CAPÍTULO 13

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Durante un largo instante, Alderyk no se movió y su mirada se fijó en Stark.

—Un viento negro para romper y dispersar…

Sobre los altos colgaderos, las filas de los Fallarins se movieron con un rumor de alas y voces. Stark se preparó para el asalto, aunque finalmente no se produjo. Pero el ambiente estaba tan enrarecido que esperaba ver el rayo crepitando entre los crepusculares acantilados.

Bruscamente, como si hubiera tomado una decisión, Alderyk se volvió hacia el Tarf.

—Ordena a Romek que venga a verme, con seis hombres como mucho. Y diles que si la tregua no es respetada, enviaré un tornado contra ellos como no han visto antes.

El Tarf partió.

Stark se preguntó qué pasaría abajo, cuántos hombres habrían muerto y si Ildann estaría entre ellos.

—Quédate quieto —dijo Alderyk—. Allí. Y mantén quietos a tus perros del infierno.

Stark se situó en el lugar indicado, al oeste del circulo mirando hacia el este, donde el Tarf seguía calmando al Taladrador del Cielo. Los perros se sentían a disgusto; olían que todo lo que les rodeaba eran fuerzas poderosas que no podían ni comprender ni combatir. A Stark le costaba trabajo controlarlos. Sus propios músculos estaban tensos; el sudor le corría por el cuerpo. Era intensamente consciente de los altos acantilados y de la única puertecilla. Si la suerte se le ponía en contra, no sería fácil salir combatiendo.

Odiaba a los Tarfs de cabezas redondas e inhumanas, de cerebros no humanos sobre los que los perros carecían de control.

Los Ochars, al menos, sólo eran hombres.

Penetraron en el anfiteatro, con las capas naranjas matizadas por la ausencia de sol. Atravesaron el terreno cubierto de hierba y subieron a la plataforma.

Romek vio al Taladrador del Cielo, reaccionó y se dirigió a Alderyk coléricamente.

—¿Por qué has interceptado a ese mensajero?

—Porque me apetecía hacerlo —respondió Alderyk—. ¿Por qué has roto la tregua?

—Ildann intrigaba con las Casas Menores. Hubo palabras, luego golpes, y un exaltado sacó un puñal. Mis guardias no hicieron más que defenderse.

Stark pensó que si el Fallarin sabía cuánto pasaba tras su umbral, también sabría aquello. ¿Había sido incapaz de impedirlo? ¿O lo permitió?

—¿Cuántos muertos?

—Sólo uno.

Romek encogió los hombros de modo casi imperceptible.

—Un Capa Marrón.

—Uno o cien, es la muerte, y eso está prohibido.

La cabeza de Alderyk se inclinó hacia un lado, según una costumbre que Stark empezaba a reconocer como propia.

—Y ahora, ¿qué defienden tus hombres?

Un viento dulce, suave, peligroso como un tigre, recorrió los peñascos.

—La paz —respondió Romek mirando a Stark.

—Ah… ¿piensas que habrá problemas si Stark es conducido a la Hoguera de la Primavera?

Con voz fría, monocorde, inflexible, Romek replicó:

—Si no lo es, habrá muchos más. Mira el Taladrador del Cielo. Todos los clanes Ochar se preparan para la guerra por culpa de ese hombre. Si muere en la Hoguera, en presencia de los Guardianes de las Casas Menores, la amenaza de guerra desaparecerá.

—Pero, supongamos —continuó Alderyk—, supongamos tan sólo, que hayamos decidido concederle el favor de los vientos.

—¡Nunca cometeríais tamaña tontería!

—Sabio Romek, dime por qué.

—Porque el tributo de los Ochars es lo que os proporciona el alimento… más que el tributo de todas las otras Casas juntas. Y ese tributo proviene más de los Heraldos que de nosotros mismos.

El velo naranja ocultaba el rostro de Romek; pero resultaba evidente que sonreía; una sonrisa insolente.

—Soplen como soplen los vientos, los Ochars serán alimentados.

—Entiendo —siguió Alderyk—. ¿Y nosotros no?

Romek hizo un gesto con la mano.

—No he dicho eso.

—La verdad es que no lo has dicho.

—Los aliados no deben intercambiar palabras semejantes. Danos a ese hombre, Alderyk, y nosotros velaremos porque reine la paz.

Stark sujetaba con firmeza los cuellos de Gerd y Grith.

