La antigua y gris ciudad de Irnan dominaba el valle. Sus murallas estaban intactas. Pero el aterrizaje del «Arkeshti» había conseguido en pocas horas lo que meses de asedio y sufrimiento no pudieron conseguir. Frente a la elección de volver a combatir o rendirse a las fuerzas de los Heraldos, que no dejarían de volver, Irnan descubrió que no tenía elección. Estaba agotada, arruinada, vencida. Llevaba perdidos demasiados hombres y demasiadas riquezas. Pero por encima de todo, había perdido la esperanza.
Bajo la claridad de las Tres Reinas, una delgada riada de refugiados se derramaba regularmente a través de la puerta abierta y la ruta que pasaba entre las granjas destruidas y los campos expoliados, todavía llenos de detritus de los ejércitos invasores. La mayor parte de los refugiados viajaban a pie, llevando sobre la espalda lo que podían salvar de sus bienes. Estaban muy identificados con la revuelta contra los Heraldos como para esperar la menor misericordia; o quizá temían una matanza general cuando las hordas errantes se lanzasen sobre ellos.
En el interior de la puerta, en la gran plaza de la ciudad, donde las casas de piedra gastada estaban muy cerca las unas de las otras, ardían algunas antorchas. Un grupo de hombres y mujeres se congregaban a su alrededor. Otros hombres y mujeres se reunieron con ellos, procedentes de las estrechas y oscuras callejas. Todos llevaban armas. También las mujeres, pues las mujeres de las ciudades estado luchaban como los hombres, ya que se enfrentaban a los mismos peligros: las incursiones de las Bandas Salvajes y los rapiñadores venidos de las Tierras Estériles. Se envolvían en las capas, pues el valle era alto y cruzaban el otoño. Hablaban con voces bajas y secas. Algunos lloraban, y no solamente las mujeres.
En la Sala del Consejo, bajo la alta bóveda llena de antiguos estandartes, ardían algunas raras lámparas. Había que ahorrar un aceite precioso. Pero el tumulto no se amilanaba por la falta de claridad. La sala estaba llena a rebosar de una multitud que aullaba y empujaba. Sobre la plataforma que ocupaban los Nobles, hombres y mujeres encolerizados alzaban la voz y hacían gestos enfáticos.
Se trataba la rendición. Reinaba el miedo. Las palabras eran crueles. El viejo Jerann soportaba su último martirio.
Más allá de los muros, los campamentos aliados acababan de ser levantados. Los hombres de las tribus, con rostros velados y capas de cuero teñidas con los polvorientos colores de las Seis Casas Menores de Kheb, Hann, púrpura; Marag, marrón; Qard, amarillo; Kref, rojo; Thorn, verde y Turan, blanco; avanzaban entre las parpadeantes antorchas, cargando las monturas del desierto con provisiones y su botín.
Fuera de la ciudad, en medio de un arrogante aislamiento, se sentaban los Fallarins de oscuro pelaje. Hablaban en voz baja y sus alas levantaban pequeñas tormentas furiosas. Los Tarfs, sus servidores, hábiles y ágiles, rayados de verde y oro y con cuatro poderosos brazos, se ocupaban de levantar el campamento.
Al amanecer, todos se habrían ido.
Tras todos ellos, el valle parecía vacío y tranquilo. Pero en su extremo más alto, allí donde las montañas y los acantilados se unían bruscamente, se encontraba la gruta en la que desde hacía generaciones, las Gerrith, las Mujeres Sabias de Irnan, velaban por su ciudad.
La gruta había sido despojada de sus colgaduras y muebles. Más que nunca, parecía una tumba. Gerrith, la última de su raza, había renunciado a su función de Mujer Sabia, declarando que la tradición terminó cuando Mordach, el Heraldo, destruyó la Capa y la Corona. Sin embargo, había monturas atadas ante la entrada, de la que emanaba una difusa claridad. En la cornisa junto a la entrada vigilaba un Tarf, apoyado en la espada de cuatro manos. Sus córneas pupilas parpadeaban con la inagotable paciencia de su raza inhumana. Se llamaba Klatlekt.
