CAPÍTULO 2

El millón de campanillas de Ged Darod tintineaban suavemente desde los techos y cúpulas de la Ciudad Baja. Una cálida brisa las hacía cantar. Era un sonido alegre que simbolizaba amor y bondad. Pero en las calles atestadas, entre los templos dedicados al Viejo Sol, a Nuestra Madre Skaith, a mi Señor la Oscuridad, a su Dama la Nieve, y a su Hija el Hambre, la mortal trinidad que casi poseía la mitad del planeta, la gente permanecía silenciosa y alarmada.

En los templos, numerosos fieles imploraban la protección de los dioses; pero la mayor parte de la multitud miraba a otra parte. A los millares de Errantes que llenaban parques y jardines. Miembros de todas las razas del Cinturón Fértil, vestidos o desnudos, pintados o adornados de cualquier modo imaginable, aquellos hijos vagabundos y libres de los Señores Protectores volvían el rostro hacia la Ciudad Alta. Los Señores Protectores, por mediación de sus Heraldos, sus servidores, siempre habían velado para alimentar a los hambrientos y socorrer a quienes necesitasen ayuda. Los Heraldos nunca les habían decepcionado. Seguramente, incluso conseguirían conjurar la amenaza extranjera que planeaba en el cielo, pese al incendio del puerto estelar.

Un navío había dejado Skaith. Transportaba a los traidores que desearon derrocar el poder de los Heraldos y reemplazarlos por un poder extranjero. Si sucedía algo parecido, los Errantes sabían que ellos mismos y las costumbres que permitían su existencia serían barridos.

Bajo la puerta de los Heraldos, con la esperanza puesta en la salvación, se apretujaban en la inmensa plaza.

En la cúspide de la Ciudad Alta, corazón y sede del poder de los Heraldos, el Señor Protector Ferdias se asomaba a una de las ventanas del Palacio de los Doce. Contemplaba el esplendor de los centelleantes domos y los mosaicos multicolores. Ferdias era viejo. Pero la edad no había doblegado su orgullosa espalda, ni conseguido apagar el violento fuego que ardía en su mirada. Vestía el traje blanco que simbolizaba su rango. Ni la menor traza de humildad traicionaba el hecho de que Ferdias fuese un fugitivo de Ged Darod.

Pero era consciente de ello. Terriblemente. Y, de modo especial, aquel día.

Tras él, se abrió una puerta inmensa. Se oyeron unas voces bajas y lejanas que atravesaban la enorme habitación. Ferdias no se volvió. No había nada que le apremiase.

Su vida de devoción había comenzado en el interior de aquellas imponentes murallas, como un gris aprendiz más. No sabía que el Viejo Sol, la estrella escarlata que reinaba en el cielo, era un simple número marcado en los mapas galácticos de una civilización de la que nunca había oído hablar. No supo que él mismo, su sol y su planeta se encontraban en un remoto sector de algo que los desconocidos llamaban Cinturón de Orión. No descubrió que la galaxia, algo que llegaba mucho más allá de su pequeño cielo aislado, contenía un inmenso complejo de mundos y humanidades a los que se llamaba Unión Galáctica.

¡Bendita ignorancia! ¡Cuán feliz habría sido de no haber descubierto nada de todo aquello! Tonante y brutal, sin embargo, el saber vino cargado de nubes y la inocencia se perdió para siempre.

En poco más de doce años los navíos estelares llevaron muchos beneficios al triste mundo en que nació Ferdias. Skaith estaba hambriento de metales y minerales que no poseía. Incluso se permitió que los extranjeros se aposentasen en el planeta. En el único puerto espacial, Skeg, se les vigilaba estrechamente. Pero los navíos habían traído algo más que venturas: herejías, traiciones, revueltas, guerra… y, por último, un extranjero procedente de las estrellas. Incendió la Ciudadela y expulsó a los Señores Protectores a los caminos de Skaith, quienes, como los Errantes, se convirtieron en fugitivos sin techo.

Ferdias apoyó las manos en la maciza piedra del alféizar de la ventana y sonrió. Vio la luz del Viejo Sol brillando sobre las calles que discurrían a sus pies, por encima de la masa humana que esperaba. Su corazón se abrió; el calor invadió su cuerpo cortándole el aliento. Las lágrimas le velaron los ojos. Aquél era su pueblo. Les había dedicado la vida. Los pobres, los débiles, los desamparados, los hambrientos. Sus hijos. Sus hijos bienamados.

