendían más allá de las montañas. Grupos especiales, exteriormente semejantes a los demás, escoltaban a cada nuevo Señor Protector hasta el Alto Norte, a la Ciudadela, la cual no abandonaría hasta el momento en que encontrara el reposo eterno en los Pozos Termales del Corazón del Mundo. Pero sobre la ruta nunca se vio una cabalgata semejante a la que acababa de salir de Yurunna.
Stark iba a su cabeza, sobre una montura torda. Le seguían trece gigantescos Perros del Norte, con el aprendiz Tuchvar, encargado de mantenerlos a raya. Ashton y Gerrith cabalgaban con Stark, al igual que Halk, que llevaba en la espalda una enorme hoja cuya empuñadura le sobresalía por encima de los hombros. En una de las armerías de Yurunna encontró una espada de altura y peso adecuados a sus necesidades. Alderyk cabalgaba con su peculiar estilo; Klatlekt y media docena de Tarfs trotaban a su lado.
Tras ellos avanzaban cincuenta Fallarins: sus suntuosos arneses brillaban pero había polvo en los pliegues de sus alas. Iban seguidos por cien Tarfs, armados con espadas de cuatro manos y arcos curiosamente cortos con los que podían lanzar una mortal andanada de flechas.
A sus espaldas, las tribus: Hann Púrpuras, guiados por Sabak; Krefs Rojos, Thorns Verdes; Turans Blancos; Qard Amarillos; Marag Marrones; todos recubiertos de cuero lleno de polvo. Eran ciento ochenta y siete, divididos en grupos según la tribu. El orden de marcha diario se decidía por sorteo cada mañana. Stark confiaba en hacer una sola unidad bélica, pero aquella hora aún no había llegado y procuraba atender su orgullo.
Al sur de Yurunna, en la escarpa del Borde, la muralla montañosa terminaba a la derecha. Mil doscientos metros más abajo, el desierto se extendía hasta donde llegaba la vista, puntuado por abruptos peñones rocosos, laminados por el asalto incesante del viento. La arena se veía estriada y teñida de varios colores: negro, ocre rojizo, verde sucio, pálido amarillo. La ausencia de vida era aterradora, pero los jalones de la ruta se extendían hasta el horizonte como una línea de minúsculos puntos.
Al pie del Borde, justo bajo ellos, brotaban de los acantilados unas fuentes. Allí vieron campos cultivados y lugares cubiertos por una hierba marrón. Una multitud de puntos en movimiento cubría la región: el ganado de Yurunna, conducido para dejar el campo libre al ejército. Pronto, los hombres llegarían para apoderarse de los animales y llevarlos a la recién conquistada ciudad.
La cabalgata descendió por un camino tortuoso y cortado a pico, labrado en la misma roca. A los pies de la escarpa, hacía más calor. El aire seco olía a agua fuertemente. Sobre los campos, allí donde el acantilado se veía taladrado por las cavernas, inaccesibles albergues mantenían sus secretos: muros desiguales con enigmáticas aberturas en las que no se distinguía rostro alguno. Poco importaba allí que se abrieran o no las rutas estelares.
Los jinetes llenaron los odres con agua de las fuentes y siguieron adelante.
Avanzaban deprisa; pero el desierto parecía carecer de límites. Los albergues habían sido abandonados, las bestias dispersadas, las vituallas expoliadas o destruidas. Supieron que los espías apostados para vigilar Yurunna, tras su caída, les precedieron. Los puntos de agua estaban cegados con piedras o arena. Les faltaba el agua. Los hombres se cansaron de la pedregosa desolación y los inquietantes e insanos colores. El descontento empezó a extenderse. Los Perros del Norte jadeaban en aquel caldeado ambiente, y los guerreros tribales abrieron las capas de cuero. Los Fallarins, a disgusto, querían agua para lavarse el pelaje y volver a lucirlo lustroso.
Stark lo había adivinado. La mayor parte de los guerreros tribales se mostraban por naturaleza descontentos, peleones, y los Guardianes de las Casas no lamentarían mucho su marcha. Por la noche, Stark avanzaba entre ellos, hablándoles de los mercados y las guerras de otros mundos, haciéndoles participar todo lo que le era posible de su propia convicción, uniéndoles con la única fuerza de su personalidad.
Y no dejaba de vigilarles.
Una noche, Gerd le despertó. Una decena de siluetas encapuchadas salieron a pie del campamento, subrepticiamente, llevándose las monturas. Stark les dejó cubrir cierta distancia y luego envió la jauría. Los desertores volvieron al campamento arrastrándose, rodeados por los tres sabuesos blancos. La tentativa no se renovó.
Sin embargo, Stark no podía culparles. A veces, durante la noche, con Gerd y Grith a su lado, escuchaba el silencio, pensando en la estéril inmensidad que les rodeaba y preguntándose hacia qué destino guiaba a su pequeña legión. Si sobrevivían a aquel desierto, el camino a Tregad no sería fácil. Gelmar les llevaba una considerable ventaja y conocía el destino de Yurunna. Consultaría un mapa, estudiaría las opciones y concluiría que Tregad, la fuente más cercana de probable ayuda para Irnan, sería el objetivo más verosímil de Stark. Y encontraría un medio de cortarle el camino.
Al fin, tras tres días de sed absoluta, alcanzaron el primer curso de agua en cuyas orillas crecían unos árboles infames; supieron que no morirían.
Stark se había llevado unos mapas de Yurunna. En cuanto le fue posible, abandonó la Ruta de los Heraldos y se dirigió hacia el sur, hacia Tregad.
