Los Reyes de las Islas Blancas al fin encontraron sus barcos. Eran grandes tiempos.
Avanzaron rápidamente, pero no sin dificultad. Los Isleños, infatigables en sus bancos de hielo, no estaban acostumbrados a trepar colinas. Sus pies empezaron a dolerles; se convirtieron en seres irritables. Hubo querellas y muertos. Sólo las manos crueles de los Cuatro Reyes impidieron combates tribales.
Varios centenares de iubarianos debieron desplazarse andando también, pues no había sitio para todos en las naves. También ellos estuvieron pronto agotados e irritables. Y el pescado, su único alimento, que se obstinaban en comer cocido, también les hizo sufrir. La tierra no daba nada más, y tenían escorbuto, así como disentería, esparciéndose por los campamentos. Diariamente, se detenían para celebrar los entierros. Los Isleños comían pescado crudo y se portaban dignamente. Pero empezaron a volverse más impacientes que los iubarianos, amenazando con adelantarse ellos solos y abandonarles a su suerte.
Stark y Halk se pasaban mucho tiempo intentando mantener unidas a dos fuerzas tan dispares. Stark permanecía silencioso y recogido. Ni siquiera Halk se atrevía a molestarle. Gerd y Grith le acompañaban a todas partes; cuando recorría las tropas, la jauría entera le seguía.
Morn servía de enlace entre Stark y los navíos de Iubar, sobre los cuales la situación se agravaba cada día. Incluso tan cargados como iban, los navíos avanzaban más deprisa que la infantería. Para permanecer en contacto, tenían que parar a menudo y anclarse al fondo.
«A bordo hay enfermos», dijo Morn un día. «Mi pueblo tiene muchos problemas para encontrar comida para tanta gente. Hay miedo y descontento. Los consejeros de la dama Sanghalaine le han dicho que olvide la promesa de los navíos estelares y siga adelante con el fin de encontrar nuevas tierras para su pueblo, abandonando a los que la acompañan. No les importa lo que les pase a los Isleños».
«Ya les importará cuando llegue la hora de combatir», repuso Stark. «¿Qué pasaría con los iubarianos, los propios súbditos de Sanghalaine?»
«Algunos dicen que deben ser sacrificados por el bien de la mayoría».
Stark sabía lo frágil de la alianza y lo cerca que estaba de romperse. Lo sentía, igual que un hombre nota un terremoto.
De modo que, cuando Morn le avisó que una ciudad fortificada se hallaba ante ellos, con un puerto repleto de navíos, fue inmediatamente al encuentro de los Cuatro Reyes, que marchaban bajo el centelleante oro de la Cabeza de Gengan.
Aud mostró los largos y fuertes dientes.
—Ahora —exigió— veremos cómo lucha el Hombre Oscuro.
La operación fue sencilla y muy bien ejecutada.
Los irnanianos decidieron caminar con Halk. Todos los demás viajaban en un barco que no navegaba con la flota de Iubar, sino cerca de la costa, en constante comunicación con Stark. Los hombres del desierto, Fallarins y Tarfs, salvo los que eran necesarios a bordo, se reunieron con los infantes, contentos por terminar con la inactividad.
Dejando a Halk al mando, Stark y Tuchvar, seguidos por los perros, partieron en dos grupos separados para detectar los puestos de vigilancia costeros. Los Perros del Norte los descubrieron y los redujeron al silencio antes de que los vigías supieran que un adversario se acercaba a través de los espesos bosques de hojas heladas.
Desde una loma, Stark estudió la ciudad. Se alzaba en un estrecho entre una fosa y una empalizada. Sin duda, había crecido muy deprisa, a medida que gente perdida, sin tierra, se reuniera alrededor de un jefe enérgico cuyo rudo estandarte pendía delante de la puerta: una piel curtida con una mancha de color, indiscernible a tanta distancia. Algunas de las casas eran viejas. Otras nuevas, o todavía en construcción. Muchas no eran más que sucintos refugios de ramas y pieles.
El puertecillo atestado abrigaba navíos muy semejantes al de Stark; aunque eran embarcaciones tanto de pesca como de combate. Una parte de ellas presentaba un equipamiento aparentemente inútil para la pesca. La mayoría de la docena de cargueros de costa amarrados en el muelle exterior del puerto parecían haber sido apresados durante alguna incursión. El propio muelle, como las casas de la ciudad original, era antiguo: una somera construcción de postes y piedra.
