En la mañana del viernes, poco después de las once, el campero de Mallarino serpenteaba hacia la ciudad por la carretera vidriosa. La lluvia azotaba la carrocería: era uno de esos aguaceros bogotanos que vuelven imposible la conversación pausada, hacen que los conductores frunzan el ceño y los obligan a cerrar las dos manos con fuerza sobre el timón. A la izquierda se alzaba la montaña, siempre amenazante, siempre a punto de desplomarse encima de la gente, esa montaña que parecía pasar por debajo de la cinta gris de la carretera, caer a la derecha en una pendiente tosca y estallar, en la distancia, convertida milagrosamente en el trazado borroso de la ciudad desperdigada. En el horizonte, ese punto donde las colinas del occidente ya no eran verdes, sino azules, el cielo de nubes cargadas de lluvia se adornaba con las luces de los aviones en el aire como una puta vieja probándose un par de aretes.
Mallarino había dormido poco y mal, sin perder nunca la conciencia de que a pocos pasos, en el cuarto que había sido de Beatriz, estaba Samanta. Samanta Leal: la mujer que ya no era una niña, la mujer capaz de mentir y actuar para meterse en su casa y recordar (o pedir que él recordara, como una mendiga de la memoria) lo sucedido veintiocho años atrás. Estuvo atento a sus movimientos cuando ella se levantó en medio de la noche para ir al baño; atento, inevitablemente, a sus ruidos líquidos: al chorro de su orina, al desagüe indiscreto, al agua limpia que lavaba las manos. Cuando entraron las primeras luces, al comenzar el ligero alboroto de los colibríes, Mallarino ya llevaba un buen rato despierto: despierto y pensando en Samanta Leal, despierto y sintiendo lástima, lástima genuina, lástima por la noche de total desamparo que su huésped debió de pasar. Samanta Leal estaba sola, sola con esos nuevos recuerdos que acababa de adquirir y que modificaban su vida entera, todo lo que hasta ahora había creído saber de sí misma, o por lo menos lo desplazaban levemente, lo suficiente para cambiar toda la perspectiva. En un cuadro de Holbein hay una calavera que sólo se ve bien de lado, no de frente: ¿le pasaría algo parecido a Samanta Leal? Hoy se despertaría siendo otra; ahora mismo estaría visitando sus memorias más queridas y examinándolas de nuevo, no con cariño esta vez, sino con sospecha. Pobre. Mallarino le había dado una toalla y una colcha extra, por si sentía frío. Antes de meterse al cuarto de Beatriz como quien se esconde en su cueva, Samanta le habló a Mallarino de la noche de la ceremonia, de lo que le había sucedido en ella, y él no pudo no pensar que le hablaba como si se refiriera a otra persona. Lo cual, en más de un sentido, tal vez era cierto: Samanta ya era otra. Esta mujer hablaba de la mujer que había sido tan sólo unas horas antes.
Samanta contó de sus compañeros de trabajo en la Misión Gaia (una fundación ambientalista donde llevaba dos años trabajando) y de la admiración que alguno de ellos sentía por la obra y la figura de Javier Mallarino. No recordaba quién había propuesto que fueran todos juntos al centro, a la ceremonia del Teatro Colón donde la reputación de Mallarino quedaría consagrada para siempre, pero la idea fue bien acogida. Ser testigos de ese momento: ¿no era una oportunidad maravillosa? Ella aceptó la invitación —más por curiosidad que por otra cosa— y horas más tarde se descubrió sentada en un palco sin luz, asistiendo al principio de una ceremonia que pintaba de lo más aburrido, preguntándose en qué se había metido y jurándose que se iba a salir en cuanto pudiera. Entonces comenzó la proyección; una, dos imágenes invadieron la sala, luego tres; Samanta las miraba distraídamente, como se mira el fuego, y al cabo de un rato se dio cuenta de que ya no las estaba mirando distraídamente: de que reconocía algunas imágenes: de que reconocía esa casa. Se dio la vuelta y le dijo a su colega: «Yo he estado ahí». Le causó risa esa sorpresa, una risa tonta.
Toda la situación tenía algo de absurdo, y absurda era la expresión risueña que apareció entonces en la cara del colega: «¿En la casa de Javier Mallarino?» Y ella le aseguraba que sí, que había estado ahí, en esa casa, y él se burlaba y se reían. Pero luego Samanta comenzó a reconocer cosas: un par de cuadros, por ejemplo. El de las tres caras, por ejemplo. Ya no le pareció tan divertido todo el asunto. «Yo he visto este cuadro antes», le dijo a su colega, y los vecinos irritados chasquearon la lengua para ordenarle silencio. «Yo he estado en esa casa», siguió Samanta. Pero ya no lo dijo riendo; ya no le parecía tan divertida la sorpresa; los vecinos seguían diciéndole que se callara. Así que Samanta ya no habló más del tema. Ya no dijo que había estado allí; ya no dijo que había visto antes ese cuadro. Guardó silencio. Lidió como pudo con las preguntas sin forma que la acosaban. Empezó a imaginar posibilidades. Y al día siguiente llegaba a la casa de la montaña y mentía y actuaba y todo el tiempo trataba de recordar y de que Mallarino recordara, sí, también eso: de que Mallarino recordara. Y todo para nada.
«Tampoco sé muy bien qué importancia tiene esto», dijo Samanta. «Aquí me tiene, señor Mallarino: soy la que soy, eso no va a cambiar. Veintiocho años: una vida entera. ¿A quién le importa ya? Tal vez es mejor dejarlo todo de ese tamaño, ¿no? Quién me manda andar escarbando en lugar de dejar las cosas quietecitas. ¿No era mejor que todo se quedara como estaba? ¿No estaba yo muy bien así, sin saber esto que ahora sé? Eso pertenece a otra vida, una vida que nunca ha sido mi vida. Me la quitaron. Me la cambiaron. Mis papás me la cambiaron. Me dieron otra: una donde eso no hubiera pasado. El pasado de un niño es de plastilina, señor Mallarino, los adultos pueden hacer con él lo que les venga en gana. Podemos, quiero decir, podemos hacer lo que nos venga en gana. Así fue conmigo. Un año pasó, y luego el otro, y esa vida de antes se fue quedando atrás, hasta que dejó de existir. Esa niña de antes, esa niña a la que le pasaron ciertas cosas, se durmió y se murió, señor Mallarino. Dejó de existir, como un cachorrito entecado. Y un buen día esa niña tiene treinta y cinco años y ve una proyección en un teatro y siente algo raro, algo que nunca había sentido. Yo no sabía que eso podía pasar. Estar sentado ahí y sentir esas cosas raras. Con cada minuto que pasa, con cada minuto, sentir cosas más raras todavía. Están hablando en el escenario, hay discursos, pero uno no los oye. Uno tiene la atención en otra parte. Uno está recordando cosas. Uno tiene intuiciones, digamos, intuiciones incómodas. Le llegan recuerdos a medio formar, como fantasmas. ¿Qué hace uno con eso? ¿Qué hace uno con los fantasmas? Eso me pregunté anoche. Me pasé la mitad de la noche recordando cosas y la otra mitad preguntándome cuáles recuerdos eran de verdad y cuáles de mentira. He comenzado a recordar cosas, pero ya no sé si me acuerdo porque me acuerdo, señor Mallarino, o si me acuerdo porque usted me lo contó. ¿Me acuerdo porque usted me puso el recuerdo en la cabeza? Toda la noche pensando en eso. No es fácil, no es fácil saberlo. El problema es que ya ha pasado una vida entera, señor Mallarino, y mi pregunta es: ¿a quién puede importarle todo esto? Lo que pasó, lo que no pasó, ¿a quién le importa?»
