CAPÍTULO 3

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Los navíos interestelares eran desconocidos en Skaith cuando llegaron diez años antes como sorprendentes apariciones procedentes de otros mundos.

Antes de su llegada, el Sistema de la Estrella Escarlata había vivido millares de años de solitaria existencia en los confines de la galaxia sin ser tocado por la civilización interestelar que, desde su centro en Pax, principal mundo de Vega, se extendía por la mitad de la Vía Láctea. La Unión Galáctica incluso englobaba el pequeño mundo de Sol. Pero el Escudo de Orión, del que formaban parte Skaith y su Viejo Sol, permanecía virtualmente inexplorado.

En su juventud, Skaith fue rico, industrial, urbano, poblado. Sin embargo, nunca accedió a los vuelos espaciales y cuando la estrella escarlata se debilitó con la edad y empezó la larga agonía, no hubo evasión posible para sus habitantes.

Sufrieron y murieron; o bien, si eran lo bastante fuertes, sufrieron y sobrevivieron.

Gradualmente, nacido de las terribles alteraciones de la Gran Migración, se impuso un nuevo sistema social.

El cónsul de la Unión Galáctica que pasó en Skeg algunos años llenos de esperanzas que, al final, se verían defraudadas, escribió en su informe:

«Los Señores Protectores, reputados como inmortales mortales e inalterables, fueron instaurados, aparentemente, hace mucho tiempo por las autoridades de aquel tiempo como una institución de superbenevolencia. Empezó la Gran Migración; las civilizaciones del norte fueron progresivamente destruidas a medida que aumentaban las poblaciones que huían del frío. Era seguro que seguirían tiempos caóticos y se entablaría una lucha feroz entre las diversas poblaciones para apropiarse de nuevas tierras. Entonces, y más adelante, los Señores Protectores deberían, al alcanzarse una cierta estabilidad, impedir el aplastamiento brutal de los débiles a manos de los fuertes. Su ley era muy sencilla: socorrer a los débiles, alimentar a los hambrientos, proteger a los desamparados… y siempre actuar a favor de la mayoría. A través del tiempo, aquella ley sobrepasó sus primitivas intenciones. Los Errantes y las numerosas minorías improductivas de esta civilización extremadamente fragmentada forman ahora la mayoría dominante. Como resultado, los Heraldos, en nombre de los Señores Protectores, constituyen ahora más de la tercera parte de una población virtualmente esclava dedicada a suministrar lo necesario para los skaithianos no productivos».

Una esclavitud de la que nadie podía escapar… hasta la llegada de los navíos estelares.

Skaith tenía necesidad de metales. Los navíos podían transportarlos, importando hierro, plomo y cobre a cambio de las fantásticas drogas que crecían en la estrecha zona tropical de Skaith y las antigüedades expoliadas entre las ruinas de ciudades milenarias. Los Heraldos permitirían aterrizar y Skeg se convertiría en un mercado para los extranjeros de otros mundos.

Sin embargo, los navíos llevaban, además de metales, muchas otras cosas. Llevaban esperanza. Esperanza corruptora, pues a algunos les conducía a pensar en la libertad.

Los habitantes de Irnan, ciudad estado de la zona templada del norte, habían soñado tanto con ella que pidieron a la Unión Galáctica, por mediación de su cónsul, la ayuda necesaria para emigrar a un mundo mejor. Aquello precipitó la crisis. Los Heraldos reaccionaron furiosamente para frenar aquel primer conato que no tardaría en convertirse en una fuerte demanda si nuevas ciudades estado querían escapar de Skaith. Detuvieron a Ashton, llegado de Pax para conferenciar con los irnanianos, y le enviaron al Alto Norte, a la Ciudadela, para que los Señores Protectores le interrogasen y decidieran su suerte. Gelmar, Primer Heraldo de Skeg, disponía de una masa inmensa de Errantes dispuesta a realizar las más bajas tareas. Cerró el consulado de la Unión Galáctica e hizo de Skeg un enclave prohibido que ningún extranjero podía abandonar. Otros Heraldos, siguiendo órdenes de Mordach, castigaron a los irnanianos y les apresaron en su propia ciudad. Cuando Stark llegó para rescatar a Ashton, los Heraldos le esperaban…

Gerrith, la Mujer Sabia de Irnan, profetizó que un Hombre Oscuro llegaría de las estrellas. Un lobo solitario, un hombre sin tribu ni hogar, que destruiría la Ciudadela de los Señores Protectores por amor hacia Ashton.