En la primera sala de la gruta, la antecámara, yacían once enormes perros blancos, con las cabezas gachas. Sus ojos de párpados entornados brillaban raramente cuando la claridad de la única lámpara encendida les alcanzaba. Por momentos, gruñían y se agitaban, a disgusto. Eran telépatas desde hacía innumerables generaciones. Y los cerebros humanos que leían no delataban nada tranquilizador.
Tres candelas iluminaban la habitación interior, desnuda, lanzando locas sombras sobre lo que antaño fuese el santuario de la Mujer Sabia. Habían llevado algunos muebles: una mesa, una silla, el candelabro y una copa larga y lisa llena de agua pura. Gerrith estaba sentada. Una mujer color de sol. Las velas brillaban sobre la espesa capa broncínea que colgaba de sus hombros. Se encontraba en aquel lugar desde que Eric John Stark saliese de Irnan para entrar en el navío de Penkawr-Che. La fatiga ensombrecía sus ojos y marcaba su boca.
—He tomado mi decisión —dijo—. Espero la vuestra.
—La elección no es fácil —replicó Sabak, el joven jefe de los Hombres Encapuchados. Entre el capuchón y el velo sólo se le veían los ojos. Azules, feroces, turbulentos. Su padre era Guardián de la Casa de Hann. Un hombre poderoso del norte—. Los Heraldos intentarán recuperar Yurunna y expulsarnos al desierto para que nos muramos de hambre. Seguimos a Stark de buena gana. Pero ahora parece que tendremos que volver a casa y luchar por los nuestros.
—En mi caso —continuó Tuchvar—, no tengo elección. —Miró a los dos perros gigantes que descansaban a su lado y sonrió. Era muy joven, casi un adolescente, y había sido aprendiz de Heraldo al servicio del Maestro Perrero de Yurunna—. Si vive, los Perros del Norte encontrarán a N’Chaka e iré con ellos.
Gerd, a su derecha, gruñó sordamente; Grith, a la izquierda, abrió la terrible mandíbula y su lengua colgó entre acerados colmillos. Las dos bestias clavaron la ardiente mirada en Halk, que se mantenía en un extremo de la mesa.
—Mantén tranquilos a esos perros infernales —pidió. Se volvió hacia Gerrith—. En esta misma habitación, tu madre predijo la llegada del Hombre Oscuro procedente de las estrellas. Debía abatir a los Señores Protectores y liberar Irnan para que pudiéramos encontrar un mundo donde la vida fuese mejor. ¡Falsa profecía! Y el Hombre Oscuro, prisionero, quizá esté muerto. A mí no me gusta Stark, y no malgastaré la vida buscándole. Mi pueblo me espera. Seguiremos luchando contra los Heraldos, en Tregad o donde podamos. Te aconsejo que vengas con nosotros, o que marches al norte con Sabak y los Fallarins. Alderyk no te negará asilo en el Lugar de los Vientos.
Alderyk, rey de los Fallarins, cuya sombra cubría el muro dibujando la silueta de un ave inmensa de alas medio desplegadas, miró a Gerrith fijamente con ojos de halcón y dijo:
—Estarás más segura en el norte. Si viajas al sur, desafiarás todo el poder de los Heraldos.
—¿Y tú, Alderyk? —dijo Gerrith—. ¿Qué dirección tomarás?
Inclinó la estrecha cabeza. Su sonrisa recordaba la hoja de un puñal.
—Nunca escuché la profecía. Porque hay una profecía, ¿verdad? No nos habrías reunido para hablar de Stark si no fuese así.
—Sí —replicó Gerrith—. Hay una profecía.
