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Frescas y fuertes, las bestias avanzaban sobre la arena con seguridad. Los perros trotaban tranquilamente. Sin dejar de soplar, el viento atenuaba el color ocre del aire.
Con el rostro tan oscuro como un cielo tormentoso, Stark rodeaba con un brazo la joven ferocidad de Jofr. El muchacho viajaba erguido, tenso; su cuerpo únicamente cedía a los movimientos de la montura.
—Estás irritado por el muchacho —le dijo Gerrith.
—Sí. Por el muchacho y por otra cosa… las visiones.
—Déjale marchar —le pidió Ashton—. Encontrará el camino de vuelta fácilmente.
Gerrith suspiró.
—Hazlo, si quieres. Pero en ese caso ninguno de nosotros verá nunca Yurunna.
Ashton se volvió sobre la silla para escrutar su rostro. Había conocido a muchos pueblos de muchos mundos, visto cosas en las que no podía ni creer ni dejar de creer; y sabía tantas otras que no podía decirse que fuera un ignorante.
—¿Qué viste antes de que Eric te despertase?
—Vi a Eric… Stark… en un lugar desconocido, entre unas rocas. Había Hombres Encapuchados, pero sus capas eran de varios colores, no sólo el naranja de los Llegados Primero. Parecían aclamar a Stark y alguien… algo… celebraba un rito con un puñal. Vi sangre…
En los brazos de Stark, el muchacho se tensó.
—¿Sangre de quién? —preguntó Stark.
—La tuya. Parecía una ofrenda, un sacrificio.
Miró a Jofr.
—El muchacho estaba allí. Leí en su frente que era tu guía. Sin él, no encontrarás el camino.
—¿Estás segura de eso? —preguntó Ashton.
—Estoy segura de lo que vi, eso es todo. ¿Te lo ha contado Stark? Mi madre era Gerrith, la Mujer Sabia de Irnan. Tenía el don, un don muy poderoso. El mío es débil y poco regular. Viene cuando se le antoja. Veo y no veo.
Se volvió hacia Stark.
—¡Las visiones me irritan! ¡Déjame en paz! Me gustaría caminar por mi vida a ciegas, como tú, sin confiar más que en mis propias manos y en mi propio cerebro. Sin embargo, esas ventanas se abren y veo por ellas, y debo decir lo que veo o… —Sacudió violentamente la cabeza—. Todo aquel tiempo en la casa de piedra, mientras las abominaciones aullaban y rascaban para entrar a desgarrarnos, vi sin cesar tu carne hecha jirones sin poder determinar si era la Visión o sólo mi propio terror.
—Vi lo mismo —expresó Ashton—. Era el terror.
—Los perros hicieron un milagro —dijo Stark.
Miró la brillante cabeza de Jofr. El muchacho parecía más atento, casi al acecho.
Gerrith tembló.
—Volverán.
—No serán tantos; y los perros vigilarán.
—Si hay otra tempestad de arena, ruega a Dios para que encontremos un abrigo —comentó Ashton—. El próximo albergue está a una semana de viaje.
—No contéis con llegar a él —replicó Jofr—. Mi padre enviará al Taladrador del Cielo.
—¿El Taladrador del Cielo?
—El ave de la guerra. Todos los clanes Ochars se reunirán. Tus Perros Demonio, sin duda, matarán a muchos hombres, pero vendrán más.
Se volvió y sonrió a Stark. Sus dientes blancos parecían tan crueles como un puñal.
—Ya… —dijo Stark—. Y, ¿dónde se encuentra ese lugar de rocas y esos Hombres Encapuchados que no pertenecen a los que Llegaron Primero?
—Pregúntale a la Mujer Sabia —respondió Jofr con desprecio—. Es su Visión.
—Tu padre habló de los Fallarins. ¿Quiénes son?
—Sólo soy un niño —replicó Jofr—. Esas cosas me son desconocidas.
Stark no insistió.
—¿Simon?
—Es un pueblo alado —contestó Gerrith bruscamente.
Ashton la miró.
