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Stark avanzó lo suficiente sobre la curva del muro como para ver la parte superior del torreón del norte. Tras él, los guerreros se diseminaban sobre la muralla, ayudados por los fuertes brazos de los Tarfs. Todavía podían ser rechazados si los perros de Yurunna extendían entre ellos la muerte y el terror.
Stark descendió los escalones de piedra y se encontró en la calle, seguido por Klatlekt y los veinte Tarfs.
Con la cabeza baja, los perros lloriquearon.
«Señor de los Perros». Dijo Gerd. «Irritado».
A su mente acudieron lejanos recuerdos: del tiempo pasado, de los juegos con sus hermanos de camada, de un cerebro superior que daba órdenes e inspiraba respeto, el único sentimiento semejante al amor que un Perro del Norte podía experimentar.
«Va a matarnos». Dijo Grith.
«¿Cómo?»
«Con perros. Con su gran espada».
«Matar a N’Chaka». Pensó Gerd.
«A N’Chaka, no». Respondió Stark. Luego, despectivo: «Si tenéis miedo del Señor de los Perros, quedaos aquí. N’Chaka luchará por vosotros».
N’Chaka sabía que no tenía otra elección. Era la razón de la presencia de los Tarfs. Pero se sentía responsable de aquellas monstruosidades telépatas que se habían convertido en sus aliados. Las había hecho traicionar a sus amos deliberadamente, sabiendo que no podían entender lo que hacían. Le siguieron, sirviéndole bien; le pertenecían. Su deber era combatir por ellos.
—No toquéis a los míos —le ordenó a los Tarfs.
Tomó una calleja que conducía hacia el interior. Sabía que los perros de Yurunna le encontraría, y quería que aquello ocurriese lo más lejos posible de los hombres de las Casas Menores.
Gerd aulló. Luego, ladró, imitado por Grith y el resto de la jauría. Siguieron a Stark y el terrible desafío que lanzaban les precedió por las calles silenciosas y llenas de piedras en las que no se escuchaba otra cosa que el martilleo del ariete.
Los perros de Yurunna lo escucharon. Los jóvenes lloraron en parte de miedo, en parte de excitación. Una ferocidad desconocida se apoderó de ellos. Los viejos lanzaron llamadas de atención y sus ojos brillaron con una mortal llamarada. Las antiguas ataduras quedaron olvidadas mucho tiempo atrás. Aquellos eran invasores de su territorio que seguían a un jefe de manada desconocido que no era ni perro ni Heraldo.
«Matar». Dijo el Señor de los Perros. Y matarían con alegría.
Las calles no estaban demasiado destruidas. En aquella parte, los edificios de piedra habían resistido a los vientos y las llamas. Los dos grupos avanzaban rápidamente; los cerebros de los perros les guiaban con alegría hacia su encuentro.
Contrariamente a Stark, el Señor de los Perros conocía las calles. Habló. Sus adjuntos y los aprendices obligaron a los perros a detenerse. Ante ellos se encontraba una placita; un cruce. Cuatro calles estrechas desembocaban en ella.
El Señor de los Perros esperó.
En la calle que corría pegada a la muralla, Gerd dijo: «¡Allí!» Y se lanzó a la carrera hacia la plaza.
Los nueve perros corrían con la cabeza gacha y el pelo erizado. N’Chaka les habría retenido, pero N’Chaka libraba su propio combate.
Cuando los Perros del Norte combatían entre ellos, en las ocasiones en que los machos luchaban por la supremacía de la jauría, empleaban cuantas armas poseían. El Miedo no mataba a un Perro del Norte, pero era un arma muy adecuada para herir y amilanar; el más fuerte contra el menos fuerte. En primer lugar, los perros de Yurunna no proyectaron Miedo contra los perros invasores. A una orden del Señor de los Perros, lo proyectaron totalmente contra el jefe extranjero.
N’Chaka luchó para seguir de pie. Para respirar, para vivir.
—Soltadlos —ordenó el Señor de los Perros, y los de Yurunna saltaron.
