CAPÍTULO 7

Ashton le rozó y Stark se levantó.

El sol, casi a disgusto, bañaba la landa con una luz sangrante. Las aves se bañaban en ella. Por un lado, su plumaje era de color oro brillante, por el otro la sombra los tornaba negros. Eran una treintena. Observaban a los dos hombres a una distancia de unos treinta metros. Las flores ondeaban a su alrededor.

—Han llegado tan suavemente —dijo Ashton, que había estado de guardia—, que no los vi hasta que apareció el sol.

El silencio de los pájaros y su paciencia tenían algo de sobrenatural. Stark esperaba ruidos de excitación y avidez. Esperaba que atacasen. Pero seguían allí, inmóviles, bañados en una luz irreal que cruzaba el horizonte como una tapicería bordada con pájaros dorados.

Stark tomó la cachiporra y buscó unas piedras.

Uno de los pájaros levantó la cabeza y cantó con una voz aflautada y clara… la voz de una mujer surgiendo de la garganta de un ave. El canto carecía de palabras. Sin embargo, Stark se incorporó, frunciendo las cejas.

—Creo que nos ha prohibido matar —dijo.

Chascó dos piedras una contra otra, midiendo la distancia.

—Tengo la misma impresión —replicó Ashton—. Quizá debiéramos escucharles.

Stark tenía hambre. Los pájaros amarillos representaban tanto peligro como alimento. Ignoraba lo que harían si mataba a uno de ellos, pues eran muchos y parecían fuertes. Si provocaba un ataque, sería difícil rechazarlos. Además, parecían seguir un objetivo; y la extrañeza del cántico sin palabras le hacía dudar en cuanto a actuar brutalmente antes de saber lo que pasaba.

Irritado, continuó hablando.

—Por el momento, al menos.

Dejó caer las piedras.

—Nos cierran el paso —confirmó Ashton.

Las aves se plantaban hacia el sudoeste.

—Quizá se aparten —titubeó Stark.

Avanzaron.

Los pájaros no se apartaron. Alzados sobre sus fuertes patas abrieron los picos curvados y los volvieron a cerrar; un sonido seco y amenazador. Stark se detuvo y los pájaros se callaron.

—Podemos combatirles —dijo Stark—, o seguir otro camino.

Ashton apoyó una mano en la túnica, donde notaba los vendajes.

—Sus garras parecen aceradas y veo casi treinta —contó—. Tienen picos como cuchillos. Tomemos otro camino.

—Intentemos rodearles.

Tiempo perdido. La bandada corrió y les obligó a deshacer lo andado.

Ashton sacudió la cabeza.

—Cuando el ave me atacó, lo hizo siguiendo el instinto normal. Éstos no actúan de un modo normal.

Stark miró a su alrededor; observó la landa, las zarzas y los árboles esqueléticos, las flores con ojos que ondeaban desdeñando el viento.

—Alguien sabe que estamos aquí —concluyó—. Alguien que quiere buscarnos.

Ashton sopesó el mandoble y suspiró.

—No creo que podamos vencer a esos bichos; además, me gustaría conservar los ojos algo más de tiempo. Quizá ese alguien quiera hablarnos.

—En ese caso —replicó Stark—, sería la primera vez que me sucediera desde que llegué a Skaith.

El pájaro levantó la cabeza y volvió a cantar.

Quizá, pensó Stark, se tratase de la voz normal del pájaro. Pero no podía desprenderse del sentimiento de que una inteligencia superior se hacía entender por mediación del animal. «Haz lo que te pido», parecía decir el pájaro, «y no te ocurrirá nada malo». Stark no confiaba. Solo, habría quizá elegido abrirse camino, aunque todas oportunidades estuvieran en su contra. Pero no estaba solo. Se encogió de hombros y concluyó:

—¡Bueno! ¡Quizá nos dé de comer!

Como treinta perros pastores vigilantes, las aves les guiaron por la landa, hacia el oeste. Avanzaban a buen paso. Stark miraba al cielo y aguzaba el oído, por si Penkawr-Che se decidía a enviar los cazas a realizar un último reconocimiento. Pero no apareció ninguno. Penkawr-Che, aparentemente, pensaba que volar hasta las aldeas para robarles la preciosa cosecha de droga era más urgente que buscar a dos hombres que casi seguro debían estar muertos o que, de no estarlo, no tardarían en morir. De todos modos, sus oportunidades de ser socorridos y conducidos a Pax eran tan ínfimas que, aunque Penkawr-Che les mataría sin dudar si caían en sus manos, parecía poco probable que montara una operación para encontrarles. No tenía ni tanto tiempo ni tantos hombres.