«Por mi error, pensó, podéis ser destruidos. Pero los dioses de Skaith no os han abandonado. Y», añadió humildemente, «tampoco me han abandonado a mí».

A sus espaldas, alguien tosió. No era una voz ni impaciente ni insistente.

Ferdias, volviéndose, suspiró.

—Señor Gorrel —dijo—, volved a la cama. No tenéis nada que hacer aquí.

—No —repuso Gorrel sacudiendo la demacrada cabeza—. Me quedo.

Se sentaba en un butacón, apoyándose en cojines y cubriéndose con mantas. Aún no se había repuesto de la huida hacia el sur.

Ferdias pensaba que nunca se recuperaría y que la terrible impresión sufrida en la Ciudadela, así como las fatigas del viaje, eran las causantes de la alterada salud de Gorrel.

—En ese caso —continuó Ferdias suavemente—, quizá lo que tengo que decir os dé nuevas fuerzas.

Además de Gorrel, en la habitación había otros cinco ancianos vestidos con el mismo traje blanco que Ferdias. Eran los siete Señores Protectores. Tras ellos se encontraban los Doce, el Consejo de Heraldos Superiores. Éstos vestían túnicas de color rojo oscuro y llevaban cetros con el pomo de oro. Un poco separado de los Doce permanecía otro Heraldo vestido de rojo. La mirada de Ferdias se detuvo un momento en su rostro orgulloso y lleno de amargura.

—Hemos vivido en un tiempo cruel —empezó Ferdias—. Un tiempo de tribulación. Parecía que las bases de nuestra sociedad se derrumbaban. Tregad se unió a la rebelión contra nosotros y sufrimos una grave derrota en Irnan. Aquí mismo, en Ged Darod, fuimos traicionados por uno de los nuestros, el Heraldo Pedrallon, que permitió que un navío interestelar aterrizase a pesar de nuestra prohibición expresa. En ese navío embarcaron pasajeros, hombres y mujeres, entre ellos el propio Pedrallon, que querían entregar nuestra Santa Madre Skaith a manos de la Unión Galáctica para que acabase nuestro reinado. Durante ese tiempo cruel pudimos sentir la destrucción de veinte siglos de trabajo y devoción hacia la humanidad; un servicio que dura desde la Gran Migración.

Se detuvo, consciente de los atentos rostros vueltos hacia él. Volvió a sonreír, con algo parecido a una mueca de feroz benevolencia.

—Os he reunido para deciros que ese tiempo ha terminado.

Del confuso murmullo de la asamblea se alzó una voz fuerte y clara, la de un orador. Pertenecía a Jal Bartha, que sería elegido de entre los Doce para ocupar el puesto del anciano Gorrel como Señor Protector cuando éste muriese. Ferdias sabía que Jal Bartha lo esperaba: su falta de juicio podía ser soportada; pero no su presunción.

—¿Cómo es eso posible, señor? —preguntó Jal Bartha—. Los traidores de los que habláis están camino de Pax. Stark predica a las ciudades estado el evangelio del vuelo estelar. Nuestros Heraldos son expulsados o asesinados.

—Si tu voz revestida de oro quiere callar durante un instante —replicó Ferdias tranquilamente—, pondré las cosas en claro.

Jal Bartha se ruborizó e inclinó la cabeza.

Ferdias miró de nuevo al Decimotercer Heraldo y dio una palmada.

A un lado de la inmensa sala se abrió una puertecita. Por ella entraron dos hombres vestidos con túnicas verdes. Entre ellos, avanzaba otro hombre. Llevaba un traje azul, símbolo de los rangos inferiores. Era joven y parecía muy turbado.

—Este hombre se llama Llandric —explicó Ferdias—. Es una de las criaturas de Pedrallon. Una serpiente. Tiene algo que decirnos.

Llandric empezó a balbucear.

Con una voz de acero helado, Ferdias ordenó:

—Habla, Llandric, habla lo mismo que hablaste conmigo.

—Sí —empezó el joven—. Yo… sirvo a Pedrallon. —Pareció recuperar el coraje y se enfrentó a la hostilidad con tranquilo desafío—. Creo que los pueblos de Skaith tienen que ser libres de emigrar y ello por una única razón: la superficie habitable del planeta disminuye cada año que pasa y es preciso buscar sitio.

—No queremos que nos des una conferencia sobre las herejías de Pedrallon —le cortó Jal Bartha—. Son ya muy conocidas.

