CAPÍTULO 13

El río se hizo más ancho para dividirse en varios ramales que corrían entre islotes llenos de barro. Encontraron más aldeas y embarcaciones. Stark y Ashton consiguieron permanecer en el brazo central observando por dónde viajaba la mayoría del tráfico fluvial. Se alejaron cuanto pudieron de las otras embarcaciones y nadie les prestó mayor atención. Pero, a mediodía, el río estaba atestado de gente; decidieron abordar uno de los islotes y esperar a que llegase una hora más tranquila.

—Debe haber una ciudad un poco más adelante —razonó Ashton—. Probablemente, en la desembocadura del río. Nos va a hacer falta un barco de verdad. Este tronco hueco no nos servirá de nada en el momento que lleguemos a la costa.

Cuando el Viejo Sol se hubo puesto, volvieron a reanudar su marcha envueltos en la breve oscuridad que precedía la aparición de la primera de las Tres Reinas. La corriente marrón oscura, en la que las estrellas se reflejaban débilmente, avanzaba con suavidad.

Aquí y allá encontraron barcas con linternas. Los hombres pescaban lo que podían encontrar. Las aldeas se distribuían a lo largo de la ribera y en algunos islotes un poco más anchos que la mayoría. El humo de las chimeneas de las cocinas flotaba como cintas sobre el río. Escucharon voces y los gritos de los animales nocturnos.

La canoa llegó a un recodo. Súbitamente, no hubo nada. Ni pescadores, ni aldeas, ni luces, ni sonidos. Derivando en el silencio, Stark y Ashton quedaron sorprendidos e intrigados.

Un olor salino se mezcló con el del río. Stark no tardó en ver que la oscuridad que se extendía ante ellos estaba delimitada por una zona turbulenta, allí donde la impávida masa del mar se oponía a la corriente fluvial.

En el extremo del lecho de la jungla, una forma negra y extraña se recortaba contra las estrellas.

—No hay ninguna ciudad —dijo Ashton—. ¡Nada!

—Parece un templo —replicó Stark—. Quizá toda la zona sea sagrada.

Ashton juró.

—Contaba con encontrar un pueblo. ¡Eric, necesitamos un barco!

—Habrá en el templo… tal vez. Y, Simon… atento.

—¿Peligro?

—Skaith está lleno de peligros.

Stark colocó el largo cuchillo junto a la mano y se aseguró de poder sacar fácilmente el puñal que llevaba al cinto. Los olores pesados y húmedos de la jungla y el agua no detectaban más presencia que la suya. Sin embargo, bajo ellos, percibía, aun de forma subliminal, una débil fetidez que turbaba sus recuerdos y hacía que se le erizasen los pelillos de la nuca.

La corriente se iba haciendo cada vez más suave hasta reunirse con el mar, pero la turbulencia sacudió la canoa brutalmente. Remaron hacia la orilla.

—Luces —susurró Ashton.

La jungla parecía ahora menos espesa. Veían totalmente la inmensa estructura que ocupaba la punta de tierra. En la parte inferior del edificio se detectaban aberturas por la pálida luz que emanaba por ellas. En la alta cima, pináculos de vagos contornos colgaban precariamente, como los mástiles de un arbolado navío. Stark comprendió que una parte del templo se había derrumbado y pendía sobre el mar, sobre el agua blanca, espumante y rabiosa.

Miró las blancas aguas porque detectó formas que se movían en ellas, saltando y jugando. Y descubrió por qué estaba desierta la desembocadura del río.

Ashton escrutaba la orilla.

—Veo un embarcadero, Eric, y barcos. Dos barcos.

—No te preocupes por eso —replicó Stark—. Vamos a tierra.

Remó con tanta fuerza que, literalmente, la canoa se levantaba con cada palada.

Ashton no hizo preguntas. Se dedicó con entusiasmo a la tarea. La espuma les empapó hasta los huesos, llenando de agua el fondo de la barca. Por encima del embarcadero del templo, la orilla era baja y desnuda. Pero la jungla, cercana, les ofrecía refugio.

Si pudieran llegar a la orilla y correr…

La canoa se volcó tan brutalmente como si hubiera golpeado contra una roca.