La mujer se levantó, parecía muy alta a la luz de las velas, y los perros gimieron.
—He visto mi camino en el Agua de la Visión. Mi camino va hacia el sur, cada vez más al sur, hacia una terrible blancura cubierta de sangre que al fin se pierde en la bruma. Pero he mirado más allá del Agua de la Visión.
Entre sus manos llevaba una calavera. Algo minúsculo y frágil, esculpido en marfil amarillento, con la pátina de los siglos. El rostro burlón estaba maculado de sangre, seca desde mucho tiempo atrás.
—Es cuanto queda de la Corona del Destino. Stark me lo entregó el día en que matamos a nuestros Heraldos. Todas las Gerrith que llevaron esta corona me hablan hoy a través de este fragmento. Su poder me ha sido concedido.
Su voz era clara y fuerte, impregnada de cierta melancolía. Una campana que sonara en las montañas entre el aullido del viento.
—Halk afirma que la profecía de Irnan es falsa y que Stark está vencido, acabado; que sólo resulta válido para pasar al olvido. Os digo que eso no es verdad. Os digo que el destino de Stark y el destino de Irnan están tan ligados como el corazón y el aliento. El uno no sobrevivirá sin el otro. Stark vive. Y su camino se dirige igualmente hacia el sur. Pero camina por profundas tinieblas y la muerte se halla ante él. Si vive, dependerá de nosotros. Si sobrevive para tomar el camino del sur, Irnan conseguirá la libertad. Si muere —hizo un gesto definitivo—, las rutas estelares permanecerán cerradas hasta que muramos… e incluso hasta mucho después: hasta que haya cambiado por completo el rostro de Skaith. ¡Y ese cambio se producirá! La Diosa avanza: mi Dama el Hielo, su Señor la Oscuridad y su Hija el Hambre. Ya han enviado exploradores. Este invierno, veremos sus primeros ejércitos. ¡Si los navíos estelares no llegan pronto, nadie sobrevivirá a la Segunda Migración!
Bajó las manos, inclinó la cabeza, exhaló un suspiro largo y tembloroso. Cuando les miró de nuevo, cuando habló de nuevo, era la Gerrith humana y vulnerable.
—Hay que apresurarse —pidió—. Stark avanza tan lentamente como lo puede hacer un hombre a pie; un hombre con una pesada carga, sorteando obstáculos. Está muy lejos y aun con monturas tendrá dificultades para alcanzar el mar a tiempo.
—¿El mar? —preguntó Halk.
—Allí es donde se reúnen nuestros caminos. Allí concluirá el suyo si no nos unimos a él.
Dio vuelta a la mesa y apoyó una mano en la maciza cabeza de Gerd.
—Ven —le dijo a Tuchvar—. Nosotros, al menos, sabemos lo que tenemos que hacer.
Fueron a la antecámara: Gerd, Grith, Tuchvar y Gerrith. Los once Perros del Norte se levantaron y se unieron a ellos. Salieron a la cornisa, iluminados por las Tres Reinas; adelantaron al impasible Klatlekt y descendieron hacia las monturas.
Un súbito viento apresó las ropas de Gerrith y rizó el crespo pelaje de los Perros del Norte. Los animales levantaron la cabeza.
—Consultaré con los míos —declaró Alderyk.
Descendió a lo largo del sendero, con las alas bajas. Klatlekt fue tras él. Halk, jurando, era seguido por un silencioso Sabak.
—Dentro de una hora —exigió Gerrith—, Tuchvar, los perros y yo partimos hacia el sur. No esperaremos.
Los demás montaron en sus propias bestias y se alejaron por el valle. Una difusa claridad emanaba continuamente de la entrada de la gruta. Nadie había pensado siquiera en soplar las velas, apagar la lámpara o cubrir el Agua de la Visión. Ni siquiera la Mujer Sabia miró una vez hacia atrás.
La última profecía de Irnan había sido pronunciada.