CAPÍTULO 24

El punto más elevado de la Alta Ciudad de Ged Darod era un templete de mármol que dominaba el Palacio de los Doce. Los miembros del Consejo podrían sentarse en ella para contemplar su reino.

Ferdias y los otros cinco Señores Protectores, el viejo Gorrel estaba agonizando, permanecían de pie en el templete. El viento jugaba con sus blancos cabellos y túnicas níveas. Miraban, más allá de la Ciudad Baja, la llanura de color gris verdoso, marcada por las rutas de los peregrinos que convergían en Ged Darod desde todas direcciones. En cada ruta septentrional se perfilaba una incesante nube de polvo.

—¿No acabará nunca? —preguntó Ferdias.

A aquella distancia, no se podían distinguir las características individuales; pero Ferdias había visto a los peregrinos desde mucho más cerca y sabía que muy pocos de ellos merecían realmente aquel nombre… visitantes que harían ofrendas en los templos y se irían después. Los refugiados eran muchísimos más, montados en carromatos llenos de pertenencias, de viejos y niños, víctimas de la Diosa que acudían a implorar la ayuda de los Heraldos. Ferdias nunca hubiera pensado que las colinas de la Zona Templada Septentrional pudieran contener una población tan numerosa, ni que una estación de cosechas perdidas fuese capaz de generar tanta miseria. Evidentemente, los diezmos de los Heraldos se llevaban una gran parte de los excedentes; lo que hacía que las reservas fuesen muy escasas. Pero, pese a todo…

Las calles y albergues de la Ciudad Baja estaban llenos a rebosar. Fuera de los muros habían alzado campamentos que se ampliaban cada día que pasaba.

—Nos hacen falta más vituallas —dijo Ferdias.

—El norte no tiene nada que darnos, monseñor —se lamentó uno de los Heraldos vestidos de rojo que se amontonaban a espaldas de Ferdias con las varas de mando.

—Lo sé. Pero el sur no ha sufrido estas terribles heladas. En el mar hay pesca.

—El sur esta revuelto —respondió otro Heraldo vestido de rojo—. Todo el sistema de distribución ha sido alterado. Hay innumerables refugiados. La población por alimentar, legalmente o mediante la rapiña, también se ha duplicado. Nuestras peticiones son rechazadas o eludidas. Los Heraldos son atacados. Los príncipes meridionales nos dicen que primero tienen que atender las necesidades de sus súbditos.

—Nuestras actividades pesqueras —explicó un tercer Heraldo— han sido gravemente perturbadas por los Hijos del Mar, que exigen sus propios tributos.

—Sin embargo, toda esta gente que ha venido a Ged Darod tiene que ser alimentada —recalcó Ferdias. Su voz poseía la frialdad del acero—. Tengo a la vista un inventario de los depósitos de la Ciudad Alta y la Ciudad Baja. Incluso con un racionamiento severo, lo que no es posible, dentro de un mes nos quedaremos sin provisiones. —Hizo un gesto que abarcaba toda la ciudad, la llanura y a cuantos seres vivían en ellas—. ¿Pueden venir a nuestra mesa y encontrarla vacía? ¿Y entonces?

Los rojos Heraldos, miembros del Consejo de los Doce, con las varitas doradas símbolos de su orgullo, evitaron la mirada de Ferdias. Pensó que el miedo se leía en sus ojos.

—Irán a otra parte —se atrevió uno.

—No irán a otra parte. Desde hace dos mil años, les hemos enseñado a no ir a otra parte. Somos su esperanza y su promesa. Si fallamos…

—Hay mercenarios.

—¿Debemos lanzarlos contra nuestros hijos? Pero, además —añadió Ferdias—: ¿quién podrá apostar por su lealtad cuando también sus vientres estén vacíos?

Las miríadas de campanas tintineaban dulcemente sobre los techos multicolores de los templos de la Ciudad Baja. Al otro lado del edificio de mil ventanas que se alzaba como un acantilado sobre aquellos techos, los patios interiores y los claustros de la ciudad de los Heraldos disfrutaban del sol. Ferdias pensó en la Ciudadela, en Yurunna y en la pérdida de su inmenso poder. Era casi como si el llamado Stark hubiera conseguido la ayuda de la Diosa de la Oscuridad; como si, aliados, avanzaran por el planeta destruyendo cuanto los Heraldos llevaban milenios construyendo.

—¿No lo entendéis? —preguntó Ferdias a los Doce Heraldos—. ¡Esa gente tiene que ser alimentada!