—Sí. Sin ninguna duda, una mutación controlada, como los Hijos del Mar y los Hijos de Skaith. Los Fallarins inspiran un terror supersticioso entre los Hombres Encapuchados. Parecen muy importantes en la vida tribal, pero nunca he sabido por qué. Los Ochars hablan poco con los forasteros, y los Heraldos respetan sus tabúes. Además, tenía otras cosas en la cabeza. Pero hay algo que sé, Eric.
—¿Qué?
—Cuando el muchacho dijo «Soy un Ochar», fue más una constatación que una afirmación de coraje. Quería decir también que un Ochar conoce el desierto y participa de su poder; que un Ochar destruye a sus enemigos en pro de una venganza sagrada mientras conserve un hálito de vida. Tienes entre las manos una cobra de ojos azules. No lo olvides jamás.
—Ya me las he visto antes con hombres del desierto —respondió Stark—. Ahora, déjame pensar.
El viento se detuvo. El rostro del desierto pareció apaciguarse. El Viejo Sol perdió los velos de polvo y el día rojizo mostró los mojones de la Ruta de los Heraldos, situados lo bastante cerca unos de otros como para que si uno estaba enterrado, el precedente y el siguiente siempre fuesen visibles.
—Simon, ¿qué hay más allá de Yurunna? Has hablado del Borde.
—La meseta en la que estamos se encuentra sobre un acantilado de unos mil quinientos metros. Abajo, hace mucho menos frío y hay lugares en los que es posible la agricultura. Existen ciudades construidas en el mismo acantilado.
—¿Hacen incursiones hasta allí los Hombres Encapuchados?
—A las ciudades, no; son inaccesibles; pero intentan capturar a gente en la campiña, o robar las cosechas. Más allá se extienden nuevos desiertos, hasta llegar al Cinturón Fértil.
—La buena y rica tierra de los Heraldos.
—Me trajeron a Skeg directamente por tal ruta; no vi gran cosa. La única ciudad que conocí se llamaba Ged Darod, la ciudad de los Heraldos. Una ciudad muy bonita.
—Un lugar de peregrinaje —explicó Gerrith—. Santuario, lupanar, orfanato, refugio de los Heraldos. Allí se les engendra, se les educa y se les instruye. Y reciben cualquier basura llevada por el viento. Toda la Ciudad Baja está llena de Errantes y peregrinos procedentes de todas las regiones de Skaith. Hay jardines…
—He oído hablar de Ged Darod —cortó Stark—. Pero primero, Yurunna.
Con la alegría de un pájaro, la clara voz de Jofr anunció:
—No llegaréis a Yurunna.
Levantó hacia el cielo un brazo triunfal. Muy arriba, una forma alada, de bronce y hierro, centelleó brevemente y desapareció.
—Primero irá a reunirse con los jefes de los clanes más próximos y luego con los demás. Su collar les dirá que pertenece a mi padre. Reunirán a sus hombres e irán a su encuentro. No podréis pasar entre los clanes para llegar a Yurunna.
—En ese caso, seguiremos otra ruta —consideró Stark—. Si no encontramos seguridad entre los Ochar, la buscaremos entre sus enemigos. La visión de Gerrith puede que nos resulte beneficiosa.
—¿Irás a las Casas Menores? —preguntó Ashton.
—No tenemos elección.
Jofr se rió.
—Los Ochars no dejarán por ello de perseguiros. Y los hombres de las Casas Menores os devorarán.
—¿Quizá? ¿Y tú?
—Soy Ochar. Soy un hombre, no carne.
—¿Qué harán contigo?
—Soy hijo de un jefe. Mi padre me comprará.
—En ese caso, ¿querrías guiarnos a las Casas Menores o, por lo menos, a la más cercana?
—Con gusto —contestó Jofr—, ¡y tomaré parte en el festín!
—Este guía que has escogido no me ofrece mucha confianza —le dijo Stark a Gerrith.
—No lo elegí —respondió la mujer secamente—. ¡Ni dije que te guiaría gustoso!
—¿Hacia dónde? —le preguntó a Jofr.
El muchacho reflexionó.
—La Casa de Hann es la más cercana.
Frunciendo el ceño, señaló el noreste.
—Debo esperar a las estrellas.
—¿Te parece justo, Simon?
—Sí, considerando dónde se encuentra el territorio de los Ochars. Tienen las mejores tierras.