Bajo el agua, las tinieblas eran totales. El río parecía lleno de agitación y removido por cuerpos poderosos. Stark ascendió a la superficie y vio el rostro de Ashton a menos de tres metros. Sacando el cuchillo del cinto, se abalanzó hacia él.

Con un grito estrangulado, Ashton desapareció.

Surgieron otras cabezas; formaron un círculo. Carecían de orejas, lisas como testas de foca, con narices afiladas y bocas de predador. Contemplaron a Stark con ojos tan nacarados como perlas. Los bestiales Hijos de Nuestra Madre el Mar rompieron a reír; lo hicieron como un eco atroz de su perdida humanidad.

Stark se hundió y nadó, ciega, furiosamente. Buscaba a Ashton y sabía que no lo encontraría. Stark era un nadador experto; pero eran más fuertes que él. Y muy numerosos. Y no podía alcanzarles con el cuchillo. En tres ocasiones, le permitieron subir a respirar y le dejaron ver a Ashton, lanzado fuera del agua, todavía con vida. Luego no vio nada más. Dedos palmeados le arrastraron bajo el agua. Perdió el cuchillo.

Una vez mató a un Hijo del Mar con las manos desnudas. En las líquidas tinieblas, intentó hacerlo de nuevo, agarrando cuerpos de liso pelaje que se deslizaban sin esfuerzo entre sus manos, hasta que los pulmones parecieron a punto de estallar y la oscuridad se volvió roja. No le dejaron subir a respirar.

Recobró el conocimiento, vomitando agua, sobre un suelo de piedra.

Durante un momento, no pudo ocuparse más que de insuflar aire a los pulmones. Cuando dejó de toser y pudo pensar de nuevo, vio que se encontraba en el muelle del templo. Ashton vomitaba a pocos metros. Un hombre con túnica azul le daba golpes en la espalda. Una docena de Hijos mutantes de Nuestra Madre el Mar se acuclillaban en el embarcadero. Chorreaban.

Otros hombres vestidos de azul acudieron desde el templo; algunos llevaban antorchas. La primera de las Tres Reinas estaba ya en el cielo, facilitando la suficiente claridad. Los hombres de azul, sacerdotes o monjes, poseían una característica común de anormalidad. Algo animal. Su andar era renqueante y sus rapadas cabezas mostraban curiosas formas.

Ashton respiraba de nuevo. El hombre dejó de golpearle la espalda y se volvió hacia Stark. Sus ojos, como los de los Hijos, eran perlas lechosas y sus dedos engarfiados también estaban palmeados.

—Sois de otro mundo —adivinó—. Habéis robado nuestro templo.

—Nosotros no —afirmó Stark—. Fueron otros hombres.

Sentía los miembros pesados, el cuerpo como una concha vacía. Sin embargo, se recuperó al mirar a Ashton.

—¿Por qué no nos han matado los Hijos?

—Todos los que llegan aquí pertenecen a la Madre y deben ser compartidos con ella. Como lo seréis vosotros.

Su alocución resultaba difícil de entender a causa de la forma de sus labios y dientes. Sonrió, con una desazonadora sonrisa. Brillaron dientes de acero.

—¿Quieres huir, hombre de otro mundo? Inténtalo. Puedes elegir entre el agua y la tierra. ¿Qué prefieres?

Situados entre Stark y el río, los chorreantes Hijos se reían. Varios monjes llevaban bajo los hábitos tubos largos y delgados de marfil tallado. Los tubos apuntaban a Stark. En marfil, madera o metal, tallada o no, una cerbatana siempre era una cerbatana y sus malditos y diminutos dardos generalmente estaban emponzoñados.

—Es una droga que no es peligrosa —dijo el del hábito azul—. Permaneceréis vivos y conscientes cuando los Hijos os compartan… para que la Madre sienta mayor placer.

Stark evaluó las oportunidades de escapar sin daños de cuarenta monjes y las consideró mínimas. En todo caso, no podría llevarse a Ashton. Si escapaba, tal vez pudiera volver para liberar a su padre adoptivo. Pero, si él mismo era alcanzado por una flecha envenenada, no podría ayudarle de ninguna forma.

Se quedó en su sitio y no protestó cuando un monje sin orejas y con el rostro de un hombre acudió para atarle las manos.

