CAPÍTULO 17

>

Los cuarenta Heraldos de Yurunna habitaban en un grupo de casas en compañía de mujeres que tomaban de vez en cuando; sus moradas eran muy confortables. Stark, sus compañeros y los Guardianes de las seis Casas se instalaron en ellas. Los Fallarins, siempre tan exclusivos, se alojaron en otra parte.

En el centro del complejo se encontraba una sala grande, amueblada con hermosos objetos procedentes del sur. Las alfombras cubrían el suelo, ricas tapicerías adornaban la oscura piedra de las paredes. Numerosas lámparas iluminaban generosamente la sala. Varios calderos se ocupaban de la calefacción. Tarfs y guerreros, mezclados, llevaban alimentos y vino a las mesas en las que los conquistadores de Yurunna festejaban la victoria.

La sala estaba llena a rebosar. Todos los que habían podido encontrar sitio se hallaban allí, devorando el abundante contenido de las reservas de los Heraldos, regándolo con vino del sur y amarga cerveza.

El festín acabó con las danzas de algunos hombres, que blandieron las espadas al son de tamborines y flautas. Otros interpretaron canciones un tanto soeces. Bebieron a la salud de sus jefes, cada Casa celebrando a las demás, proclamando el valor derrochado y las proezas realizadas en la batalla. Bebieron a la salud de los Fallarins. A la salud del Hombre Oscuro.

Ildann dejó la copa y dijo:

—Ahora que tenemos Yurunna nos acordamos de tu promesa, Stark.

Era un desafío, destinado a ser oído por todos. Ildann esperó a que la sala quedase en silencio, a que cada cabeza se volviera hacia él, atentamente; luego, preguntó:

—¿Qué vas a hacer ahora?

Stark sonrió.

—No temas, Ildann. Te dejo a ti y a los tuyos la tarea de compartir el botín y la tierra, de elegir el emplazamiento de las ciudades y su modo de gobierno. Sois libres de mataros entre vosotros si es vuestro deseo. Mi contrato queda rescindido.

—¿Te vas hacia el sur?

—A Tregad, a levantar un ejército para Irnan. Si lo consigo, eso significará la guerra contra los Heraldos.

Contempló la sala llena de rostros velados.

—La guerra. Botín. Plata. Y, al fin, los navíos estelares. La libertad de las estrellas. Eso puede que no signifique nada para vosotros. En ese caso, quedaos y coced los ladrillos de vuestras futuras ciudades. Pero si alguien quiere seguirme, será bienvenido.

Ildann tenía tres hijos. El más joven se levantó. Se llamaba Sabak. Era delgado como un rosal, gracioso como un corzo, y ofrecía buena presencia.

—Iré contigo, Hombre Oscuro —anunció.

El puño de Ildann se estrelló en la mesa.

—¡No!

—Quiero ver esos navíos, padre.

—¿Por qué? ¿Qué se te ha perdido en otros mundos? ¿No he luchado para ofrecerte lo mejor del nuestro? ¡Yurunna, hijo mío! ¡Hemos conquistado Yurunna!

—Y eso es bueno, padre. También yo he combatido. Ahora, quiero ver esos navíos.

—Eres un niño —continuó Ildann, súbitamente calmado—. Los hombres deben comer y engendrar donde vivan. Sobre un mundo o en otro, comer y engendrar constituyen lo fundamental de la vida de los hombres, como las luchas que les acompañan. Donde quiera que vayas, no encontrarás nada mejor que lo que ya tienes.

—Es posible, padre. Pero deseo averiguarlo yo solo.

Ildann se volvió hacia Stark. Gerd, acostado a sus pies, se incorporó.

—¡Ahora sé por qué los Heraldos querían tu muerte! Llevas un veneno contigo. Has envenenado a mi hijo con tus sueños.

Un movimiento del aire hizo oscilar las llamas de las lámparas. Alderyk se había levantado. El oro centelleaba en su cuello, en su cintura y en sus ojos de rapaz.

—El muchacho tiene la sabiduría suficiente para comprender que hay algo más allá de los muros de su madriguera, Ildann. Comer y engendrar no bastan para todo el mundo. También yo iré con el Hombre Oscuro. Soy un rey y mi deber me impone ser tan sabio como el hijo pequeño de Ildann.

