El de Antares era alto. Se movía con la seguridad felina de un león. Su piel poseía un tono dorado claro y recubría una osamenta alta y fuerte. Sus ojos eran de un color oro más oscuro y de pupilas alargadas. Tenía cabellos de rizo apretado que parecían formar un casco sobre su cráneo. Llevaba una túnica muy hermosa de un tejido sedoso, de color gris humo, sobre un pantalón negro y estrecho. En la mano derecha portaba un látigo de cuero largo y delgado. En la punta del látigo tintineaban varios objetos metálicos, semejantes a colas de escorpiones.
—A pesar de su inquietante apariencia —explicó Penkawr-Che—, esta tierra cuenta con pobladores. La tenacidad de la vida siempre resulta sorprendente. Uno se pregunta cómo… ¿De qué puede vivir el pájaro amarillo, y olvidémonos de una presa accidental como Ashton? ¿Por qué, además, vivir en un entorno como éste? No puedo decirlo. Sin duda, volverá junto con la hembra. Mientras le esperamos, vosotros tendréis otras cosas en que ocuparos.
Miró a Stark, luego a Ashton y, por último, de nuevo a Stark.
—Esta vez, responderás a mis preguntas, a menos que, por alguna razón, te veas más ligado a los Hijos de Skaith, que intentaron matarte, que a este hombre, tu padre adoptivo.
Casi sin mirarle, golpeó a Ashton con los escorpiones del látigo. Se escuchó un grito agudo que fue reprimido.
—Las drogas han conseguido que Ashton sea más explícito que tú. Ya me ha dicho cómo puedo encontrar las Llamas Brujas, pues él mismo tuvo ocasión de verlas cuando estuvo prisionero en el norte. Pero nunca penetró en la Morada de la Madre y no ha podido hacer otra cosa que repetir lo que tú mismo le dijiste. ¿Es verdad que el enorme laberinto de cavernas que se extiende bajo las Llamas Brujas guarda un tesoro perteneciente al pasado de este planeta?
—Es verdad —respondió Stark—. Los Hijos tienen pasión por la Historia. Esa pasión les ha debido impedir volverse completamente locos después de renunciar al mundo exterior.
Miró fijamente a Penkawr-Che a través de los barrotes y luego volvió la vista al ensangrentado cuerpo de Ashton, colgado del árbol.
—Podrías llenar las calas de seis navíos con lo que hay en las cavernas. Y cada objeto valdría una fortuna para cualquier coleccionista.
—Eso pensaba —continuó Penkawr-Che—. Descríbeme la entrada de las cavernas a partir del paso de las Llamas Brujas y las defensas que las guardan. Descríbeme la Puerta del Norte, por la que escapaste. Dime cuántos hombres de Kell de Marg, Hija de Skaith, pueden oponerme sus armas y su valor de guerreros.
—Dar algo a cambio de nada, no es un trato, Penkawr-Che. Y, además, difícilmente puedo hablar metido en esta jaula.
Volvió a restallar el látigo.
—¿Quieres torturar a Ashton o que te dé la información? —preguntó Stark.
Penkawr-Che reflexionó, dejando que la cinta del látigo le acariciase los dedos.
—Supongamos que te dejo salir de jaula. ¿Y luego?
—Que sueltas a Ashton.
—¿Y luego?
—Primero, eso. Luego, ya veremos.
Penkawr-Che se rió. Dio una palmada. Del pequeño campamento montado durante la noche alrededor del navío emergieron cuatro hombres. A una orden de Penkawr-Che, soltaron la cuerda y bajaron a Ashton. Le desataron y le ayudaron a ponerse en pie.
—Ya esta cumplida la primera mitad de lo que pedías —recordó Penkawr-Che.
Los cuatro hombres llevaban aturdidores en el cinturón. Dos de ellos, además, portaban al hombro armas de largo alcance.
El Viejo Sol se deslizó con cansancio por el horizonte. Cubriendo la landa, las sombras se congregaron.