Veinticuatro contra nueve en la pequeña plaza. Veinticuatro que rodeaban a los nueve, rechazándolos bajo su peso hacia la calleja por la que habían llegado. Veinticuatro y nueve inextricablemente mezclados. Para los Tarfs, imposibles de identificar.
El Señor de los Perros los seguía, llevando en alto la pesada espada, conociendo a cada uno de sus perros tan bien como conocía su propia cara.
Tres perros de Yurunna, conducidos por la vieja Mika, salieron de la masa espumante y se lanzaron a la calle en la que los Tarfs, atrapados entre los muros, veían su fuerza limitada a cinco o seis unidades. Ante ellos, Klatlekt se puso al lado de Stark.
Sus ojos de oro verde parpadeaban. Con la espada rechazó el primer asalto de los perros mientras Stark intentaba recuperarse y miraba sin ver, cubierto de sudor helado.
—Nos hace falta más sitio para combatir —pidió Klatlekt.
El Miedo no le dominaba, pero los colmillos y los dientes, sí. Con mano poderosa, tiró de Stark.
—Ven o nos iremos sin ti.
Los perros volvieron a la carga; dos se desviaron para atraer las estocadas de Klatlekt mientras la perra saltaba sobre Stark.
Sobre la plaza, la espada del Señor de los Perros se levantó, bajó, volvió a subir. N’Chaka vio la muerte, la sintió, la escuchó. Un reflejo de animal le hizo blandir su propia hoja.
«¡El Señor de los Perros! ¡Mata, Gerd, o todos moriremos! ¡Mata!»
El Señor de los Perros, Heraldo intocable rodeado de perros, blandió la espada. Gerd, desgarrado, sangrando, con la orden de N’Chaka retumbando en su mente, vio brillar la hoja por encima de él y violó la orden inviolable.
Mika aulló, con un alarido casi humano, en el momento en que la antigua atadura mental se rompía. Se volvió, buscando, aullando, y Stark atravesó su garganta con un golpe casi fallido, pues el terror mortal seguía atenazándole.
Avanzó, apelando a los perros para que se lanzaran a un frenesí culpable y triunfador sobre los perros de Yurunna, sintiendo que la muerte del Señor les había privado de su fuerza.
La presencia que les guiaba ya no existía, ni la firme y fuerte voz que hablaba en sus mentes desde que abrieron los ojos por primera vez.
Stark se convirtió en aquella voz.
«Volved a la perrera. Volved u os mataremos».
Los perros de Yurunna imploraron la ayuda de los adjuntos. Pero los ayudantes no dirían ya nada más. Gerd había descubierto lo fácil que era matar a los Heraldos.
«¡Volved a las perreras! ¡Volved!»
Los aprendices huyeron mucho antes. Los perros de Yurunna estaban solos. Los invasores y su extraño jefe combatían ferozmente. Las Cosas que combatían con ellos eran Cosas no humanas que blandían largas espadas de acero y a las que no dominaba el Miedo.
«¡Idos!» Ordenó en sus mentes la fuerte voz.
Los perros más jóvenes, temerosos y sin Señor que les diera coraje, obedecieron. Sólo quedaban ocho que fueran capaces de correr.
Los más viejos murieron allí mismo, llenos de ira y pena; y Stark supo que si el Señor de los Perros hubiera estado en la Llanura del Corazón del Mundo, él nunca se habría convertido en el jefe de la jauría de Colmillos.
La placita se quedó en calma. Jadeantes, Gerd y Grith volvieron junto a Stark. Otros tres perros regresaron con ellos. Todos estaban heridos. Stark, Klatlekt y varios Tarf también, pero ninguno parecía fuera de combate.
Parpadeando, Klatlekt dijo:
—Si hemos terminado, volvamos al muro.
—Hemos terminado —concluyó Stark, sabiendo que algo más que un simple combate llegaba a su fin.
El Señor de los Perros quedaba tendido entre cadáveres hirsutos, y su pálido rostro era acusador. Como terror y amenaza, como arma de los Heraldos, los Perros del Norte terminaron para siempre su carrera.
Tomó entre sus manos la cabeza de Gerd.
«Habéis matado Heraldos».
«El Señor de los Perros también nos ha matado».