Un clamor recorrió la sala; furioso, Ildann aulló.

De nuevo, las lámparas oscilaron y las capas de los hombres se estremecieron al ser rozadas por la ligera brisa.

—Los navíos están allí —continuó Alderyk—. Y los hombres de otros mundos. No podemos pretender que las cosas son como eran antes de su llegada, o que lo volverán a ser. Debemos averiguar, debemos aprender. Eso es todo.

Dejó pasar un momento e insistió, dirigiéndose a Stark. Sus ojos destellaron con cruel diversión.

—He dicho antes de ahora que eras un torbellino negro, brillante y destructor. Pero atacas nuestro mundo, Hombre Oscuro, y cuando vueles entre las estrellas nosotros tendremos que barrer las ruinas que hayas dejado a tu paso. Mi deber es acompañarte.

Una violenta ráfaga de aire abofeteó a Stark, revolviéndole el cabello, obligándole a parpadear y a volverse.

—Controlo los vientos, ya lo sabes —continuó Alderyk.

Stark asintió calmadamente. Se levantó.

—Decidíos. Partiré de Yurunna mañana, a la hora en que el Viejo Sol esté en el cenit. Todo hombre que quiera acompañarme deberá encontrarse en la plaza, montado, armado y con provisiones para tres semanas.

Salió de la sala, seguido por Ashton, Halk, Gerrith y la enfurecida voz de Ildann.

—Voy a hacer la leva por las calles —dijo Halk.

En la calma del corredor se oían claramente los rumores de las calles, donde también se celebraba la victoria. Por las ventanas, Stark veía las hogueras festivas a cuyo alrededor cantaban, bailaban y bebían los hombres. Grith y los otros tres perros se incorporaron con cierta lentitud. Habían estado de guardia.

—Llévate a Gerd para cuidarte las espaldas —dijo Stark—. Los Guardianes de las Casas puede que no aprecien el que quieran robarles a sus hombres.

—Quédate con tu demonio —le sugirió Halk mientras desenvainaba la espada—. Esto me basta.

—¿Insistes? —preguntó Stark.

Gerd volvió la maciza cabeza y observó a Halk. Éste se encogió de hombros y se marchó. Gerd le siguió. Halk no miró hacia atrás.

—¿Qué conseguirás? —preguntó Ashton.

—Algunos muchachos como Sabak con los ojos llenos de estrellas. Descontentos, peleones, hombres que prefieran la guerra a los ladrillos. Probablemente, pocos.

Suspiró.

—A pesar de su mordacidad, me gusta contar con Alderyk.

Tras dar las buenas noches, volvió a su cuarto y reflexionó durante un tiempo. Gerrith le esperaba, pero no fue a su lado. Tomando una lámpara y seguido por los perros, avanzó silenciosamente a lo largo de los fríos pasillos, descendió varios tramos de escaleras y llegó al fin a las cuevas, profundamente talladas en la roca. Los Heraldos no necesitaban prisioneros; no había calabozos. Algunas de las cuevas más pequeñas habían sido convertidas en cárceles provisionales para el puñado de Heraldos que había sobrevivido a la caída de Yurunna.

Media docena de Qards de capas amarillas se sentaban sobre los sacos de grano cuando debían montar guardia. Dos de ellos jugaban con unas piedrecillas de colores variados, lanzándolas sobre un tapete de complicado diseño trazado en el polvo del suelo. Los demás apostaban.

Uno de ellos levantó los ojos.

—¡Eh! —exclamó—. ¡El Señor de los Perros!

Todos dejaron de jugar y se levantaron. Stark les miró sin muchas contemplaciones.

—¿Desde cuándo me llamáis así?

—Desde que se lo oímos a los Hann, que fueron los primeros en verte con los Perros del Norte —contestó uno de los hombres—. ¿Lo ignorabas?

—Sí. ¿Qué otros nombres me dan?

—Pastor de Corredores. Hombre Oscuro. Algunos incluso te llaman Nacido en las Estrellas, aunque casi ninguno de nosotros lo cree cierto.

—Ah —replicó Stark—. No lo creéis.

El hombre se encogió de hombros.

—Es posible. Es más fácil creer que vienes del sur.

—¿Qué sabes del sur?

