N’Chaka estaba en una jaula.
Los acantilados se alzaban a cada lado del estrecho valle. Sus picos negros atravesaban el cielo. El verde lugar en el que bullía el agua se hallaba muy cerca y él tenía la boca reseca; tanto que la lengua parecía una dura ramita.
Veía cuerpos oscuros sobre la verde hierba. La sangre roja se tornaba negra y árida. El anciano estaba muerto, con toda su tribu. El martilleo de la matanza retumbaba todavía en los oídos de N’Chaka.
Aulló de rabia y dolor, sacudiendo los barrotes de la jaula.
Alguien habló.
—N’Chaka.
Hombre sin Tribu. Su nombre. Creía tener otro. Pero su verdadero nombre era aquél.
—N’Chaka.
Voz de padre. No el padre anciano. Padre Simon.
N’Chaka, apretando los barrotes, se inmovilizó. Tenía los ojos abiertos; pero abiertos a unas tinieblas marcadas con terribles imágenes de luces cegadoras. El calor tórrido, cuerpos velludos, olor a sangre en al aire ardiente; belfos de odiosas sonrisas. Pensó: «Pero los míos no sonreían nunca».
—Eric —dijo la voz del padre—. Eric John Stark. Mírame.
Lo intentó. No vio nada más que imágenes oscuras y brillantes.
—Eric. N’Chaka. Mírame.
Lentamente, al filo de las tinieblas, algo tomó forma y se acercó, hacia N’Chaka. O quizá él se arrojaba hacia ello con un desgarro frío que era sentido por todos sus nervios. Las tinieblas se disiparon como olas vencidas. Al otro lado de los barrotes se encontraba Simon Ashton.
N’Chaka se estremeció. Las imágenes se habían ido. Ya no veía el valle, ni la fuente, ni los cadáveres de su pueblo adoptivo. Los hombres de acerados bastones también se habían marchado; ya no le atormentaban. Pero los barrotes seguían allí.
—Libérame —dijo.
Simon Ashton sacudió la cabeza.
—No puedo, Eric. Lo hice una vez, pero ocurrió hace mucho tiempo. Te han drogado. Ten paciencia. Espera a que pase.
N’Chaka golpeó los barrotes durante un tiempo. Luego, se calmó. Poco a poco, vio que Simon Ashton estaba atado a una X metálica, suspendida por una cuerda de la rama de un alto árbol. Ashton estaba completamente desnudo. También el árbol; desnuda de hojas y corteza, la madera era tan blanca como si fuera de hueso. El extremo de la cuerda estaba enrollado alrededor del tronco.
Stark no comprendía, pero sabía que acabaría por hacerlo. La imagen de Ashton se movía lentamente a impulsos de la brisa; tanto miraba a Stark, como no.
Más allá del árbol se veía una zona despejada, una landa llena de escombros y, en algunos puntos, árboles sin corteza de troncos esqueléticos. También se divisaba una hierba canija, constelada de florecillas. Las flores eran blancas, con corazones redondos y oscuros. Parecían ojos. Innumerables millares de ojos que acechaban desde todas partes movidos por la brisa.
Era tarde. El Viejo Sol se alzaba apenas por el oeste y las sombras eran muy largas.
Stark se volvió, mirando al otro lado.
Sobre la llanura, un alto cilindro taladraba el cielo. Stark conocía aquel navío.
El «Arkeshti».
Penkawr-Che.
El último velo de la droga se abatió en la mente de Stark.
El «Arkeshti» había llegado a Irnan. ¡Qué deprisa había caído el rayo del cielo! Durante un momento, todo fue bien. Al instante siguiente, en medio de una tormenta de truenos, fuego y polvo, el «Arkeshti» aterrizó y se conoció la traición de Penkawr-Che en su totalidad.
De buena gana, Stark se habría quedado en Irnan para contribuir a la defensa de la ciudad contra cualquier amenaza de los Heraldos, esperando la llegada de los delegados de la Unión Galáctica. Sin embargo, frente al «Arkeshti» y sus tres cazas armados, Stark se sintió impotente. Su propio caza planetario, obtenido de Penkawr-Che cuando aún eran aliados y se dirigían a ayudar a Irnan, era semejante a los otros tres. Contaban con un cañón láser, un arma poderosa comparada con las armas primitivas de un planeta que no poseía ninguna tecnología avanzada, pero impotente contra adversarios semejantes. El blindaje del «Arkeshti» resistiría el láser como resistía el polvo estelar. Y Stark no podía esperar derribar a tres pilotos avezados antes de ser derribado él mismo.