«Sí. Habrá otros Heraldos que os maten».
Con una extraña nota de desesperación, Gerd añadió:
«Los mataremos».
«¿Grith?»
«Los mataremos».
«Entonces, venid». Les contestó Stark, partiendo tras los Tarfs con un paso rápido e inesperado. Era consciente de las heridas, de la fatiga; pero le exaltaba aquel triunfo sobre los Heraldos. Corría deprisa, con el corazón acelerado, ávido de nuevas victorias.
No se oía el ruido del ariete. Se escuchaba en su lugar el confuso rumor de una batalla. Las tribus pasaban al ataque. La mayor parte de los guerreros había descendido de las murallas para combatir a los Yur en las calles y en la plaza. Una fuerte compañía de guerreros y Tarfs se dirigían a la torre y luchaban para conquistarla. En el interior se encontraba el mecanismo que controlaba la puerta, que todavía resistía los golpes del ariete.
Stark y sus perros apoyaron donde resultó necesario. Stark disfrutaba especialmente señalando a los Heraldos capitanes y diciendo: «Matad». Era tiempo de que los Heraldos sintieran el poder del arma que tanto tiempo llevaban esgrimiendo contra los hombres.
La torre norte cayó. El pesado mecanismo abrió la puerta de hierro. La marejada roja y blanca, marrón y amarilla, se desparramó en la plaza. La ruta sinuosa era un río de hombres que corrían, gritando, aullando, blandiendo lanzas y espadas. En la parte inferior de la ruta, otros hombres salían de los tristes campos y los vergeles de árboles nudosos para unirse a aquella riada.
Nada podía detener aquel desbordamiento. Los cuerpos de los guerreros empalados en las lanzas de los Yur se quedaban allí clavados, pues no tenían siquiera un sitio donde caer. Los defensores fueron rechazados contra los muros de piedra y por las calles, donde las tropas de Hann y Marag, Kref y Turan, Thorn y Qard les persiguieron para aniquilarles.
La matanza terminó; empezó el pillaje. La mayor parte de los importantes almacenes donde se guardaban las provisiones y las bebidas habían escapado a los ataques de los vientos, pues estaban situados en el centro de la parte habitada de Yurunna. Muchos de ellos se encontraban en salas subterráneas talladas en la roca viva. Los guerreros tribales rapiñaron las reservas, las casas, los edificios públicos. Los Guardianes de las seis Casas hicieron lo imposible para mantener el orden. Pese a todo, los guerreros encontraron la gran casa de las mujeres Yur rodeada por muros; forzaron la entrada. En lugar de la esperada orgía, vieron criaturas parecidas a obscenas larvas blancas que les miraban con ojos vacíos. Las larvas aullaban ininterrumpidamente, estrangulando a su anormal progenie, semejante a muñecos de inexpresivos rostros. Sumergidos por el desconcierto, los guerreros salieron silenciosos de la casa y no pensaron ni una sola vez más en aquellos seres degradados.
Así acabaron los Yur, los servidores Bien Creados de los Heraldos. Algunos hombres vivían todavía; pero no tendrían descendencia.
Stark no tomó parte en ello. Estaba en las perreras. Los aprendices vestidos de gris se encontraban en ella: eran muchachos llegados aquel mismo año de Ged Darod. Uno de ellos, de rostro infame y pesado, se acuclillaba en un rincón, con los brazos apretados alrededor del cuerpo, esperando la muerte. Sus ojos sólo demostraban odio y terror, nada más.
El segundo aprendiz se mantenía en su puesto, con los perros. Era delgado y moreno. Sus rasgos eran todavía imprecisos, y sus manos de adolescente demasiado grandes, con nudosas articulaciones. Tenía miedo, lo que parecía muy natural. Sus ojos enrojecidos permanecían entornados; la fatiga le hacía palidecer. Pero estaba en su puesto y sostuvo la mirada de Stark con toda su dignidad, aunque sabía que los cinco monstruos cubiertos de sangre que seguían al extraño podían despedazarle en un momento.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Stark.
—Tuchvar —respondió el muchacho. Más firmemente, lo repitió—: Tuchvar.