A quién le importa, pensaba Mallarino esta mañana. Esperó a que la cafetera dejara de borbotear y sacó la jarra de vidrio; una gota cayó en la plancha caliente y la plancha soltó un siseo de gato agresivo. Con la taza de café nuevo en la mano, Mallarino recogió el periódico y lo leyó de pie frente al mesón de la cocina, de espaldas a la ventana escarchada, muerto de frío y con su carboncillo en la mano, hasta darse cuenta de que no estaba entendiendo nada, pues su conciencia estaba en otra parte. En otra parte, sí, o en otro tiempo, y en todo caso muy lejos del periódico —ese grosero adulador del momento presente— y sus anuncios de fiestas y actos y discursos y más discursos y cielos cubiertos de globos, grandes globos de colores, todo ello diseñado para celebrar el bicentenario de la Independencia colombiana. A quién le importa, pensó Mallarino, y luego pensó: Me importa a mí. Se sirvió más café; subió a su estudio; se fijó en la caricatura de Daumier, donde la misma cara regordeta del rey Louis-Philippe (su cara de pera, así lo habrían visto los franceses de su época, un rey con cara de pera) miraba al pasado, al presente y al futuro: Mallarino se dijo que su propia situación no parecía muy distinta en este momento. Esa cara era como la suya, quizás. Pero esa cara le decía: todo es presente. Lo que recuerdo, pensó Mallarino, está sucediendo ahora. Era demasiado temprano para llamar a Rodrigo Valencia, así que Mallarino sacó una de las hojas del fax —esas hojas demasiado blancas y demasiado gruesas cuyos filos hacían cortes dolorosos en los dedos de los desprevenidos— y escribió el mensaje a mano, con su caligrafía cuidada, fechándolo en una esquina y firmándolo después como lo había hecho siempre: como si se tratara de una carta. Valencia, pensó, se encontraría el mensaje apenas llegara a la redacción.
Rodrigo:
Quiero pedirle un favor urgente. ¿Se acuerda de Adolfo Cuéllar, el congresista? Bien, necesito los datos de la viuda. Dirección, teléfono, lo que pueda conseguirme. No sé si ya le dije que es urgente.
Un abrazo,
Javier
La llamada entró antes de lo previsto. «Pero si es la estrella más brillante del firmamento colombiano», le dijo Valencia, «y mi corresponsal de fax número uno. A ver, a ver, cuente pues qué es esto tan raro, qué es lo que tiene en la cabeza». A Mallarino le pareció que Valencia gritaba demasiado; por un segundo tuvo la tentación de decirle que bajara la voz, pero no lo hizo. Le pidió que recordara la tarde de la fiesta, veintiocho años atrás, y que recordara a la niña, la amiguita de Beatriz. «Ella necesita hablar con la esposa de Cuéllar», dijo Mallarino, «preguntarle unas cosas. ¿Me puede conseguir esos datos? Pídaselos a alguien de ahí, a su secretaria, a uno de sus investigadores. Cinco minutos: seguro que su gente se demora cinco minutos». Se hizo un silencio. Mallarino imaginó la mirada vacía de Valencia posándose en cualquier parte: en la lapicera, en las teclas del computador, en las paredes donde reinaban las caricaturas que Mallarino había hecho, años atrás, de él y de su esposa. Al final, Valencia dijo: «¿Esa niña? ¿Usted conoce a la niña?»
«Mire, es largo de explicar», dijo Mallarino. «Ella está aquí, conmigo, y necesita esos datos.»
«Un momento, un momento. ¿Está con usted?»
«¿Me los consigue o no?»
«Un momento, Javier. ¿A usted o a la niña? Que ya no debe ser una niña, pero en fin. ¿Cómo es esto de que está con usted? ¿Cómo se llama?»
«¿Me consigue los datos?»
«¿Cómo se llama?»
«Samanta Leal. A usted qué le importa. ¿Me consigue los datos?»
«Pero es que no entiendo. Necesito más información, hay algo que me falta. No, ya sé lo que me falta: entender. No entiendo, eso es lo que pasa.»
«No tiene que entender, Rodrigo: tiene que hacerme un favor. Y hacer favores es más fácil que entender. Mire, la cosa es muy simple. Usted está en su oficina, ¿verdad? Ahí, en esa vitrina que tiene en vez de oficina, a la vista de todo el mundo. Pues siga mis instrucciones. Levante la mano, que lo vean desde afuera. Cuando entre el primero de sus esclavos, usted le pide esto. Y cuando lo tenga, me manda un fax. Sencillísimo.»
«Pero para qué», dijo Valencia. «Cómo llegó esta persona a su casa. Qué le está pidiendo. Qué está pasando, eso es lo que quiero saber.»
«No está pasando nada.»
«Claro que sí. O me cuenta, Javier, o no le ayudo.»
«Pues no me ayude», dijo Mallarino. «Y váyase a la mierda.»
«Mire, Javier, entiéndame usted a mí», dijo Valencia. «Esto no es normal. ¿O a usted sí le parece? ¿Le parece normal que esa niña se aparezca así como así?»
«No es una niña.»
«¿Que se aparezca tantos años después y le pida esto?»
«No me ha pedido nada», dijo Mallarino. «Esto es idea mía.»
«¿Cómo así?»
«Es para ayudarle. Ella no se acuerda.»
Mallarino se quedó entonces en compañía del silencio de la línea, ese silencio imperfecto como la oscuridad de los ciegos. En su imaginación, Valencia fue una de esas caricaturas del siglo XIX donde el personaje aparece cubierto de signos de interrogación y con una intensa expresión de desconcierto, y luego imaginó la cabeza de Valencia convertida en una silueta, una línea negra, y aquellas cuatro palabras, Ella no se acuerda, golpeando contra la línea, moscas desesperadas en una caja de cristal. Al cabo de unos largos segundos, más largos porque el tiempo, cuando se está al teléfono, no puede medirse con las facciones del interlocutor —no se notan sus cambios apenas perceptibles, sus anuncios, las intenciones que en ellas se dibujan—, Valencia soltó un par de gruñidos, algo como un carraspeo, como un eructo contenido. «Ah», dijo entonces, «ya veo lo que pasa. La niña no sabe».
