Por encima del Cinturón Fértil, era cada vez más difícil evitar las bandas de refugiados que vagaban por todas partes con la esperanza de encontrar comida. Stark navegaba sin ver la costa, acercándose a ella sólo cuando les faltaba agua potable.
En el mar, alimentarse era bastante fácil. Todo emigraba hacia el norte. Las criaturas marinas seguían los bancos de los animalillos más pequeños con que se alimentaban. Criaturas aladas, silbantes, con ojos feroces, volaban sobre la superficie. Cabezas oscuras surgían de las enormes colonias de Hijos del Mar que emigraban, alimentándose en el camino de lo que pudieran encontrar. Los Perros del Norte vigilaban constantemente, incluso dormidos, y los hombres mantenían las armas al alcance de la mano.
El barco avanzaba la mayor parte del tiempo a fuerza de remos, luchando contra los vientos procedentes del sur que los Fallarins no conseguían dominar, aunque se pasaban las horas en la proa, hablando y escuchando.
—No son como los vientos del desierto —explicó Alderyk—. Hablan de hielo, de mares congelados, y huelen a agua, no a arena. Nunca han hablado con nadie; son fieros y salvajes. No aprenden fácilmente.
La nieve llegó con grandes copos blancos y los Perros del Norte jugaron con ella como cachorros, revolcándose en su fresca exquisitez en cuanto se acumuló en el puente. Los primeros aledaños de la ventisca antártica quedaron atrás: montañas brillantes y silenciosas entre placas blancas cuyo espesor aumentaba imperceptible sobre el majestuoso océano.
Los vientos cesaron, sin que los Fallarins lo quisieran. Ante los viajeros no había más que una enorme extensión blanca en la que se confundían el cielo y el mar.
Gerrith la contempló y les dijo:
—Allí es a donde nos conduce la ruta.
Stark sintió el gélido aliento de la Diosa sobre la mejilla y tembló.
—La Dama de Hielo se ha apoderado del sur —comentó.
—Hay alguien más. Una mujer de ojos extraños. Nos espera.
—Sanghalaine.
—Sanghalaine —repitió Gerrith.
Y aquel nombre resonó como un reto secreto y mortal.
Los Fallarins alzaron vientos que inflasen la vela; pero carecían de vigor. El hielo se pegaba a su pelaje y embotaba las ranuras de sus alas. Era un frío contra el que nada podían hacer. Hombres y mujeres, apretujados, envueltos en las capas, se concentraban alrededor del fogón de la cocina; Pedrallon estornudaba constantemente bajo las mantas. Ashton guardaba la radio bajo la camisa, por temor a que sus dedos se congelasen cuando interrogase al eterno silencio del cielo. Sólo los perros parecían encontrarse a sus anchas.
El navío penetró en la blanca extensión. Quedaron envueltos en bandas de bruma nevosa. Avanzaban entre ellas; los hielos azotaban los costados. Los hombres, armados, se mantenían en los puestos de combate; pero no podían ver nada. Con el pelo erizado, los perros gruñían, pero no advertían de nada. Stark manejaba el timón. Tampoco él detectaba nada. A sus espaldas, el surco dejado por el barco desaparecía en muy poco tiempo. Estaba acostumbrado al frío y no lo padecía tanto como sus compañeros. Pero el primitivo N’Chaka gruñía y rezongaba, tan inquieto como los perros.
El hielo acabó por inmovilizar al navío. Hombres y perros, silenciosos en la bruma, escucharon voces fantasmales: chirridos, murmullos, lamentos provocados por el banco de hielo.
Hasta que una voz habló a Stark desde su propia mente, con un sonido tan profundo como el de una marejada de invierno entre los arrecifes.
«Soy Morn, Hombre Oscuro. Estas aguas me pertenecen. Mi ejército está bajo el casco de tu barco».
«Venimos en paz, replicó Stark».
«En ese caso, ordena a esas bestias de espíritus negros y ardientes que se muestren dóciles para que pueda subir a bordo».
«Así lo harán».
Stark les habló a los perros y los animales se avergonzaron por no haber detectado ni a Morn ni a los suyos.
«Mentes cerradas, N’Chaka. No podemos oír nada».
«Confiad en ellos».
«¿Amigos?»
«No. Pero tampoco enemigos».
«No gustar. No poder oír».