Stark se encogió de hombros.
—La Puerta del Norte da a la Llanura del Corazón del Mundo. Inmediatamente después, una vez en el interior, hay una sala de guardia. Más allá, un corredor protegido por planchas de piedra que pueden abatirse para formar barricadas. La propia puerta es una plancha más. Podrías mirar fijamente las Llamas Brujas durante un siglo sin descubrir jamás su secreto. —Le dirigió una sonrisa a Penkawr-Che—. Eso es un tercio de lo que querías.
—Continúa —exigió Penkawr-Che.
—No mientras siga en la jaula.
El látigo silbó. Los ojos de Ashton se llenaron de lágrimas, pero no gritó.
—Despelléjale si quieres. Mientras permanezca en la jaula, no diré una palabra.
Con una voz clara y controlada, Ashton dijo:
—Si le haces ir demasiado lejos, Penkawr-Che, no conseguirás nada. Vuelve con gran facilidad al estado salvaje.
Penkawr-Che examinó a Stark. Veía en él a un hombre alto, moreno, fuerte, mostrando las cicatrices de muchos combates. Un mercenario que se había pasado la vida en medio de las pequeñas guerras de los diminutos pueblos de los mundos lejanos. Un hombre peligroso. Penkawr-Che lo sabía y lo entendía. Pero sus ojos tan claros resultaban desconcertantes. En ellos había una cierta llamarada; algo inocente y mortal. Ojos de animal salvaje, muy difíciles de ver en un rostro humano.
Ashton añadió:
—No soporta estar enjaulado.
Penkawr-Che se dirigió a uno de sus hombres, que se marchó y volvió con un cincel. Arrancando un barrote, dejó espacio para que Stark pudiera salir de la jaula, pero no con facilidad. Mientras se deslizaba, los hombres le vigilaron estrechamente, empuñando los aturdidores.
—Bien —prosiguió Penkawr-Che—. Ya estás libre.
Stark respiró profundamente y se estiró un poco, como un animal. Se plantó erguido junto a la jaula.
—En el paso de las Llamas Brujas, justo debajo de la cresta, hay una formación rocosa a la que llaman el Hombre Tendido. Bajo él, hay una entrada a las cavernas. Se trata de una plancha de piedra pivotante. En su interior se encuentra una caverna inmensa. Los Harsenyi acuden hasta allí para comerciar con los Hijos. Una segunda puerta conduce a la Morada de la Madre. Más allá de esta puerta se extiende un largo corredor protegido por barreras como las de la Puerta del Norte. Pero en éste hay muchas más, y son más poderosas. Ningún invasor ha conseguido franquear esas defensas.
—Tengo explosivos.
—De nada valen: todo se derrumbará. La vía quedará bloqueada.
—No te regocijes tanto —le pidió Penkawr-Che—. ¿Y los defensores?
—Los dos sexos llevan armas. —Stark no estaba seguro, pero no importaba demasiado—. Por lo menos, son cuatro mil; quizá, cinco o seis mil. No puedo decírtelo. Pasé allí poco tiempo y casi siempre perdido, vagando por la más completa oscuridad. Una gran parte de la Morada de la Madre está deshabitada y, manifiestamente, hay menos Hijos que cuando fue construida. Pero todavía quedan muchos. No tienen armas modernas; pero combaten muy bien con las que tienen. —Aquello, lo sabía a ciencia cierta, era falso—. Lo que es más importante es que contarán con la ventaja del terreno. Tendrás que tomar las salas una por una y nunca conseguirás llegar al final.
—Tengo láseres.
—Los Hijos se ocultarán. La Morada es un laberinto. Aunque consigas penetrar en ella, los Hijos te rodearán, te atacarán por todas partes sin dejarse ver y abatirán a los tuyos uno por uno. No tendrás hombres suficientes.
Frunciendo el ceño, Penkawr-Che se pasó la correa del látigo entre los dedos.
Un crepúsculo rojizo se extendió por la landa. En el campamento, encendieron hogueras.