—¿De dónde eres?
—De Tregad.
Tregad era una ciudad estado, al este de Irnan y al norte de Ged Darod.
Stark se volvió hacia los jóvenes perros. Lagrimeando, le miraron furtivamente con aquellos ojos terribles que aún no alcanzaban su plenitud demoníaca.
«Me conocéis».
Le conocían.
«Soy N’Chaka. Ahora, yo mando».
Los jóvenes perros imploraron a Tuchvar. ¿Señor de los Perros? Sabían que la Mente había dejado de hablar, pero todavía no comprendían que nunca más se dirigiría a ellos.
En voz alta, Tuchvar dijo:
—Este hombre es ahora el Señor de los Perros.
«¿N’Chaka? ¿Señor?»
«Señor». Recalcó Stark. «Vuestros mayores os enseñarán la ley».
Con los músculos en tensión, gruñendo, Gerd se adelantó. Los perros jóvenes dijeron:
«Obedecemos».
Stark se dirigió a Gerd y Grith.
«¿Vendréis conmigo más allá de Yurunna?»
A su vez, los perros más viejos se sintieron a disgusto.
«No saber. Perros nunca ido a otro sitio que a Ciudadela».
«No podéis quedaros aquí. Las Cosas con espada os matarán, las Cosas que el Miedo no toca. Debéis venir conmigo».
«¿Ir con N’Chaka o morir?»
«Sí».
«Iremos».
«Bien».
¿Bien? No lo sabía. Eran animales de las tierras frías e ignoraba cómo se acomodarían a climas más templados. Algunos animales se habituaban. De todos modos, les había dicho la verdad. Ni los Fallarins ni los hombres de las Casas Menores de Kheb consentirían que su ganado o ellos mismos pudieran servir de presas a una jauría de Perros del Norte en libertad y sin amo. Los Tarfs se encargarían de aquel trabajo.
Gelmar y los Señores Protectores no contaron con los Tarfs.
Le explicó todo aquello a Tuchvar.
—¿Vendrás con los perros, al menos hasta Tregad? ¿O prefieres continuar siendo un fiel servidor de los Heraldos?
—No hasta el punto —respondió Tuchvar lentamente— de morir por ellos.
Escuchaba el sonido que provenía del exterior, le amedrentaba y no veía de qué valdría morir. Aquello tampoco serviría de nada a los Heraldos.
Desde el rincón, el otro aprendiz habló, con la voz agudizada por el temor y el odio.
—No guarda lealtad más que a los perros. Incluso en Ged Darod no pensaba más que en los navíos estelares, en los otros mundos, y escuchaba todas las herejías de Pedrallon.
Stark le agarró y le puso en pie.
—Basta de quejarse, nadie te va a matar. Tu nombre.
—Varik. De Ged Darod.
El rostro grasiento demostró orgullo.
—Nací allí. En el Refugio.
—Un bastardo de los Errantes —explicó Tuchvar—. No tiene padres.
—Los Señores Protectores son nuestros padres —contestó Varik—, y más dignos que el tuyo, oculto tras sus muros intentando privar de comida a los hambrientos.
—Mi padre está muerto —replicó Tuchvar amargamente—. Pero al menos sé quién era y a qué se dedicaba.
—Bueno —cortó Stark—. ¿Quién es Pedrallon?
—Un Heraldo rojo —contestó Varik—, con grado de Coordinador. Los Doce le han destituido de su cargo y le han impuesto una penitencia de un año. Esto, naturalmente, era un secreto. Han dicho que Pedrallon no ejercía sus funciones a causa de su salud. Pero nada queda en secreto mucho tiempo en nuestros dormitorios.
Aprendices de Heraldos al acecho, pensó Stark, alimentándose de las migajas de rumores prohibidos como ratas en el tejado.
—¿En qué consistía su herejía?
Fue Tuchvar quien respondió.
—Decía que las migraciones volvían a empezar. Que una parte de los habitantes de Skaith tenía que partir, para dejar más espacio a los que se quedasen. Decía que se habían equivocado al prohibir emigrar a los irnanianos.