—Que hay muchas grandes ciudades, altas como montañas, separadas por bosques llenos de toda clase de monstruos y donde los árboles devoran a los hombres. El Viejo Sol brilla muy fuerte, y eso no es normal. Creo que cualquiera puede venir del sur.

—Bien, en cierto modo, provengo del sur. ¿Qué vais a hacer ahora que sois los dueños de Yurunna?

—Construiremos una aldea.

La ciudad era muy grande, muy oscura, muy triste, para los hombres de las tribus. Construirían sus pequeñas villas habituales, junto a los campos y los pastos de los rebaños.

—Traeremos a nuestras mujeres para que se ocupen de la campiña y las cosechas. Los hombres, ya lo sabes, no pueden hacerlo. La tierra sólo da fruto a las mujeres. ¿Es igual en el sur?

—Puedo nombrar diez lugares donde es así, y otros diez donde no.

No sólo en el sur, pensó Stark. En la galaxia.

El hombre sacudió la cabeza.

—Tus amigos y tú sois los únicos seres extranjeros que he visto. Detrás de tus ojos se perciben pensamientos diferentes. Nunca me había preguntado si habría gente que viviera y pensase de un modo distinto al nuestro. Nuestro modo de vivir parece el único… el único que es justo…

Uno de los hombres se inclinó hacia adelante.

—Dinos la verdad, Hombre Oscuro. ¿Vienes del sur o de otro mundo?

—De otro mundo. Mirad al cielo una noche y ved las estrellas. Pensad en los navíos que viajan entre ellas. Quizá un día, cansados de combatir contra los Corredores y el frío, decidáis salir allí fuera.

Los hombres intercambiaron murmullos y miradas.

—Somos Qards —continuó el primero—. Tenemos nuestro lugar en la tribu, poseemos nuestras propias leyes. Si fuésemos a otra parte…

—La tierra nos da forma —replicó Stark—. Si fuésemos a otra parte, seríamos otro pueblo.

Recordó a Kazimni, el izvandiano de ojos de lobo, capitán de mercenarios en Irnan. Kazimni dijo aquello mismo.

—Y es verdad —continuó—. Por eso, desde hace siglos, ha habido aquí gente que quería ver abierta la ruta de las estrellas.

Recordó las ruinas de las Torres en las Tierras Oscuras y la locura de Hargoth, el Rey de la Cosecha que vio, en su Sueño Invernal, los navíos que brillaban sobre el mar. Hargoth y su pueblo estaban dispuestos a emprender la larga migración hacia el sur, hasta Skeg, cantando el Himno de la Entrega. Aclamaron a Stark como el salvador llegado para guiarles… hasta el día negro de Thyra y la cruel mentira de Gelmar. El Rey de la Cosecha y sus sacerdotes, trágicamente desengañados, salieron de Thyra creyendo que los navíos espaciales habían partido y que su interminable espera debía continuar.

—De todos modos —dijo el Qard—, aunque realmente existan los navíos, están lejos. La elección no se tomará a lo largo de mi vida.

Ni quizá de la mía, consideró Stark.

—Hablaré con el Heraldo rojo —dijo al fin Stark.

Sólo había uno con aquel rango entre los supervivientes. Se llamaba Clain y fue uno de los administradores de la ciudad. Era inteligente, dueño de sí mismo; un hombre frío, demasiado orgulloso para traicionar su rabia y desesperación, cosa que no pasaba con Heraldos de rangos inferiores. Todos debían ser mantenidos con vida para pedir rescate o servir como moneda de cambio en futuras negociaciones.

Por petición propia, Clain estaba solo, y su prisión no carecía de cierta comodidad. Al entrar Stark, se levantó, envarado por la hostilidad, mirando con amargura a los perros. Stark dejó a tres fuera y entró solo con Grith en la celda, cerrando a sus espaldas la pesada puerta.

—¿No puedes dejarme en paz? —pidió el Heraldo.

En cierto modo, Stark le compadecía. Vencido, agotado, con las ropas sucias, Clain era el símbolo de la más dolorosa de las derrotas.

—Te he dicho que Irnan sigue resistiendo. Te he dicho todo lo que sé de las tropas que han enviado contra ella. Te he dicho que durante su breve estancia los Señores Protectores hablaron del puerto estelar de Skeg…

—Dijeron que cerrarían el puerto estelar si el asedio a Skeg se levantaba y la revuelta se daba por terminada.

