En la Morada de la Madre, profundamente hundida bajo el brillante hielo de las Llamas Brujas en el Alto Norte, Kell de Marg, Hija de Skaith, sentada en las rodillas de la Madre, escuchaba al Primer Adivino decirle lo que había visto en la inmensidad del Ojo de Cristal.
—Sangre. Sangre, como la que ya conocemos. A causa del forastero Stark, la Morada será profanada y muchos morirán. Pero eso no es lo peor.
El cuerpo de Kell de Marg era delgado y fiero. Su pelaje blanco brillaba contra la piedra marrón del pecho de la Madre. Sus grandes ojos oscuros reflejaban la luz nacarada de las lámparas.
—Oigamos lo peor.
—El corazón de la Madre late más lentamente —continuó el Primer Adivino—, y la Diosa Sombra avanza. Ha sido expulsada por el Hielo y su aliento trae el silencio eterno. Mi Señor la Oscuridad camina a su derecha. A su izquierda, su Hija, el Hambre. Y, a donde quiera que llegan, siembran la desolación.
—Siempre han compartido este mundo con la Madre —protestó Kell de Marg—. Desde la Migración. Pero Nuestra Madre Skaith vivirá mientras viva el Viejo Sol.
—Su vida se acaba, como la del Viejo Sol. ¿Ha mirado la Hija de Skaith la Llanura del Corazón del Mundo desde los más altos torreones?
—Desde el incendio de la Ciudadela, no. Detesto el viento.
—Sin embargo, lo más sabio sería que lo hicieras.
Kell de Marg miró a su Primer Adivino, pero éste aguantó la mirada. Encogiéndose de hombros, abandonó su real asiento entre los brazos de la Madre y llamó a una de sus servidoras, ordenándola que trajera una capa. No había nadie más en la sala del trono. El Adivino alegó que lo que tenía que decir era privado.
Kell de Marg, el adivino y la servidora avanzaron por los largos corredores y meandros de la Morada de la Madre, pasando ante cien puertas que daban paso a cien salas llenas de recuerdos de ciudades muertas y razas desaparecidas. El ambiente olía a polvo, al dulce aceite de las lámparas, a antigüedad. El laberinto subía, bajaba, se extendía en todas direcciones por el corazón de la montaña. Era la obra de toda una vida de aquella raza de mutantes que deliberadamente le había dado la espalda al cielo. Tan pocos Hijos de Skaith sobrevivían que una gran parte del laberinto y sus tesoros permanecían abandonados a la noche eterna.
Un ligero estremecimiento turbó a la Hija de Skaith: un ínfimo asomo de miedo.
Llegaron al fin a un pasillo en el que sólo había roca desnuda. Una violenta corriente de aire hizo vacilar las llamas de las velas. En el extremo opuesto del corredor se abría un arco iluminado. Kell de Marg se envolvió en la capa y, ella sola, se adelantó.
El arco daba a un estrecho balcón, un nido de águilas; lejos de las cúspides de las Llamas Brujas que centelleaban contra el cielo, pero muy por encima de la Llanura del Corazón del Mundo. Kell de Marg se estremeció al sentir el cruel ataque del viento. Envolviéndose en la capa, se apoyó sobre la pared rocosa del alto parapeto y miró la llanura.
Al principio no vio más que la luz del Viejo Sol y la cegadora blancura de la nieve que cubría aquella terrible soledad. Obligándose a soportar aquella prueba, empezó a distinguir detalles. Vio el lugar en que se había encontrado el camino de los Harsenyi, al abrigo de los Perros del Norte, guardianes de la Ciudadela. Vio el emplazamiento del campamento permanente de los Harsenyi, desde el que habían servido a los Señores Protectores y a los Heraldos que necesitaron de ellos en sus idas y venidas entre la Ciudadela y las siniestras ciudades del Alto Norte. Vio la inmensidad desierta y blanca de la llanura; y, más allá, la muralla de las Montañas Crueles. La llanura fue el dominio de los Perros del Norte antes de que llegase el hombre llamado Stark quien, sin que nadie supiera cómo, sometió a los perros a su voluntad extranjera.
Kell de Marg no percibía cambios notables. Acurrucada en la dulce matriz de la Madre, las estaciones nada significaban para ella. Pero sabía que el verano constituía un intervalo breve y poco notable entre dos inviernos. Incluso en verano, siempre había nieve. El verano, de modo manifiesto, llegaba y se iba. Sin embargo, el invierno que estaba contemplando en aquel momento no parecía diferente de los otros. El frío era quizá más intenso, la nieve más profunda, pero no podía estar segura. El viento hacía bailar remolinos de nieve sobre la llanura, mezclándolos con los chorros de vapor que brotaban de los Pozos Termales. Era difícil distinguir los vapores de los torbellinos de nieve. Más allá de los Pozos, sobre el flanco de las Montañas Crueles, invisibles, detrás de un eterno telón de brumas, se encontraban las ruinas de la Ciudadela. A causa de aquellas brumas, Kell de Marg nunca había podido observarla. Sólo llegó a ver el humo y las llamas que indicaron su destrucción.
Pero, entonces, sí pudo verla.
A través de las ligeras brumas, distinguió los calcinados escombros de la Ciudadela.
Asustada, se apretujó contra el parapeto, escrutando las humaredas con acrecentada atención. Le pareció que todo el aire caliente de los surtidores de vapor era menos violento que lo que recordaba… y menos frecuentes sus erupciones. Estos mismos aires termales se encontraban igualmente sobre la Morada de la Madre, cuyo avituallamiento y comodidad dependía de su calor y humedad. Si el aire termal se enfriaba, todos los habitantes de la Morada de la Madre morirían.