La tierra no era hospitalaria. En las Tierras Estériles del oeste al menos había agua abundante y líquenes comestibles para las bestias. Mas en aquella región que cruzaban la hierba sólo crecía a lo largo de los escasos caudales de agua. Sin embargo, los animales eran robustos y los hombres mantenían las energías aun con el estómago vacío. Los enfermizos colores fueron reemplazados por un gris marrón monótono. Los Fallarins batían las alas y se bañaban en las frías aguas, alisándose el pelaje hasta que brillaban. Los perros todavía no habían sufrido mucho; cazaban las pequeñas y tímidas criaturas que moraban por la zona. Más rápidas que los perros; pero más lentas que el Miedo.
Las Tres Reinas volvían a dominar el cielo: soberbias constelaciones, más brillantes que lunas, que llenaban las noches con una intensa luz lechosa. Stark y los irnanianos las conocían de antiguo. Para los Fallarins y los pueblos tribales, fueron una sorpresa.
Súbitamente, la naturaleza cambió. Salieron de las regiones estériles y penetraron en el borde norte del Cinturón Fértil, no lejos de la latitud de Irnan. Aquí y allí había agua, hierba, tierra arable. Por primera vez, vieron aldeas fortificadas vigilando austeramente sus campiñas con ayuda de torres destinadas a protegerlas de los invasores, principalmente de las Bandas Salvajes.
Varias veces, los perros advirtieron. Stark y sus hombres percibieron formas furtivas, peludas, vestidas con harapos. Se mantenían a distancia, al acecho.
—No son mejores que los Corredores —dijo Sabak.
—No mucho mejores —concedió Stark—, pero no son tan estúpidos. Sus dientes son de menor tamaño y corren mucho menos. —Añadió—: Que nadie se atrase.
Empleando a los perros y a los Tarfs como exploradores, Stark llegó a las ciudades antes de que les cerraran las puertas. En cada una de ellas se dirigió a sus habitantes. El Hombre Oscuro de la profecía les habló de la caída de la Ciudadela y la toma de Yurunna. La población era morena, baja, muy diferente de los altos irnanianos, y su actitud no parecía muy amistosa. Pero, al saber las noticias, sus rostros se alegraban. También ellos padecían el yugo de los Heraldos que llegaban cada año para llevarse una parte de sus pobres cosechas, dejándoles siempre al borde del hambre. Numerosos aldeanos se habían convertido en Errantes. Las ciudades, lentamente, morían. La dureza de la vida y sus pobres recompensas desparramaban por doquier ruinas y campos abandonados a las zarzas.
En cada uno de los pueblos, algunos habitantes tomaban las armas, o las improvisaban, y se unían a Stark. A lo largo de los senderos, caminos de pastores y cazadores, los mensajeros llevaban las palabras del Hombre Oscuro hasta las más lejanas poblaciones.
Y de ellas, nuevos mensajeros salían con idéntica misión.
Una noche, un fuego de señales enrojeció una colina lejana, palideciendo bajo el brillo de las Tres Reinas. Un segundo fuego se encendió más lejos, luego un tercero. Stark no pudo ver el cuarto, ni el quinto, pero sabía que estaban allí, tan numerosos como hiciera falta.
—Nos han visto —dijo Halk—, saben dónde estamos y a dónde vamos. Nos alcanzarán cuando quieran.
Stark encontró el camino de Tregad y la cabalgata giró con la velocidad del rayo.
Stark y los suyos dejaron aquellas latitudes durante la primavera; los campos estaban entonces floridos y los campos llenos de un verde frescor. En aquella ocasión, el grano maduro amarilleaba y las ramas de los árboles estaban cargadas de frutos.
Era pleno verano. Pero sólo avanzaban ellos por el camino de Tregad. Tendrían que haber encontrado mercaderes y rebaños, saltimbanquis y bandas de Errantes. Las puertas de las ciudades estaban abiertas, pero los habitantes se ocultaban en las colinas y los campos parecían abandonados.
Con los perros y algunos Tarfs, Stark se adelantó como explorador, para prevenir una emboscada.
Los perros no eran infatigables. Los jóvenes, especialmente, estaban delgados y carecían de energía. Sufrían disentería; Tuchvar, preocupado, los curaba con infusiones de hierbas y la verde corteza de cierto arbusto. Los viejos parecían en mejor estado, aunque padecían por el calor del mediodía, que, para aquel clima templado, no era tan fuerte. Sin embargo, obedecían, y Stark cabalgaba con ellos por delante de la tropa.
No hubo emboscadas. Ni enemigos ocultos en los bosques y desfiladeros.
—Naturalmente —explicó Ashton—. Gelmar sabe que tienes los perros y que una emboscada estaría destinada al fracaso. Los perros te advertirían.
—Tendrá que hacernos cara en alguna parte —protestó Stark.
Y así fue.
Cuatro mil Errantes llenaban los campos y cultivos, pisoteando implacablemente las cosechas, arrancando de los árboles las ramas cargadas de frutos. Gritaban, aullaban y se lanzaban en desordenadas oleadas contra las cerradas puertas de la ciudad.
En los muros, en las almenas, había manchas de color. Stark distinguió los cuerpos de seis ahorcados. Uno llevaba una túnica roja. Los otros cinco, verde.
—Se diría que Tregad ha colgado a sus Heraldos.
La enorme espada de Halk chirrió al salir de la vaina. Su desencajado rostro brilló de alegría.
—¡Tregad se ha sublevado! ¡Bien, Hombre Oscuro, tras toda esta carroña Errante hay aliados para Irnan! ¿Qué vas a hacer? ¿Combatir o escapar?