«No es una niña», dijo Mallarino.
«No sabe, ese es el problema. Nunca se lo dijeron.»
«No se acuerda.»
«Y usted quiere ayudarle.»
«Ayudar a que se acuerde.»
«Ayudarle a que sepa», dijo Valencia como escupiendo un caramelo atragantado. «Porque si ella no sabe, usted tampoco.»
Algo parecido al alivio: eso sintió Mallarino. Quizá se debiera a que otro, y no él, había dicho lo que él no se atrevía a decir. Porque si ella no sabe, usted tampoco: ¿no era increíble, y también fascinante, que estuvieran hablando del pasado? Aquello que no se sabía ahora —ahora que lo mencionaba Rodrigo Valencia— era algo que en el pasado se había sabido, sobre lo cual hubo certeza en algún momento, y tan cierto había sido que Mallarino llegó a hacer una caricatura al respecto. ¿No era cierto, más allá de toda duda o incertidumbre, lo que aparecía en la prensa? ¿No era una página de un periódico la prueba suprema de que algo había ocurrido? El pasado se le figuró a Mallarino como una criatura acuosa de contornos imprecisos, una suerte de ameba engañosa y deshonesta que no se puede investigar, pues, al volver a buscarla en el microscopio, nos encontramos con que ya no está, y sospechamos que se ha ido, y comprendemos enseguida que ha cambiado de forma y resulta imposible reconocerla. Porque si ella no sabe, usted tampoco. De manera que las certezas adquiridas en algún momento del pasado podían dejar de ser certezas con el tiempo: algo podía suceder, un hecho fortuito o voluntario, y de repente toda evidencia quedaba invalidada, lo verdadero dejaba de ser verdadero, lo visto dejaba de haber sido visto y lo ocurrido de haber ocurrido: perdía su lugar en el tiempo y en el espacio; era devorado y pasaba a otro mundo, o a otra dimensión de nuestro mundo, una dimensión que no conocíamos. ¿Pero dónde estaba? ¿Adónde se iba el pasado cuando cambiaba? ¿En qué pliegues de nuestro mundo se escondían, cobardes y avergonzados, los hechos que habían sido incapaces de permanecer, de seguir siendo ciertos a pesar del deterioro que les imprimía el tiempo, de ganarse su lugar en la historia de los hombres? Porque si ella no sabe, usted tampoco. Pero el problema con Samanta Leal no era que no supiera, sino que no recordaba: que la memoria, su memoria de niña, había sufrido ciertas distorsiones, ciertas —cómo decirlo— interferencias. Era cuestión de restaurarla: para eso, y no para otra cosa, necesitaban hablar con la viuda de Cuéllar, hacerle un par de preguntas simples, obtener de ella un par de simples respuestas. «No es por mí», dijo Mallarino. «Es por ella. Quiero ayudarle a ella.»
«¿Pero lo ha pensado bien, Javier?», dijo Valencia.
«No hay mucho que pensar.»
«¿Ha pensado en las consecuencias? No me diga que no hay consecuencias. No me diga que no se las ha imaginado. A ver, déjeme ver: ¿la niña no se acuerda de nada?»
«No es una niña. Y no, no se acuerda de nada.»
«Ya veo. Para ella es como si nada hubiera pasado.»
«Exacto.»
«Salvo que sí pasó, Javier.»
Mallarino no dijo nada.
«Sí pasó», dijo Valencia, «y todos lo vimos».
Qué extraña arrogancia se movía, como la resaca en la orilla del mar, por debajo de esas palabras tan simples en apariencia, tan vagas, tan cotidianas. Lo arrogante era simular o incluso codiciar esas certidumbres, como si Valencia pudiera ya no sólo estar seguro de lo que vio él mismo, sino también de lo que vieron los otros, los que ahora, veintiocho años después, se encontraban ausentes o desaparecidos o en todo caso mudos. La memoria de los otros: ¡cuánto daría en este momento por una entrada a ese espectáculo! Allí, pensó Mallarino, tenían origen nuestra insatisfacción y nuestras tristezas: en la imposibilidad de compartir con los otros la memoria.
«Pero eso no importa», dijo Mallarino. «A mí, por lo menos, no me importa eso. Es ella. La pobre tiene derecho a saber.»
«Ah, es sólo por ella.»
«Es lo que le estoy diciendo.»
«Sólo por ella, sí», dijo Valencia. «Oiga, ¿y usted me cree güevón?»
Mallarino no dijo nada.
«¿Cree que no me doy cuenta?», dijo Valencia. «Pues me doy cuenta, me doy cuenta perfectamente. De lo que puede pasar ahora si esa noche no pasó nada. De lo que puede cambiar para usted. Y lo entiendo, créame, entiendo su preocupación, por lo menos en principio.»
«Yo no estoy preocupado.»
«Yo creo que sí. Porque si no pasó nada, y usted hizo ese dibujo… Por supuesto, por supuesto que lo entiendo. ¿Pero le digo una cosa? Todos estábamos. ¿Y le digo otra? Lo último que usted quiere hacer es ponerse a preguntar. Eso es lo último. Usted no tiene la culpa de nada, Javier.»
«¿Pero quién está hablando de culpas?», lo cortó Mallarino. «Yo no estoy hablando de culpas, nadie está hablando de culpas. Se lo digo otra vez, Rodrigo: no es por mí. Es por ella.»
Silencio. Al cabo de un instante, cuando habló Valencia, fue como si la voz se le hubiera caído al suelo: una voz pisoteada, sucia, desgastada por el uso.
«Ya veo», dijo. «Y entonces la idea es buscar a la viuda.»
«Sí.»
«Y hablar con ella, preguntarle.»
«Sí.»
«Pero qué estupidez», dijo cansadamente Valencia. «Es lo más estúpido que he oído en mi vida.»
«No veo por qué», dijo Mallarino. «Nosotros sólo…»
«Qué imbéciles», dijo Valencia.
«Oiga, un momento.»
«Qué imbécil es usted. Con ella no me meto, yo no sé qué tenga en la cabeza. Pero usted es un imbécil. ¿Y qué van a hacer, si no le importa que se lo pregunte?»
«No sé qué vamos a hacer. Pero eso es cosa…»
«¿Van a llegar a golpearle en la puerta y ella los va a hacer seguir, qué tal, cómo están, y les va a servir un tinto? O es que la niña va a presentarse: mucho gusto, señora, quería saber qué fue lo que me hizo su marido. ¿Es eso?»
«Váyase a la mierda, Valencia.»
