Las Tres Reinas son la belleza suprema de Skaith. A decir verdad, su única belleza. Tres magníficas pléyades que iluminan el cielo sin luna, difundiendo una claridad más plateada y dulce que el rojizo brillo del Viejo Sol, aunque casi igual de fuerte. Incluso durante la noche, la oscuridad es rara en Skaith.
En aquel momento, poco importaba. La oscuridad no les protegería contra los cazas.
Encontraron nuevos macizos de zarzas, sombríos y tentadores, pero Stark los desdeñó. Una cresta baja se alzaba a la izquierda, silueteada contra la lejana claridad que rodeaba el «Arkeshti». Stark no se preocupó y permaneció unos instantes sobre la desnuda pendiente. Una pendiente acentuada, lo suficiente como para que el agua corriese por ella en la estación de las lluvias.
El zumbido de los motores cambió. Los cazas estaban en el aire.
—Aquí —dijo Stark, empujando a Ashton hacia un imperceptible hueco del terreno.
Arrancó puñados de hierbas y flores y cubrió a Ashton con ellos, lo bastante como para camuflar el aspecto de un cuerpo humano. A Ashton le dirigió tan sólo una palabra, un chasquido gutural que significaba inmovilidad. Acto seguido, se deslizó hasta la cresta.
Desde allí, vio una intensa actividad alrededor del navío. Hombres con linternas recorrían la landa, explorándola metódicamente. Otros se unieron a los primeros, buscando cuerpos muertos o heridos.
Por encima, los cuatro cazas encendieron las potentes luces de aterrizaje. Volaban en línea, precediendo a los hombres. Sus altavoces resonaban, como los anormales aullidos de alguna extraña especie de perros mecánicos que siguieran una pista tenazmente. Los rayos de los cañones láser golpeaban el suelo y las zarzas saltaban convertidas en polvo y llamas.
Apresuradamente, Stark abandonó la cresta. Encontró una hendidura en la pendiente. No habría sido capaz de albergar un conejo, pero se ocultó lo mejor que pudo y se quedó inmóvil entre la hierba y las flores.
El gruñido de los cazas llenó el cielo. Iban de un lado para otro, quemando lo que encontraban a su paso. Uno de los cazas planeó sobre el barranco, iluminándolo de blanco, pulverizando las sombras con los destellos del láser. El altavoz gritó el nombre de Stark. Después, se escuchó una risotada. Stark pensó que era la voz de Penkawr-Che; pero la distorsión metálica era tanta que no podía estar seguro. Uno tras otro, los zarzales que habían parecido tan buenos escondrijos fueron desapareciendo en medio de furiosas llamaradas.
Los incendios y las luces de aterrizaje iluminaban totalmente la pendiente, incluso sin el plateado brillo de la Reina. Inmóvil, Stark escuchó el sordo latido de su corazón. Esperaba que Ashton pudiera permanecer tan quieto como él y durante tanto tiempo. Los cazadores estaban al acecho de cualquier movimiento. Stark, a costa de la experiencia de toda una vida, sabía que buscaban dos cosas: el abrigo en que se cobijaba la presa o a la propia presa huyendo por terreno descubierto. Apenas se fijaban en ningún punto concreto: no se veían ni abrigos, ni movimientos, ni escondites… no había nada que ver. Por aquella razón Stark se quedó en terreno descubierto.
Pero el precio de la invisibilidad es la inmovilidad. En cuanto la presa se mueve, está condenada.
Una pareja de pájaros amarillos olvidó este axioma. Aterrorizados por el ruido y las llamas, corrieron en diagonal hacia la cresta. El altavoz chirrió y un rayo láser los redujo a cenizas. Una presa bien magra para un arma tan mortal.
El caza planeó, buscando. Ashton debió permanecer inmóvil, pues nada llamó su atención y el aparato se lanzó a incendiar nuevos zarzales.
Stark siguió sin moverse. La tierra acumulada sobre él se iba desplazando. Desconocidos animalillos se movían encima suyo. Algunos le picaron. Las flores de ojos oscuros, miraban en todas direcciones, quizá a causa de los movimientos del aire causado por los cazas. El aire olía a humo. El fuego se extendía a partir de las zarzas. El rayo que mató a los dos pájaros había prendido en los matorrales. Cerca, demasiado cerca, Stark escuchaba el crepitar de la hierba seca. Intentó evaluar el grado de sequedad, esperando que las llamas no se extendieran demasiado rápidamente. Los buscadores se alejaban, pero los cazas volverían. No podía moverse.
Alrededor de su cara, las flores bajaron el rostro hacia él. Por encima suyo, los ojos miraban las llamas. Y levantaban la vista al cielo. Naturalmente, no podían ver; pero poseían quizá otros sentidos. Emitían un ligero perfume que se fue haciendo más fuerte cuanto más lo olía, a pesar del humo. Sentía la sensación desagradable de que la hierba se pegaba a él como algo vivo, acariciante. Deseaba ardientemente ponerse de pie y escapar de aquella excesiva intimidad.