La Mujer Sabia pagó la predicción con la vida, y a Stark casi estuvo a punto de costarle el mismo precio. La descripción podía corresponder con la suya. Como mercenario, no tenía amo. Como vagabundo de las rutas estelares, no tenía hogar. Como huérfano del planeta Mercurio, no tenía pueblo, aunque fuera de origen terrícola. Gelmar y sus Errantes hicieron lo imposible para matarle en Skeg antes de que pudiera empezar a investigar. La predicción se difundió entre todas las razas de Skaith. Precedió a Stark en su camino hacia el norte, donde le recibían como un salvador al que podían aclamar y encumbrar; o como un blasfemo al que había que matar lo antes posible; o como una mercancía que podía venderse al mejor postor. La predicción no le ayudó en absoluto.

Sin embargo, cumplió la profecía. Conquistó y destruyó la Ciudadela. A causa de los Perros del Norte y su fiera lealtad, no pudo eliminar a los Señores Protectores. Habría que destruirlos de otro modo y eso sería cuando las poblaciones se convencieran de que no eran seres sobrenaturales, inmortales e inmutables a lo largo de los milenios, sino sólo siete viejos Heraldos convertidos en amos supremos del Cinturón Fértil. Siete viejos, arrojados a los caminos de Skaith por el coraje y la determinación de un aventurero de otro mundo. Objetivo conseguido. Pero la Mujer Sabia no reveló cuanto sabía acerca del cumplimiento de la profecía.

De los seis compañeros que salieron de Irnan para dirigirse a la Ciudadela, tres sobrevivían: Stark; Gerrith, hija de Gerrith, como sucesora de su madre; y Halk, el poderoso guerrero, matador de Heraldos y amigo del mártir Yarrod. Los demás murieron en combate cuando los thyranos, bajo las órdenes de Gelmar, hicieron prisioneros a Stark y a los suyos. Gracias a Gerrith y a la intervención de Kell de Marg, la Hija de Skaith, que exigió que Gelmar llevase a los cautivos a la Morada de la Madre para averiguar la verdad de los navíos espaciales, Stark pudo evadirse. Tendría que haber muerto en las oscuras catacumbas que se extendían bajo las Llamas Brujas, en los laberintos abandonados y olvidados por los Hijos de Nuestra Madre Skaith. Pero, finalmente, salió por la puerta norte, se enfrentó a los Perros del Norte y tomó la Ciudadela.

Gelmar aún tenía en su poder a Halk y a Gerrith. Se apresuraba con ellos hacia el sur, para exhibirlos en las murallas de Irnan como pruebas del fracaso y la inutilidad de la sangrienta rebelión. Irnan, asediada, se defendía del furor de los Heraldos, esperando a que otras ciudades estado se unieran a la lucha para reclamar el derecho de partir hacia otros mundos.

Stark sabía que los Señores Protectores y los Heraldos harían lo que estuviera en su mano para destruirle. Y su poder era inmenso. Allí, en el casi despoblado norte, su poder se mantenía gracias a la corrupción y la diplomacia más que por la fuerza. Pero en el Cinturón Fértil, el cinturón verde que rodeaba las zonas templadas del viejo planeta, donde vivía la mayor parte de los supervivientes, su poder se apoyaba en tradiciones milenarias y en la innoble masa de los Errantes, los indisciplinados protegidos de los Señores Protectores cuya única ley, en aquel mundo moribundo, era el placer. Cuando parecía necesario, los Heraldos empleaban también tropas mercenarias, disciplinadas y bien armadas, como los izvandianos. A medida que avanzase hacia el sur, Stark se encontraría con enemigos más poderosos.

Su montura daba signos de agotamiento. Stark pesaba demasiado. La de Ashton se encontraba en mejor estado. A pesar de los años, Ashton seguía siendo tan delgado y musculoso como cuando era joven, con la misma fuerza en la mirada, la mente y el cuerpo. Incluso después de una serie de ascensos que le valieron un puesto importante en el Ministerio de Asuntos Planetarios, Ashton se negó a vivir detrás de una mesa. Se obstinaba en hacer pesquisas planetarias sobre el terreno; lo que le llevó a Skaith para caer prisionero de los Heraldos.

En todo caso, pensó Stark, había rescatado a Ashton de la Ciudadela; si no lograba sacarle de Skeg y del planeta, no se sentiría culpable por haber fracasado.

Incansablemente, la arena se movía llevada por el viento que, cada vez, soplaba más fuerte. Los perros trotaban, pacientemente: Gerd, que sucedió a Colmillos como Perro Rey; Grith, la enorme y terrible perra que era su pareja; y los otros siete supervivientes del ataque contra la Ciudadela. Bestias telépatas, infernales, con un medio secreto y terrible de matar.

El Viejo Sol pareció erizar la cima de la muralla montañosa como si quisiera descansar para recuperar fuerzas de cara al impulso final. A su pesar, Stark sintió el temor de que aquella puesta de sol fuese la última y que la estrella escarlata no volviera a levantarse. Tal fobia, muy extendida entre los skaithianos, parecía haber dominado a Stark. Las sombras se acumulaban en los valles del desierto. El aire se hizo más frío.

Bruscamente, Gerd dijo:

«Vienen cosas».