La gente iba y venía por la calle. Había mercado. Resonaban martillos y herramientas. A lo largo del puerto, los pescadores reparaban las redes. En los barcos, los marineros arreglaban velas y mástiles.
En una isleta, poco más que un peñón recortado sobre el agua, junto a la entrada del puerto, se alzaba una torre en ruinas rematada por un puesto de mando. Se veían algunos hombres armados. Un estrecho malecón llevaba de la torre al extremo del muelle. La gente pescaba con cañas. Todo representaba una vida ordenada que seguía rutinas habituales. Era lamentable turbarles de nuevo, pero también resultaba necesario. Los daños, por severos que fueran, no serían irreparables.
Stark miró al cielo. Volvió al lugar en que le esperaba la armada. En la orilla del mar, conferenció con los Cuatro Reyes, con sus propios lugartenientes y con Morn. Éste se dirigió a las tranquilas aguas y desapareció, dirigiéndose hacia los navíos de Sanghalaine, anclados detrás de un promontorio.
—Elegid vuestras tropas —les dijo Stark a los Cuatro Reyes. Se volvió hacia Aud—. Tú y yo iremos juntos.
Aud sonrió.
—¿Dónde están tus poderosas armas, Hombre Oscuro?
—Aquí son inútiles —replicó Stark—. ¿Quizá necesitas ayuda?
Aud enseñó de nuevo los dientes y fue a reunirse con sus tropas.
Pasando por los bosques, rodearon la ciudad. Como de costumbre, los perros iban en vanguardia para abrir camino. Corrían excitados, ávidos de combate. Gruñían con rabia y sus cerebros parecían convertidos en volcanes.
La mente de Stark, como su corazón, sólo era tinieblas. Necesitaba más que los perros la catarsis de una batalla. Dirigió a la larga hilera de Isleños, los de Astrane y Aud, a través de los helados árboles. Avanzaba deprisa, con un rostro tan taciturno y feroz que incluso Aud evitó molestarle.
Antes de que hubieran concluido el rodeo, el Viejo Sol desapareció detrás del horizonte.
En la oscuridad, Stark condujo sus tropas junto al puerto. Esperaron entre los árboles, en un punto donde los arbustos cubrían una ladera que terminaba en las aguas. Jadeantes, Gerd y Grith se apretujaron a Stark, que les rascó con la mano mientras la primera de las Tres Reinas se levantaba sobre el cielo septentrional. Su luz se reflejó en los ojos de Stark haciéndolos parecer lagos helados. Los ojos de los perros se veían amarillos y ardientes.
El portal de la empalizada estaba cerrado. La ciudad, muy silenciosa. Se veía poca luz. Los centinelas muertos por los perros tenían que haber sido ya descubiertos. Stark se preguntó lo que los jefes de la ciudad habrían deducido de ello. Los cuerpos no presentaban heridas: el Miedo les había matado. Se preguntó si los jefes conocerían la existencia de un ejército tan cercano. Ciertamente, estarían sobre aviso. Las pocas sorpresas consistirían en la naturaleza del ataque y la importancia de las fuerzas invasoras. Entre los atacantes, no se podía contar con los iubarianos, que peinaban cuidadosamente la retaguardia.
La segunda de las Tres Reinas ascendió al cielo. El agua del puerto centelleó como una lámina de plata en la que se recortaban las quillas y los mástiles de los barcos. La única iluminación provenía de las lámparas de la torre que se alzaba al final del muelle: apenas algunos rayos de luz filtrados a través de las saeteras y las grietas.
Los Isleños se mostraban tan silenciosos como animales al acecho. Stark escuchaba su respiración y el jadeo de los perros. Prestó oído más allá de aquellos sonidos y escuchó un ligero chapoteo junto a la torre; como un pez que saltase en las aguas.
Siluetas oscuras surgieron del agua plateada. Tomaron la torre, el dique, asaltaron las defensas. Un hombre aulló. Los gritos atravesaron la noche.
—Preparados —ordenó Stark.
Los Isleños obedecieron: entre los árboles se extendió un rumor.
Empezaron a oírse voces en la ciudad. Resonó un tambor; sonó un cuerno.
Nuevas formas aparecieron en el muelle. Su mojado pelaje brillaba bajo las estrellas. Se deslizaron entre las amarras.
—¡Ahora! —exclamó Stark.
Y los hombres de Astrane se dirigieron hacia el muelle, donde protegerían a los Ssussminh.