Súbitamente, Penkawr-Che golpeó el hombro de Stark. Corrió la sangre.
—Tus informes carecen de valor. Los dos hemos perdido el tiempo.
Impaciente, se volvió para hablar con sus hombres.
—Espera —le pidió Stark.
Con los ojos convertidos en dos rendijas, Penkawr-Che preguntó:
—¿Esperar qué?
—Conozco una entrada a la Morada de Nuestra Madre Skaith que incluso sus Hijos han olvidado.
—¡Ah! —exclamó Penkawr-Che—. ¿La encontraste durante la breve visita en que te dedicaste a vagar por la oscuridad?
—En medio de las tinieblas, vi la luz. Te venderé ese dato.
—¿A qué precio?
—La libertad.
El rostro de Penkawr-Che era una máscara oscura, desdibujada. Antes de asentir hizo ademán de pensar durante unos segundos, como para no dar la impresión de estar muy interesado.
—Muerto, no vales nada. Si la información me satisface, os llevaré a Ashton y a ti a donde queráis, en Skaith, naturalmente, y os soltaré.
—No —rechazó Stark—. Nos soltarás aquí y ahora.
—Se hará como yo digo.
—No se hará como tú dices, sino como yo quiero, o no tendrás nada. Piénsalo, Penkawr-Che. ¡Todas esas cavernas llenas de tesoros sin esfuerzo! Ninguna barrena, ni un solo defensor. Si quieres soltarnos, ¿qué más te da dónde o cuándo?
—La landa es un lugar muy poco hospitalario.
Stark sonrió.
—Bien —dijo Penkawr-Che con impaciencia—. Si quedo convencido, os podréis marchar aquí y ahora mismo.
—Quiero ropa, armas y algo que me permita curar las heridas de Ashton.
Penkawr-Che frunció nuevamente el ceño, pero se dirigió a uno de sus hombres, que se alejó a la carrera.
El hombre no tardó en volver con una linterna que puso encima de una cala. Stark la bendijo silenciosamente, pero procuró no mirarla. La landa estaba completamente oscura. Seguiría así hasta que la primera de las Tres Reinas se alzase en el cielo, quizá en treinta minutos.
Ashton, de pie, permanecía muy tranquilo. La luz cortante acentuaba la delgadez de su cuerpo. Sus huesos parecían más prominentes, los músculos más tensos. Sobre la palidez de su piel, corría sangre oscura. También él evitaba mirar la linterna. Pero observaba a Stark.
Llegaron otros hombres, éstos traían la ropa solicitada. Uno de ellos vendó a Ashton con ruda eficacia con el contenido de un botiquín de primeros auxilios. Acto seguido, limpió el arañazo del hombro de Stark. Los dos hombres se vistieron: pantalones, túnicas, botas ligeras. Las túnicas eran de color claro; Stark lo lamentó.
—¿Las armas?
Penkawr-Che sacudió la cabeza.
—Más adelante, cuando hayas hablado.
Stark lo esperaba.
—Bien —asintió—. Pero Ashton se marcha ahora mismo.
Penkawr-Che le miró fijamente.
—¿Por qué?
—Porque, ¿quién garantiza que no nos mientes? Digamos que es una prueba de tu buena fe.
Penkawr-Che empezó a maldecir, pero hizo un gesto a Ashton con la cabeza.
—Vete.
Se mostraba confiado. Tenía todas las cartas. Podía concederle aquello a Stark. Además, Ashton no iría muy lejos.
Antes de alejarse por la oscura landa, Ashton se quedó meditabundo durante unos momentos.
—Ahora, habla —le exigió Penkawr-Che.
Stark no apartaba los ojos de la túnica, ligeramente brillante, de Ashton.
—Como te he dicho antes, los Hijos son muchos menos que al principio. Mutación controlada: se ven obligados a reproducirse entre ellos. Una gran parte de la inmensa Morada está desierta desde hace generaciones y vagué durante muchos días por las tinieblas, buscando una salida.