El humo pasó sobre él. Se olvidó de todo lo que le molestaba esforzándose en no toser. El crepitar estaba muy cerca. Oleadas de calor le golpearon la piel.
Los cazas habían sobrepasado con mucho el lugar que podría haber alcanzado la presa y dieron media vuelta. Regresaban lentamente, planeando sobre la landa destruida, asegurándose de que no habían olvidado ningún escondrijo donde pudiera camuflarse un hombre. Uno de ellos cruzó sobre la pendiente y sus faros brillaron directamente encima de Stark.
Contuvo el aliento y cerró los ojos, por temor a que su brillo le delatase. El humo se enrollaba sobre él, lo que resultaba útil. Pero sus pies sentían el ardor de la tierra. En pocos instantes, estaría rodeado por las llamas. La hierba y las flores también lo sabían, no lo dudaba. Tenían miedo. Luchó contra su propio pánico y lo dominó. Tras una eternidad, el caza sobrevoló la cresta y se encaminó hacia el «Arkeshti».
Sin embargo, Stark siguió inmóvil hasta que las suelas de las botas empezaron a arder. No tenía elección. Bajo la cubierta de espeso humo, salió de su poco profunda tumba y se apresuró hasta el lugar en que había dejado a Ashton. Sabía que si otro caza sobrevolaba la zona, no tendrían oportunidad alguna.
El fuego aún no se acercaba a Ashton. Éste no se movió. Se levantó envarado cuando Stark se inclinó sobre él y tuvo que hacer algunos movimientos para distender los músculos abotargados.
—Cuando cazaba con los aborígenes —explicó irónicamente—, era más joven. Además, Cuatro Patas me habría devorado. —Tembló—. El último caza ha estado a punto de vernos. Demos gracias por el humo.
Se alejaron del navío, pasando en medio de las llamas y atravesando lugares donde el suelo aparecía calcinado. No escucharon sonido de motores en el cielo. Tras abrasar el terreno, los cazadores podían pensar que sus presas habían perecido en cualquiera de los matojos.
Stark y Ashton concluyeron por salir del perímetro en llamas. Avanzaron hasta que a Ashton, que había pasado un duro día, le traicionó la fatiga. Stark encontró un macizo, se aseguró de que no escondiera madriguera alguna, y se sentó, protegiéndose la espalda con los arbustos espinosos. Los venenos de Penkawr-Che todavía le corrían por las venas. Le alegró poder descansar.
Las flores habían grabado su paso. A lo lejos, eran recorridas por largas olas. No parecía extraño. Salvo que las olas corrían en dirección contraria al viento.
—Eric —dijo Ashton—, cuando me tumbé, haciéndome el muerto, con la hierba y las flores a mi alrededor, tuve la impresión…
—Yo también. Tienen algún sentido. Quizá parecido al que permite que una planta carnívora averigüe que hay cerca una presa.
—¿Crees que mandan mensajes? En ese caso, ¿a quién?
La landa se extendía en todas direcciones hasta el horizonte, agreste y pelada, con zarzales impenetrables y ocasionales árboles desnudos. Stark levantó la cabeza y respiró. Sintió lo desconocido, pero no percibió nada que fuese hostil a los hombres. El curioso e inquietante aroma de las flores que se extendían hasta perderse de vista le llenó la garganta. No se movía nada en aquella inmensa soledad. Sin embargo, detectaba presencias; cosas despiertas y en estado de alerta. No podía determinar si eran humanas, animales o de otro tipo.
Y no se sentía cómodo.
—Me alegrará salir de este páramo —dijo—… por el camino más corto.
—Es lo que estamos haciendo —le explicó Ashton—. Penkawr-Che eligió este lugar porque los cazas pueden realizar incursiones a la jungla en un perímetro de unos ciento ochenta grados sin tener que cubrir más de ciento cincuenta kilómetros en cualquier dirección. Los otros dos navíos, dedicados al pillaje en otra parte, acabarán por volver aquí y se dirigirán juntos al norte para apropiarse de los tesoros ocultos tras las Llamas Brujas. ¿Has tenido que decirle muchas cosas?
—Menos de las que quería. Con suerte, podrá encontrar el balcón en unos seis meses. —Stark frunció el ceño—. No lo sé… Los adivinos dijeron que yo causaría más derramamiento de sangre en la Morada de la Madre. Por eso querían matarme a toda costa. ¡Bien! Que luchen en sus propias guerras. Ocupémonos de la nuestra. —Señaló el horizonte sin fin—. No podemos dirigirnos al este a causa de Penkawr-Che. Además, no podemos elegir. ¿Se te ocurre algo?
—Pedrallon.