«Confiad en ellos».
Los ojos de los perros parecían llamaradas amarillas y sus uñas de tigre rasgaban el puente. Pero, dócilmente, se tumbaron.
En la popa, allí donde había aguas libres entre los peligrosos bancos de hielo, aparecieron unas cabezas. Cabezas redondas, brillantes, sin cabellos, con ojos inmensos, habituadas a sondear las profundidades marinas. Morn no tardó en traspasar, inmenso y goteante, la borda. Paseó la mirada por Stark y los perros, por los Fallarins envueltos en sus alas oscuras, los irnanianos vestidos de cuero, los hombres del desierto con capas y los Tarfs, que le miraron con total indiferencia por detrás de los párpados córneos.
Miró a Gerrith e inclinó la cabeza levemente.
«Tu mente es la que vi desde lejos. La dama Sanghalaine esperaba tu llegada».
Gerrith inclinó la cabeza pero, si contestó, lo hizo mentalmente, pues Stark no pudo escucharla. Podían oír a Morn cuando éste lo deseaba, y él podía escucharles a ellos; pero entre ellos, los no telépatas resultaban sordos.
La primera vez que Stark vio a Morn, cuando Morn y la dama Sanghalaine le salvaron de la multitud en aquellos jardines de Ged Darod, Morn iba ataviado con el traje de ceremonia que solía vestir para ir a tierra, una hermosa túnica de cuero repujado y brillante. Y llevaba su cetro, un macizo tridente con incrustaciones de perlas. Pero en aquella ocasión no llevaba más que un arnés marinero que consistía en una corta red cuyas mallas empleaba para sujetar las armas.
Y no necesitaba cetro alguno para parecer impresionante. Medía una cabeza más que Stark. Era un anfibio natural, evolucionado de algún ancestro mamífero totalmente distinto en evolución a la deliberada mutación de los Hijos del Mar. Y, también al contrario que los Hijos, Morn y los suyos no tenían pelo. Su piel era lisa, oscura en la espalda y clara en el vientre, como camuflaje contra los predadores de las profundidades. Eran inteligentes y su compleja sociedad estaba muy bien organizada. Los Hijos de la Mar les cazaban para alimentarse. Ellos cazaban a los Hijos porque eran bestias despreciables y feroces.
El pueblo de Morn se llamaba Ssussminh. Correctamente pronunciado, aquel nombre hacía pensar en la resaca. Eran telépatas porque el lenguaje mental resultaba más cómodo que el hablado en un medio marino. Sus relaciones con la casa real de Iubar eran muy antiguas, muy místicas, muy profundas. Stark sabía que no comprendería nunca la verdadera naturaleza de tal relación. Su origen, probablemente, se remontaba a algún tipo de asociación simbiótica. Los iubarianos, pescadores y mercaderes, sin duda habían facilitado a los Ssussminh lo que necesitaban a cambio de perlas, marfil marino u otros objetos de carácter único.
Pero, en aquella estación, los dos miembros de aquella antigua alianza, expulsados por la Diosa de la Oscuridad, debían abandonar su región natal.
Morn era el portavoz de la dama Sanghalaine. Cuando habló, mentalmente, todos le oyeron.
«En Iubar estamos padeciendo un asedio. ¿Iréis? ¿Daréis la vuelta?»
—No podemos volver atrás —replicó Gerrith.
«En ese caso, lanzad unos cabos. Mi pueblo os guiará a través del hielo».
Lanzaron los cabos. Los Ssussminh eran poderosos nadadores. Muchos de ellos se agarraron de las cuerdas y tiraron del barco a través de estrechas hendiduras entre el hielo, tan pequeñas que la bruma las hacía invisibles para cualquier timonel.
«Que los perros demoníacos vigilen. Apagad el fuego y manteneos en silencio. Debemos pasar por el medio de un ejército».
—¿Qué ejército?
Stark habló en voz alta para que sus compañeros pudieran oírle. Evidentemente, todos «entendían» a Morn.
«Los Reyes de las Islas Blancas han venido al norte; las cuatro tribus, con todas sus pertenencias, sus animales y su isla sagrada, Asedian Iubar con todas sus fuerzas».
—¿Por qué?
«La Diosa les ha dicho que había llegado el momento de recuperar sus antiguas tierras más allá del mar. Les hacen falta nuestros navíos».
