Gerd gruñó, habló de mentiras. Pero Stark extendía ya la mano hacia la caja negra.
—En ese caso, ¿por qué tanto empeño en destruirla?
Gelmar no respondió.
Los Isleños de Aud siguieron su camino, pero los compañeros de Stark les siguieron. Ashton se reunió con él ante el transmisor. Las tropas se quedaron en la sala exterior, atentas, esperando un ataque. Poco después, y no muy lejos, oyeron unos sonidos terribles. Los Perros del Norte gimieron, con el pelo erizado.
«Heraldos, N’Chaka».
No distinguían las personalidades individuales, pero percibían muy claramente la diferencia entre un Heraldo y cualquier otra persona, así como distinguían perfectamente a Ferdias y a los Señores Protectores. Stark comprendió que estaban muy cerca.
«Allí».
«Allí» era detrás de una mampara de madera en la que se distinguía una puerta.
Stark la señaló.
—Halk, Tuchvar. Llevaos a los perros. Desconfío de los Isleños.
—¿Por qué tantas contemplaciones con los Señores Protectores? —preguntó Halk.
—Son viejos. Y Ashton quiere salvarles.
Halk se encogió de hombros y salió. La puerta conducía a un pequeño corredor. Los irnanianos le acompañaron, al igual que Tuchvar y los perros, a excepción de Gerd y Grith, que se quedaron, vigilando a Gelmar con ojos amenazantes.
La habitación, salvo por los sonidos procedentes de la caja negra, estaba muy silenciosa. Los sonidos eran fuertes y vacíos: la eterna charla del universo que en nada confortaba. La voz de Ashton constituía un monótono contrapunto mientras movía cuidadosamente el dial del aparato, repitiendo su nombre y el código de urgencia, pidiendo respuesta.
No la obtuvo.
Gelmar sonrió.
—¿Cuánto tiempo hace que hablaste con el navío?
—Tres días.
«Mentiras», dijo Gerd.
—Prueba otra vez.
Ashton volvió a hacerlo.
Más allá de las murallas, la llanura de Ged era el caos. Desde hacía semanas, la gente llegaba a la ciudad. En aquellos momentos, todos la abandonaban, arrastrando a los heridos, los enfermos, los viejos, los niños y los fardos que contenían su botín. La llanura se llenó de gente y de cargamentos repartidos por el suelo. Una constante oleada de gente que llegaba por las rutas de los peregrinos chocaba con los fugitivos, aumentando la confusión. Ged Darod, resultaba evidente, no albergaba ninguna esperanza.
Junto a la única puerta sólidamente retenida, Sanghalaine de Iubar esperaba con Morn y una guardia de Ssussminh. No lejos de allí, los Fallarins también esperaban, rodeados por los Tarfs que empuñaban las espadas de cuatro manos. Las delgadas narices de Alderyk se estremecieron de disgusto ante los olores infectos de una humanidad sucia y sus infames desechos conducidos por una brisa tibia, junto con polvo y ruido. De vez en cuando, movía las alas, ordenando a la brisa que se apartase. Pero el mal olor y los gritos no se detenían.
Klatlekt parpadeaba con la indiferencia característica de su raza. Su torso brillaba al sol, así como la larga hoja de la espada que un hombre vigoroso no podría levantar. Contemplaba el infernal maremágnum de la llanura con el desprecio carente de interés que sentía por todo el mundo excepto por los Fallarins.
Pasado un largo rato, vio algo a lo lejos y levantó aún más la calva y redonda cabeza.
Se volvió hacia Alderyk y le dijo:
—Señor…
Alderyk miró; vio, procedente del norte, una enorme nube de polvo en la Ruta de los Heraldos.
Llamó a Morn y le mostró la nube.
—Advierte a Stark, si puedes, y advierte también al Señor del Hierro y a tus propios capitanes.
«¿Son enemigos o los aliados prometidos por la Mujer Sabia?»
Las alas de Alderyk chascaron secamente.
—No tardaremos en saberlo.
Una voz suave habló en el palacio; la enturbiaban chasquidos y silbidos, pero se escuchaba con claridad.
—¿Ashton? Simon Ashton. Nos dijeron que habías muerto.
—No del todo.
—Y el otro hombre. Stark.
—Estoy aquí. También les dijeron que estaba muerto.
—Sí. Hace cosa de una hora.
Stark miró a Gelmar, cuyo rostro seguía pareciendo de mármol.
—Fue Ferdias. El Señor Protector.
—Sí. Nos prohibió aterrizar; como sabíamos lo delicado de la situación de Skaith… ¡Bueno! Con ustedes dos muertos, pensamos que era inútil. Cambiamos de órbita, preparándonos para el salto. Veinte minutos más y nos habríamos ido.
—Permanezcan en órbita sobre Ged Darod —pidió Ashton. El sudor corría como lágrimas por su rostro. Se lo limpió con la mano—. Vamos a asegurar una zona. Les advertiremos cuando el aterrizaje pueda efectuarse sin peligro. Sigan a la escucha.
—Entendido —respondió la voz.