Kazimni de Izvand era de la misma opinión. Una parte de los jardines de la Ciudad Baja había sido destinada a cuarteles mercenarios. Otros grupos, aparte de los izvandianos, habían acudido a Ged Darod en busca de comida o empleo. Un océano de Errantes les rodeaba, ocupando a veces sus campamentos. Los mercenarios observaban las reglas de la higiene. Los Errantes, no. La fetidez de los jardines, antaño tan hermosos, resultaba asfixiante, al igual que la de las calles.

Los servicios que, durante siglos, habían bastado ampliamente para atender a un número normal de peregrinos y Errantes que llegaban para invernar, no podían bastar para las hordas que comían, dormían y excretaban donde podían. El hospital y el cementerio estaban abarrotados. Incluso los templos habían sido invadidos. Los Heraldos y sus servidores hacían lo posible; pero las epidemias ya se habían extendido por la ciudad y los campos de refugiados de más allá de las murallas. La distribución de alimentos a tales multitudes era lenta y difícil. Se agitaron los puños, se alzaron las primeras voces. Estallaron pequeños motines, en los cuales fueron robadas carretas de avituallamiento. Cada vez más a menudo, los mercenarios se vieron obligados a mantener el orden. Y el orden empezó a desmoronarse en todas partes.

Haciendo rondas con sus hombres para vigilar los carros cargados de provisiones, o acostado por la noche en el campamento, rodeado por la horda chillona, maloliente y movediza, Kazimni tenía la impresión de que la ciudad pesaba de un modo tangible, tanto que podría aplastarle. Sabía que se había equivocado al ir allí, lo mismo que los Heraldos se habían equivocado al librarse de las naves estelares. Se preguntaba lo que tendría que hacer cuando se acabasen los víveres de los Heraldos… y dirigía la mirada frecuentemente hacia el blanco acantilado de la Ciudad Alta.

Muy lejos, en la llanura, en la ruta occidental que terminaba en Ged Darod, una hilera de ojos enloquecidos, cuerpos pintados de rosa y plata, bailaba en el polvo.

El Pueblo de las Torres se detuvo en un desfiladero entre las montañas. Eran muchos menos que cuando salieron de las Tierras Sombrías. Las degeneradas criaturas ocultas en las ciudades muertas del norte los habían diezmado, lo mismo que el largo y helado viaje. No eran siempre los más débiles los que perecían. Tras devorar a todas las bestias, el Pueblo de las Torres avanzó a pie. Las provisiones que tenían apenas pesaban. Sus cuerpos delgados y demacrados, todos vestidos de gris, se veían más delgados que nunca, haciéndoles parecer un ejército de fantasmas que avanzase combatiendo contra las tempestades de nieve por las laderas de las montañas. Al fin, se habían detenido sin saber por qué, empuñando las armas, con los ojos pálidos mirando atentos detrás de las aberturas de sus máscaras grises y apretadas. La mayor parte de las máscaras carecían de señales distintivas. Adultos y niños esperaban, sin quejarse, sin hacer preguntas.

A la cabeza de su pueblo, Hargoth, el Rey de la Cosecha, cuya máscara portaba simbólicas espigas de trigo, se enfrentaba a un grupo de mujeres.

Habían salido de las ráfagas de nieve para cerrarles el paso. Su única ropa era un saco negro que les cubría la cabeza. Sus cuerpos desnudos eran delgados; la piel parecía corteza de árboles viejísimos endurecida por años de soportar la intemperie.

La que parecía poseer mayor autoridad gritó con voz ronca y chirriante que el Viejo Sol moría. Las otras mujeres lo corearon dolientemente. Alzaron los brazos al cielo y volvieron los rostros cubiertos por el saco negro hacia la débil palidez de la estrella escarlata que atravesaba las nubes tormentosas.

—¡Sangre! —aulló la mujer—. ¡Fuerza! ¡Fuego! ¡Sólo hay hombres en las montañas y el Viejo Sol tiene hambre!

—¿Qué queréis de nosotros? —preguntó Hargoth.

Lo sabía muy bien y miró a toda prisa hacia las abruptas paredes del desfiladero donde, sobre las crestas, más formas de corteza marrón se ocultaban tras las peñas dispuestas a lanzarlas. Hizo un gesto con los dedos; pero no era necesario. Los sacerdotes ocupaban tras él la posición ritual de la Llamada. Detrás de los sacerdotes, un hombre, cuya máscara mostraba dos rayos, susurró unas órdenes a los lanceros.

Hargoth extendió el brazo. Los sacerdotes formaron un semicírculo a sus espaldas y fue como si una flecha estuviera lista para volar. El poder de los cerebros unidos al suyo empezó a invadirle; lo dominó.

—Dime lo que quieres.

—Vida —dijo la portavoz—. Vida para dársela a nuestro Señor y Hermano. Somos las Hermanas del Sol. Le servimos y alimentamos su fuerza. Danos algo con lo que podamos alimentarle.