—Ya te lo dije.

—Vigilan el puerto, esperando que mi amigo y yo nos dirijamos a él.

—También te lo he dicho.

Stark se encogió de hombros.

—Ya lo sabíamos. Ahora, háblame de Pedrallon.

—Ya te dije que no conocía a ese tal Pedrallon.

—Es un Heraldo rojo. No sois tantos con ese rango en Ged Darod. Al menos, habrás oído hablar de él.

—Mi puesto está aquí, no en Ged Darod.

—Uno de tus colegas nos ha dicho que fuiste a Ged Darod hace ocho meses, en el momento en que Pedrallon era sancionado por los Doce.

—Exactamente. Pero los Doce no me hacen confidencias.

—¿De verdad? Sin embargo, los aprendices grises parecían al corriente.

Clain sonrió glacialmente.

—Te sugiero que vuelvas a las perreras para obtener más información.

Stark frunció el ceño.

—¿No tienes idea de en qué se fundaba la herejía de Pedrallon?

—No me ocupo de cuestiones semejantes. Fui a Ged Darod para aumentar las provisiones que enviamos, que enviábamos, a los Ochars. Sus cosechas sufrieron…

—¿Ignoras por qué Pedrallon fue tan severamente castigado?

—Sólo oí decir que estaba enfermo.

—¿Ignoras cuál es su penitencia?

—Te he dicho…

—Sí —replicó Stark—. Me lo has dicho, en efecto. Grith…

Todo aquel tiempo, Clain había evitado mirar a la Perra del Norte, como si supiera lo que haría el animal. Su tez se volvió aún más cerúlea.

—Te suplico…

—Te creo —dijo Stark—, y créeme tú también, lo lamento. «Grith, toca. No mates. Toca».

La maciza cabeza se levantó. Stark habría jurado que Grith sonreía al echar hacia atrás los negros labios sobre los brillantes colmillos. Los ardientes ojos relucieron bajo la pesada frente.

Clain, de rodillas, lloraba.

—Eran nuestros servidores —dijo, temblándole la boca—. ¡Los nuestros! Esto es maléfico, injusto.

«Tócale, Grith».

En menos de cinco minutos, Stark obtuvo lo que quería. Dejó a Clain acurrucado en la cama, sollozando. Haciendo un gesto a los Qard, subió la escalera y llamó en la puerta de Ashton.

A través de los cerrados entrepaños llegaba a ellos el rumor de las calles de Yurunna. Los guerreros seguían de fiesta. Ashton miró a Stark y suspiró.

—¿Qué has descubierto?

—Pedrallon fue condenado a un año de trabajos serviles en el Refugio y fue depuesto de su rango. Pensaron ejecutarle, pero los Heraldos no son condenados a muerte casi nunca. Los pocos Heraldos que le apoyaron abiertamente fueron también castigados, pero con menos severidad. Quizá los haya más prudentes.

—¿Y ahora? —preguntó Ashton.

—Pedrallon fue acusado de estar en tratos secretos con los capitanes de los navíos de Skeg. Lo negó. Fue acusado de tener un grupo de simpatizantes en el exterior. También lo negó. Si hay conspiración, o no está muy extendida o es que no existe. Pero, por lo que ha dicho Clain, es posible que Pedrallon haya conseguido de uno de los comandantes estelares un transmisor que algunos de sus cómplices mantendrán escondido en Ged Darod o en sus alrededores. En ese caso, sigue allí. Los Heraldos no lo han encontrado.

—Un transmisor —repitió Ashton, sonriendo de nuevo.

—Si los Heraldos expulsan a los navíos estelares como han prometido, aunque consigamos levantar tropas en Tregad, nos cortaremos nosotros mismos la garganta. Pero si renunciamos, tú y yo no tendremos casi ninguna oportunidad de franquear sus barreras y llegar a Skeg.

—¿Sabes seguro si existe un transmisor?

—Es una posibilidad.

—Ged Darod. El corazón. El centro. Y propones ir allí.

—No puedo hacer otra cosa —contestó Stark—. No nos queda más alternativa si queremos salir de Skaith vivos. O muertos.