Sentía la calidez del sol en la cara. Percibía el sudor y el polvo, el olor animal de los Isleños, el pesado aliento de los perros. Corría, y brillaba su espada.
La gente se dispersaba en las rutas de los peregrinos. Las murallas con numerosas puertas de Ged Darod se alzaban sobre la llanura, y los portones estaban abiertos. Las puertas de Ged Darod siempre permanecían abiertas. Pero, en aquella ocasión, los pivotes chirriaron, y las puertas se movieron. Al ver el ejército, se dio la orden de cerrar aquellas puertas que llevaban siglos abiertas. En el interior de la ciudad, se apresuraron a cumplir la orden. Pero las multitudes enloquecidas del exterior intentaban entrar, por miedo a ser abandonadas a merced del enemigo.
Stark aulló. Un grito extraño y penetrante, que sorprendió incluso a los Isleños. Un grito que venía de muy lejos, de otro mundo; el grito de unos seres subhumanos de rostros parecidos a morros de cerdo que divisaran su presa. Los Perros del Norte aullaron, larga y siniestramente.
Se dirigieron hacia la puerta más próxima. Una masa compacta de gente se aglutinaba en ella; estalló en fragmentos bajo las espadas, las lanzas y el terror mental de los perros.
No hubo apenas resistencia. Una pequeña compañía de mercenarios combatió con valor, pero no tardó en ser vencida. Los otros, Errantes, peregrinos, refugiados, huyeron. Los Isleños no habían perdido casi empuje. A Stark le costó trabajo contenerlos hasta la llegada de Ashton con el resto de las tropas. Los thyranos cubiertos de hierro llegaron después, gruñendo y jadeando. Los Fallarins y los Tarfs se mantuvieron aparte, esperando a que acabasen con el trabajo sucio. En un combate de aquel tipo, no podían hacer gran cosa.
Stark vio que, por una vez, los iubarianos llegaban a la carrera, todos menos los encargados de las catapultas. Confió la defensa de la puerta a un destacamento thyrano y echó a correr junto con los Isleños, seguidos por los irnanianos y los hombres del desierto. Halk blandía la larga espada. El resto de las tropas thyranas avanzaba pesadamente en la retaguardia: un muro móvil de escudos erizado con espadas.
Sólo Pedrallon iba sin armas. Como Heraldo de alto rango antes de su derrota, Ged Darod era la ciudad que había conocido llena de orgullo y poder. Stark se preguntó cuáles serían sus sentimientos al ver en lo que acababa Ged Darod.
Pues en Ged Darod ocurrían muchas cosas.
Se veían edificios en llamas. Los almacenes, saqueados. Los templos de techos multicolores, expoliados; incluso el dorado Templo del Sol. Se detectaban cadáveres en las escaleras. Sacerdotes y Heraldos muertos flotaban en os estanques. Desenfrenadas multitudes corrían en todas direcciones, desorganizadas, enloquecidas, furiosas. No representaban mayor amenaza. Pero Stark sabía que en Ged Darod se encontraban tropas mercenarias y se preguntó por qué no aparecían. El calor aumentó mucho más la fetidez de las calles. Delbane escupió y dijo:
—Nuestra tierra ha sido mancillada.
—Será purificada —replicó Stark.
Gerd gruñó. «Muerte, N’Chaka. Hombres combatir. Matar».
Stark asintió. Percibió el lejano sonido de la batalla.
De nuevo, tuvo que contener a los Cuatro Reyes, con toda su energía. Quería dar tiempo para que los thyranos se unieran a ellos. Las estrechas callejas comprimían a sus tropas, restándoles capacidad de maniobra.
Las condujo hacia los rugidos de la multitud.
Desembocaron en la inmensa plaza que se extendía bajo la Ciudad Alta. Una multitud compacta se apelotonaba en ella; un océano furioso, cuyas olas golpeaban en el blanco acantilado traspasado por innumerables y enigmáticas ventanitas. En las lindes de la multitud divisaron Errantes y refugiados, provistos de improvisadas armas que habían ido tomando de un lado u otro. En la vanguardia, conduciendo el asalto, los mercenarios. Y Stark comprendió por qué no defendían la ciudad. Se amontonaban sobre y alrededor de la plataforma desde la que los Heraldos acostumbraban dirigirse al pueblo. También vieron gente en el túnel por el que trepaban las escaleras ceremoniales. Lejos, dentro del túnel, se oyeron los sordos golpes de un ariete.
