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Era calva y córnea. Sus cuatro brazos parecían muy ligeros, fuertes; carentes de articulaciones, cada brazo terminaba en tres dedos tentaculares. Abrió una forma como de pico y dijo:
—Soy Klatlekt. Guardo la puerta. ¿Quién viene al Lugar de los Vientos?
—Stark. Soy un extranjero. Pido audiencia de los Fallarins.
—No has sido convocado.
—Aquí estoy.
La parpadeante mirada, verde y oro, se posó en los perros.
—Llevas contigo a unos seres de cuatro patas cuyos cerebros son negros y ardientes.
«¡N’Chaka! ¡Cosa no tiene miedo! ¡No tocar cerebro!»
—No causarán daño —le replicó Stark—, a menos que se lo hagan a ellos.
—No pueden hacer ningún mal —contestó Klatlekt—. Son inofensivos.
«¡N’Chaka! Extraño…»
Los perros gimieron. Stark subió un nuevo peldaño.
—No te preocupes por los perros. Tus amos quieren verme. Si no, no habríamos llegado a esta puerta.
—Para bien o para mal —le contestó el guardián del umbral—, pueden entrar.
Se levantó, señalando el camino. Stark franqueó la puerta alta y estrecha. A disgusto, los perros le siguieron.
«No podemos tocar, N’Chaka. No podemos tocar».
Llegaron a un inmenso anfiteatro rodeado de acantilados cuyos tonos cromáticos iban del gris al negro. Sus paredes eran muy altas, tanto que el Viejo Sol nunca veía el suelo del circo, recubierto de un musgo que parecía más granuloso que suave.
Todo el contorno del circo estaba cortado en la roca y había sido esculpido con formas que hacían que la mirada se dirigiera hacia el cielo. Stark sintió vértigo. Parecía que todos los vientos del desierto, todas las corrientes de la atmósfera, hubieran sido atraídas a aquel punto y convertidas en surtidores de piedra y en olas que, en la difusa luz, saltaban, brotaban y caían. Pero no era más que una ilusión. Las formas estaban sólidamente ancladas a la roca y el aire se notaba calmado. No veía ni un asomo de seres vivientes. Sólo parecían estar allí Stark, los perros y la cosa llamada Klatlekt.
Pero estaban rodeaban por otros seres. Stark lo sabía. Y los perros también.
«Cosas. Vigilar».
Tras las esculturas de los vientos, los acantilados estaban taladrados por aberturas numerosas y secretas. Gruñendo, sobresaltados, los perros se apretujaban contra Stark. Por primera vez en su vida, sentían miedo; su poder demoniaco carecía de efectos en cerebros no humanos.
Con tres dedos delgados, Klatlekt señaló el centro del circo, hacia una plataforma de bloques de piedra. En su punto más alto había un asiento: un trono, inmenso, esculpido, como un torbellino.
—Ve allí.
Seguido por los perros, Stark subió los anchos peldaños.
«Cerebros arriba. Poder tocar. ¿Matar?»
«¡No!»
Klatlekt desapareció. De pie, Stark escuchó un silencio que no era completo y se le erizó el cabello de la nuca.
Nació una brisa. Le acarició el pelo, recorrió todo su cuerpo, de arriba abajo, de un lado a otro. Luego, fríamente, le rozó el rostro. Pensó que entraba por sus ojos y le exploraba los meandros del cerebro. Le abandonó y se dirigió a jugar con los perros que, erizados, gimotearon.
«¡N’Chaka!»
«Calma. Calma».
No era fácil mantenerla.
Stark esperó, escuchando sonidos apenas audibles.
Y repentinamente, quinientos pares de alas agitaron el aire. Los Fallarins salieron de las galerías y se plantaron entre los surtidores y fuentes de piedra.
Stark siguió esperando.
Entre dos arcos de piedra que se alzaban sobre la abertura más ancha, avanzó un ser, solo. Llevaba una faldilla corta, de cuero escarlata. Un cinturón de oro le rodeaba la cintura y un dogal real el cuello. Cierto pelaje oscuro le protegía del frío. Su cuerpo era delgado, pequeño, ligero. Las alas que le sobresalían de la espalda eran fuertes, también de piel oscura. Cuando aterrizó en la plataforma, sus movimientos fueron seguros, aunque no hermosos. Stark descubrió por qué les llamaban los Encadenados. La mutación genética que sus ancestros afrontaron para transmitir a sus descendientes una nueva forma de vida en un mundo moribundo, había fallado. Aquellas alas de envergadura insuficiente nunca conocerían las maravillas de la atmósfera.