—¿Cuántos son?
«Cuatro mil, quizá más, todos guerreros, salvo los niños que llevan en canastas de piel. Las mujeres son tan feroces como los hombres, e incluso los niños combaten bien. Apuntan directamente a las gargantas de los nuestros con sus jabalinas».
El barco se deslizaba sobre aguas negras, entre llanuras de hielo. Enormes bloques encastrados en el conjunto formaban acantilados y cavernas. La bruma, a veces, se hacía menos espesa, pero no por ello se disipaba. Infatigables, los Ssussminh seguían nadando. Los viajeros, sin dejar de vigilar, se mantenían en el más completo silencio. Los perros acechaban.
«Hombres, N’Chaka. Hombres y cosas. Allí».
«Allí» era por delante.
Los arqueros templaban los arcos apretándolos contra el cuerpo, pues el frío los hacía quebradizos. De aquel modo, colocándolos bajo la ropa, mantenían secas las cuerdas. Stark envió a los arqueros a los puestos de combate, por si su presencia era necesaria; Ashton y él tomaron las armas automáticas y las cargaron. Las municiones eran irremplazables; pero no podían andarse con remilgos. Stark y Ashton ocuparon posiciones a babor y estribor. Morn tomó el timón de popa.
Oyeron voces en la bruma, percibieron las débiles luces de las antorchas de grasa animal. Primero, delante del barco; luego, detrás; y, poco después, por todo su alrededor. Con un chapoteo casi imperceptible, avanzaban por el corazón de una armada.
«¡N’Chaka! ¡Vienen cosas!»
El agua salpicó. Los Ssussminh desaparecieron. Soltaron las cuerdas.
«Los vigías, nos han descubierto. Que maten ahora los perros. Que los Fallarins hinchen la vela. ¡Deprisa!»
Las alas de Alderyk rasgaron el aire. Sus compañeros le imitaron. En un instante, la vela se hinchó; el navío avanzó. En la proa, los ojos de los Perros del Norte ardían. Un blanco vaporcillo brotó de sus abiertas fauces.
El agua se revolvió. Las bestias, gigantescos cuerpos de nutrias, con pelo parecido al de los leopardos de las nieves, saltaron aullando y cayeron, flotando como peces muertos. En la bruma, se oyeron los gritos que daban la alerta. Resonaron los cuernos de concha. Las sombras echaron a correr por la niebla glacial. Eran más rápidas que el barco. Lanzas con punta de hueso cayeron sobre el puente.
Stark levantó la mano bruscamente.
—¡Ahora! —ordenó.
Las armas automáticas crepitaron. Varias siluetas vestidas con pieles se tambalearon y cayeron sobre el hielo. Se oyeron locos aullidos que, finalmente, se acallaron; el barco tomó velocidad y entró en aguas libres, dejando atrás el banco de hielo.
Las corrientes, muy rápidas a lo largo de la costa, dejaban libre una parte del mar en la que apenas flotaban unas placas congeladas. Una flotilla de kayacs, procedente de las orillas del mar de hielo, avanzó.
«Matad». Pidió Stark, sin soltar la ametralladora por si le hacía falta.
Los perros gruñeron.
Los remeros de los kayacs titubearon, remando al azar. Sin embargo, murieron muy pocos; y no lo hicieron deprisa.
«Cerebros resisten Miedo. No fácil, como los otros».
«Los Isleños Blancos ignoran el miedo». Explicó Morn. «Están locos. Han muerto a centenares bajo nuestras murallas. Ahora, como saben lo hambrientos que estamos, se limitan a esperar. ¡Mirad!»
Iubar resultaba visible: una península adosada a las montañas; cubierta de nieve desde los picos hasta el borde del agua.
«Esos campos», les explicó Morn, «deberían ser verdes, y todo el mar estar libre de los hielos. Pero la Diosa nos ha aprisionado y no deja que los navíos salgan del puerto. Aunque consiguiéramos soltar los barcos e intentásemos atravesar los hielos como hemos hecho con vosotros, los Isleños nos hundirían, llevándose un barco detrás de otro». Señaló con un brazo. «Allí está vuestro destino».