—Creo que ni las entienden ni las comprenden —prosiguió Llandric—, pero no se trata de eso. Tras la marcha de Pedrallon hemos seguido escuchando el transmisor que obtuvo del hombre de Antares, Penkawr-Che. Era el medio secreto gracias al cual Pedrallon se comunicaba con los extranjeros. Gracias al transmisor, puedo deciros todo lo que pasó. Por eso estoy aquí. Yo he oído hablar a los navíos interestelares.

El Decimotercer Heraldo avanzó.

—¿Qué navíos estelares? Los expulsé de Skeg en llamas. ¿Qué navíos estelares?

—Hay tres —explicó Llandric—. Uno el de Penkawr-Che; el extranjero que les prometió a Stark y a Pedrallon llevar nuestras delegaciones al Centro Galáctico, en Pax. Penkawr-Che nos ha traicionado. No ha ido a Pax. Ha vuelto a Skaith con los otros dos navíos y todos sus pasajeros.

Ferdias calmó el tumulto.

—¡Señores, por favor! ¡Dejadle seguir!

—Lo descubrí cuando me dijeron que había tres navíos orbitando Skaith. Inmediatamente fui a donde estaba el transmisor y me puse a la escucha. Penkawr-Che había transferido a tres de los pasajeros: a Pedrallon lo había alojado en una de las naves; a la dama Sanghalaine de Iubar y al llamado Morn en otra. Esta última nave debía aterrizar en Iubar, en el sur, y exigir un rescate por la dama. El otro navío debía dirigirse a Andapell, el país de Pedrallon. Como es príncipe, el rescate sería muy elevado. Penkawr-Che tenía que aterrizar en Tregad, y entregar sus Nobles a cambio del correspondiente rescate. Lo mismo haría en Irnan. Y lo hizo.

Reinó el silencio. El silencio de unos hombres que saborean una noticia inesperada y la saborean para asegurarse que es verdad.

El Decimotercer Heraldo habló con voz rara y seca.

—Has dicho Irnan.

—Sí.

—Stark estaba en Irnan. ¿Qué ha sido de él?

—Dilo —exigió Ferdias—. Stark les interesa mucho.

—Penkawr-Che exigió a Stark como parte del rescate. Stark sabe dónde se encuentra el tesoro, en alguna parte del norte, que anhela Penkawr-Che. El de Antares requería también el objeto volante que poseía Stark.

El Decimotercer Heraldo tendió la mano y agarró la túnica de Llandric por el cuello.

—¡Habla claro! Pedir no significa obtener. ¿Qué ha sido de Stark?

—Fue entregado. Es prisionero de Penkawr-Che.

—¡Prisionero!

Los Señores Protectores paladearon la palabra. El Señor Gorrel la repitió varias veces, dejándola deslizarse por las esqueléticas mandíbulas.

—Prisionero —dijo el Decimotercer Heraldo—, pero no muerto.

—La última conversación que pude captar entre los navíos fue la de anoche. Iubar pagó el rescate de Sanghalaine y Andapell el de Pedrallon. Hablaron de templos y otros lugares que quieren saquear. Penkawr-Che aterrizó en un lugar conocido por los otros capitanes. Empezará por expoliar las ciudades del tlun en las junglas, entre las tierras altas y el mar. Ha dicho que interrogaría a Stark y que esperaba obtener resultados muy pronto. Luego dijo que mataría a los dos terrícolas, aunque haya muy pocas oportunidades de que alguna vez puedan testimoniar contra los capitanes estelares.

Llandric sacudió la cabeza rabiosamente.

—Stark no cuenta. Esos capitanes fuera de la ley han venido para matar y robar a nuestro pueblo. Por eso he decidido ponerme en vuestras manos. Para que sepáis todo esto mientras quede tiempo. ¡Debe impedirse!

Casi gritaba.

—Sé dónde se encuentran —siguió—, y dónde quieren golpear. Ignoraban que les oía. No dije nada. Era inútil y temía que enviasen una de esas cosas volantes para destruir el transmisor. Pero los navíos han aterrizado, las cosas volantes se dedican al pillaje y… si actuáis rápidamente…

—Basta, Llandric —ordenó Ferdias—. Señores, ya sabéis cómo nos van las cosas y cómo se comporta Nuestra Madre Skaith con sus hijos. Stark está prisionero. Morirá junto con Ashton. Todos los peligros que nos amenazaban han sido barridos de un solo golpe, por la acción de un único hombre. ¿Negaremos a ese hombre la merecida recompensa?

Tan sonoras como las olas de la resaca, las voces se alzaron.

Llandric miró a Ferdias con la incredulidad pintada en el rostro.

