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El estandarte peregrino marchó rumbo al este. El hombre al que pertenecía el honor hereditario de llevarlo cabalgaba delante de la compañía con la larga lanza rematada por dos alas desplegadas. Estaban labradas en oro, finamente, pero los años las convirtieron en frágiles y habían tenido que ser groseramente reparadas en varias ocasiones. Aquel estandarte protegía al grupo del ataque de los miembros de las otras tribus. Las capas púrpuras de los jinetes formaban una oscura estría en la tierra de mates pigmentos. Avanzaban deprisa, seguros. El viento les rozaba con suavidad. Siempre ocurría igual, le explicó Ildann, cuando se dirigían al Lugar de los Vientos.
Jofr iba silencioso. Miraba a Stark frecuentemente con ojos cargados de maléfica esperanza.
El Viejo Sol también observaba a Stark como un ojo desdibujado lleno de senil ironía. «No soy de los tuyos» Pensó Stark. «Y lo sabes, y piensas en la Hoguera de la Primavera, lo mismo que el muchacho». Se rió de sus propios pensamientos. Pero el primitivo N’Chaka no reía. El primitivo N’Chaka se estremeció y sintió frío. Anticipaba el peligro. El primitivo N’Chaka no confiaba en las visiones.
Dejó qué los Perros del Norte corrieran a su antojo, manteniendo siempre a su lado a Gerd y Grith. Antes de que hubieran recorrido un trecho considerable, apareció una banda de Corredores. El grupo era demasiado fuerte como para recibir un ataque, pero los Corredores se mantuvieron al acecho más allá del alcance de los arcos, guiados por la esperanza de que alguno de sus componentes se quedase rezagado o alguna bestia resultase herida. Stark les permitió a los perros, llenos de ardor, lanzarse contra ellos, y los Hann se quedaron impresionados. Era la primera vez que los perros mataban en el viaje; y no fue la última. El estandarte peregrino no significaba nada para los Corredores.
Al tercer día, una enorme muralla montañosa surgió en medio de la oscura llanura, desgarrada, solitaria. Aunque el cielo estuviera claro, procuraba la misma impresión que una tormenta. En su centro se abría una garganta, semejante a una estrecha puerta. A los pies de la garganta, contorneando algo parecido a una base, habían edificado un espeso muro de piedra. En el interior del muro se encontraban las tiendas y banderas de un campamento de considerable tamaño.
La cabalgata se detuvo, rehízo filas y los hombres se sacudieron el polvo de las capas. Desplegaron los purpúreos estandartes. Un trompeta dejó oír tres roncas notas emitidas por un cuerno curvo. Stark llamó a la jauría. Los jinetes anduvieron hacia el muro.
En el ancho espacio que separaba la muralla del acantilado se extendían cinco campamentos distintos, segregados, cada uno con su propio estandarte de peregrinaje y banderas de diferente color: rojo, marrón, verde, blanco y el ardiente naranja de los Ochars. Jofr quiso saltar y gritó. Como su montura iba bien sujeta, no pudo avanzar él solo.
En el centro del espacio abierto se veía una plataforma de bloques de piedra, de unos tres metros de alta y seis de ancha. Tres piedras más elevadas se encastraban en ella. Todo el conjunto estaba ennegrecido, manchado y desgarrado por las llamas de la celebración primaveral del Viejo Sol. Alrededor de la plataforma habría un mínimo de diez jaulas. Cada una de ellas contenía a un hombre.
Al llegar los Hann, salieron de las tiendas capas de los cinco colores. Pasaron uno o dos minutos antes de que los hombres vieran a Stark y los perros. El mismo lapso de tiempo transcurrió hasta que creyeron lo que veían. Luego, se alzó un enorme grito de rabia y la abigarrada multitud se adelantó. Rodeando a Stark, los perros se prepararon.
«¿Matar, N’Chaka?»
«Todavía no…»
Ildann levantó los brazos y aulló:
—¡Esperad! Corresponde a los Fallarins decidir lo que se ha de hacer. Ha sido predicho que bañarían a este hombre con sangre y que harían de él un jefe. ¡Escuchadme, hijos de los cerdos! ¡Es el Hombre Oscuro de la Ciudadela de quien hablaba la profecía del sur! ¡Él ha destruido la Ciudadela!
La multitud se detuvo para escuchar. La voz de Ildann resonó en el acantilado, proclamando la buena nueva.
—La Ciudadela ha caído. Ya no hay que vigilar la Alta Ruta. ¡Ha muerto por encima de Yurunna, como una rama rota, y los Ochars mueren con ella!
Rojos, Verdes, Marrones y Blancos rugieron con una alegría sorprendente y feroz. El rugido fue seguido por un mar de palabras. Luego, en medio de un grupo de capas de color naranja, un hombre muy alto le dirigió la palabra.
—Mientes.
Ildann empujó a Jofr hacia adelante.
—Díselo, muchacho. Díselo al todopoderoso Romek, Guardián de la Casa de los Ochars.
—Es verdad, señor —le confirmó Jofr inclinando la cabeza—. Soy hijo de Ekmal, de la Casa del Norte…
Balbuceó cuanto sabía y la multitud le escuchó.