Stark distinguió una plaza fuerte y un puerto. Un castillo, que el restallar de las olas había cubierto de escarcha, dominaba las murallas. El único torreón, erguido sobre la roca, no tenía almenas. No había necesidad de defender aquella inviolable altura.
No lejos del castillo, una isla emergía del agua sobre unas alturas heladas que no parecían acantilados.
«Shallafonh» describió Morn. «Nuestra ciudad. Saqueada, como Iubar. Y condenada a muerte, como Iubar».
El puerto quedaba a un lado del castillo, como un brazo cuyo puño fuese una torreta. Una segunda torreta se veía frente a la anterior, en el extremo de un muelle fortificado. Las dos torrecillas permanecían armadas y vigiladas y unos portones podían cerrar el estrecho paso. Las tranquilas aguas del interior estaban cubiertas de hielo. Pero habían abierto un canal para que el barco de Stark llegase al muelle real.
«No sigáis», les ordenó Morn a los Fallarins. Les alegró, pues la Diosa les había dejado sin fuerzas.
Los Ssussminh tomaron de nuevo las cuerdas flotantes. Llevaron al barco hasta el puerto. En su surco, se fue formando una ligera capa de hielo. Amarraron junto a otro navío; Stark pensó que aquél podría pertenecer a Sanghalaine. Todo el muelle estaba ocupado por barcos inmóviles, cubiertos de escarcha. El puerto permanecía silencioso.
«Así que», continuó Morn, «también vosotros estáis encerrados, aunque todavía ignoro la razón».
Stark miró a Gerrith; pero la mujer se mantuvo al margen.
La vela fue plegada como un ala lasa. Hombres y mujeres se sentaron, todavía a la defensiva, incapaces de comprender que el viaje había terminado.
El gran portón de la torre del castillo se abrió. Una mujer vestida de marrón apareció por ella. Stark supo que debía ser Sanghalaine, y que iba acompañada. Pero toda su atención se concentraba en Gerrith.
Gerrith había cambiado. Parecía más alta. La fatiga y la incertidumbre del viaje habían desaparecido. Subió a la plataforma, descendió al muelle y nadie se atrevió a ofrecerle ayuda. Stark se dispuso a seguirla, pero se quedó quieto. Sobre los peldaños de la torre, Sanghalaine y sus cortesanos esperaban.
Gerrith miró a su alrededor; observó la bruma y el cielo gris. Pareció despedir un halo de gloria. Se retiró el capuchón y sus cabellos brillaron con luz propia. Una Hija del Sol, reluciendo en un lugar lleno de muerte. Un puñal atravesó el corazón de Stark.
Gerrith habló. En las crueles piedras retumbó su voz fuerte y dulce.
—Al fin sé por qué me ha traído aquí mi camino.
Sanghalaine descendió los escalones. Los cortesanos no se movieron: pero, en doble fila, mujeres vestidas con túnicas marrones y rostros cubiertos por velos la siguieron. Avanzaron por el muelle y se detuvieron ante Gerrith. Todas las túnicas marrones se inclinaron en señal de reverencia. Sanghalaine extendió las manos.
Gerrith las tomó. Inmóviles, sujetándose las manos, las dos mujeres se miraron. Luego, dieron la vuelta, al igual que la oscura columna de faldones marrones agitados por el viento.
Y Stark recordó. De nuevo se hallaba en Thyra, en la Casa del Señor del Hierro. Hargoth, Rey de la Cosecha, loco de rabia, se volvió hacia Gerrith, a quien soñaba con sacrificar.
—Has profetizado para mí, Hija del Sol —dijo—. Ahora yo lo haré para ti. Tu cuerpo alimentará al Viejo Sol, aunque no será nuestra ofrenda de despedida.
Stark saltó al muelle para seguir a Gerrith. Morn le cerró el paso.
«Va por su propia voluntad, Hombre Oscuro».
—¿Al sacrificio? ¿Por eso la esperaba Sanghalaine?
Los perros se situaron junto a Stark. Pero los Ssussminh les cerraban el paso. Iban armados y los perros nada podían contra sus cerebros. Stark descubrió arqueros con la librea de Sanghalaine en las murallas inferiores del castillo. Dispuestos a disparar.
«Os mataremos a todos si llega el caso, concluyó Morn. Pero eso no cambiará las cosas».
Junto a la dama de Iubar, Gerrith subió las escaleras y penetró en la torre fría y gris.