Inmensas nubes negras se cruzaron sobre el rostro del Viejo Sol. La claridad disminuyó. La nieve voló en los lejanos picos.
Kell de Marg tembló y salió del balcón.
No habló hasta que dejaron el corredor y alcanzaron un lugar en el que las llamas de las lamparillas se mantenían rectas y no había corrientes de aire. Incluso allí, no dejó de envolverse en la capa.
Despidió a la servidora y habló con el adivino.
—¿Cuánto tiempo?
—Lo ignoro, Hija de Skaith. Sólo puedo decir que el fin se acerca y que la Madre te ofrece una elección.
Kell de Marg sabía cuál era aquella elección. Pero obligó al adivino a decírsela, por si su sabiduría era superior a la suya propia.
—Debemos volver al exterior y buscar otro lugar, o quedarnos aquí y disponernos a morir. Puede tardar varias generaciones, pero la decisión no puede demorarse. Cuando la Diosa de la Sombra reafirme su poder, no habrá posibilidad de elección.
Kell de Marg se apretó la capa todavía más alrededor del cuerpo. Pero no por ello dejó de tener frío.
Al otro lado de las Llamas Brujas, bajo el paso del Hombre Tendido, el Señor del Hierro de Thyra consultaba con sus propios augures. Estaba asistido únicamente por su Primer Aprendiz, en la forja dedicada al Herrero Strayer. Aquel horno se encontraba sumido profundamente en el interior del alto flanco del monte en ruinas donde los hombres de Thyra, a costa de un duro esfuerzo, extraían el fuego.
Tomó del horno un pequeño cazo de metal fundido y, mientras el aprendiz salmodiaba las palabras rituales, lanzó el contenido de la cazoleta a un barreño de hierro lleno de arena fina y agua fría. Se elevó una intensa humareda de vapor y se escuchó un siseo. Cuando se acalló, el aprendiz tiró el agua que quedaba y el Señor del Hierro contempló la figura dibujada en la arena.
La observó atentamente, cruzó las manos sobre el enorme pectoral de hierro, con la forma del Martillo de Strayer, e inclinó la cabeza.
—¡La misma! El metal carece de poder. La fuerza divina de Strayer nos ha abandonado.
—¿Queréis probar otra vez, Señor del Fuego?
—Es inútil. Mira. Mira las pequeñas marcas brillantes que se dirigen al sur. Siempre al sur. Pero aquí, en el norte, el metal parece retorcido y oscuro.
—¿Debemos abandonar Thyra? —susurró el aprendiz.
—Podemos quedarnos —dijo el Señor del Fuego—. La elección depende de nosotros. Pero Strayer se ha marchado antes que nosotros. Su esencia es el calor y el fuego de las forjas. Strayer ha huido ante la Dama del Hielo.
Al sur de Thyra, en las lindes de las Tierras Oscuras, el Pueblo de las Torres se preparaba para el invierno.
El verano, la estación bendita, había sido anormalmente corto y frío. Los recolectores de líquenes habían regresado de modo obligado mucho antes, con una pobre cosecha. Y las hierbas más robustas no habían germinado. El pueblo se enfrentó antes a rudos inviernos en su campamento fortificado, donde las torres en ruinas formaban un amplio círculo en cuyo centro se encontraba un monumento sin rostro. Pero pensaban que nunca el invierno había llegado tan pronto, y con vientos tan terribles. También sabían que su ganado nunca estuvo tan delgado, ni sus silos tan poco abastecidos.
Hargoth, el Rey de la Cosecha, y sus sacerdotes brujos ocuparon su puesto habitual. Todos eran hombres delgados y grises. Máscaras grises protegían del frío sus estrechas facciones. Hargoth, que veneraba a la Diosa Oscura pero que también celebraba sacrificios en honor al Viejo Sol, habló con su Dama. Cuando acabó, mantuvo silencio durante mucho rato. Al fin, dijo:
—Lanzaré los dados del Hijo de la Primavera.
Los lanzó tres veces; otras tres; incluso tres veces más.
Sólo los ojos y la boca de Hargoth resultaban visibles bajo la máscara, adornada con símbolos estilizados del maíz en una región donde el maíz no crecía desde hacía un milenio. Los ojos de Hargoth brillaban con la luz de la locura ocasionada por las tinieblas invernales. El viento disolvía el vapor que le salía de la boca.
—Señalan el sur —insistió—. Tres veces, tres veces más y otras tres veces. Al sur se encuentran la vida y el Viejo Sol. Aquí, sólo la muerte y el reino de la Diosa. Debemos elegir.
Alzó los ojos hacia el cielo agresivo y lejano.
—¿Dónde está el Liberador, el hombre nacido en las estrellas que debía conducirnos a un mundo mejor?
—Era un falso profeta —respondió uno de los sacerdotes. Había seguido a Stark y a Hargoth hasta Thyra y sobrevivido al periplo—. Los navíos han salido de Skaith. Las rutas estelares, como siempre, siguen cerradas.
Hargoth avanzó hacia las Torres donde se encontraba su pueblo. Se detuvo ante el monumento y les habló:
—Las rutas permanecen cerradas para nosotros; pero quizá se abran para nuestros hijos, o para los hijos de nuestros hijos. Cualquier vida es preferible a la muerte.
Volvió a lanzar los dados. Y, de nuevo, marcaron el sur.