Aunque lo hubiese podido intentar, tenía que pensar en los rehenes.
Ashton, Jerann y el Consejo de Irnan. Dos Fallarins aliados de Alderyk, que querían viajar a Pax como observadores. Todos estaban en manos de Penkawr-Che.
Sólo la radio del caza de Stark sirvió para intercambiar mensajes entre el navío y el Consejo Interino de Irnan. La mayor parte del tiempo, los rehenes permanecieron al aire libre, a la vista de la ciudad, y bajo amenaza de muerte. Para obtener la cooperación de Stark, Ashton se encontraba entre ellos. Penkawr-Che había descubierto el afecto que le ligaba con Stark.
Irnan pagó. Y Stark era parte del rescate exigido.
Hizo lo imposible para obtener la liberación de Ashton. En vano. La desesperación y el salvaje furor de Irnan no le fueron de ninguna ayuda.
Pero no culpaba a los irnanianos. Habían soportado los meses de asedio de las tropas mercenarias de los Heraldos. Habían soportado el hambre, la peste y la destrucción de su fértil valle. Habían soportado todo aquello porque tenían esperanza… la esperanza de que todos los sufrimientos les conducirían a una vida mejor en un nuevo mundo liberado del oprimente yugo de los Heraldos y de la carga de sus hordas Errantes, más numerosas con cada nueva generación. Pero aquella esperanza había desaparecido, destruida en pocos instantes por la traición de un hombre que no era de su mundo. La esperanza había muerto para aquella generación. Quizá no renaciera nunca más.
Meglin, jefe del Consejo Interino en ausencia de Jerann, miró a Stark fríamente y le dijo:
—Los Heraldos volverán, y con ellos los Errantes. Y seremos castigados. Fuese o no un crimen, nos comportamos como unos estúpidos al confiar en hombres de otro mundo y en costumbres que no conocíamos. Ya no los queremos aquí. —Señaló al navío—. Esa gente es la tuya. Vete.
Obedeció. No podía hacer otra cosa. Penkawr-Che le hizo saber sin lugar a dudas lo que pasaría si intentaba escapar. Puesto que no se trataba sólo de Ashton, sino de sus Nobles, los irnanianos se ocuparon de que no pudiese huir.
Avanzó él solo hasta el navío estelar. Los Perros del Norte no le eran de ninguna ayuda. Sus compañeros, tampoco. Dejó a sus espaldas a cuantos le habían acompañado desde el sur para levantar el asedio de Irnan: Tuchvar, el aprendiz gris, con los perros; los Hombres Encapuchados de los desiertos septentrionales; los Fallarins de alas y oscuro pelaje, hermanos de los vientos, que se habían despojado de sus collarines y cinturones de oro para pagar el rescate de los suyos.
Dejaba Irnan a sus espaldas como quien deja atrás el cuerpo de alguien que tuvo una enorme importancia en su vida y acaba de morir.
Dejaba también a Gerrith, la Mujer Sabia, que era una parte de sí mismo. Habían tenido muy poco tiempo para hablar.
—No debes estar aquí cuando lleguen los Heraldos —dijo Stark. Aquello era en lo que más pensaba—. Te matarán como mataron a tu madre.
Halk, el gran guerrero que había luchado a su lado por medio planeta, le explicó cruelmente:
—Todos encontraremos un refugio seguro, Hombre Oscuro. No te preocupes por nosotros. Inquiétate por tu propia suerte. Conoces a los tuyos mejor que yo. A mí me parece, de todos modos, que Penkawr-Che no te tiene mucho aprecio.
Una sola vez, Gerrith le desanimó.
—Lo siento, Stark. No lo había previsto. Si hubiera podido advertirte…
—No habría diferencia —replicó Stark—. Tiene a Ashton.
Y se dejaron, sin un momento de intimidad para decirse adiós.
Stark pasó ante los Nobles rehenes que le miraron con un odio helado y sorprendido. No porque hubiera cometido ninguna falta, sino porque en él habían fundado sus esperanzas: el Hombre Oscuro de la profecía que les conduciría a la libertad. Sólo le habló el viejo Jerann.