—También yo venero al Viejo Sol —contestó Hargoth suavemente. Sus ojos brillaban tras la máscara, fríos e incoloros como fragmentos del cielo invernal—. También venero a la Trinidad, mi Señor la Oscuridad, mi Señora el Hielo y su Hija el Hambre. Se acercan, hermana. ¿No sientes el aliento de la Diosa que te trae la paz?

El frío era muy intenso. La escarcha cubrió a las mujeres. Los copos de nieve se pegaban a ellas como hielo que se acumula a más hielo. El aire se llenó de débiles crujidos y tintineos, como si también se estuviera congelando.

Sobre las pendientes, los gritos y gemidos demostraban que las jabalinas habían alcanzado su objetivo. Sólo cayó un peñasco, que estuvo a punto de alcanzar a dos sacerdotes. La formación se rompió, así como el lazo mental cuya fuerza había llamado al frío. Pero aquella única Llamada bastó. Los cuerpos marrones y descarnados yacían inmóviles o se movían débilmente. Otros, a los que no había alcanzado la plena fuerza de la Diosa, retrocedían gimoteantes hacia el bosque.

—Sigamos nuestro camino —ordenó Hargoth.

La larga hilera gris volvió a ponerse en marcha silenciosa por la nieve.

Al fin, salieron de las montañas a un valle donde los campos abandonados brillaban bajo el hielo como si fueran de metal oscuro. Sobre una altura vieron una ciudad, vacía, sólo cenizas. Pero en gran parte podía volverse habitable de nuevo y el clima parecía templado. Hablaron de establecerse allí. Sin embargo, no había nada que comer y la idea dejó de gustarles poco después.

Hargoth lanzó los dados del Hijo de la Primavera. Los arrojó tres veces y tres veces indicaron el este. El Pueblo de las Torres siguió su camino, sobre el flanco norte de una cadena montañosa mucho más alta que la que acababan de cruzar. Sus picos desaparecían en una capa de espesas nubes.

La marcha de los hombres de Thyra era más lenta. Cubiertos de hierro, avanzaban en filas sólidas, pisoteando el suelo implacablemente. En el interior de las sonoras escuadras, mujeres, niños, bestias de carga. No se detenían más que cuando eran atacados. En aquellos casos, las espadas y los escudos de hierro formaban un muro defensivo sólido y mortal.

No poseían la audacia ni la fantástica rapidez del Pueblo de las Torres, y fueron atacados muchas más veces que ellos. Se entretuvieron ante Izvand, sintiendo la abundante comida que cobijaban sus muros. Muros demasiado sólidos como para caer bajo el hierro thyrano. Se comieron a sus últimas bestias y siguieron adelante.

Al atravesar las Tierras Estériles, pisotearon la nieve de los pasos montañosos. Cuando finalmente alcanzaron las verdes y suaves tierras del sur, habían perdido a más de cien hombres, sin contar mujeres y niños. Incomodados por el calor, debilitados por la larga marcha, sudando y sufriendo el agobio de las cotas de malla, continuaron, buscando comida.

Un sendero les condujo a un claro. En él encontraron una docena de cabañas de techos de palma. Media docena de familias molían grano. Los granjeros murieron muy deprisa.

Los thyranos descansaron y comieron. Al tercer día, un Heraldo vestido de verde, escoltado por diez mercenarios, llegó para exigir su parte de la cosecha.

Rodeados antes de darse cuenta, el Heraldo y sus hombres fueron llevados ante el Señor del Hierro. El estandarte de Strayer estaba a su lado y el Martillo de Strayer brillaba en su pecho.

—Dime dónde puedo encontrar a Gelmar de Skeg —exigió.

El Heraldo era joven. Miró las espadas lleno de terror.

—No existe tanto metal en todo el Cinturón Fértil —exclamó—. Debéis venir de muy lejos.

—De Thyra, muy cerca de la Ciudadela. En otra ocasión hicimos prisioneros para Gelmar: una mujer de cabellos de oro, irnanianos, y un hombre que decía venir de las estrellas. Gelmar nos pagó muy bien. Quizá nos ayude también ahora. Buscamos un lugar donde encender las forjas, lejos de la Diosa Oscura que debilita el hierro. ¿Dónde está Gelmar?

Gelmar estaba en Ged Darod. Pero el Heraldo mintió, pues Ged Darod rezumaba refugiados a los que no podía alimentar.

—Está en Skeg —aseguró.

Le indicó al Señor del Hierro la ruta a seguir para llegar a la ciudad.

—Y ahora —dijo—, como veo que os habéis comido casi todo el grano, seguiré mi camino.

Pero no fue mucho más allá, ni averiguó nunca el resultado de sus mentiras.