CAPÍTULO 4

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El perro se inmovilizó. Apoyado sobre las patas anteriores, tan espesas como postes, con los anchos hombros plantados frente al viento, mostraba su pelaje hirsuto totalmente erizado. Su cabeza, que parecía demasiado pesada para que incluso un cuello poderoso la pudiera sujetar sin fatiga, se balanceaba lentamente. Tenía los belfos colgándole entre los colmillos. Excitada, rugiente, la jauría se reunió tras él. Anunciaban la muerte en el brillo de unos ojos que, sabiendo tantas cosas, centelleaban.

«Allí». Dijo Gerd.

Y Stark los vio, alineados bajo la luz crepuscular. Un segundo antes no había percibido nada. En aquel momento eran once… no, catorce. Siluetas inclinadas, linguilíneas, apenas humanas. Una epidermis semejante a cuero viejo, insensible al viento y al frío, cubría sus huesos prominentes. El viento levantaba crines hirsutas y jirones de pieles de animales. Una familia, consideró Stark: machos, hembras, crías. Una de las hembras llevaba algo entre los senos colgantes. Otros adultos sujetaban piedras o huesos.

—Corredores —exclamó Ashton, sacando la espada—. Son como pirañas. Una vez te muerden…

Un viejo macho aulló: un grito agudo, salvaje. Las siluetas harapientas se pusieron en tensión y, levantando las inmensas piernas, se lanzaron a la oscura arena.

Avanzaban a increíble velocidad, con las cabezas y cuerpos demacrados situados a una irregular altura con respecto al suelo, sin apartar la vista de las presas. En los torsos estrechos no se veían más que costillas. Apenas poseían hombros; los brazos, largos como alas, les servían de contrapeso. Las increíbles piernas se levantaban, se estiraban y se encogían con un ritmo tan grotesco y perfecto que su belleza conmovía casi tanto como su terrible ferocidad.

Gerd dijo:

«N’Chaka. ¿Matar?»

«¡Matar!»

Los perros enviaron Miedo. Así mataban. No con colmillos o garras, sino con proyecciones mentales de terror, frías y crueles, que atravesaban como flechas los cerebros, licuando las entrañas, helando los corazones hasta que dejaban de latir.

Como aves atrapadas en la red, los Corredores cayeron gesticulando, retorciéndose, gritando. Y los Perros del Norte corrieron hacia ellos.

Ashton seguía sosteniendo la inútil espada y contempló la jauría con horror.

—Entiendo por qué la Ciudadela permaneció sin ser atacada durante tanto tiempo.

Miró a Stark.

—¿Sobreviviste a eso? —le preguntó.

—Exactamente.

Stark volvió a verse a sí mismo bajo las crueles estrellas, en medio de la nieve que cubría la llanura nocturna mientras Colmillos, el Perro Rey, se reía y le enviaba Miedo.

—Estuve a punto de sucumbir. Luego recordé que ya había conocido el miedo, cuando el anciano me enseñó a sobrevivir en aquel lugar en que me encontraste. Recordé haber sido perseguido por clamidosaurios, grandes como dragones, con unos dientes todavía más horrorosos que los de Colmillos. Morir vencido por un perro me volvía loco. Resistí. No son invencibles, Simon, a menos que así lo pienses.

Los perros jugaban con los grotescos cuerpos como si fueran muñecos. Al pasar, Stark detectó a la hembra de pechos caídos. Lo que apretaba contra el cuerpo era un recién nacido. Incluso muerta, la minúscula cara sin frente tenía una expresión feroz.

—En las Tierras Oscuras del otro lado de las montañas, eran peores —dijo Stark—, aunque no mucho más. Los restos de las diversas poblaciones abandonadas en las Grandes Migraciones resuelven sus problemas de supervivencia de modos muy variados, todos muy poco agradables.