—¿Pedrallon?
—Es un príncipe de su país. Sus compatriotas pagaron el rescate exigido por Penkawr-Che. Es poderoso.
—A menos que los suyos hayan decidido sacrificarle al Viejo Sol para castigarle por sus pecados.
—Es posible. Pero creo que es el único que puede ayudarnos… y se encuentra en un lugar al que podemos llegar. Andapell está en la costa, en alguna parte al sudoeste.
—¿A qué distancia?
—Lo ignoro. Pero si vamos hacia la costa, podremos embarcar en algún navío. O robarlo.
—La última vez que vi a Pedrallon, los forasteros de Skaith le resultaban antipáticos, a pesar de que conspiraba con ellos para su propio beneficio. Ahora, debe apreciarlos todavía menos.
—Acabé por conocerle bastante bien, Eric. Fue durante el tiempo que pasamos en el navío, mientras Penkawr-Che se preguntaba si llevarnos a Pax y contentarse con la recompensa prometida o aprovecharse de la inesperada ocasión de rapiñar todo el planeta. Creo que conseguí explicarle a Pedrallon claramente lo que es la Unión Galáctica y cómo funciona. Me parece que le caí simpático. Es un hombre dedicado a un único objetivo. Hasta el fanatismo. Ha jurado que seguirá combatiendo a los Heraldos, aunque haya perdido para siempre la esperanza de conseguir que se permitan los vuelos espaciales. Incluso podría encontrarnos útiles.
—Simon, es una leve esperanza.
—Más que leve. ¿Tenemos otra?
Stark parecía taciturno.
—Irnan no puede hacer más que combatir. Tregad y las otras ciudades estado mantienen su opinión en secreto. Pueden inclinarse hacia un lado o hacia otro. De todos modos, están muy lejos. —Se encogió de hombros—. Vamos a Andapell.
Dejó que Ashton durmiera durante una hora. Mientras tanto, exploró el zarzal. A costa de dolorosos desgarrones en las manos, consiguió preparar dos cachiporras de madera espinosa. Cuando encontrase las piedras adecuadas, podría fabricar hachas u hojas de cuchillo. Mientras tanto, las cachiporras les bastarían.
La landa carecía de puntos de referencia. Una inmensidad en la que un hombre podía perderse fácilmente y vagar hasta la muerte, a menos que fuera antes devorado por algo desconocido.
En aquel extremo de la galaxia, las estrellas eran escasas. Pero Stark pudo identificar el número suficiente de ellas como para poder trazar una ruta. Cuando despertó a Ashton, se dirigieron al sudoeste, dejando el «Arkeshti» a sus espaldas; esperaban alcanzar las lindes de la landa en el punto en que ésta descendía hacia la jungla que la separaba del mar. Pero ni Ashton ni Stark sabían a qué distancia se encontraban de su objetivo.
Sin embargo, Stark recordaba algo: meses antes, Ashton y él abandonaron la Ciudadela, en el confín del cruel norte. Sólo dos hombres en un planeta hostil. Mas en aquella ocasión contaban con armas, provisiones, bestias de carga… y los Perros del Norte. En ésta, no tenían nada. Y todos los resultados conseguidos durante la precedente odisea habían sido barridos por la traición de un único hombre.
La amargura de Stark no era aliviada por el hecho de que él mismo hubiera tratado con Penkawr-Che.
A pesar de la considerable riqueza que le ofrecía, el Heraldo Pedrallon no había conseguido convencer al de Antares para que tomara partido en los problemas de Skaith. Pedrallon no había conseguido de Penkawr-Che más que un transmisor y una actitud de espera en cuanto a los acontecimientos. Sólo la intervención de Stark, aun en el último minuto, cuando el puerto estelar estaba en llamas y los navíos despegaban, inclinó la balanza. También había hablado del salvamento de Ashton y de las recompensas que esperaban a Penkawr-Che si llevaba a Ashton y a las delegaciones al Centro Galáctico. Stark no podía saber con qué clase de hombre se las veía. De todos modos, el de Antares era la única ayuda. Pero aquellos pensamientos no conformaban a Stark.
Miró de soslayo a su padre adoptivo, quien, en aquel preciso momento, casi tendría que haber llegado a Pax y al Ministerio de Asuntos Interplanetarios.
—Me parece, Simon, que te salvé para llevarte por Skaith de un lado hacia otro a perpetuidad, como un Holandés Errante de tierra firme; creo que mejor sería que te hubiera dejado con los Señores Protectores. Allí, tu cautividad no resultaba nada desagradable.
—Mientras me obedezcan las piernas —sugirió Ashton—, prefiero andar.
Ondulantes, las flores les observaban. La última de las Tres Reinas se alzó, añadiendo su claridad plateada a la de sus hermanas. La landa quedó bañada por un suave brillo.
Sin embargo, la noche parecía muy oscura.