—Y viste la luz.
—Sí. Por una abertura en la roca. Hay un balcón en esa abertura, muy alto, sobre un acantilado. Con toda seguridad, un puesto de observación. Debe haber más. Como no pude descender, no escapé por allí. Pero es una entrada a las catacumbas. No está vigilada, sino olvidada…
—¿Inaccesible?
—Para cualquier enemigo conocido por los Hijos cuando la Morada fue construida. Para ti, no. Los cazas pueden depositar a los hombres allí arriba. Puedes meter todo un ejército sin disparar un solo tiro. Podrías llenar las calas de las naves sin que los Hijos se enterasen de tu presencia.
Con ojos acerados, Penkawr-Che escrutó el rostro de Stark como si quisiera sondearle el cerebro para averiguar la verdad.
—¿Cómo daré con el balcón?
—Tráeme algo para dibujar y te haré un mapa.
Sobre la landa, Ashton había llegado hasta un macizo de espinos. Se detuvo y volvió la vista atrás.
A Stark le llevaron una hoja de plástico delgado y un punzón. Apoyó la hoja en la caja de la linterna. Penkawr-Che se inclinó para ver mejor. Los cuatro hombres estaban muy cerca, sin soltar los aturdidores. Ashton había ya desaparecido en la sombra de las zarzas.
—Mira —le pidió Stark—. Ésta es la cara norte de las Llamas Brujas. Aquí está la Llanura del Corazón del Mundo; aquí, las Montañas Crueles, los Pozos Termales, la Ciudadela… lo que queda de ella. Por aquí, al oeste, la ruta que llevaba al campamento de los Harsenyi. La vi desde el balcón. Mis datos son aproximados.
—¡Sin instrumentos!
—Ya sabes que mi profesión es la de mercenario. Mi vista está entrenada.
Se pasó el punzón entre los dedos.
—Puedo marcarte el lugar de tal modo que, con los cazas, darás con él en media jornada.
—Pero —objetó Penkawr-Che—, en este momento no tienes intención de hacerlo.
—No. Y sin ello, tu búsqueda requerirá mucho más tiempo. Más tiempo, me parece, del que quieres dedicar a la tarea.
—Eres muy exigente, Stark. ¿Qué quieres ahora?
—Diles a tus hombres que guarden las armas y se alejen.
—Imposible.
—No confío en ti. No quiero que haya hombres que puedan matarme en cuanto haya acabado el mapa.
—Tienes mi palabra de que no lo harán. —Penkawr-Che sonrió—. Tampoco yo confío en ti. Creo que si hicieran lo que pides, te irías en el acto sin terminar el mapa. Te diré lo que vamos a hacer. Dentro de un minuto exactamente, enviaré a unos hombres tras Ashton; le abatirán con los aturdidores y toda esta estúpida comedia volverá a empezar. —Con un dedo, señaló un montón de armas depositadas en el suelo, a corta distancia—. Sin armas, no sobrevivirás mucho tiempo. Acaba el mapa, llévate las armas y márchate… libre.
Los dedos de Stark apretaron el punzón hasta casi romperlo. Inclinó la cabeza y estrechó los ojos.
—Será Ashton quien sufra por tu culpa —le indicó Penkawr-Che—. ¿Doy la orden?
Stark suspiró roncamente y se inclinó sobre el mapa. Penkawr-Che sonrió con fugacidad. De un modo imperceptible, sus hombres se calmaron. Sabían lo que tenían que hacer.
—Bien. Que Dios te maldiga —rezongó Stark con voz baja y furiosa—. Mira. —Penkawr-Che miró lo que dibujaba el punzón—. La Ciudadela no es más que una ruina calcinada, pero la encontrarás detrás de las brumas de los Pozos Termales. De la Ciudadela…
El punzón empezó a trazar una línea recta y segura.