«Esperad. Esperad».

Alderyk se levantó. Pese a su baja talla, parecía más alto que el enorme Ochar. Se dirigió a su pueblo, tranquila, desapasionadamente.

—Habéis oído todo cuanto se ha dicho. Se nos da a elegir entre la paz y la guerra, entre el hambre y la generosidad de los Ochars. ¿Qué preferís? ¿Qué queréis que le entregue a Romek? ¿Stark o el Taladrador del Cielo?

Mil alas se agitaron. Los vientos revolotearon en los acantilados, golpeando la capa y el capuchón de Romek, arrancándole el velo, dejando su rostro desnudo y blanco como objeto de la humillación de todos ellos.

—¡Dale el Taladrador del Cielo!

Alderyk hizo un gesto al Tarf; la criatura avanzó con los brazos estirados. Romek tomó el pájaro. Con dedos firmes, deshizo el lazo que le ligaba las patas y el capuchón que le cubría la cabeza. El ave abrió los ojos, dos estrellas rojas, le miró y chilló:

—¡Guerra!

—Sí —dijo Romek en voz baja—. Guerra.

Lanzó el pájaro al aire. El animal voló, poderoso, girando cada vez más alto hasta alcanzar la luz del día. Luego, desapareció.

—El Lugar de los Vientos es un recinto prohibido para los Ochars —le explicó Alderyk—. Vete.

Romek se dio la vuelta y se marchó solemne, seguido por sus hombres.

—Ven aquí —le pidió Alderyk a Stark.

Con rostro duro y amenazante, se sentó en el trono.

—Hemos visto año tras año cómo nos invadía el norte. También hemos vigilado Yurunna y la insolencia creciente de los Ochars. Nos faltan dos cosas: fuerza y un jefe. Tú ofreces ambas. Correremos el riesgo. Si no lo hacemos, nos convertiremos, al igual que los Ochars, en perros falderos de los Heraldos.

Su dorada mirada se fijó en Stark y un estremecimiento del aire recorrió las curvas de piedra del trono.

—Jugamos, Stark. Espero que ganemos.

Esperaron a que llegaran los Qards Amarillos; lo cual ocurrió antes de la puesta del sol. Aquella noche, mientras ardían las antorchas y la luz brillaba en los portones de los Fallarins, Stark fue investido como jefe guerrero de las Casas Menores de Kheb, mezclando su sangre con la de cada Guardián del Hogar. Empezó por Ildann y sacrificó un poco más de sangre en nombre del Viejo Sol. Alderyk sostenía el puñal. Cuando todo hubo concluido, se apartó el pelaje marrón de la muñeca y trazó una sinuosa línea en la frente de Stark.

—Te concedo el favor de los vientos. Úsalo sabiamente.

Un poco más lejos, Jofr, acuclillado, apretaba entre las rodillas la cabeza mientras lloraba de ira y odio.

Apenas tres semanas más tarde, su rescate fue debidamente pagado y se reunió con su padre en lo alto de una loma. El espectáculo que vieron le hizo olvidar las lágrimas.

Por debajo de ellos, replegado sobre una ocre llanura, se encontraba un ejército de jinetes armados con brillantes lanzas. Sus colores eran púrpura, rojo y marrón. Tres Casas Menores.

Desplegado a lo largo de la duna, como una poderosa y compacta masa de color naranja, se hallaba la armada de los Ochars. Incluso los ojos poco experimentados de un muchacho que guerreaba por primera vez podían determinar que la línea naranja duplicaba en número a las fuerzas reunidas de colores púrpura, rojo y marrón.

Jofr, jubiloso, golpeó con los talones en los flancos de su montura.

Más lejos, en la misma cresta, Gelmar de Skeg miró la llanura y se dirigió a Romek. Para no mostrarse en exceso, vestía la capa y el capuchón de cualquier Ochar.

—Perfecto. Los Llegados Primero lo han hecho bien.

—Hemos ido más deprisa que esa morralla —replicó Romek. Despectivo, añadió—: Hasta el momento, los Fallarins no han hecho nada para retrasarnos. Quizá hayan recordado dónde se encuentran sus intereses.

Buscó con los ojos la lejana bandera púrpura que señalaba el puesto de Ildann en la línea de combate.

—Stark, probablemente, esté allí.

Pero Stark no formaba parte de aquellos ejércitos.