—¿Qué hacen? —preguntó Delbane.
—Es el enclave sagrado de la ciudad. Quieren tomarlo.
La multitud se volvió para afrontar el nuevo peligro. Desde la plataforma, también los mercenarios les vieron. Stark notó una súbita actividad en la entrada del túnel. Se formaron filas de soldados duros y disciplinados.
—Pero la queremos para nosotros —siguió Delbane—. ¿No es así?
—Sí —respondió Stark.
Miró a la multitud y al monolítico muro que se alzaba más allá.
—Bien, en ese caso —continuó Delbane. Se volvió hacia los Reyes, sus hermanos—: ¡barramos a esa canalla!
—¡Esperad! —exclamó Pedrallon.
Una cierta cualidad de su voz hizo que los Isleños le oyeran. Despreciaban su debilidad física, pero seguía siendo un rojo Heraldo y un príncipe, y la antigua autoridad no le había abandonado. Con un gesto, señaló el túnel.
—Nadie entrará por esa puerta. A causa del ángulo de los escalones, un ariete es prácticamente inútil. Pueden golpear cuanto quieran, pero la puerta aguantará. Tampoco nosotros lo conseguiríamos. Conozco otro camino. Lo usaba yo mismo cuando quería salir de la ciudad sin ser visto.
Stark oyó la llegada de los iubarianos. Ellos y los thyranos podían contener a los asaltantes, incluso vencerlos. Impartió rápidas órdenes al Señor del Hierro y, a continuación, se dirigió a los Reyes.
—Seguimos a Pedrallon.
Los Isleños le enseñaron los dientes. La multitud estaba sobre ellos, y querían empezar a combatir de inmediato. Un instante más y no podrían decidir. Stark tomó el cordón de cuero del que colgaba la placa de oro, el mapa, de Delbane.
—¿Quieres la ciudad, sí o no?
Los feroces ojos le apuñalaron. La daga de hueso se levantó. Los perros gruñeron como advertencia. Stark les hizo callar, apretando la cinta mucho más.
—¿Quieres la ciudad?
La daga bajo.
—Sí.
Stark se volvió y dirigió una señal a sus tropas, que echaron a correr, saliendo de la plaza.
La multitud avanzó, lanzando piedras, blandiendo armas improvisadas. Rodeó a los thyranos, que formaron el cuadro defensivo que les permitiría proteger los flancos y la retaguardia. El muro de hierro se puso en movimiento. Llegó el primer contingente iubariano, con algunos poderosos Ssussminh. En pocos segundos, la plaza fue una barahúnda gigantesca. La multitud quedó apresada entre las disciplinadas filas de los recién llegados y las de los mercenarios que avanzaban a su encuentro.
Pedrallon guió a la compañía de Stark por calles casi desiertas hacia el Refugio en el que los Errantes entregaban sus hijos a los Heraldos para que recibieran educación. Rostros ansiosos se asomaban a las ventanas del Refugio. Cerraron las entradas cuando pasó la tropa y los soldados oyeron gritos y lamentos.
Tras el Refugio y la alta construcción en la que los viejos Heraldos podían pasar sus últimos años, el muro de la Ciudad Alta se unía a un promontorio rocoso. Vieron unos almacenes adosados al peñón. Al fondo de uno de ellos, invisible salvo para los iniciados, encontraron un portal. Pedrallon les precedió por un oscuro corredor, un agujero de rata por el que debían avanzar en fila india; Stark y los altos irnanianos, además, con la espalda doblada a causa del techo excesivamente bajo.
—Es una locura —objetó Delbane, pensando en que sus hombres se estiraban en una fila impotente—. ¿Hay guardias al otro lado?
—Los perros nos lo dirán —contestó Stark—. ¡Deprisa!
Se volvió hacia Pedrallon.
—¿Hay más pasadizos secretos como éste?
—Varios. También entre los Heraldos hay intrigas palaciegas. Y la vida monástica resulta a veces un poco enojosa, de modo que cuando uno no quiere que le vean…
No había bifurcaciones, ni riesgo de equivocarse. Avanzaron rápidamente y llegaron a unos escalones, altos y sinuosos, que les hicieron retener el paso. Los escalones siguieron hasta que todos se quedaron sin aliento. Al fin, con alivio, llegaron a un rellano.