—¡Pero los Heraldos nos hicieron una promesa! —concluyó—. La Ciudadela será reconstruida. Y mi padre envió al Taladrador del Cielo para reunir los clanes…
Otro rugido de las Casas Menores le cortó la palabra. Stark vio que eran menos numerosos que los Ochars. Estimó la cantidad de Capas Naranjas en ciento veinte. Las sesenta Capas Púrpuras de Ildann constituían, tras las anteriores, las más cuantiosas. Todas las Casas Menores juntas apenas llegaban al número total de Ochars. Las Capas Amarillas todavía no habían llegado, pero Stark supuso que no superarían los veinte hombres. Allí sólo acudían escoltas y jefes, guardias de honor, cuyo número de guerreros reflejaba la importancia que tenía cada clan.
Los Ochars cerraron filas, saliendo de la multitud y formando un grupo compacto de color naranja. Hablaron entre ellos. Y los ojos de Romek, azules y fríos por encima del velo, buscaron los de Stark. Las Casas Menores se mezclaban y los hombres discutían las palabras de Ildann.
Tras ellos se encontraba la angosta quebrada, llena de sombras. Stark no podía distinguir su interior. El viento soplaba en ella produciendo raros sonidos. Stark se imaginó que hablaba un idioma secreto que narraba lo que ocurría. Y si el viento hablaba, alguien estaría escuchándole…
Romek se adelantó. Habló con Jofr, haciéndole repetir cómo Stark y los perros llegaron al albergue. Al fin, dijo:
—Parece cierto que este hombre venido de otra parte ha cometido un gran crimen. Ya que nos concierne, hemos de ocuparnos de él.
—Para entregarle a los Heraldos y complacer a vuestros amos —le espetó Ildann.
—No es cosa vuestra —rezongó Romek—. Apartaos.
—Te olvidas de los Perros del Norte —le recordó Ildann—. No los conoces, ¿verdad? Prueba, si quieres.
Romek dudó. Nueve terribles pares de ojos le miraron fijamente. De nuevo, Ildann clamó a las Capas rojas, blancas, marrones y verdes:
—¡El Hombre Oscuro ha vencido en la Ciudadela! ¡Ahora vencerá en Yurunna!
—¡Yurunna! —bramó la multitud—. ¿Cómo? ¿Cómo?
—Si unimos nuestras fuerzas, será nuestro jefe. ¡Si los Fallarins lo ungen! ¡Sólo si los Fallarins lo ungen! No es de nuestra raza, y su deuda de sangre es sólo con los Heraldos. Por esa deuda, nos ofrece Yurunna. ¡Yurunna! ¡Alimento, agua, protección contra los Corredores! ¡La vida! ¡Yurunna!
Se escuchó un grito de guerra.
Cuando le pudieron oír, Romek explicó:
—Eso significará la guerra contra los Ochars. Barreríamos el desierto con vuestros cadáveres.
—¡Puede que no! —gritó el jefe de las Capas Marrones—. ¡Si tomamos Yurunna, los Primeros se convertirán en los Últimos!
En las consiguientes risas se oyó el odio, un odio antiguo e implacable. Romek lo escuchó y se enorgulleció. Miró a los perros, luego a Stark, inclinando a continuación la encapuchada cabeza.
—Todo eso ocurrirá sólo si los Fallarins le ungen con sangre. Muy bien. Que vaya a buscar a los Fallarins y les pida el favor de los vientos. Cuando le hayan oído, sabremos a dónde irá… a Yurunna o a la Hoguera de la Primavera.
—Sólo irá a buscar a los Fallarins cuando ellos le llamen —pidió Ildann.
—No. Iré ahora.
—No puedes —le explicó Ildann. En su voz no había valor—. Nadie entra allí sin su permiso.
—Yo lo haré —le confirmó Stark.
Sin bajar de la silla, seguido por los perros, echó a andar. El gruñido de los animales era como un sordo trueno; los Hombres Encapuchados se apartaron para dejarle pasar. Stark no se volvió para ver si Ildann le seguía. Superó sin prisas la plataforma de la Hoguera de la Primavera y las jaulas en las que las víctimas, sin capas ni velos, esperaban. Pudo ver los rostros desesperados, completamente blancos salvo por una cinta más oscura alrededor de los ojos.
Siguió avanzando hacia la garganta, hacia la estrecha puerta del acantilado. E Ildann no le siguió a aquella ventosa oscuridad.
El sendero, cortado a pico, sólo permitía que los jinetes avanzasen de uno en uno. Las suaves y peludas patas de la montura y los perros apenas se oían al chocar con la roca desnuda. Hacía frío, el frío de una tumba donde nunca llega el sol. Y el viento hablaba. Stark pensó que entendía lo que decía.
A veces, el viento reía de forma muy poco amistosa.
«Cosas». Dijo Gerd.
«Lo sé».
Muy arriba, vieron galerías, por la línea del cielo. Stark sabía que algo se movía, que algo corría. Sabía, aunque no podía verlos, que en la parte alta de la garganta se encontraban montones de rocas dispuestas a caer sobre su cabeza.
«Vigilad».
«¡N’Chaka! No poder vigilar. Cerebros no hablar. ¡No poder oír!»
Y el viento seguía expresándose.
La garganta terminaba ante una muralla rocosa. Una abertura, única, permitía el paso de un solo hombre. Detrás de la hendidura, descubrió una escalera de caracol que se alzaba abruptamente taladrando la oscuridad.
Seguido por los perros, Stark subió. Inquietos, los animales gruñían. Su respiración resonaba en el reducido espacio. Stark, al fin, divisó el extremo de la escalera. Y también vio una puerta estrecha y alta, abierta. Tras ella, luz.
Sentada en el umbral, una criatura le miraba con unos ojos que brillaban bajo unos párpados achinados.