«No, no es eso, ¿verdad? No es eso. Ella es lo de menos, Javier, a usted lo que menos le importa es lo de ella. Usted quiere simplemente estar tranquilo. Quiere confirmar que no se equivocó, ¿no es eso? Quiere confirmarlo. Es una imbecilidad, Javier, piénselo bien, dese cuenta. Todos estábamos ahí. Todos, todos estábamos: ¿se va a poner a dudar de lo que pasó, siendo que estábamos todos? Pero supongamos que no, supongamos que no pasó eso. Dígame, ¿qué quiere cambiar usted? Ya no se puede cambiar, Javier, ya eso está hecho y terminado. Cuéllar se tiró de un quinto piso: más irreversible no se puede. ¿Y le digo una cosa? A nadie le hace falta. No nos ha hecho falta en todos estos años. Estamos mejor sin él. Es más: ya se nos olvidó a todos. Ya lo olvidamos. El país lo olvidó. Hasta su partido lo olvidó. Ya en esa época se avergonzaban de él, Javier, ¿usted cree que a alguien le interesa que vuelva a aparecer su nombre en los periódicos? Era un tipo despreciable, este Cuéllar. Usted, en cambio, es importante: es importante para el periódico y es importante para el país. Este país es una selva, Javier. Contamos con un poco de gente para que nos ayude a llegar al otro lado, sanos y salvos, sin que nos coman las fieras. Y las fieras están en todas partes. Usted levante la cara y se va a dar cuenta. En todas partes, Javier. Y están disfrazadas, están donde uno menos piensa. Pongamos que usted se equivocó. Pongamos que nos equivocamos. De todas formas, el tipo era un ser despreciable. Lo había demostrado mil veces, iba a demostrarlo otras mil. ¿Ahora va a ir usted y convertirlo en un mártir, así sea sólo para la viuda? Usted va y confiesa que hizo el dibujo sin haber visto realmente, sin estar realmente seguro. Muy bien. ¿Y luego qué? ¿Se imagina lo que las fieras pueden hacer con eso? ¿Se imagina lo que pasará cuando las fieras se den cuenta de que pueden descabezarlo a usted? Y por algo que pasó hace tiempos, además. ¿Cree que se la van a perdonar? No se la van a perdonar. Le van a cortar la cabeza, las fieras de este país de fieras le van a cortar la cabeza. Todos los que lo odian, los que nos odian, todos los fanáticos se le van a echar encima. Cuando se den cuenta de que usted tiene dudas: se le van a echar encima. En nuestra época no se puede tener dudas, Javier, el que duda se muere. Hay que verse fuerte, porque si no, lo matan a uno. Usted quiere pararse frente a ellos y quitarse el chaleco antibalas y decirles que disparen. Y van a disparar, créame. Lo van a fusilar. ¿De qué sirve eso, Javier? A ver, explíquemelo, explíqueme la utilidad de toda esta vaina ridícula, porque yo no la veo, le juro por mi puta madre que no la veo. No sé de qué sirve esto y necesito que me lo diga. Claramente, sin metáforas imbéciles, sin güevonadas. A ver, dígamelo, dígamelo en dos palabras: ¿de qué sirve?»
«A usted, de nada», dijo Mallarino. «Pero le sirve a ella.»
Silencio.
«Pues que se joda, Javier», dijo Valencia. «Jódanse los dos.»
Y se cortó la comunicación.
De manera que lo que hubiera podido saberse en veinte minutos se acabó sabiendo en dos horas: Mallarino tuvo que sacar su libreta de teléfonos descuadernada y amarillenta y cuyas hojas se desprendían sin remedio, pobre libreta alopécica, y llamó a un reportero de Judiciales y a los redactores de la competencia —de Nacional, de Actualidad y de Política—, e incluso a un representante a la Cámara que le debía varios favores. En pocos minutos le estaban devolviendo la llamada, todos y cada uno de ellos, volcados en las necesidades inmediatas de Javier Mallarino. Su nombre le ayudó, tenía que reconocerlo, pero no le preocupó en lo más mínimo abusar de su reputación para lograr estos modestos fines, pues, después de todo, ¿no eran esos periodistas y esos políticos quienes le habían dado esa reputación y el poder que ella contenía? Eso sí, Mallarino habría conseguido la información mucho más rápido si esa información hubiera estado en posesión de los interrogados. Pero no lo estaba: a algunos les costó trabajo recordar a Cuéllar; otros ni siquiera sabían que había existido. Tenía razón Valencia: al hombre se lo había tragado el olvido. Nada sorprendente, por otra parte, en este país amnésico y obsesionado con el presente, este país narcisista donde ni siquiera los muertos son capaces de enterrar a sus muertos. El olvido era lo único democrático en Colombia: los cubría a todos, a los buenos y a los malos, a los asesinos y a los héroes, como la nieve en el cuento de Joyce, cayendo sobre todos por igual. Ahora mismo había gente en toda Colombia trabajando con tesón para que se olvidaran ciertas cosas —pequeños o grandes crímenes o desfalcos o tortuosas mentiras—, y Mallarino podía apostar a que todos, sin excepción, tendrían éxito en su empresa. También a Ricardo Rendón lo habían olvidado. Ni siquiera él había logrado salvarse. Tal vez también en esto tenía razón Rodrigo Valencia: no servía de nada. ¿De qué sirve?, había preguntado él, y se refería a otra cosa, por supuesto, pero había logrado que Mallarino retuviera la pregunta y se la hiciera ahora, con algo de melancolía: ¿de qué sirve?
Y ahora el campero entraba en la ciudad, y la carretera de montaña se convertía poco a poco en vía suburbana y luego en avenida, y las nubes de lluvia parecían cruzarse con ellos, avanzar en sentido contrario, dirigirse tercamente al lugar de donde ellos venían: a la casa de la montaña. Mallarino detestaba ese trecho donde uno se encontraba de repente rodeado de espantosos edificios de ladrillo, la temperatura subía dos o tres grados y los conductores, que no se percataban del cambio, comenzaban, en maniobras arriesgadas, a quitarse la chaqueta mientras conducían. El nunca había tenido que quitarse la chaqueta: a diferencia de los demás habitantes de las montañas, que salían de sus casas bien abrigados con sobretodos y bufandas (y no era infrecuente ver a alguien manejando con guantes de cuero), Mallarino solía vestirse con ropas ligeras, nada más que una camisa y un blazer de pana cuyas vetas cambiaban de color con los roces de la mano, y prefería dejar la gabardina en el asiento trasero del carro, lista para cualquier eventualidad. Samanta Leal, sentada a su lado, se había quejado del frío y había hundido la cabeza entre los hombros, como un pollito, y recién ahora comenzaba a relajarse. La hoja de la información era un tubo de papel enroscado; las manos de la mujer se aferraban al tubo como empujando una cortadora de pasto. Mallarino las miraba de reojo, miraba los nudillos blancos y la argolla delicada que era su único adorno, y luego miraba el perfil de Samanta, el ángulo marcado de su maxilar, los hombros de alumna atenta pegados al espaldar de la silla, el cinturón de seguridad que cruzaba entre sus senos como el carcaj de una cazadora. Allí, en el rollo de papel, estaban la dirección y el teléfono de Carmenza de Torres, que alguna vez fue la mujer de Adolfo Cuéllar y la madre de sus hijos y luego su viuda; Carmenza de Torres, que se vio obligada, tras la muerte de su marido el congresista, a terminar los estudios de Hotelería y Turismo que había abandonado en el momento de su primer embarazo, y al cabo del tiempo acabó trabajando en una agencia de viajes, distinguiéndose como vendedora, convirtiéndose en asistente personal del dueño, casándose con él y comenzando una nueva vida bajo un nuevo apellido: un apellido limpio, un apellido sin memoria. Todo eso averiguó Mallarino con la ayuda de sus admiradores. Averiguó también que la agencia se llamaba Viajes Unicornio, que el local quedaba frente al Parque Nacional y que doña Carmenza iba todas las tardes, de dos a seis, pero nunca por las mañanas («¿Todas las tardes?», preguntó Mallarino; «Sí, todas las tardes», le aseguraron). Ahora, avanzando hacia la Circunvalar a cuarenta kilómetros por hora, Mallarino trazaba para Samanta el itinerario del día. La dejaría a ella en su casa para que pudiera descansar un poco y cambiarse de ropa; cumpliría una cita que tenía en el centro; se encontrarían en la agencia de viajes a las tres en punto. ¿Le parecía bien a Samanta? Ella, la mirada fija al frente, asintió como asienten los condenados.