—Las Casas Menores son débiles —añadió Jofr—. Los Corredores se los comen. Cuando ya no quede nadie, las tierras y toda el agua serán nuestras.
—Pero ese momento todavía no ha llegado —le soltó Stark—. Adelante.
Dejando a sus espaldas la ruta marcada, se sumieron en una desolación sin límites mientras el Viejo Sol descendía hasta rozar los picos montañosos antes de desaparecer en una fría luz cobriza que rayó la tierra para dar paso a las tinieblas, a las estrellas y a la aurora boreal.
Jofr escrutó el firmamento.
—Allí. Donde la estrella blanca se encuentra con las otras tres. Hay que ir hacia allí.
Cambiaron de dirección.
—¿Has seguido antes este camino? —le preguntó Ashton.
—No. Pero todo Ochar conoce el camino que conduce a casa de sus enemigos. La Casa de Hann se encuentra a cinco días de viaje. Los Hann llevan capas púrpuras.
En su boca, «Capas Púrpuras» parecía un término escatológico.
—¿Sabes cómo se llama esa estrella? —le preguntó Stark.
—Claro. Ennaker.
—Los que viven en su tercer mundo la llaman Fregor. Los del cuarto, Chunt. Los del quinto también le dan un nombre, pero mi boca no puede pronunciar su idioma. Todos esos nombres significan «sol».
Jofr apretó los dientes.
—No te creo. Sólo hay un sol, el nuestro. Las estrellas son lámparas que hemos puesto para guiarnos.
—Todas esas lámparas son soles. Muchos de ellos tienen planetas y numerosos planetas están habitados. ¿Crees que Skaith es único y que sois los únicos habitantes del universo?
—Sí —respondió Jofr fieramente—. Así debe ser. Hay historias sobre huevos ardientes que caen del cielo y dan nacimiento a demonios con forma humana, pero son sólo mentiras. Mi madre me ha dicho que no les haga caso.
Con el rostro sombrío y duro, Stark se inclinó hacia Jofr.
—Pues, en ese caso, yo soy un demonio surgido de los huevos ardientes.
Los ojos de Jofr reflejaron la luz de las estrellas. Contuvo el aliento y su cuerpo se encogió entre los brazos de Stark.
—No te creo —susurró.
Apartó el rostro y guardó silencio hasta que se detuvieron.
Halk vivía aún. Gerrith le dio vino y una cocción. Halk comió y, riendo, le dijo a Stark:
—Vas a tener que apuñalarme, Hombre Oscuro. Si no lo haces, viviré, como te prometí.
Ataron a Jofr tan firme pero tan confortablemente como pudieron. Stark ordenó a los perros que vigilaran y le deseó buenas noches a Ashton, que levantó los ojos con una brusca y sorprendente sonrisa.
—A decir verdad, Eric, ni creo que lo consigamos ni que vuelva a ver Pax. Pero es bueno recuperar las viejas costumbres. ¡Nunca me gustó demasiado la oficina!
—Te vas a hartar —le replicó Stark.
Apoyó una mano en el hombre de Ashton, recordando otras noches pasadas ante otras hogueras, en otros mundos.
Ashton prefería aprender sobre el terreno el modo de administrar pacíficamente mundos salvajes. A su lado, en las fronteras de la civilización galáctica, fue donde Stark, adolescente aún, aprendió a reflexionar y a tratar con toda suerte de razas.
—Pon a trabajar esa inteligencia superior, Ashton, y dime cómo tres hombres, una mujer y una jauría de perros pueden apoderarse de todo un planeta.
—Consultaré con la almohada —contestó Ashton.
Se durmió.
Stark se acercó al fuego. Halk dormía. Jofr, con los ojos cerrados, se acurrucaba bajo las mantas. Gerrith se levantó, miró a Stark y se alejaron llevándose las mantas. Gerd y Grith les siguieron y se tendieron junto a ellos cuando se acostaron.
Tenían muchas cosas que decirse, pero no era el momento de hablar. Se encontraban al fin juntos después de la separación, el cautiverio y el miedo a la muerte. No perderían el tiempo con palabras. Más tarde, felices, durmieron abrazados, sin preguntarse acerca del porvenir. Les bastaba la alegría de compartir la vida.