—Silencio —advirtió Pedrallon.
La larga fila se inmovilizó, incluyendo a los que se encontraban aún en los escalones y en el nivel inferior.
«¿Gerd?»
«Heraldos. Allí. Esperan».
«¡Matad!»
En alguna parte, un hombre aulló.
Pedrallon tanteó en la oscuridad. Se abrió una puerta. Stark y los perros saltaron a una amplia sala llena de cajas polvorientas, muebles destrozados y Heraldos moribundos portando inútiles armas. No había más que una docena, más que suficientes para defender el estrecho pasaje contra una fuerza ordinaria. Además, era dudoso que esperasen ser atacados.
Los perros acabaron su trabajo a toda prisa. Una marea de hombres se derramó por la sala.
—Necesitamos sitio —explicó Halk—. Si ahora se lanzasen contra nosotros…
Más allá de la sala, un corredor se extendía entre dos hileras de puertas. Vieron algunas túnicas, azules, verdes y grises, de los aprendices, huyendo o deteniéndose para enfrentarse a los invasores. Pero la resistencia parecía sólo simbólica.
Algunos de los hombres de Stark fueron designados para resistir en el corredor mientras llegaba el resto de los Isleños. Poco después, la vanguardia de la tropa cruzaba una puerta ancha y alcanzaba un gran patio en el que era fácil formar filas. Desde las ventanas de tres de los lados, los Heraldos gritaban. A su alrededor, Stark escuchó los disturbios de la Ciudad Alta, agitada como una pajarería en peligro.
Los felinos Isleños formaron compañías bajo la enseña de la Cabeza de Oro. Atravesaron el patio, llegaron a un lugar en el que desembocaban tres calles. Las tres calles eran estrechas, apretadas entre gruesos muros. Una, muy corta, terminaba casi enseguida ante el elaborado pórtico de algún edificio administrativo. La otra descendía por una larga pendiente hasta la gran plaza que había tras la puerta. La tercera conducía a una escalinata que subía hacia el Palacio de los Doce.
La plaza estaba llena de Heraldos; sobre todo, Heraldos jóvenes, de rango inferior. Un destacamento de mercenarios se plantó ante la puerta. A juzgar por su aspecto y equipo, provenían de bandas diferentes. Stark no pudo determinar su número. Sobre los peldaños del palacio, más mercenarios montaban guardia. Tras ellos, nuevas filas de Heraldos.
Stark se dirigió a los Cuatro Reyes.
—Ésa es la puerta de vuestra ciudad. Tomadla y será vuestra.
—No hay gloria suficiente para todos nosotros —protestó Aud, despectivo—. ¿Tú qué vas a hacer?
—Tomar el palacio.
—Bien —replicó Aud—. Adelante.
Los mercenarios en la escalinata del palacio contaban con una compañía de arqueros. Cubrían la calle que los asaltantes debían recorrer. Aud quería lanzarse sobre ellos sin esperar más. Stark le retuvo. Delbane, Darik y Astrane avanzaban ya hacia la gran plaza. El ruido de los combates al otro lado de la puerta fue cubierto por sonidos más secos procedentes del interior.
—Primero tenemos que hablar —le dijo Stark a Aud.
Tomó un escudo de uno de los irnanianos y subió los peldaños, manteniendo en alto el brazo derecho, desarmado.
A medio camino, se detuvo y gritó:
—Hay un ejército en la Ciudad Baja y otro aquí. Defendéis una causa perdida. Soltad las armas.
—Hemos aceptado oro —respondió el capitán de los mercenarios—. No cometeremos traición.
—Sois hombres con honor —continuó Stark—, pero muy tontos. Pensadlo.
—Lo hemos pensado ya —replicó el capitán.
Volaron las flechas.
Stark se agachó tras el escudo. Las flechas martillearon en el cuero grueso y silbaron junto a sus oídos. Ningún sonido escapó de los Isleños. Pero uno de los perros aulló y se levantaron gritos entre los guerreros tribales y los irnanianos.
«¡Matad!», les dijo Stark a los perros. Mataron, y las bestias humanas que seguían a Aud subieron las escaleras con tal fiereza que estuvieron a punto de pisotear a Stark, que había desenvainado la espada.