Una cita en el centro. ¿Qué estaría haciendo Magdalena en estos instantes? De repente le urgía verla, estar con ella y oír su voz, como si al hacerlo pudiera probar de alguna manera retorcida que no todo el pasado era móvil e inestable. Magdalena también era el pasado. Pero Magdalena era firme. Mallarino la imaginó, por una suerte de automatismo, frente a un micrófono doble, dos tubos largos y plateados. La mesa de la imagen era de madera y cubierta con un paño marrón; sobre el paño había un cronómetro, para que Magdalena pudiera medir el tiempo de sus monólogos sin consultar el reloj digital de la pared. Pero todo esto era una mera especulación: él ni siquiera estaba seguro de que Magdalena grabara sus programas por la mañana. En la avenida, el tráfico se movía lento, más lento de lo normal. El campero pasaba entre esqueletos de edificios del color del óxido y árboles urbanos, esos tristes árboles con sus copas que nadie ve nunca y sus hojas asfixiadas en las ramas bajas. Samanta había dado las indicaciones y propuesto las rutas mejores, dibujando con palabras un mapa que Mallarino se pudiera figurar en la cabeza, y luego se había callado, como si buscara con la fuerza del silencio que Mallarino olvidara su presencia. «¿Por dónde bajo?», preguntó él. La mano de ella se movió frente al parabrisas, sombra incompleta de una palomita, pero ni una palabra salió de su boca; y al girar la cabeza, tratando todo el tiempo de mantener el control sobre lo que ocurría en la avenida, Mallarino se dio cuenta de que Samanta había comenzado a llorar. Era un llanto sigiloso y cansado, como el de quien ya ha llorado mucho: era un resto, un sobrado de llanto. «No llore, Samanta», dijo él; se sintió inmediata, irrevocablemente estúpido; pero no encontró en los archivos de su cabeza otras palabras de consuelo. No tenía muchas, tampoco, y no las usaba a menudo. Y se sintió inmediata, irrevocablemente estúpido.
«Perdón», dijo Samanta. Sonrió, se limpió con la misma mano las lágrimas de ambos ojos, volvió a sonreír. «Es que yo estaba bien. Yo no necesitaba esto.»
«Yo sé», dijo Mallarino.
«¿Le puedo hacer una pregunta?»
«Hágame una pregunta.»
«¿Y ahora qué pasa?»
«A qué se refiere.»
«Pues eso, que ahora qué pasa. O mejor: qué va a pasar esta tarde. Qué va a pasar después de las tres. ¿Tengo la obligación de seguir como antes? No sé qué me van a decir, ¿pero tengo esa obligación? ¿Y qué pasa si decido que ya no quiero, que ya no quiero nada de esto? Ahora mismo, aquí, antes de llegar a mi casa. ¿Qué pasa si prefiero que se me olvide todo otra vez? ¿Si prefiero volver a como estaban las cosas antes de la puta ceremonia esa? ¿No tengo ese derecho?»
«¿Es eso lo que quiere, Samanta?»
«Ay, no sé», dijo ella. «Me duele la cabeza.»
«Podemos parar a comprar algo.»
«Y me quiero cambiar de ropa», dijo Samanta. «No soporto la ropa sucia.»
«Pues esta ropa sucia se le ve muy bien», dijo Mallarino. Su intención no fue la de hacer un piropo barato, pero así se habían oído las palabras. No faltaban a la verdad, de todas formas: en la mañana, al ver a Samanta salir del antiguo cuarto de Beatriz con el pelo mojado por la ducha, pero llevando la misma blusa y la misma falda de la tarde anterior, Mallarino había encontrado la escena entera extrañamente erótica. No se lo dijo a Samanta, por supuesto: las mujeres no tenían por qué mostrar comprensión ante los impulsos imbéciles de los hombres, ni soportarlos ni tolerarlos siquiera, ni aguantarse cualquier piropo que les lanzaran, por más bienintencionado que fuera. El suyo lo había sido, y sin embargo notó o creyó notar una repentina tensión en los músculos de Samanta, cuyos hombros se pegaron más a la silla, cuyas piernas estiradas se retrajeron. ¿Se había molestado? «Me duele la cabeza», volvió a decir, pero hablando esta vez para sí misma. Una moto con las luces encendidas cruzó violentamente a su lado; detrás venía una camioneta de vidrios oscuros, y más atrás todavía, un furgón militar del que salían los cañones opacos de los fusiles: ¿el presidente, algún ministro? Ahora Samanta volvía a pasarse la mano por los ojos, barriéndolos con descuido, refregándose las córneas como dicen que no se debe hacer nunca (hay riesgo de rasparlas gravemente). En el dedo índice, notó Mallarino, quedó un rastro húmedo como el de un caracol. «¿Por dónde bajo?», dijo Mallarino.
«Ya casi», dijo Samanta, «yo le aviso». Y tras un silencio: «Eso es lo jodido. No saber no es lo jodido, no. Lo jodido es no saber si quiero saber. O si estoy mejor como estaba antes». Mallarino le dijo que sí, que él también sentía la incertidumbre, que él también… «No, usted no sabe», lo cortó Samanta. Mallarino percibió cierta hostilidad. «No puede saber. Ustedes creen que saben, se imaginan que saben, y no es verdad. Si supiera lo insultante que resulta eso. Que crean que saben. Que crean que se imaginan. No es así.»
«No me entiende, Samanta.»
«Es un insulto. Que crean. Que se imaginen.»
«No quiero decir eso», dijo Mallarino. «No se ponga así, por favor.»
