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«¡Gerd! ¡Vuelve!»
La manada seguía corriendo.
«Peligro, N’Chaka. Proteger Heraldos. Tú venir».
—¿Qué pasa? —gritó Ashton, cuya voz sonaba muy débil a causa del lejano rugido—. ¿Dónde van?
—A proteger a los Heraldos.
El imperativo de los imperativos, el instinto instalado desde el principio de los tiempos. El grito de alarma de Gelmar debió ser apremiante. Su escolta carecía de armas y los Corredores llegaban. Stark juró violentamente. Si dejaba que la jauría se fuera sin él, N’Chaka quizá nunca recuperaría la autoridad. No podía obligar a la manada a volver y no podía permitir que Gelmar se hiciera con su control.
—Debo ir con ellos. Simon, acércate a toda prisa al albergue.
Gerrith, con el rostro pálido, le contempló. La litera seguía balanceándose. La forma del interior mantenía tal inmovilidad que Stark se preguntó si Halk estaría todavía vivo.
—¡Deprisa! —aulló Stark—. ¡Deprisa!
Dio media vuelta y siguió a los Perros. Su humor era tan negro como la parte baja de la ola de arena.
Se reunió con Gelmar en un terreno liso entre dos dunas. Todos los Yur avanzaban a pie, corriendo con más fuerza y energía que las propias bestias. Dos de ellos corrían a la cabeza de la montura de cada Heraldo para obligarlas a aligerar el paso. Los Perros del Norte iban a los lados.
Gelmar miró a Stark con cruel diversión.
—Me preguntaba cuánto tardarías.
Stark no contestó. Con la espada en la mano, se puso al frente del grupo. Precediendo a la base, la cresta de la ola se extendió sobre sus cabezas, arrastrando largas ráfagas arenosas. El aire volvió a espesarse. Desde la cima de una duna, Stark vio que la muralla de arena estaba cada vez más cerca. Los Corredores bailaban ante ella como si preceder a la tempestad les proporcionase más placer que el acoplamiento o alimentarse. Era un juego, como el que Stark vio practicar en otro sitio a pájaros de inmensas alas en medio de los fragores de la tormenta. En el movimiento de las formas se detectaba cierto tipo de belleza siniestra: una danza macabra, muy rápida. Stark no pudo contar las criaturas, pero las estimó en una cincuentena. Quizá más. Los Corredores no avanzaban al azar. Tenían una meta.
—¿El albergue? —preguntó Stark.
—Allí hay comida. Hombres y animales.
—¿Cómo atacan?
—Con la ola de arena. Mientras sus víctimas se sofocan, ellos se alimentan. Sobreviven al polvo y parecen disfrutar de su violencia. Golpean como el Martillo de Strayer.
Strayer era el Dios de los Yunques, venerado por cierto pueblo de herreros en la otra pendiente de las montañas. Stark ya se las había visto con el Martillo.
—Debemos refugiarnos antes de que la ola nos sumerja —dijo—. Si no lo hacemos, nos dispersaremos de tal modo que ni los perros podrán ayudarnos.
Desde la cima de la siguiente duna, Stark distinguió las siluetas de Ashton, Gerrith y la litera. Habían alcanzado los muretes y franqueaban una puerta. Cuando se deslizó a lo largo de la pendiente, ciego por la arena que revoloteaba, Stark les perdió de vista. El suelo tembló. El enorme y solemne rugido llenaba el mundo.
Setecientos metros. Siete minutos y medio para cubrirlos. Corriendo, y cuando la vida depende de ellos, quizá la mitad.
«Manténte cerca, Gerd. Guía a los humanos».
La cabeza de Gerd se apretó contra su rodilla. El perro temblaba.
«No peor que la tempestad de nieve en el Corazón del Mundo».
«¡Guíales, Gerd!»
Grith se situó junto a su pareja.
«Guiamos».
El aire era todo un remolino. Corrían a lo largo de la ola, hacia los muros que no veían.
«Vienen Cosas, N’Chaka».
«¿Matar?»
«Demasiado lejos. Pronto».
«¡Entonces, corred deprisa!»
El viento intentaba arrancarles del suelo. Stark contaba los segundos. A la cuenta de ciento setenta, un muro emergió del mundo lleno de arena, tan cerca que estuvieron a punto de tropezar. ¡La puerta! ¡La puerta!
«Aquí, N’Chaka».
Una abertura. Al otro lado de los muros, la fuerza del viento pareció amainar. Quizá la calma que precedía a la explosión de la ola. Vieron ante ellos el edificio de piedra, detrás, un muro interior. Imposible llegar. Mucho más cerca se encontraban unos establos largos y bajos, vacíos, destinados a los animales. Aunque tenían techo, quedaban abiertos al sur.
La ola se derrumbó sobre los muros del nordeste: un rebullir ocre y negro. Los Corredores llegaron con los surtidores de arena, rozando apenas el suelo, con los brazos abiertos. Parecían controlados por alguna demoníaca energía que parecían extraer de la dinámica del viento y del desierto en erupción.