—Tenía la impresión de que Pedrallon se había equivocado. Creí que entenderíais a dónde nos lleva vuestra política. Pero ahora no se trata de opiniones, sino de hechos. ¡Se trata de asesinatos! ¿Y aún así habláis de recompensa?

—Joven tonto —dijo Ferdias sin ira—. Han sido tus amigos los que han traído esta maldición. No nosotros. Nosotros no asumiremos vuestra culpabilidad. —Alzó las manos—. ¡Os lo ruego, Señores! Calmémonos para reflexionar.

Se volvió a la ventana, desde donde podía ver el Viejo Sol brillando sobre las cúpulas doradas y escuchar el tintineo de las campanas.

—Gracias a nosotros, nuestro mundo pudo sobrevivir al caos de la Migración y recuperar un orden nuevo y estable que ha durado siglos. Y durará mientras controlemos las fuerzas de la destrucción. Puesto que ya no es posible escapar con los navíos interestelares, esas fuerzas parecen controladas, pues los que querían huir no pueden escapar de sus responsabilidades. Pero ¿podemos estar seguros de que la amenaza no se reproducirá? Como ya ha ocurrido, pueden llegar nuevos navíos estelares. Otros pueblos pueden verse tan tentados como Irnan.

Se detuvo. Los demás esperaron: sus seis colegas vestidos de blanco; los Doce, de rojo, con báculos de pomo dorado; el Decimotercer Heraldo de amargo rostro; y Llandric, entre sus guardianes.

—Quiero que esta lección quede tan bien aprendida que nadie la olvide jamás —continuó Ferdias—. Quiero que la palabra extranjero sea un anatema. Quiero que la gente de Skaith aprenda, con el miedo y el dolor, a odiar todo lo que venga del cielo. Quiero que nadie desee jamás ser gobernado por forasteros.

Miró las calles hormigueantes de la Ciudad Baja.

—Sufrirán algunos inocentes, y es muy triste. Pero será por el bien general. Señores, ¿estamos de acuerdo en que no perseguiremos a esos capitanes estelares?

Sólo Jal Bartha objetó algo.

—Sus pillajes no serán, quizá, ni tan graves ni tan extensos que susciten tal sentimiento en el pueblo.

—Los árboles más altos nacen de semillas muy pequeñas. Velaremos para que las noticias se difundan.

Ferdias se adelantó y se plantó ante Llandric.

—¿Lo entiendes ahora?

—Entiendo que he sacrificado mi vida en vano. —El joven rostro de Llandric asumió una extraña severidad. Había envejecido diez años—. ¡Ésa es vuestra bondad! ¡Abandonáis a vuestros hijos, a esos hijos que tanto decís amar, para que sean aniquilados en favor de vuestra política!

—Por eso mismo nunca serás un Señor Protector —replicó Ferdias—. No tienes visión de futuro. —Se encogió de hombros—. No morirán tantos y, además, ¿qué podríamos hacer contra las armas de esos extranjeros?

Cruelmente, Llandric replicó:

—Eres muy viejo, Ferdias, y tu visión de futuro pertenece al pasado. Cuando las hordas hambrientas te persigan, vengan del norte o del sur, cuando nadie pueda sobrevivir, recuerda quién cerró el camino del espacio.

Los guardias le hicieron salir.

Ferdias se volvió hacia el Decimotercer Heraldo.

—Un día triunfal, Gelmar, después de tanta adversidad. He querido que la compartieras.

Gelmar, Primer Heraldo de Skeg, le miró con una oscura llamarada brillando en sus ojos.

—Os lo agradezco, Señor. Haré ofrendas a todos los dioses para que Stark sea capturado. —Se calló y, con un furor salvaje, añadió—: Eso no cambia el hecho de que, cuando tenía que capturarle, fracasé.

—Todos hemos fracasado, Gelmar. Acuérdate que siguiendo mis órdenes trajeron a Simon Ashton a la Ciudadela. De no haberlo hecho, Stark nunca habría llegado a Skaith para rescatarle; no se habría cumplido la profecía de Irnan; no se habría desatado la rebelión; y la Ciudadela no estaría destruida. —Ferdias apoyó una mano en el brazo de Gelmar—. Ahora, todo ha terminado. Incluso esos últimos navíos no tardarán en partir. No ha pasado nada que no pueda ser borrado. Debemos pensar en la reconstrucción.

Gelmar asintió.

—Es cierto, mi Señor. Pero no quedaré satisfecho hasta que Stark haya muerto.