Con un gesto que le pareció a Mallarino débil y al mismo tiempo autoritario, Samanta indicó una bocacalle de muros de ladrillo oscuro coronados con vidrios de botella: unos transparentes, otros verdes, testimonios de tiempos más inocentes donde esas estrategias desanimaban a los ladrones. «Baje por esta. Métase por la siguiente a la derecha. Pero no se vaya a pasar, que luego la vuelta es absurda.» La voz de Samanta se hacía quebradiza, como si se le estuviera enredando en alguna parte. «Ese edificio, el único que hay», dijo o más bien ordenó, y su mano se levantó lo suficiente para señalar una caja de ladrillo y ventanas de marco de aluminio blanco y velos detrás de las ventanas y siluetas de mujeres detrás de los velos: allí, en una calle de casas viejas de Chapinero, el edificio de Samanta era algo que se le ha olvidado a alguien. Ella señaló el espacio junto a la acera donde Mallarino podía estacionar: junto a un árbol de tronco grueso cuyas raíces se derramaban sobre la calzada. Un carro debía de haberse marchado poco antes, tras el fin de la lluvia, porque todavía era visible en el suelo gris el perfecto rectángulo seco de un gris más claro. Antes de que se hubieran detenido por completo, con el murmullo agripado del motor todavía cortando las sílabas más débiles, Samanta dijo: «Quince años, señor Mallarino». Un mensajero pasó en bicicleta, la bota derecha del pantalón de dril metida en la media de un naranja fluorescente. «Yo tenía quince años. Mi papá se había ido de viaje. Viajaba mucho, un vendedor de seguros puede viajar mucho: Cali, Cartagena, Medellín, y a partir de un momento Caracas, Quito, Panamá. Yo estaba en una fiesta. Mi mamá me pidió especialmente que me saliera temprano, porque esa noche llegaba mi papá de viaje y teníamos que esperarlo en la casa. Mi mamá vivía pendiente de esas cosas. De tenerle la comida. De que su familia estuviera esperándolo cuando él llegara. Yo le hacía caso, una niña buena. Y esa noche, cuando llegué, me encontré a mi mamá esperando en la cocina. Todas las luces de la casa apagadas, menos la de la estufa. ¿Sabe cuál? La lucecita amarilla del extractor de olores, que estaba prendido aunque no hubiera nada cocinándose. Y mi mamá ahí, sentada junto al mesón, comiendo chicharrones fritos de un paquete. Esto nunca se me va a olvidar: los chicharrones fritos, chicharrones de paquete. Me dijo que no había llegado. A las seis de la mañana cruzamos la ciudad, nos metimos al parqueadero del aeropuerto. Él siempre dejaba el carro en el aeropuerto: sus viajes duraban dos días, nunca más que eso. Entramos al parqueadero y estuvimos dando vueltas un buen rato, hasta que lo encontramos. Ahí estaba el carro de mi papá. Me asomé por la ventana para ver qué había adentro. No sé qué esperaba encontrar, pero me asomé. Los vidrios estaban sucios, porque había llovido. ¿Y sabe lo que vi, señor Mallarino?» Él se aferró a una barra invisible; esperó una revelación aterradora o macabra. «No vi nada», dijo Samanta. «Ahí adentro no había nada. Ni un llavero, ni un papel de peaje, ni unas monedas sueltas. Las ventanas sucias y el carro, por dentro, limpio. Limpio como si lo fueran a vender esa tarde. Yo creo que mi mamá sabía en el fondo. No me pareció que estuviera preocupada: me pareció que en el fondo sabía que mi papá se había ido… Y lo raro es que nada de esto ha sido nunca un problema para mí, señor Mallarino. Lo que pasó en mi familia ha pasado en cientos de familias, en miles. Para mí nunca ha sido un problema. Pero anoche comencé a preguntarme cosas estúpidas. ¿Qué tiene que ver el abandono de mi papá con lo de esa noche? ¿Hay alguna relación? No, qué relación va a haber, yo no la veo. ¿Pero la hay, aunque yo no la vea?» Mallarino la vio pegar la mandíbula al pecho, apretar los ojos. «Yo lo que quiero es saber qué pasó aquí», dijo enseguida Samanta. Su voz, mojada y densa, tuvo una suerte de urgencia en el aire enrarecido del interior del carro. «Aquí», dijo Samanta. Empezó a llorar de nuevo, pero su llanto fue más franco esta vez; distorsionaba sus facciones, les robaba la belleza. Samanta se daba palmadas en el vientre y su boca, el gesto de su boca, se ensanchaba. «Qué pasó aquí», decía, «quiero saber qué pasó aquí». Mallarino fijó la mirada en esas manos sobrias; las interrogó, interrogó los golpeteos sobre el cuerpo; Mallarino no entendía. Allí, estacionados frente al edificio, Samanta hizo una mueca de impaciencia y su boca pareció soltar una bola de aire.
Fue un movimiento rápido: subió ambos pies al tablero y levantó las caderas y se bajó las medias de lana verde y los calzones de un blanco suave con un solo envión diestro, metiendo los pulgares bajo el elástico, bajo los dos elásticos juntos, y empujando hacia adelante, no en línea recta sino dibujando en el aire una curva como un cuenco, como una sonrisa. El desorden de ropas arrugadas quedó alrededor de sus tobillos como un animal de compañía, y en un breve instante Mallarino vio las pantorrillas consteladas de puntos rojos y un óvalo violeta en el muslo, donde quizás hubo un golpe. Samanta separó las rodillas y abrió las piernas y la luz entera del mundo invadió el campero e iluminó el sexo pálido, los vellos lacios y rubios y escasos, la vulva insolente. La mano de Samanta se cerraba sobre la vulva, se apartaba, volvía a cerrarse con dedos rectos sobre la piel diáfana de los labios: «Aquí», decía Samanta, «yo quiero saber qué pasó aquí. ¿Esto fue lo que usted vio, señor Mallarino? ¿Fue esto lo que vio hace veintiocho años? ¿Ha cambiado mucho o se le parece?» Mallarino levantó la cara y encontró, en una ventana del edificio de ladrillo, la silueta de un curioso que corría el velo de su cortina para ver mejor. No, no era un curioso, no era un mirón: era una mujer de edad, y Mallarino alcanzó a ver su bata de estar y su mueca de repulsión antes de que se escondiera tras las delicadas sombras blancas del velo. Trató de girarse; lo interrumpió su cinturón de seguridad; Mallarino lo desabrochó y volvió a girarse y buscó, en el puesto trasero, la gabardina. La encontró en el suelo (se habría debido resbalar durante el trayecto montañoso) y la agarró con una mano y se la echó encima a Samanta, al principio con ademanes irritados, luego como si cobijara a una niña resfriada. «Aquí, aquí, aquí», decía ella, y se tapaba la cara con las manos. Mallarino, sin saber por qué, comenzó a tutearla. «Vístete», le dijo. «Todo va a estar bien.»
