CAPÍTULO 10

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—Esperad —les dijo Stark a sus compañeros.

Avanzó lentamente. Gerd caminaba pegado a su rodilla derecha. Grith salió de la jauría y se situó a su izquierda. Los otros siete perros echaron a andar detrás de Stark. Cabalgaba con la mano derecha levantada. Con la izquierda llevaba la brida separada del cuerpo. Sobre la colina, uno de los hombres arrancó de la montura al muchacho fugitivo.

Stark cubrió la mitad de la distancia que los separaba y contó ocho Capas Púrpuras. Durante un buen rato, el grupo se mantuvo inmóvil, salvo que el hombre que sujetaba a Jofr le abofeteó en una ocasión, duramente. Con las lenguas fuera, los perros se agacharon en la arena. Nadie intentó hacer uso de las armas.

«Nos conocen, N’Chaka. Tienen miedo de nosotros».

«¡Vigilad!»

Sobre la colina, uno de los hombres soltó las bridas y descendió por la pendiente.

Stark esperó a que se pusiera a su altura. Se parecía a Ekmal: delgado, musculoso, cabalgando con la ligera gracia de los hombres del desierto cuya vida está constituida por la necesidad de cubrir largas distancias. Su rostro se ocultaba tras un velo. Sobre la frente, la piedra colgante que le señalaba como jefe era de un color púrpura ligeramente más claro que el de la capa de cuero.

—Que el Viejo Sol te dé luz y calor —ofreció Stark.

—Estás en el país de los Hann. ¿Qué buscas? —El jefe miró a Stark y luego, a los perros; finalmente, de nuevo a Stark—. ¿Son los Perros de la Muerte de los Heraldos?

—Sí.

—¿Te obedecen?

—Sí.

—Tú no eres un Heraldo.

—No.

—¿Quién eres?

Stark se encogió de hombros.

—Un hombre de otro mundo. O, si lo prefieres, un demonio, como pretende el joven Ochar. En todo caso, no soy enemigo de los Hann. ¿Quieres establecer una tregua, según vuestra costumbre, y oír lo que tengo que decir?

—Supongamos que acepto y que a mi pueblo no le gusta lo que oímos.

—En ese caso, me despediré y me marcharé en paz.

De nuevo, el jefe miró a los perros.

—¿Tengo otra elección?

—No.

—Entonces, tregua, y los Hann te oirán. Pero los perros no deben matar.

—No lo harán a menos que nos amenacéis.

—No se os amenazará.

El jefe tendió la mano derecha.

—Soy Ildann, Guardián de la Casa de los Hann.

—Me llamo Stark.

Apretó la muñeca del jefe y sintió que Ildann apretaba la suya como si quisiera averiguar de qué carne estaba hecho.

—De otro mundo —dijo Ildann con desdén—. Nos han llegado muchas historias del sur, más allá de las montañas, de que todo eso son sólo mentiras que se cuentan alrededor de las fogatas de invierno. Pero tú eres de carne, sangre y hueso como nosotros. No eres un demonio. Ni, según nuestras tradiciones, un hombre. Sólo eres carne surgida de alguna alcantarilla del sur.

Los dedos de Stark siguieron apretando la muñeca del jefe.

—Sin embargo, los Perros del Norte me obedecen.

Intercambiaron una mirada. Ildann apartó la vista.

—No lo olvidaré.

—Vayamos a tu aldea.

Los dos grupos se unieron, con cierto disgusto. Marcharon juntos, pero distanciados. Incrédulo, Jofr exclamó:

—¿No les matáis?

—No por ahora —replicó Ildann mirando a los perros.

Gerd le agradeció el gesto con una mirada amenazante y un gruñido de advertencia.

La aldea se alzaba en un valle ancho. Más allá de las colinas que la rodeaban se percibían unas montañas; no eran tan increíblemente altas como las de la Barrena, pero constituían una cadena de picos curiosamente muy escarpada. Antaño, un río corrió por la vega. Pero estaba ya seco, y así seguiría excepto en primavera, durante las crecidas. Sólo en los rincones más profundos del cauce quedaba algo de agua. Unos animales hacían girar pacientemente grandes y chirriantes ruedas, y las mujeres preparaban la tierra para las cosechas de primavera. Los rebaños pastaban en una hierba rala y marrón que más parecía liquen que hierba. Quizá fuera las dos cosas. Stark se preguntó qué clase de cosechas podrían darse en aquel tipo de terreno.