—¿Qué sois? —le preguntó al sacerdote—. ¿Híbridos? ¿Deshechos genéticos? La sangre de los Hijos corre por vuestras venas.

Con fiera humildad, el otro le respondió:

—Somos los que la Madre ha elegido especialmente para ser sus servidores. Somos los que, nacidos en el mar, debemos vivir en la tierra para guardar el templo de la Madre.

En otras palabras, consideró Stark, los raros nacimientos en que la mutación resultó incompleta.

—¿Ha sido saqueado el templo?

—Por hombres que, como tú, no eran de Skaith. Vinieron del cielo en medio de un enorme estrépito y terribles rayos. No pudimos combatir contra ellos.

—Habríais muerto de intentarlo. Sé de sacerdotes a los que les pasó lo mismo.

—¿De qué habría servido? —preguntó el monje. Su mirada fue de Stark a Ashton, que estaba de pie y atado—. Sólo sois dos. Pero quizá seáis un indicio, una señal de la Madre diciéndonos que enviará más.

—Esos hombres también son nuestros enemigos. Quisieron matarnos. Si nos ayudáis a llegar a Andapell, en el sur, encontraremos el modo de castigarles y, quizá, incluso de que devuelvan lo que os robaron —ofreció Stark.

El sacerdote le miró con total desprecio. Acto seguido, estudió el cielo, juzgó el tiempo que faltaba para el alba y les dijo a sus compañeros:

—Adelante con los preparativos. El festín será al amanecer.

El camino que conducía al templo era largo y fácil de subir, incluso para hombres maniatados. La inmensidad de la estructura se hizo evidente. Su imponente masa se recortaba en la claridad de las Tres Reinas, que dejaban ver fantásticos pináculos esculpidos. Las formas representadas eran las de serpentinos cuerpos marinos.

El templo poseía numerosas alas subterráneas. Stark y Ashton fueron conducidos a una sala de piedra donde ardían muchas antorchas. Allí, los monjes les drogaron con unos bastoncillos acerados que sumergieron en un líquido claro y que luego les inocularon bajo la piel. La resistencia de Stark fue muy breve. Se mantuvo consciente; veía, oía. Pero se sentía tan manso como un cordero.

La noche no era desagradable, ni la situación parecía alarmante. Los extraños hombres vestidos de azul les trataban con bondad, incluso con deferencia, aunque algunas de las plegarias resultaran muy largas. Stark, entonces, se amodorró. No le interesaba demasiado lo que pasaba.

Stark y Ashton fueron bañados en pilones encastrados llenos de agua de mar, caliente y fría. Los laterales de las bañeras estaban admirablemente esculpidos y las abluciones fueron muy ceremoniosas. Cuando acabaron, secaron a los dos hombres con toallas de seda. Les frotaron el cuerpo con aceites y perfumes, algunos de rarísimo olor. Luego, les ataviaron con ropas de seda y fueron conducidos a una sala iluminada con antorchas. Les hicieron sentar en cojines mullidos y les dieron de comer. Una comida muy curiosa, compuesta por varios platos distintos, cada uno de ellos con especias y sabores diferentes.

Una parte muy lejana del cerebro de Stark sabía que algunas de aquellas delicias deberían repugnarle. Pero no era así. De vez en cuando, Ashton, sonriendo, le miraba.

La característica más notable de aquel periodo fue la suavidad con que transcurrió. Ninguna aspereza. Todo era fácil, liso, agradable. La noche pasaba lentamente. Justo cuando empezaban a cansarse de baños, comidas, plegarias y sueño, los hombres de azul les levantaron y les condujeron por largos corredores hasta el templo. Accedieron a él por una entrada situada a nivel del suelo. Fue como si penetrasen en la cala de algún enorme barco roto en un arrecife, cuya popa hubiera sobrevivido aun cuando la proa se sumergiera en los abismos. Alzando los ojos hacia las sombras que las antorchas y velas no podían alcanzar, Stark vio una inmensa porción del cielo más allá del desgarrado borde de la cúpula.

El cielo mostraba la promesa del alba.

Los hombres de azul les hicieron avanzar hasta un punto en que se separaban los bloques de piedra del suelo. Uno de los lados estaba nivelado; el otro parecía un poco más alto. Una especie de puente cruzaba la grieta. Bajo el techo abierto, entraron en la zona anterior del templo.