Ella se enderezó, pegó las rodillas al pecho, se abrazó las piernas. «Yo no pedí esto», se le oyó decir. «Yo estaba tan tranquila.» Mallarino leyó la vergüenza en su voz, y el cansancio, y la amargura, y la terrible vulnerabilidad.
«Todo va a estar bien», le dijo. Le acarició el pelo. La deseó, y se detestó por desearla. Buscó la portería con la mirada para ver si el portero se había percatado de algo. Sobre el tronco gris del árbol alguien había trazado, a golpes de navaja, dos nombres y un corazón, PAHY, leyó, antes de comprender que aquello no era una hache, sino dos tes atravesadas con la misma barra horizontal.
«Vístete», le dijo a Samanta. «Sube a tu casa, duerme un rato. Nos vemos a las tres.»
A Magdalena se le había ocurrido que almorzar allí, a pocos pasos de los dibujos de Matisse o de Giacometti o de Gustav Klimt, le haría ilusión a Mallarino: a juzgar por su reputación de anacoreta, de viejo-sabio-escondido-en-la-montaña, él ya no frecuentaba el barrio de La Candelaria tanto como lo había hecho en otros tiempos, mucho menos este museo que todavía hoy, a diez años de su apertura, conservaba el lustro de las cosas recientes. Magdalena había llamado en la mañana y reservado una mesa de terraza en el restaurante del patio interior, pero ahora se arrepentía; tras la lluvia, el cielo bogotano se había abierto como si un telón se hubiera desprendido, y ahora la luz del mediodía refulgía en las altas paredes blancas del patio, en las mesas de aluminio, en los individuales de papel, y cegaba a los comensales. Habían llegado caminando por la carrera Quinta, ella hablando del programa que había grabado la tarde anterior y Mallarino quejándose de los olores sucios: las frituras hechas en aceite usado pero también los perros callejeros, las mantas de los vagabundos en las entradas de los edificios pero también la mierda, la mierda que aparecía por sorpresa en las esquinas y cuyo origen era mejor no imaginar. Aquel asalto a los sentidos contrastaba de manera violenta con el recuerdo, todavía reciente y vivo, de lo ocurrido con Samanta Leal. No había que hablar de eso. Había que mantenerlo al margen: allá, en otro mundo, en un mundo alterno de reglas incomprensibles. Al entrar por la puerta de la calle 11, al subir el alto escalón y rodear la mano de bronce oscuro, ya Mallarino había tomado la decisión de no hablar de todo lo visto y escuchado desde la última vez que estuvo con Magdalena, todavía en la casa de la montaña. Un día había pasado, poco más de un día; habían pasado siglos y siglos. Ahora el sol daba en las paredes blancas y los deslumbraba y el mesero había traído una botella de vino blanco, pero el vino blanco no era blanco, sino dorado: el vino es luz aglutinada por la humedad. ¿Dónde había oído eso antes? Tal vez Magdalena se acordaría, se le daban bien estas cosas. Ahora ella servía el vino, y lo hacía con gusto; el pelo corto le convenía a su rostro de huesos fuertes, a sus pómulos de pintura prerrafaelita, a la nariz que bajaba desde las cejas en una línea larga y elegante. Tratando todo el tiempo de mantener arrinconadas las imágenes estorbosas, las entrometidas palabras, pensó en Samanta Leal. Si no la mencionaba, si no mencionaba las últimas horas ni tampoco la cita de las tres de la tarde, tal vez estos instantes en compañía de Magdalena podrían convertirse en un necesario y urgente momento de quietud. Que el mundo dejara de dar vueltas: sólo pedía eso. Que dejara de girar, que todo se callara. Sí, que se hiciera un poco de silencio y sólo se oyera esta voz que ahora le hablaba, la voz ronca y todavía tersa, la voz de chelo, una de esas voces que paralizan la mano de quien hace girar el dial, que traducen el caos del mundo y convierten su jerga oscura en un lenguaje diáfano. Interpreta este mundo para mí, Magdalena, dime qué nos pasó y qué puede pasar ahora, qué podrá pasarme ahora y qué podrá pasarle a Samanta Leal, dime cómo nos acordamos de lo que se oculta en el pasado, dime cómo recordar lo que todavía no ha sucedido. Y de repente ahí estaba de nuevo la frasecita que lo había acompañado en estos días como una hilacha de carne entre los dientes.
«Es muy pobre la memoria que sólo funciona hacia atrás», recitó Mallarino. «¿Quién lo dijo?»
Magdalena masticó una, dos veces.
«La Reina Blanca se lo dice a Alicia», dijo: la boca medio llena, la sonrisa en los ojos vivos. «A Beatriz le encantaba ese libro, no sé cuántas veces se lo leímos.»
Pero Beatriz no estaba aquí. Beatriz estaba de viaje, Beatriz siempre estaba de viaje, Beatriz no se detenía nunca, quizás por miedo de no ser después capaz de despegar de nuevo. La Reina Blanca se lo decía a Alicia. A Beatriz le encantaba ese libro. Sí, también él se lo había leído alguna vez, o por lo menos algunas páginas, y recordaba haberla visto —en una hamaca, en tierra caliente— leyéndolo por su cuenta cuando tuvo edad para hacerlo. La imagen de su hija leyendo siempre lo conmovió, quizá porque veía en su cara los mismos signos de intensa concentración que conocía ya en la cara de Magdalena, la misma disposición de los músculos del entrecejo y de los labios, y no podía no preguntarse qué propósito tenía la herencia de estos rasgos, a qué último fin evolutivo servía que las hijas hicieran los mismos gestos que sus madres cuando un relato les interesaba. A Beatriz le encantaba ese libro: Magdalena se había acordado: Magdalena siempre se acordaba. «¿Has sabido algo de ella?», preguntó Mallarino.
«Sí. Me escribió hace un par de días. Una noticia buena y una mala.»
«A ver», dijo Mallarino. «La mala primero.»
«Se está separando.»
«Esa es la buena.»
«No te burles», dijo Magdalena. «La está pasando muy mal, pobre. Tú agradece que no tienen hijos.»
«Agradezco», dijo Mallarino. «Y cuál es la buena, entonces.»
«Que se viene a vivir a Colombia.»
«Pero si ya vive en Colombia.»
«Está bien. Se viene a quedar quieta en Colombia.»
«¿Qué quiere decir eso?»
«Que pidió un traslado. No sé cómo se llame, no me lo explicó bien. Pidió no moverse más. Pidió quedarse aquí.»
«¿En Bogotá?»
«No, no. En un lugar donde la necesiten, Javier. En el Meta. En el Cesar.»
«¿No se sabe?»
«No se sabe todavía. Se sabe que se lo conceden, pero no se sabe adónde la mandan. No va a estar en Bogotá, eso sí es seguro. Pero la vamos a ver más.»
«¿Por qué sabes?»
«Porque ella me lo dijo. Me dijo que la íbamos a ver más. Me dijo: “Nos vamos a ver más”. Me dijo que se sentía sola, que llevaba meses sintiéndose sola. Y también te lo hubiera dicho a ti, si tuvieras un computador.»