—Los Hombres Encapuchados temen y odian a los Corredores —explicó Ashton—. Antes se les localizaba más al norte, pero ahora luchan salvajemente por los pocos alimentos que quedan en el desierto. Corren más deprisa que cualquier otro ser vivo y todo lo que se mueve es comida: hombres, animales, cualquier cosa. Las tribus más débiles son las que más sufren; las llaman las Casas Menores de los Siete Hogares de Kheb. Los Corredores realizan incursiones hacia el sur, hasta las ciudades del acantilado de Yurunna, a lo largo del Borde. Los Ochars, que se denominan a sí mismos como los Primeros Llegados, están mejor pertrechados por la cantidad de provisiones que les proporcionan los Heraldos. Las Casas Menores no les tienen mucho aprecio. Se hacen la guerra mutuamente. No les gustarás a los Ochars, Eric. Son los Guardianes Hereditarios de la Ruta de los Heraldos, y su existencia depende de ellos. Ahora que la Ciudadela no existe y no habrá más relaciones entre Yurunna y ella…

Ashton esbozó un gesto expresivo.

—Hasta el momento —replicó Stark—, he gustado a muy poca gente.

En Skaith, sólo a una persona. Una mujer. Gerrith.

Cuando los perros terminaron de jugar y comer, Stark les llamó.

A disgusto, obedecieron.

«Bien hecho, tripa llena». Dijo Gerd. «Ahora dormir».

«Dormir más tarde». Respondió Stark, mirando los ojos brillantes y crueles hasta que el animal apartó la vista. «Ahora dar prisa».

Acabaron con rapidez.

Se extinguió el último destello escarlata. Las estrellas ardieron en el cielo del desierto; Skaith no tenía luna, y las Tres Reinas, magníficas joyas de las noches meridionales no brillaban allí. Sin embargo, era posible seguir los mojones de la ruta.

El viento se detuvo, aumentó el frío. Los alientos se convirtieron en vapor y se helaron en las caras de los hombres y los hocicos de las bestias.

«Heraldos. Allí». Dijo Gerd.

Los perros no podían distinguir las diferentes clases de Heraldos, Gerd, mentalmente, veía «blanco», el color de las togas que llevaban los Señores Protectores.

Stark no tardó en detectar rastros en la arena y supo que estaban muy cerca.

Las monturas tropezaban por el cansancio. Stark ordenó detenerse. Comieron, durmieron un poco y se volvieron a poner en marcha, siguiendo la larga pista entre las dunas.

La primera luz cobriza del alba apareció por el este. Se amplió lentamente, debilitando las estrellas, manchando la tierra como herrumbre creciente. El borde de la estrella escarlata ascendió con lentitud por el horizonte. Ante ellos, Stark escuchó voces salmodiadas.

—Viejo Sol, te agradecemos este día. Te agradecemos la luz y el calor que vencen al frío y a la muerte. No abandones a tus hijos y concédeles muchos más días de veneración. Te adoramos realizando ofrendas, con sangre preciosa…

Desde lo alto de una duna, Stark vio el campamento: una veintena de servidores, un montón de bestias y equipajes. Aparte, junto a las últimas brasas de una hoguera, los siete viejos. Llevaban suntuosas mantas sobre las togas blancas de Señores Protectores. Ferdias echó una libación sobre las brasas moribundas.

Alzó los ojos hacia los Perros del Norte y los dos terrícolas que ocupaban la cresta de la duna. Stark distinguió claramente su rostro, un rostro fuerte, fiero, implacable. El viento del alba jugaba con su ropa y sus largos cabellos blancos. Sus ojos eran de hielo. Sus compañeros, seis oscuros pilares de rectitud, alzaron también la vista. Pero no dejaron de salmodiar.

—… con sangre preciosa, con vino y fuego, con todas las cosas que hacen la vida sagrada…

El vino chisporroteó y humeó sobre las calientes cenizas.

Gerd gimió.

«¿Qué pasa?» Preguntó Stark.

«No saber, N’Chaka. Heraldos coléricos».

Gerd levantó la cabeza. Bajo los rayos del Viejo Sol, sus ojos ardieron como carbunclos.

«Heraldos quieren matar».