El Viejo Sol lucía en lo alto del cielo y Simon Ashton empezó a tropezar mientras avanzaba, al tiempo que Stark vio dos siluetas que se recortaban frente a ellos en la cima de una elevación del terreno. Una era alta, de largos cabellos y con la capa amplia flotando al capricho del viento. La otra era más baja, más delgada. La más alta plantó una mano en el hombro de la otra, y pareció protegerla. Había algo real en la fiera actitud de las dos solitarias siluetas.

Los pájaros emitieron sonidillos alegres y guiaron a los dos hombres aún más deprisa.

La silueta alta resultó ser la de una mujer: ni bella, ni joven. Su rostro era delgado y moreno, dotado de intensa fortaleza; la fortaleza de la madera endurecida hasta adquirir la resistencia del hierro. El viento pegaba sus ropas burdas y ocres contra un cuerpo como el tronco de un árbol; senos pequeños, caderas estrechas y un porte erguido y poderoso, como si aquel cuerpo hubiera luchado victoriosamente con los tornados. Los ojos marrones eran penetrantes; los cabellos castaños tenían mechas escarchadas.

La silueta más grácil era la de un muchacho de unos doce años con una belleza impresionante, fresca, graciosa. Pero la extraña calma de su mirada prestaba a su rostro infantil algo que procedía de unos ojos demasiado viejos.

Stark y Ashton se detuvieron al pie de la loma. La mujer y el muchacho les miraban desde arriba. Una buena posición desde un punto de vista psicológico. Y el ave cantó de nuevo.

La mujer le contestó, con el mismo canto dulce y sin palabras. Luego examinó a los hombres con su mirada acerada y dijo:

—No sois Hijos de Nuestra Madre Skaith.

—No —respondió Stark.

La mujer asintió.

—Mis mensajeros lo detectaron. —Se dirigió al muchacho con deferencia y amor—. ¿Tú qué piensas, Cethlin?

El joven sonrió dulcemente y contestó:

—No son para nosotros, madre. Alguien más les ha marcado con su sello.

—En ese caso —dijo la mujer a Stark y Ashton—, por un tiempo, sed bienvenidos. —Les hizo un gesto para que se acercasen, con la nobleza de un árbol ligeramente doblado—. Me llamo Norverann. Éste es mi hijo Cethlin, el más joven de mis hijos, al que se llama Esposo.

—¿Esposo?

—Adoramos a la Trinidad… mi Dama el Hielo, su Señor la Oscuridad y su Hija el Hambre, que reinan sobre nosotros. Mi hijo se reunirá con la Hija cuando cumpla dieciocho años a menos que ella lo exija antes.

—Lo exigirá, madre —comentó el muchacho de ojos serenos—. El día está muy cerca.

Se apartó, descendiendo por la otra vertiente. Norverann esperó. Stark y Ashton subieron a su encuentro.

Pudieron ver un valle con tiendas. Tras el valle, claramente visible, el borde de una meseta que dibujaba una curva. No se habían apartado excesivamente de su ruta. Más allá del borde accidentado, un horizonte vacío bajo el cual, lejano y brumoso, se adivinaba el verdor de un océano de árboles.

El campamento formaba un semicírculo alrededor de un claro donde jugaban niños y se afanaban hombre y mujeres. Las tiendas y los pabellones de tela eran de color marrón, verde o rojizo. Aquí y allí, un toque de oro, blanco o escarlata. Las tiendas habían sido reparadas y cosidas. Pero todas estaban adornadas con guirnaldas y gavillas de grano. Se podían ver canastas de raíces y otras hierbas ante cada tienda. Banderas hechas jirones flotaban al viento.

—¿Una fiesta? —preguntó Stark.

—Celebramos la Muerte del Verano —explicó Norverann.

Entre los extremos del semicírculo, más allá del espacio libre y cerca del borde de la meseta, se alzaba una estructura de piedra. Baja y pegada al suelo. Había algo amenazador en la masa sin ventanas, cubierta, como cualquier viejo peñón, de musgo y líquenes.

—Es la Morada del Invierno —comentó Norverann—. Ya se acerca el momento de regresar a la bendita oscuridad y a los dulces sueños.

De modo majestuoso, se acercó para acariciar las flores que ondulaban hacia ella.