Las mujeres y las bestias estaban custodiadas por arqueros apostados en torres de vigilancia diseminadas por los sembrados. Stark vio los límites de antiguos campos abandonados a las arenas y los restos de viejas ruedas de drenaje junto a un grupo de pozos secos.

—La tierra se encoge —comentó.

—Se encoge para todos —respondió Ildann mirando a Jofr amargamente—. Incluso para los Ochars. El Viejo Sol se debilita, sean cuales sean nuestras ofrendas. Cada año, el hielo dura mucho más tiempo y cada vez más agua se pierde en los hielos de las montañas y no puede ser aprovechada en nuestros campos. Los pastos son cada vez más raros.

—Y cada año los Corredores acuden en mayor número a rapiñar vuestras ciudades.

—¿Qué tienes que ver con nuestras desgracias, forastero?

La mirada de Ildann se teñía con un feroz orgullo y la palabra empleada como «forastero» implicaba un insulto mortal. Stark no quiso darse por enterado.

—¿No ocurre lo mismo en todas las Casas Menores de Kheb?

Ildann no contestó. Jofr, hiriente, comentó:

—Las Capas Verdes casi han desaparecido, las Marrones y las Amarillas…

El hombre con quien compartía la montura le asestó un violento golpe en la cabeza. Jofr hizo una mueca de dolor.

—Soy un Ochar —amenazó—. Y mi padre es jefe.

—No hay que vanagloriarse ni de lo uno ni de lo otro. Entre los Hann, los niños sólo se arrastran hasta que les dejamos hablar.

Jofr se mordió los labios. Sus ojos se llenaron de odio dirigido contra los Hann y contra Stark. Sobre todo, contra Stark.

La aldea era protegida mediante un muro del que se elevaban irregularmente torres de vigilancia. Las casas, con forma de colmena, no eran más que techos sobre cuevas abiertas en el suelo para protegerse del frío y el viento. Estaban pintadas con alegres colores, dañados por el paso del tiempo y ya descoloridos. Paseos estrechos serpenteaban entre las cúpulas. En el centro de la aldea vieron un espacio abierto, casi circular, en cuyo centro crecía un bosquecillo de árboles retorcidos, polvorientos, de hojas duras.

En el bosquecillo se encontraba la casa de tierra cocida que contenía el Hogar y el fuego sagrado de la tribu de los Hann. Ildann les condujo hasta ella.

De las casas salieron sus ocupantes, abandonando los pozos, y los mercaderes de vino llegaron desde los tenderetes del mercado. Incluso se acercó gente desde los campos que estaban siendo cultivados. El espacio que se extendía ante el bosquecillo del Hogar no tardó en llenarse con las capas púrpuras de los hombres y las faldas de brillantes colores de las mujeres. Todos miraron a Ildann, Stark y los demás cuando desmontaron. La litera de Halk fue suavemente depositada en el suelo. Los Hann observaban a los terribles perros blancos, que tenían los ojos entornados y las bocas medio abiertas. Los capuchones cubrían de sombras los rostros velados de los hombres. Los de las mujeres parecían carecer de expresión. Todos miraron a los recién llegados.

Ildann habló; una mujer alta, de ojos fieros, salió de la Casa del Hogar llevando una bandeja de oro sobre la que se encontraba una ramita calcinada. Ildann la tomó.

—Te entrego el Derecho del Hogar.

Marcó la frente de Stark con el extremo carbonizado de la ramita.

—Si te ocurriera algo malo en este lugar, que el mismo mal recaiga sobre mí.

Volvió a depositar la rama en la bandeja y la vestal se alejó para guardar el Hogar. Ildann se dirigió a la multitud.