Una vez allí, vieron velas que iluminaban la parte baja de los murales al fresco, dañados y manchados por la humedad. El suelo estaba en muy mal estado, con bloques de piedra levantados por todas partes que descendían hacia la fachada, cuyo muro se había derrumbado, dejando entrar el mar. Las olas chapoteaban suavemente, iluminadas por las velas. En uno de los lados, una plataforma construida con bloques dispares se adentraba en las aguas.

En el centro de aquella sala medio sumergida, curiosamente inclinada en su base maciza, Nuestra Madre el Mar se dejaba ver. De mármol blanco, puro, medía seis metros desde las olas marmóreas de las que surgía su torso hasta la punta de la coronada cabeza. Tenía dos caras. Una, la de una madre generosa que otorga vida y riqueza; la otra, la de la Diosa destructiva que aniquila y mata. Su mano derecha sujetaba unos peces, guirnaldas y un minúsculo navío en miniatura. La izquierda, por el contrario, conchas rotas, algas, y los cadáveres de los ahogados.

Carecía de otros ornamentos. Sus muñecas, cuello y la parte superior del busto mostraban crueles agujeros; sus ojos, que una vez fueran joyas, eran ciegos.

Stark y Ashton debieron mantenerse en pie ante ella. Les quitaron la ropa de seda. Unos monjes llevaron guirnaldas, confeccionadas con flores marinas, conchas y algas nudosas, y se las pusieron alrededor del cuello. Resultaban frías y húmedas sobre la desnuda piel de Stark; su olor era muy fuerte.

Por primera vez, una señal de alarma turbó la calma.

Un tambor, enorme y profundo, resonó tres veces en el templo. También retumbaron címbalos de hierro. Los monjes iniciaron sus salmodias, con voces bajas y rugientes que martilleaban la bóveda como si las bestias hubieran penetrado en una caverna, gimiendo de rabia y dolor.

Stark alzó la vista hacia el rostro de la Diosa profanada que se inclinaba sobre él. El miedo le traspasó; fue el lanzazo helado que le despertó. Pero no conseguía recordar lo que temía.

Los monjes le rodearon, lo mismo que a Ashton. Comenzaron a andar hacia el agua. Stark vio que uno de los hábitos azules se encontraba sobre la plataforma que miraba el mar. El monje portaba un cuerno mucho más alto que él, un cuerno cuyo extremo curvo descansaba en el suelo.

El tambor y los címbalos puntuaron el canto rugiente con un énfasis feroz y todas las voces, en conjunto, entonaron una larga nota chirriante que hacía pensar en una pesada piedra arrojada sobre una roca.

La nota concluyó. El cuerno habló, lanzando sobre el mar un grito salvaje, seco y doliente.

Ashton avanzaba lentamente junto a Stark. Su sonrisa era vaga; los ojos no mostraban inquietud.

Se desplazaron sobre el sumergido tablón. El agua les llegó a los tobillos. Se dirigían hacia el monje que soplaba el cuerno. Andaban al compás de la mesurada cadencia del canto, al ritmo del tambor y los címbalos, por escalones que emergían de entre las algas y las conchas con incrustaciones de seres vivientes de aguas poco profundas. El cielo era cada vez más brillante. Las velas habían palidecido.

El cuerno aulló su ronco deseo y la superficie del mar, satinada con las primeras luces del alba, espumó por los movimientos de numerosos nadadores.

Stark recordó lo que temía.

Un caldero de cobre fundido se derramó por el este. La ardiente luz corrió sobre la superficie del océano. Acentuó la forma de la vela de un navío que viajaba pesadamente a impulsos de un viento que parecía soplar sólo para él, pues el mar, a su alrededor, estaba en total calma. La ardiente luz doró la vela y embelleció el grosero casco. Se reflejó en los ojos de un sabueso blanco que se recortaba en la proa. Los ojos del animal ardieron súbitamente.

«N’Chaka». Dijo Gerd. «¡N’Chaka! ¡Allí! Peligro. Vienen cosas».

«¿Matar?» Preguntó Tuchvar.

Las retorcidas espiras del templo brillaron a lo lejos. El sonido del cuerno llegó débilmente por encima de las olas.

«Muy lejos». Dijo Gerd. «Muy lejos».