—Compartimos los meses sagrados de la Diosa con las hierbas, los pájaros y todo lo que habita en la landa.

—¿Son vuestros mensajeros?

Inclinó la cabeza.

—Aprendimos la lección hace mucho tiempo. Sobre la landa, somos un solo pueblo. Formamos parte del mismo cuerpo, de la misma vida. Cuando la violencia se comete contra cualquiera de las extremidades de nuestro cuerpo, nos llega el mensaje. Llamas, destrucción, muerte para muchas hierbas, flores y familias de zarzas. Me hablaréis de ello. —La mirada fija en Stark y Ashton era tan cruel como un invierno ártico—. Si no estuvierais reclamados, recibiríais vuestro merecido.

—No ha sido culpa nuestra —se excusó Stark—. Otros hombres nos perseguían. Escapamos de ellos por un milagro. Pero ¿quién nos reclama, por qué?

—Tendréis que preguntárselo a Cethlin. —Les condujo hasta una tienda verde del color del musgo y apartó una cortinilla de ámbar—. Entrad y preparaos para la jornada. Os traerán agua para que podáis lavaros.

—Mi señora —dijo Stark—, tenemos hambre.

—Seréis alimentados cuando llegue el momento —contestó.

Dejó caer la cortina y se marchó.

La tienda no contenía más que unos jergones groseros, llenos de algo seco y crujiente, y una pila de mantas. Había polvo, pero un polvo limpio; el aire olía igual que en el exterior. Pequeños objetos personales estaban dispuestos ordenadamente junto a cada jergón. La tienda, aparentemente, servía de dormitorio de verano a más de una veintena de personas.

Con un suspiro de alivio, Ashton se tendió sobre uno de los camastros.

—Podemos esperar a que nos alimenten. Y, puesto que somos reclamados por alguien, supongo que, de momento, estamos a salvo. Hasta aquí, todo va bien. —Con los labios apretados, añadió—: Pese a todo, este lugar no me gusta.

—Tampoco a mí —recalcó Stark.

No tardaron en llegar dos hombres con platos, copas y servilletas. Las servilletas estaban confeccionadas con burda tela de saco, como las informes túnicas y las perneras de los hombres; los platos y copas eran de oro, diseñados con formas admirables, armoniosamente cinceladas y casi borradas por siglos de uso. Los objetos de oro brillaban maravillosamente en la verde sombra de la tienda.

—Nos llaman los Nithis, el Pueblo de la Landa —dijo uno de los hombres como respuesta a la pregunta de Ashton.

Como Norverann, el hombre parecía hecho de sólida y resistente madera. Sus ojos, marrones y secretos, su boca cuadrada de labios anchos y fuertes dientes, daban una impresión de parentesco con cosas elementales y desconocidas… Tierra, raíces, aguas y tinieblas subterráneas.

—¿Comerciáis con el pueblo de la jungla? —preguntó Stark.

El hombre sonrió tranquilamente.

—Un comercio que deja poco beneficio —replicó.

—¿Los coméis?

El tono de Stark daba la sensación de que aquello le parecía natural.

El hombre se encogió de hombros.

—Adoran al Viejo Sol. Nosotros, se los dedicamos a la Diosa.

—En ese caso, debéis conocer un camino que conduzca a la jungla.

—Sí —replicó el hombre—. Ahora, dormid.

Se fue con los otros, llevándose los objetos de oro. Los costados de la tienda se estremecían movidos por el viento. Las voces de la gente que había fuera parecían lejanas y extrañas.

Ashton sacudió la cabeza.

—La Vieja Madre Skaith está llena de sorpresas. Y son raramente agradables. El muchacho, el Esposo, que se irá con la Hija cuando cumpla dieciocho años, a menos que se lo exijan antes, se diría que se trata de un sacrificio ritual.

—El muchacho parece que lo considera un placer —comentó Stark—. Si no tienes más hambre, duerme.

Ashton se cubrió con una manta remendada y guardó silencio.

Stark miró la parte superior de la tienda que ondeaba con el viento. Pensaba en Gerrith. Esperaba que estuviera lejos de Irnan. Esperaba que estuviera a salvo.

Pensó en muchas cosas y sintió que el furor crecía en él tan intensamente que se convirtió en una fiebre, un martilleo. La sombra verde se enrojeció ante sus ojos. Pero, puesto que la rabia era inútil, la dominó. Y, puesto que el sueño era necesario, durmió.

Se despertó lanzando un alarido animal; entre sus manos, a punto de romperse, encontró el cuello de un hombre.