—Este hombre llamado Stark viene a hablarnos. Ignoro lo que tiene que decir. Le escucharemos en la segunda hora tras la puesta del Viejo Sol.

La multitud murmuró, se agitó y se disolvió mientras Ildann conducía a sus huéspedes a una casa más espaciosa que las demás y un poco separada de las demás. Estaba dividida en dos zonas: una para el jefe, la otra para los invitados. Los Hombres Encapuchados eran seminómadas, pastores y cazadores que pasaban casi todo el verano cazando y buscando nuevos pastos. Los crueles inviernos les obligaban a vivir entre los muros de sus casas. Las habitaciones de la casa de los huéspedes eran pequeñas, sumariamente amuebladas, llenas de la invasora arena, pero limpias y confortables.

—El muchacho se quedará conmigo —dijo Ildann—. No temáis nada, no sacrificaré un buen rescate para saciar mi odio. Vuestros animales serán alimentados. Os traerán todo lo que necesitéis. Si queréis, enviaré una curandera que se ocupe de vuestro amigo. Parece un guerrero.

—Lo es —respondió Stark—. Y te doy las gracias.

La habitación empezó a oler bastante a perro, y los cerebros de la manada parecían a disgusto. No les gustaba estar encerrados. Ildann pareció darse cuenta de ello.

—Hay un vallado al final de ese pasillo. Allí estarán al aire libre. Nadie les molestará.

Les observó mientras salían en fila india.

—Supongo que nos contarás por qué los guardianes de la Ciudadela han abandonado su puesto para seguirte.

Stark asintió con la cabeza.

—Quiero que el muchacho esté presente cuando hable.

—Lo estará.

Ildann salió.

—Yo también quiero estar presente, Hombre Oscuro —dijo Halk—. Ayúdame a levantarme de esta maldita litera.

Le tendieron en una cama. Las mujeres llegaron, encendieron una chimenea y les llevaron agua. Una portaba hierbas y ungüentos. Stark miró por encima del hombro mientras curaba a Halk. La herida se cerraba sin complicaciones.

—Sólo le hace falta reposo y alimento —explicó la mujer—. Y tiempo.

Halk levantó los ojos y miró a Stark.

Dos horas después de la puesta del Viejo Sol, Stark estaba de nuevo bajo los árboles, flanqueado a derecha e izquierda por Gerd y Grith. Los otros siete perros se sentaron tras él. Ashton y Gerrith le acompañaban, al igual que Halk. Ildann, de pie, se situó entre los Nobles de la aldea, hombres y mujeres. Una de sus manos descansaba firmemente en el hombro de Jofr. El Bosque del Hogar y el espacio circular quedaban iluminados por numerosas antorchas fijadas en unos postes. El viento seco y frío del desierto hacía bailar las llamas y la multitud reunida esperaba en silencio. Todos llevaban capas y capuchones para protegerse del frío, de modo que incluso el rostro de las mujeres quedaba oculto.

—Escuchemos las palabras de nuestro huésped —dijo Ildann.

A la luz de las antorchas, sus ojos parecían intensamente vivos. Stark sabía que se había pasado las horas precedentes obteniendo de Jofr cuanta información pudiera darle el muchacho. Jofr había perdido toda su audacia. Parecía colérico y dudoso, como si se encontrase en aguas profundas.

La multitud sin voz ni rostro esperaban pacientemente. El viento jugaba con las capas de cuero y agitaba las duras hojas de los árboles. Stark apoyó una mano en la cabeza de Gerd y habló.

—Vuestro jefe me ha preguntado cómo los Perros del Norte, guardianes de la Ciudadela y de los Señores Protectores, han abandonado su puesto para seguirme. La respuesta es muy sencilla. Ya no pueden guardar la Ciudadela. Yo mismo la incendié.

Un grito sin palabras se alzó de la multitud. Stark dejó que acabase. Se volvió hacia Ildann.

—Sabes que es verdad, Guardián del Hogar.