—Sí —confirmó el Fallarin—. Somos aves de alas cortas, una broma tanto arriba como abajo.
Se situó ante el trono. Su mirada se clavó en la de Stark. Los ojos eran dorados, como los de un halcón, pero llenos de una oscura sabiduría que sobrepasaba incluso la de la real ave. Su rostro estrecho y duro tenía demasiada fuerza como para ser hermoso; la nariz y el mentón se recortaban claramente. Pero, al sonreír, parecía atractivo, aunque exhibiera la misma belleza que una espada.
—Soy Alderyk, rey de este lugar.
Alrededor del circo, emergiendo de galerías bajas, apareció un considerable número de seres de cuatro brazos. Tranquilamente, observaron, sin ejercer amenaza alguna. Pero estaban presentes.
—Los Tarfs —le contó Alderyk—. Nuestros excelentes servidores, creados por las mismas manos que nos crearon a nosotros, aunque de raza no humana. Creados, además, con mayor fortuna, pues funcionan admirablemente.
Bajó la mirada.
—También tú tienes servidores.
Los perros sintieron la fuerza interior de Alderyk y gruñeron, disgustados. Alderyk rió de una forma ligeramente inquietante.
—Os conozco, perros. Como nosotros, fuisteis también transformados, aunque en vuestro caso no hubo elección. Habéis nacido en Skaith, como nosotros, y os comprendo mejor de lo que os comprende vuestro amo.
Los ojos de oro, oscuros y brillantes, se plantaron nuevamente en Stark.
—De pie, ante mí, representas el futuro, un futuro extraño, lleno de distancias que no puedo franquear. Un torbellino negro que no dejará nada intacto a sus espaldas, ni siquiera a los Fallarins.
Abrió las alas por completo y las cerró con un ruido seco. Un golpe de viento llegado de ninguna parte azotó la cara de Stark como una palma abierta.
—No me gustas del todo.
—Poco importa —replicó Stark—. Pareces conocerme.
—Te conocemos, Stark. En este nido de águilas vivimos muy solos, pero los vientos nos traen noticias del mundo entero.
Quizá sea verdad, pensó Stark. Los Harsenyi y los Ochars difundían las noticias que corrían por los caminos de Skaith. Todo el norte supo que Ashton, un hombre de otro mundo, era llevado a la Ciudadela. La profecía de Irnan siguió el mismo curso. En su ansiedad por capturarle, los propios Heraldos hicieron saber a Stark toda la amplitud de las Tierras Oscuras. Habría parecido sorprendente que los Fallarins no conocieran los acontecimientos que empezaban a destrozar las bases de su propio mundo.
—Conocemos la profecía —le dijo Alderyk—. Resultó interesante preguntarse si se cumpliría.
—Si los vientos os traen noticias de lugares tan remotos como Skeg y las ciudades estado, seguramente habrá alguna escuchando a vuestras puertas.
—Oímos cuanto se dice. Y quizá…
Como un pájaro, inclinó la cabeza parda y sonrió.
—… y quizá hemos oído hablar del Hogar de los Hann. Quizá incluso hayamos oído algo acerca de la mujer de cabellos de sol hablando de un bautismo de sangre en un lugar lleno de rocas.
Stark quedó sorprendido, pero no mucho. Los Fallarins tenían poder para comandar los vientos, por magia o, psicoquinesia, el término poco importaba. Era probable que pudieran ver y oír más lejos que la mayor parte de los seres vivientes, aunque, en aquel caso concreto, quizá le estuviera simplemente leyendo el pensamiento.
—Entonces sabrás por qué Ildann me ha traído hasta aquí. Sabes lo que quiero de ti. Dime lo que pides a cambio.
Alderyk dejó de sonreír.
—Todavía no nos hemos decidido —cortó.
Se volvió, hizo un gesto a uno de los Tarf y el ser desapareció tras una puerta. Las mil alas de los Fallarins batieron en sus perchas y un rabioso torbellino corrió por los acantilados. Los perros emitieron un gemido siniestro.