—Tomamos juntos este camino —dijo—. A los dos nos ha conducido a la desgracia.
Stark no respondió. Se adelantó hasta el lugar en que se encontraba Ashton, rodeado por guardianes. Entraron juntos al navío.
Aquello había pasado… ¿cuándo? No conseguía acordarse.
Una vez más, miró a Ashton, colgando del entramado metálico.
—¿Cuándo?
—Fuiste apresado ayer.
—¿Dónde estamos? ¿Lejos de Irnan?
—Muy lejos. Al oeste y al sur. Muy lejos para pensar en volver, aunque estuvieras libre. Todos tus amigos habrán abandonado Irnan antes de que vuelva a alzarse el sol.
—Sí —respondió Stark.
Se preguntó si tendría ocasión de matar a Penkawr-Che.
La jaula no era lo bastante alta como para permitirle estar en pie. La recorrió a cuatro patas. Estaba tan desnudo como Ashton. No encontró nada que pudiera servirle de arma, ni siquiera un guijarro.
La jaula no tenía puerta. Le habían encerrado allí mientras aún estaba drogado y los barrotes fueron soldados sobre la marcha. Comprobó la resistencia de los barrotes uno por uno; parecían lo bastante sólidos como para resistir cualquier intento de romperlos.
Dominó un acceso de claustrofobia y se dirigió de nuevo a Ashton.
—Recuerdo que Penkawr-Che me interrogaba y recuerdo unos pinchazos. ¿Le dije lo que quería saber?
—Se lo dijiste. Pero hablabas en tu idioma natal. Me hizo traducirlo; pero los aborígenes peludos no tenían palabras para expresar las cosas que él deseaba saber. Decidió que drogarte era perder el tiempo.
—Entendido —respondió Stark—. Te va a usar a ti. ¿Te ha hecho sufrir?
—Todavía no.
Llegaron dos cazas con los motores revolucionados al límite. Aterrizaron junto al navío, junto a los otros dos, que debían haber llegado antes. De ellos salieron unos hombres y descargaron unos fardos cilíndricos embalados en tela de saco: tlun, una droga que actuaba sobre la mente y que se podía vender a precio de oro en los mercados extranjeros.
—Han empezado a expoliar la jungla —explicó Ashton—. Parece que el día ha sido bueno.
Stark pensaba en otra cosa.
—Por lo menos, tenemos una oportunidad.
La X metálica de Ashton giraba al extremo de la cuerda.
—De todos modos, no creo que nos deje con vida. Si por algún azar completamente increíble, uno de nosotros volviera a la civilización, significaría el fin de Penkawr-Che.
—Lo sé —replicó Stark—. No he hablado por amor hacia los Hijos de Nuestra Madre Skaith.
Probó de nuevo los barrotes.
Apareció un pájaro amarillo que cruzaba la ruda hierba. Las flores como ojos lo observaban. Se detuvo bajo el árbol del que colgaba Ashton y alzó los ojos, moviendo la cabeza para seguir el movimiento del cuadro. Era un pájaro de unos sesenta centímetros de alto, de patas muy fuertes. Parecía que no podía volar. Empezó a trepar por el árbol. Hundía las garras en la madera muerta con un claro chasquido.
Los dos hombres le siguieron con la mirada. El pájaro trepó hasta la rama de la que colgaba Ashton. Avanzó por ella hasta ponerse encima de su cabeza y le observó fijamente. Tenía el pico negro, liso, brillante, curvado y como de acero.
Echando la cabeza hacia atrás, Ashton miró al pájaro atentamente. El ave lanzó un alegre pitido y saltó de la rama.
Stark y Ashton gritaron al unísono. Ashton efectuó un movimiento convulso. El cuadro giró. El ave intentó alcanzar a Ashton, falló, siguió cayendo, agitando las alas y gritando seca y furiosamente. Cayó al suelo con pesadez y se sentó.
Ashton miró los rasguños rojos que dejaron las garras. Stark se concentró en uno de los barrotes, intentando soltarlo.
El pájaro se levantó, se alisó las plumas y volvió a trepar al árbol.
Alguien le arrojó una piedra. El animal lanzó un grito seco y saltó a la hierba, alejándose a sorprendente velocidad.
Penkawr-Che se adelantó y se plantó, sonriendo, entre Ashton y la jaula.