Stark se deslizó de la silla y se aferró con la mano izquierda al pelaje del cuello de Gerd. Detrás de él, los Yur casi aupaban a los Heraldos. Los perros se apelmazaban unos contra otros. Los establos no ofrecían mucha seguridad, pero no dejaban por ello de ser un refugio preferible a nada. Se lanzaron bajo el techado más cercano, aplastándose contra el muro.
La ola explotó.
Tinieblas, rugidos, polvo, estremecimientos. El mundo se derrumbaba. El viento les maldecía por haber escapado. Bajo el techo, el aire estaba lleno de arena y la arena contenía caras. Caras de gárgolas, sin frente, con ojos apagados y enormes dientes de carnívoros.
«¡Matar!»
Los perros mataron.
Una parte del techo resultó arrancada. Los Corredores andaban sobre el tejado, destrozándolo. Su fuerza era inusitada. Los perros mataban, pero algunos Corredores saltaron por los huecos lanzándose sobre sus presas. Los Yur dejaron a los Heraldos en un rincón y, ante ellos, formaron un muro humano. No tenían más que las manos para defenderse. Las mandíbulas de los Corredores se cerraban en la carne viva y no aflojaban la presa.
Stark mataba con feroz desgana, rajando cuando se movía. El olor era infecto. Los aullidos de rabia, de hambre y de pánico de los Corredores se extendían por doquier, agudos y terribles, atravesando la tormenta.
Los perros mataron hasta el agotamiento.
«Muchos, N’Chaka. Fuertes».
«¡Matad! ¡Matad! ¡Si no, Heraldos morir!»
Los perros mataron. El resto de la horda de Corredores partió detrás de la tormenta buscando presas más fáciles, dejando a su espalda montones de cuerpos abominables. Pero los perros estaban demasiado cansados para jugar. Con la cabeza gacha y la lengua colgando, se tumbaron.
«N’Chaka, sed».
Sacudido, agotado, Stark contempló la jauría.
—Tienen sus límites —dijo Gelmar. Su rostro parecía de ceniza. A su lado, se veía un Yur—. Dale la espada.
Impaciente, lo repitió:
—¡Tu espada, Stark! A menos que vayas a hacerlo tú mismo.
Los Heraldos estaban indemnes. Dos de los Yur habían muerto. Otros tres agonizaban atrozmente. A sus carnes aún se prendían cadáveres de Corredores. Corría la sangre entre sus horribles fauces.
Stark tendió la espada. Rápida, eficazmente, el Yur dio los golpes de gracia. Los ojos de las víctimas no traicionaron ninguna emoción y se hicieron menos brillantes en los hermosos rostros impasibles mientras morían. Los Yur indemnes tampoco demostraban emoción alguna. Tras cumplir con su deber, el Yur limpió la espada y se la devolvió a Stark.
Todo ocurrió en breves minutos. El salvajismo concentrado del ataque resultó increíble.
Stark se dio cuenta de que Gelmar miraba los cadáveres de los Corredores con fascinación horrorizada.
—¿Nunca antes los habías visto?
—Sólo de lejos. Y nunca… —Gelmar titubeó, como si reflexionase—. Nunca tantos.
—Cada año vienen más, señor —dijo una nueva voz, autoritaria y fuerte.
Por la parte abierta del recinto aparecieron cuatro hombres, apenas sombras en el polvo: unas capas de cuero con capuchón, de color naranja, volaban alrededor de las altas y delgadas figuras. Los rostros se ocultaban bajo velos del mismo color. Sólo se les veían los ojos, penetrantes y azules. El hombre que acababa de hablar era el jefe: los otros esperaban a su espalda. Bajo el capuchón, sobre la frente, colgaba una piedra naranja, mate, cuya montura de oro se veía arañada y gastada.
—Te vimos antes de que golpease la tormenta, señor, pero no pudimos llegar a tiempo.
Como los demás, miró los cadáveres de los Corredores.
—¿Lo han hecho los Perros del Norte?
—Sí —contestó Gelmar.
El Hombre Encapuchado trazó un signo en el aire y murmuró algo lanzando una mirada de soslayo hacia los perros. Se volvió y habló con Gelmar, aunque clavaba en Stark la fría mirada.
—En la casa hay dos hombres y una mujer que han llegado antes que tú. Al hombre de cabellos grises le vimos hace unos meses, cuando los Heraldos le llevaban hacia el norte. Reconocen haber estado prisioneros. Han dicho que este extranjero comanda los Perros del Norte, que ellos ya no os obedecen y que nosotros también debemos obedecerle. Naturalmente, sabemos que todo eso es mentira.
Echó hacia atrás la capa, descubriendo un corto sable, cruelmente curvo, y una daga, cuya empuñadura de hierro rematada por pinchos, se abría para recibir la mano.
—¿Cómo quieres al hombre, señor? ¿Muerto o vivo?