Las puertas de la ciudad se abrieron bruscamente. Por ellas aparecieron hombres armados que se encaminaron al puerto.
—¡Ahora! —le chilló a Aud.
Corrió para salir del bosque. Los Perros del Norte aullaban a sus espaldas.
Los ciudadanos se disponían a combatir. Stark vio rostros morenos, armas. Escuchó aullidos cuando los perros empezaron a matar. Luego, se encontró en mitad de la barahúnda.
Apenas era consciente de que Aud estaba a su lado, silencioso y terrible. Los Isleños no emitían sonido alguno, ni de desafío ni de dolor; Stark veía algo casi sobrenatural en aquella muda ferocidad, contrastándola con los aullidos de los aldeanos que, más numerosos que los Isleños, no tardaron en preguntarse si peleaban con hombres o con demonios.
Sin embargo, los aldeanos se defendían bravamente, hasta el momento en que otra ala del ejército sobrepasó los acantilados y los atacó por un flanco. En aquel momento, aterrorizados, se retiraron hacia la puerta, en la que un hombre fuerte y alto, de rubia cabellera, los reunió a fuerza de gritos instigándolos a rechazar a los Isleños. Stark combatió con él brevemente; la marea humana les separó. Algunos minutos más tarde, los habitantes de la ciudad retrocedieron al otro lado de la empalizada. Temblando y sudando, Stark se encontró en medio de los perros que se alimentaban. Aud le miró sólo una vez y se separó.
El reducido ejército esperó a que los barcos costeros y un buen número de embarcaciones menores hubieran salido del puerto, gracias a los esfuerzos de los Ssussminh y los Fallarins, que hincharon ligeramente las velas. Los navíos más importantes de Sanghalaine montaban guardia en la entrada del puerto, para desanimar cualquier intento de seguirles por mar. Los Isleños, ganando la costa, se retiraron. Las puertas de la ciudad siguieron cerradas.
Comenzó el largo embarque.
Cuando los últimos Isleños e iubarianos hubieron abordado los barcos capturados, Stark regresó al suyo y durmió mucho tiempo. Cuando despertó, su extraña expresión había desaparecido y Ashton pudo ocultar su alivio a duras penas.
Los barcos navegaban de común acuerdo, en dos formaciones diferenciadas, ayudados por un buen viento de popa. Las cobrizas luces del Viejo Sol se fueron convirtiendo día a día en más ardientes. Por la noche, las Tres Reinas subían muy altas; su reflejo destellaba en los fosforescentes surcos de las naves. Tenían que acercarse a las costas para conseguir agua potable y, a menudo, debían combatir por ella. En la mar, las velas corsarias se dejaban ver ocasionalmente; pero se alejaban cuando la importancia y pobreza de la flota resultaban evidentes.
Pedrallon se quitó las pieles y no dejó de moquear.
Ni los iubarianos y los Ssussminh se interesaban por los climas tropicales. De todos modos, expulsados de sus refugios del norte y el sur, se mostraban violentamente hostiles frente a cualquier visitante. Sanghalaine no tenía otra solución. Tenía que llegar a Ged Darod y esperar la llegada del navío estelar prometido por Gerrith.
Durante todo el largo viaje sobre el Gran Mar hasta Skeg, no oyeron por la radio ni una sola voz humana. Sólo escucharon los lejanos chasquidos de los espacios siderales, donde inmensos soles se alimentaban de cosas desconocidas para los seres humanos.
Stark no imaginaba que Gerrith le hubiera mentido. Pero, en su exaltación, podría haberse equivocado. Las profecías eran armas equívocas, listas para volverse en contra de los que creían en ellas. Stark miró con fijeza el Viejo Sol y supo que la estrella escarlata probablemente sería el último astro que vieran Simon y él.
Y luego… algo le hizo pensar que quizá Gerrith hubiera visto la pura verdad en el Agua de la Visión.
Una breve tormenta tropical cayó sobre la flota. Su violencia hizo naufragar algunos barcos de poco tonelaje, entre ellos el de Stark. Su mástil se rompió y el casco se llenó de agua tan deprisa que apenas tuvieron tiempo de salvar las vidas. Transmisores y ametralladoras se fueron al fondo, dejándolos, según la predicción de Gerrith, mudos y sin ningún bien procedente de otro mundo.
Febrilmente, supieron que había que llegar a Ged Darod lo antes posible. Ferdias era el único hombre de Skaith capaz de comunicarse con el cielo.