La mano izquierda de Stark golpeó la lámpara, lanzándola en las desprevenidas manos de Penkawr-Che. El hombre dorado gritó de dolor y sus manos quemadas soltaron la linterna.
Stark actuaba tan deprisa que apenas podía seguírsele. En lugar de dirigirse hacia las armas, se arrojó contra el hombre más cercano. Éste, que vigilaba a Stark, había permanecido mirando la luz que resultaba muy brillante, incluso medio oculta por la caja. Durante la fracción de segundo en que su vista se ajustaba al cambio, Stark se abalanzó sobre él y le derribó. El aturdidor se descargó contra el cielo. Stark huyó como una bestia salvaje y enorme rodando sobre la hierba entre ojos que eran flores.
Un hombre ordinario, por hábil que fuera, no habría podido encontrar un escondrijo. Pero él era N’Chaka, el mismo que consiguió ocultarse entre las rocas desnudas cuando la Muerte de Cuatro Patas le perseguía resoplando. Y, como con la aventura de la Muerte de Cuatro Patas, avanzaba entonces como tantas veces antes cuando tuvo que hacerlo para sobrevivir. En aquel momento, Stark corría a ras del suelo.
Tras él, la luz titubeó y estalló. Habían vuelto a levantar la lámpara: pero resultaba peor para los tiradores que la ausencia total de luz. De todos modos, disparaban al azar, pues le perdieron de vista casi en el acto. Confiaban demasiado en su número y en la inutilidad de cualquier tentativa de huida. Se basaban en los reflejos humanos habituales. Pero Stark apostaba por sus reflejos contra los de sus adversarios y, por el momento, iba ganando. No tardó en encontrarse lejos del alcance de los aturdidores.
Empezaron a disparar con armas de largo alcance. La tierra saltaba como pequeños surtidores: a veces tan cerca que se veía salpicado, a veces tan lejos que descubrió que los hombres disparaban más sobre una zona dada sistemáticamente que sobre un blanco preciso. Una parte de los disparos llegaron al macizo espinoso en el que vio a Ashton por última vez; pero Stark sabía que Ashton no estaría allí.
Al abrigo de un macizo, se quitó la clara túnica, la enrolló y se envolvió con ella la cintura. A sus espaldas, la claridad era uniforme. Muy brillante en las alturas. A nivel del suelo, quedaba fragmentada por las irregularidades del terreno, obligando a sus adversarios a disparar contra lugares claros y oscuros. Stark permaneció cuanto pudo en los sitios más tenebrosos.
Empezaron a crepitar nuevas armas. Entre los disparos, oía muchos gritos. Pero el vocerío se fue apagando paulatinamente hasta que, como la luz, quedó a lo lejos. Pero no así las descargas. Cuando Stark hubo sobrepasado ampliamente el macizo espinoso y huyó en medio de la noche, empezó a emitir un sonido bajo y sibilino, semejante al producido por la Muerte de Cuatro Patas, pero cadencioso, como una señal de reconocimiento. Siguió con el sonido hasta que la voz de Ashton, saliendo de una hondonada, llegó a él.
Stark se deslizó tras ella.
Ashton se había quitado la túnica y frotado la blanca piel con terrones de tierra. No olvidaba las lecciones de su aventurera juventud.
—El más bello sonido que haya oído —expresó. Apoyó la mano levemente en el hombro de Stark—. ¿Y ahora?
—Ocultémonos —dijo Stark. Miró al cielo—. No va a estar tan oscuro durante mucho más tiempo.
Avanzaron por el barranco hasta donde desembocaba sobre la hierba y las flores de ojos turbadores. Un espeso macizo de zarzas cerraba la salida del barranco, pero Stark lo evitó.
Súbitamente, Ashton se detuvo.
—¡Escucha!
Tras ellos, desde donde se encontraba el gran navío, se oyó el sordo zumbido de motores que se ponían en marcha.
—Si —exclamó Stark—. Los cazas.
Siguieron corriendo. Suavemente, la primera de las Tres Reinas mostró su cara brillante por encima del horizonte.