El Tarf volvió. Llevaba algo en uno de los brazos. Subió a la plataforma y se acercó a Alderyk, quien dijo:
—Déjale ver lo que es.
Era un pájaro inmenso y orgulloso, de plumaje de hierro y bronce. Se agitaba, pues sus patas estaban atadas y llevaba la cabeza cubierta. De vez en cuando abría el pico y gritaba roncamente algo que Stark podía comprender.
—Es un Taladrador del Cielo —dijo, recordando el rayo fugitivo de hierro y bronce—. Llama a la guerra. Pertenece a un jefe llamado Ekmal.
—Creo que, abajo, tienes a su hijo.
—Me predijeron que me guiaría hasta aquí. No le ha pasado nada.
—Sin embargo, Ekmal llama a los clanes para la guerra.
Stark sacudió la cabeza.
—Los Heraldos llaman a la guerra por culpa de la Ciudadela. Están dispuestos a capturarme, lo mismo que a mis amigos. El muchacho no corría riesgo alguno, y Ekmal lo sabía.
—Has encendido un caldero de brujas en nuestro lejano norte —dijo Alderyk.
Los Fallarins rumorearon y, de nuevo, sopló el viento con rabia.
—El Taladrador del Cielo llegó para reunirse con Romek, Guardián de la Casa de los Ochars. Lo interceptamos. Las alas de estas criaturas son poderosas, pero no pueden nada contra nuestras corrientes. Queríamos saber más cosas antes de permitir que Romek recibiera el mensaje.
Hizo una señal. El Tarf se retiró al extremo de la plataforma, calmando al magnífico animal. La cruel y dorada mirada de Alderyk aguantó la de Stark.
—Solicitas de nosotros el favor de los vientos en calidad de jefe de guerra de todas las Casas Menores para arrebatar Yurunna a los Heraldos. ¿Por qué te lo íbamos a conceder cuando eso significa la guerra para todos los Ochars? ¿Por qué no entregarte mejor a Romek, que te pondría en manos de los Heraldos, o te arrojaría a la Hoguera de la Primavera para alimentar al Viejo Sol?
—Le ofrezcáis lo que le ofrezcáis al Viejo Sol, no por ello se hará más fuerte. Se muere y el norte avanza cada vez más. Eso es verdad, tanto para vosotros como para las Casas Menores. Y aunque lo nieguen, también para los Ochars… que creen que los Heraldos les alimentarán perpetuamente.
—¿No será así?
—Los Heraldos lo decidirán. No los Ochars. En el sur hay una revuelta. Las cosas han cambiado desde que los navíos estelares llegaron a Skeg. Demasiados hombres odian a los Heraldos y quieren buscar un mundo donde vivir sea una tarea más agradable. Quizá se derrumbe el poder de los Heraldos.
—Se derrumbará si actúas como pretendes. ¿Por qué te tendríamos que permitir utilizar a las Casas Menores para conseguir tus propios fines?
—Vivís del tributo de esa gente. Sabéis mejor que yo cómo disminuye cada año.
Las mil alas resonaron, y un suspiro escapó de las altas perchas. Los ojos de Alderyk eran dos llamas amarillas que quemaban el cerebro de Stark.
—¿Dices que también nosotros tenemos que dejar el lugar en el que vivimos desde hace siglos para buscar un mundo mejor?
El viento golpeó a Stark de todos lados, le azotó, le ensordeció, le cortó el aliento. Los perros tenían la cabeza baja. Cuando el viento se detuvo, Stark contestó:
—Los pueblos del norte, antes o después, tendrán que irse si quieren sobrevivir. Las Casas Menores se extinguen. Los Heraldos no quieren otra cosa que conservar el poder. Sacrificarán lo que sea. Pero demostraréis vuestra sabiduría si mantenéis un camino hacia el sur, por si queréis tomarlo alguna vez. Entre tanto, Yurunna os alimentará a todos… si la conquistáis.
Silencio. El aire se quedó inmóvil. Muerto.
—¿Irías tú al mando?
—Sí.
Bruscamente, hubo agitación entre los Tarfs. Uno de ellos se precipitó a través del anfiteatro y subió los peldaños de la plataforma para postrarse a pies de Alderyk.
—Señor —dijo, chasqueando y chirriando debido a la carrera—, abajo se ha cometido un asesinato. La tregua del peregrinaje se ha roto y los Ochars ocupan la entrada de la garganta.