Se calló. Ashton se volvió hacia su hijo adoptivo. Se miraron. En silencio. No existían palabras que expresasen lo que se tenían que decir. De todos modos, las palabras eran inútiles.
La nube de polvo de la Ruta de los Heraldos se inmovilizó. El polvo cayó mientras los jefes detectaban lo que pasaba en Ged Darod. Los ojos de halcón de Alderyk no tardaron en distinguir los grupos coloreados: púrpura, rojo, blanco, verde, amarillo y marrón, las capas de cuero curtido de los Hombres Encapuchados. Tras ellos, se destacaba una masa mucho más grande de color oro verdoso, rodeando siluetas oscuras colgadas sobre altas bestias del desierto como aves dispuestas a lanzarse al vuelo.
Las alas de los Fallarins se convocaron para saludar el torbellino que se alzó en la llanura.
Los seis ancianos vestidos de blanco, Gorrel había muerto y no tuvieron tiempo de designar sucesor, estaban sentados en la sala alta y espaciosa cuyas ventanas admiraban el esplendor de los techos de los templos y el sonido de las campanas. Los clamores de los combates se mezclaban con el dulce cántico de las campanas y un humo espeso velaba el brillo del Viejo Sol.
Cinco Heraldos rojos se plantaron junto a los Señores Protectores. El resto de los Doce había muerto defendiendo a sus amos. Varios, además, de esos cinco parecían heridos. La sala y la antecámara estaban llenas de cadáveres. La mayor parte de ellos llevaban la túnica roja del más alto rango; pero había muchos de verde, azul e incluso uno con el color gris de los aprendices, un adolescente. Allí habían resistido por última vez. Y, al fin, los Isleños desnudos, apartando los cadáveres con el pie, miraron con sus ojillos implacables a los hombres y a los perros que no les dejaban seguir matando.
Los perros rezongaban, gemían, bajando las hirsutas y enormes cabezas. Recordaban las brumas y las nieves del Corazón del Mundo, donde sus vidas fueron consagradas a aquellos seis viejos.
—¿Dónde está Llandric? —preguntó Pedrallon.
—Era necesario encontrar tu transmisor —respondió Ferdias—. Llandric no sobrevivió al interrogatorio.
Seguía ofreciendo la misma imagen arrogante: la espalda recta, con aquella calma suya tan soberana, al menos en apariencia. Miró a los Isleños con disgusto. Hacia los demás, su odio amargo era más complejo. Al ver a Stark, su expresión desafió cualquier descripción. Sin embargo, no demostró ni debilidad ni miedo.
La cólera de Pedrallon resultaba evidente.
—Le asesinaste. Permitiste la muerte de cientos de súbditos. Incluso cuando la última fortaleza estuvo asediada por tus hambrientos hijos, rechazaste el último navío que podría haberles favorecido.
—Vivimos en una era de cambios —contestó Ferdias—. Una Segunda Migración. Sin traidores, habríamos sobrevivido. Sin traidores, esta última fortaleza no habría caldo. Como antaño, conseguiríamos la paz y el orden en el mundo. Un mundo más pequeño, cierto. Pero nuestro mundo: Nuestra Madre Skaith intacta de las costumbres extranjeras.
Se volvió hacia Stark.
—Por una razón que ignoro, parecemos haber perdido el favor de lo que intentamos conservar. —Se tomó un tiempo y, simplemente, añadió—: Estamos dispuestos a morir.
—Tal era mi intención —replicó Stark—, pero Ashton es más sabio que yo.
Con cortesía glacial, Ferdias se volvió hacia Simon Ashton, a quien durante tantos meses tuvo prisionero en la Ciudadela del Alto Norte.
—Los Señores Protectores nos acompañarán a Pax —dijo Ashton—. Será la mejor prueba de que una nueva era comienza en Skaith.
—El pueblo sabrá que hemos sido obligados. Odiará a los forasteros más que nunca.
—No cuando empiecen a llegar víveres y medicinas. Podréis defender vuestra causa en el Consejo de Pax. Pero dudo que os feliciten por haber condenado a muerte a la mitad de la población del planeta antes que dejarla emigrar; y únicamente para mantener el poder. Podéis resultar todavía útiles a vuestro pueblo: ayudadnos a organizar la distribución de alimento y el transbordo masivo de los que quieran abandonar Skaith.
Ferdias estaba estupefacto.
—¡No contéis con nuestra ayuda!
—¡En el nombre de Dios! —explotó Ashton súbitamente—. ¡Alguien tendrá que alimentar a estos perezosos hijos que habéis criado! ¡Ya han muerto bastantes por vuestra culpa!
—Si nos negamos a partir, ¿nos pondréis en sus manos?
Con un gesto de la cabeza señaló a los Isleños.
—¡Oh, no! —contestó Ashton, sonriendo—. En las de ellos no. En las de vuestro propio pueblo, Ferdias. En las de vuestros hambrientos hijos.
Ferdias inclinó la cabeza.
—Presumo que nos pediréis asilo —concluyó Ashton.
Ferdias apartó la vista. Sus indomables hombros, al fin, caían ligeramente.
—Nuestros depósitos personales están vacíos —dijo—. Se lo hemos dado todo. Pero no nos creyeron.