—Lo sé —replicó Ildann—. El joven Ochar ha escuchado y visto. Este hombre es el Hombre Oscuro de la profecía de Irnan… que finalmente se ha cumplido. Él y sus perros llegaron al albergue con Heraldos cautivos. Dijeron a Ekmal y a los suyos que los Señores Protectores eran fugitivos sin techo. Los Ochars nunca más serán guardianes de la Alta Ruta, y sus lamentos se oirán muy fuertes.

Un grito de salvaje alegría nació de la multitud.

Jofr, furioso, bramó:

—¡Los Heraldos nos lo prometieron! La Ciudadela será reconstruida. Mi padre ha enviado al Taladrador del Cielo y todos los clanes Ochar se reunirán para avanzar contra vosotros…

Con el dedo, señaló a Stark.

—¡… por su culpa!

—Es probable —contestó Stark—. Y os digo también que los Heraldos pagarían un buen precio por mí y por mis compañeros.

Apoyó la mano izquierda en la cabeza de Grith.

—Pero tendríais que vencer a los perros. Ildann, pregúntale al muchacho cuántos Corredores mató la manada. Él vio los cadáveres.

—Ya se lo he preguntado —replicó Ildann—. Al menos, cincuenta.

—Comprenderéis que la recompensa no es fácil de ganar. Os ofrezco una mejor. Os ofrezco quedar liberados de la avidez de los Ochars que desean vuestras tierras, de la opresión de los Heraldos que apoyan a los Ochars. Os ofrezco quedar liberados de los Corredores que devoran vuestras aldeas. Os ofrezco quedar liberados del hambre y la sed. Os ofrezco Yurunna.

Silencio de estupefacción. Luego, todos hablaron al mismo tiempo.

—¡Yurunna! —exclamó Ildann fieramente—. ¿Crees que no lo hemos pensado? ¿Crees que no lo hemos intentado? En tiempos de mi padre, y del padre de mi padre… Las murallas son fuertes, están defendidas por máquinas que derraman ardiente fuego sobre los enemigos. Albergan los corrales donde se educa a los Perros Demonio. Incluso sus cachorros son terribles. ¿Cómo íbamos a conquistar Yurunna?

—Con los Hann únicamente, o con cualquiera de las otras Casas Menores, la tarea es imposible. Pero todas las Casas Menores unidas…

Se alzaron voces, hablando de viejas enemistades, de deudas de sangre, de asaltos, matanzas. La multitud se volvió un ser turbulento. Stark alzó las manos.

—Si las deudas de sangre os importan más que la supervivencia de la tribu, ¡conservadlas! ¡Por su culpa, dejaréis que la última brasa arda en el Hogar! ¿Por qué sois tan estúpidos? Juntos, seríais lo bastante fuertes como para combatir con los Ochars, para combatir con cualquiera, excepto con la propia Madre Skaith. ¡No tenéis elección! Debéis huir hacia el sur. El frío está echando a los Corredores hacia vosotros y vosotros mismos os veis forzados a realizar incursiones hasta los límites del Borde. ¿Por qué todas estas penalidades cuando Yurunna está al alcance de la mano? ¿No sería mejor que Yurunna os alimentara antes que seguir siendo servidores de los Heraldos?

Calma inquieta: reflexionaban.

Ildann planteó la pregunta crucial.

—¿Quién iría al mando? Ninguno de los jefes de las Casas Menores aceptaría someterse a otro.

—Yo iría al mando. No llevo capa, de ningún color. No quiero tierras ni botín. Una vez acabada la tarea, me marcharía.

Stark tardó un tiempo en continuar.

—Ha sido predicho que un ser alado me daría el bautismo de sangre entre los Guardianes de los Hogares de Kheb.

Esperó a que se calmase la reacción.

—La decisión es vuestra. Si decidís en mi contra, iré a las demás Casas. Por ahora, he terminado.

Cortésmente, se volvió hacia Ildann.

—¿Qué debemos hacer?

—Volved a la casa y esperad allí. Debemos hablar entre nosotros.

Una vez en la casa de huéspedes, apenas comentaron nada entre ellos. Habían decidido que aquella táctica era la mejor para todos. Como fugitivos sin recursos, apenas podían sobrevivir. Con un cierto poder apoyándoles, por pequeño que fuera, sus oportunidades serían mucho mejores. Yurunna era el cebo de Stark. No podían hacer otra cosa que esperar las deliberaciones de la tribu.