Al segundo día después de abandonar la Ruta de los Heraldos, el aspecto del desierto empezó a cambiar. Las crestas de las dunas se convirtieron en colinas. Las colinas dieron paso a llanuras erosionadas, surcadas por lechos de antiguos ríos. Stark y sus compañeros recorrían una tierra casi maldita.
Había ciudades. No tantas como en las Tierras Oscuras, antaño ricas y fértiles. Sin embargo aún se veían ciudades, o sus ruinas, junto a cauces de ríos secos. Los Corredores se ocultaban en ellas. Jofr parecía descubrir las ruinas por el instinto, como si las oliera en el viento. Explicó que, como todo joven Ochar, debía conocer mapas ancestrales, lo mismo que las estrellas de referencia, para que nunca se perdiera en el desierto. Stark intentó hacerle dibujar un mapa en la arena. El niño se negó. Salvo para los Ochars, aquellos mapas eran tabú.
Le entregaron una montura a Jofr, la menos rápida. Parecía gustarle el papel de guía. Stark no confiaba en él, pero no tenía miedo. Si el muchacho pensaba en traicionarle, Gerd le advertiría.
Durante la espera, Stark permanecía pensativo. Cabalgaba en silencio durante horas y hablaba largamente por la noche con Ashton y, a veces, con Gerrith y Halk. Después de todo, Skaith era su mundo.
En dos ocasiones esperaron la oscuridad para rodear las ruinas de una aldea, pues los Corredores no cazaban de noche. En otros momentos, vieron bandas de criaturas, pero los perros o las mataron o las hicieron huir. Y, súbitamente, una mañana, cuando apenas llevaban dos horas de ruta y el Viejo Sol apenas se perfilaba en el horizonte, Gerd advirtió:
«N’Chaka. Muchacho piensa muerte».
En el mismo instante, con cualquier excusa, Jofr echó pie a tierra y se apartó.
—Seguid derecho —les pidió—. Ya os cogeré.
Stark miró hacia adelante. No se veía nada más que una plana extensión de arena entre dos crestas bajas. La arena no tenía nada raro, salvo que era muy lisa y ligeramente más clara que el resto del desierto.
—Esperad —dijo Stark.
El grupo se detuvo. Jofr se quedó inmóvil al empezar a levantarse la túnica. Gerd se acercó a él, apoyó la enorme cabeza en el hombro y Jofr ni se movió.
Stark echó pie a tierra, subió a una de las crestas, tomó un guijarro plano y lo lanzó al campo liso.
El guijarro se hundió lentamente y desapareció.
«¿Matar, N’Chaka?» Preguntó Gerd.
«No».
Stark volvió y miró a Gerrith, que le sonrió.
—Te dije que la Madre Skaith nos enterraría si no te llevabas al muchacho.
Con la cabeza baja, Jofr volvió a montar. Rodearon las arenas movedizas. Después de aquello, Stark observó con cuidado todos los puntos en los que la arena era lisa y clara.
Supo que penetraban en el territorio de los Hann cuando alcanzaron lo que quedaba de una aldea. No mucho antes, en ella hubo cultivos y pozos. Las casitas con forma de colmena estaban destruidas y arrasadas por el viento y gran cantidad de restos óseos se extendían por doquier. Osamentas rotas, roídas, tan fragmentadas que era imposible decir qué clase de carne las había cubierto. La arena estaba llena de cascotes blanquecinos.
—Los Corredores —explicó Jofr encogiéndose de hombros.
—Sí, unos Corredores que también atacarían las aldeas Ochars —dijo Ashton—. ¿Cómo conseguiría tu pueblo mantenerlas en su poder cuando recupere las tierras?
—Somos fuertes. Y los Heraldos nos ayudan.
Más allá de la tercera aldea devastada, en el mediodía de la quinta jornada, Halk, bien despierto, viajaba sentado en la litera. Vieron ante ellos, en la cima de una loma, un grupo de jinetes vestidos de púrpura y llenos de polvo.
Jofr espoleó la montura, aullando agudamente:
—¡Matad a estos hombres! ¡Matadlos! ¡Son demonios que vienen a robar nuestro mundo!