Otra andanada de flechas se incrustó en las primeras filas; pero las siguientes saltaron sin duda por encima de los cuerpos caídos. No hubo tercera andanada. Los perros estaban furiosos; sus ojos ardían como estrellas maléficas. Los mercenarios cayeron, luego, los Heraldos. Los que podían, se refugiaron en el palacio.
Stark y los Isleños derribaron la puerta. Las lanzas de punta de hueso cumplieron con su cometido. La sangre salpicó los tapices admirables, los muros de mármol.
Desde el vestíbulo, una majestuosa escalinata conducía a los pisos superiores.
Stark encontró a Pedrallon y le preguntó:
—¿Dónde está Ferdias?
Pedrallon subió por la escalera.
—Las habitaciones de los Señores Protectores están en el nivel superior.
—¡Enséñame el camino!
Y Stark casi adelantó a Pedrallon por la escalera. Los perros corrían por delante, y poco le importaba a Stark que le siguieran. Pero enseguida llegaron Ashton y Halk, con un puñado de irnanianos, Sabak y sus guerreros del desierto y los Isleños que hasta entonces no habían participado en la lucha.
Encontraron salas de mármol multicolor, soberbiamente trabajado y esculpido, ventanas talladas, puertas de madera con bajorrelieves espléndidos.
Heraldos de todas clases intentaron defender aquellas salas de los salvajes y ensangrentados asaltantes y sus terribles mastines. Pero habían vivido tanto tiempo seguros de su poder; Inatacables, nunca amenazados, adorados por sus hijos como semidioses, que cuando se produjo lo impensable y aquellos mismos hijos se desbocaron, hambrientos y traicionados, sobre sus puertas, se encontraron sin defensa. Incluso los mercenarios comprendieron que se acercaba la abolición del poder de los Heraldos y se dispusieron a luchar contra ellos. Los Heraldos eran impotentes ante los fuera de la ley; las comunidades monásticas siempre lo han sido. Y los orgullosos Heraldos del palacio murieron como corderos bajo las lanzas de los bárbaros.
Pedrallon señaló una puerta maciza en el extremo de una larga sala muy adornada y multicolor, diciendo:
—Allí.
Pero Gerd le contradijo:
«N’Chaka. Heraldo. ¡Allí!»
«Allí» era un corredor lateral; la imagen del Heraldo transmitida por el perro telépata era la de Gelmar, antaño Primer Heraldo de Skeg.
«Piensa matar».
«¿A quién?»
«Nadie. Cosa. Cosa extraña. No entender. Su mente matar la voz que habla».
Stark se dirigió a Aud:
—A los Señores Protectores, los quiero vivos, ¿entendido?
Se metió a la carrera por el pasillo.
Vio un reflejo rojizo de tela desaparecer detrás de una puerta.
«¡Allí!», dijo Gerd. «¿Matar?»
«Espera…»
La puerta era de madera, oscura, pulida y ennegrecida por el transcurrir de los siglos. Daba paso a una pequeña sala llena de admirables tallas. Contra un muro, una mesa; en la mesa, un objeto incongruente y feo: una caja negra, llena de cuadrantes y marcadores fabricados en cadena que contrastaban fuertemente con la belleza de la mesa y los paneles murales.
Gelmar estaba de pie ante la caja, machacando los cuadrantes con el pomo de hierro de una espada.
—No se romperán —dijo Stark.
—¡Qué los dioses maldigan todas estas cosas! ¡Y a los hombres que las usan!
Levantó la espada contra Stark.
«Dejad», les ordenó a los irritados perros.
Había poco espacio en la cámara, pero no hacía falta mucho más. Gelmar no era muy diestro con la espada; pero, con toda su alma, deseaba una sola cosa: matar a Stark. Sorprendido por la fuerza del asalto, Stark esquivó el salvaje ataque. Las hojas chocaron. Y Stark hizo caer la espada de Gelmar.
—No volveré a contener a los perros —dijo.
La sangre abandonó el rostro de Gelmar, dejándole pálido e impasible. El rostro de un hombre que ve el fin de su camino y lo sabe. Sin embargo, habló con voz perfectamente tranquila:
—De todos modos, el transmisor no te vale de nada. Ferdias ya ha hablado con el navío. Ha partido y no volverá.