—Todo irá bien —le dio Gerrith—. No te inquietes.

—Si es verdad, mejor —comentó Halk—. En caso contrario, ¿qué le preocupa a Stark? Ya no es el Hombre Oscuro, ya no está predestinado. Puede dejarnos y marcharse solo a Skeg. Como es casi una bestia, quizá lo consiga. Y quizá no. No tiene importancia. Ahora, que me traigan algo de beber y de comer. Tengo hambre.

Alzó las manos y dio una palmada.

—Si vamos hacia el sur, tendré que ser capaz de sujetar una espada nuevamente.

Por la noche, Stark se despertó en varias ocasiones y escuchó el rumor de la aldea, que zumbaba como un nido de avispas. Cuando el Viejo Sol fue saludado ritualmente y alimentado con vino y fuego para que empezase el nuevo día, Ildann mandó a buscarles. Stark se dirigió a la casa del jefe, acompañado por Ashton, Gerrith y los perros que no dejaban de seguirle.

Ildann se había pasado toda la noche discutiendo con los Nobles, hombres y mujeres. Sus ojos enrojecidos pestañeaban, pero Stark vio en ellos un brillo ambicioso y excitado. También vio algo más: algo llamado miedo.

—¿Qué sabes de los Fallarins?

—Nada —respondió Stark—, salvo que la palabra significa «Encadenados».

—Son los verdaderos señores de este desierto. Incluso los Ochars deben doblegarse y pagarles tributo, como nosotros mismos.

Reflexionó. Stark, en pie, esperó pacientemente.

—Es una raza maldita. En el pasado, los sabios sabían cómo transformar a la gente, crear hombres diferentes…

—Eso se llama mutación controlada —explicó Stark—. Conozco algunas. Los Hijos de Nuestra Madre el Mar, que viven en el agua, y los Hijos de Skaith, ocultos bajo las Llamas Brujas. Ninguno de esos encuentros resultó agradable.

Ildann se encogió de hombros con repugnancia.

—Los Fallarins querían ser los Hijos del Cielo, pero el cambio no resultó… como ellos deseaban. Desde hace siglos se sientan en su negra caverna de las montañas, hablando con los vientos. Son grandes magos que tienen poder sobre el aire y pueden usarlo cuando quieren. Les pagamos cuando sembramos, cuando recolectamos, cuando vamos a la guerra. Si no, enviarían tempestades de arena… —Bruscamente, levantó los ojos—. ¿Es verdad lo de la predicción del hombre alado con el puñal?

—Lo es —dijo Gerrith.

—En ese caso, si los Fallarins te bautizan con sangre, otorgándote el favor de los vientos, las Casas Menores te seguirán donde tú quieras.

—Bien —replicó Stark—. He de encontrar a los Fallarins.

—Mañana saldré para realizar el peregrinaje de primavera al Lugar de los Vientos. Los guardianes de todas las Casas se reunirán allí bajo condiciones de tregua. Está prohibido que acudan forasteros, pero romperé las normas y, si quieres, te llevaré conmigo. Sin embargo, tengo que decirte una cosa… —Se inclinó hacia adelante—. Los Fallarins tienen poderes muy superiores a los de tus Perros Demonio. Si se pronuncian en tu contra, acabarás en las llamas de la Hoguera de la Primavera que encienden para agradar al Viejo Sol.

—Es posible —dijo Stark—. Sin embargo, iré.

—Tú solo. Los demás hombres no tienen por qué ir, y las mujeres no son admitidas. La Hoguera de la Primavera implica muerte y, según nuestras costumbres, las mujeres sólo están ligadas a la vida.

La separación no complacía a Stark, pero no podía hacer otra cosa. Gerrith declaró que todo iría bien. Deseando creerla, Stark salió de la aldea con Ildann, Jofr, sesenta guerreros, los Perros del Norte, algunas bestias de carga y dos hombres enjaulados, condenados, siguiendo el estandarte del peregrinaje al Lugar de los Vientos.