Pero Mallarino se dio cuenta de que no era un reproche serio: era un juego, un guiño amistoso, un golpe de codo en las costillas. Su instinto infalible le decía a Magdalena que no era momento para reproches serios. ¿Qué habría notado? ¿En qué lo habría notado? Ah, pero así era Magdalena: una lectora excelsa de la realidad, y en especial de esa realidad circunscrita y empobrecida, esa realidad melancólica y amilanada que era Mallarino. «Bueno, pues la acompañamos» dijo él. «Aquí no va a estar sola.» El marido de Beatriz era el hijo más joven de una familia de terratenientes de Popayán, católica y conservadora, cuya reputación, por lo que sabía Mallarino, había estado en el lado equivocado de la cancha desde los años de la Violencia. «Yo sé más o menos cómo es esa familia», le había dicho una vez Mallarino, «y no sé si me gusta mucho que estés saliendo con él». «Pues su familia sabe exactamente quién eres tú», contestó Beatriz. «Y no les gusta nada que él esté saliendo conmigo.» Y ahora, pocos años después de esa conversación y muchos después de la separación de sus propios padres, Beatriz se separaba de su marido. Juan Felipe Velasco, se llamaba: un rubio de mentón partido que siempre se persignaba antes de un viaje por carretera. Beatriz había aprendido a persignarse con él, y les habría enseñado a persignarse a sus hijos de haberlos tenido; pero no los habían tenido, y eso era afortunado; y ahora se estaban separando, desgastados también ellos por las diversas estrategias de que disponía la vida para desgastar a los amantes, por los demasiados viajes o la demasiada presencia, por el peso acumulado de las mentiras o las torpezas o las indelicadezas o los errores, las cosas dichas a destiempo y con palabras inmoderadas o inconvenientes o las que, quizás por no encontrar las palabras convenientes o moderadas, nunca se dijeron, o desgastados también por la mala memoria, sí, por la incapacidad para recordar lo esencial y vivir en ello (para recordar lo que una vez hizo feliz al otro: cuántos amantes han sucumbido a ese olvido negligente), y por la incapacidad, también, de adelantarse a todo aquello que tanto desgasta y deteriora, adelantarse a las mentiras, a las torpezas, a las indelicadezas, a los errores, a las cosas que no debían decirse y a los silencios que debían evitarse: ver todo aquello, verlo venir en la distancia, verlo venir y hacerse a un lado y sentir el soplo de su paso como un meteorito rozando el planeta. Verlo venir, pensó Mallarino, y hacerse a un lado. Para una tribu indígena de Paraguay, o quizás era de Bolivia, el pasado es lo que está delante de nosotros, porque podemos verlo y conocerlo, y el futuro, en cambio, es lo que está detrás: lo que no vemos ni podemos conocer. El meteorito siempre viene por la espalda, no lo vemos, no podemos verlo. Hay que verlo, verlo venir y hacerse a un lado. Hay que ponerse de cara al futuro. Es muy pobre la memoria que sólo funciona hacia atrás.
Miró a su alrededor, más allá del rostro luminoso de Magdalena, y a su izquierda, más allá del vidrio que separaba la terraza del interior, y a su derecha, a través del patio, hacia la entrada del museo. Dos, tres, cuatro parejas: ¿cuántas se estarían separando ahora mismo? ¿Cuántas se estarían separando aunque no lo supieran, encaminándose lentamente a la corrosión? En el patio, un niño de pantalones cortos corría detrás de una minúscula pelota saltarina. La pelota se iba a los desagües; el niño gritaba, pedía ayuda. ¿Y Samanta Leal? No le había preguntado si estaba casada, si tenía hijos, alguien con quien compartir el sufrimiento o por lo menos diseminarlo. Tenía la misma edad de Beatriz, los mismos treinta y cinco años que para tantas cosas les habían alcanzado. Eso estaba pensando Mallarino cuando uno de los clientes vecinos, un hombre que había estado comiendo del otro lado del vidrio, lo miró a los ojos y se levantó (las manos doblaron la servilleta) y comenzó a caminar hacia la puerta abierta. Esperó a estar junto a la mesa para hablar; cuando lo hizo, a Mallarino le pareció chocante el contraste entre su tamaño —y el tamaño de la mano que le alargaba para saludarlo— y su actitud obsecuente. «Usted es Javier Mallarino», le dijo, a medio camino entre la afirmación y la consulta.
Magdalena levantó la cara. El tenedor quedó suspendido en el aire. Mallarino asintió. Estrechó la mano que se le ofrecía.
«Gracias por su trabajo», dijo el hombre. «Yo a usted lo admiro, señor. Lo admiro, eh, mucho.»
«Cómo ha cambiado el mundo», dijo Magdalena cuando el hombre hubo regresado a su silla, del otro lado del vidrio. La escena, visiblemente, la había divertido: hablaba con ironía, pero también con una satisfacción notoria en las comisuras de sus labios, ahí donde se formaba esa sonrisa irónica. «Esto sí que no me había tocado. ¿Hace cuánto te pasan estas cosas?»
«Me pasan desde hoy», dijo Mallarino. «O desde ayer. Lo que pasa es que ayer no vine a Bogotá.»
«Será que la gente todavía lee periódicos.»
«Supongo que sí.»
«Podrías hacerles tu pose Titanic», dijo Magdalena. «Darles gusto a los fans.»
Mallarino sonrió, miró el plato. «A mamarle gallo a otro», le dijo.
Se acomodó en su silla, girándose hacia un lado y apoyando la espalda en el aluminio frío, como si quisiera mejorar un poco su perspectiva del lugar. Magdalena le preguntó entonces si lo estaba molestando la hernia, si quería que pagaran ya y se fueran a caminar un rato, y sólo entonces se dio cuenta él de que sí, la hernia lo estaba molestando (un dolor sordo en el coxis, la pierna izquierda ya incómoda). Magdalena sabía. Qué grato era esto, y qué sorprendente percatarse de la persistencia del pasado, la terca presencia entre ellos de los años de su matrimonio. Se conocían bien, pero no era sólo eso: era, sin duda, el haberse encontrado tan jóvenes, el haber comenzado a vivir juntos y pasado juntos por las primeras derrotas y luego por la larga marcha del aprendizaje (y ahora ya habían aprendido, pero era demasiado tarde para aplicar las lecciones). Todo aquello seguía presente, un invitado más en la mesa, y a eso se debía sin duda la comodidad, la manera relajada en que Magdalena ponía sus cubiertos juntos sobre el plato vacío y, tal como él lo había hecho antes, se recostaba en silencio en el espaldar de aluminio. ¿Por qué habría fracasado su segundo matrimonio? Nueve años después de separarse de Mallarino, Magdalena se había casado con un pacífico abogado comercialista, y cualquiera hubiera podido pensar —las segundas oportunidades se aprovechan mejor— que la relación era la definitiva. No fue así: Mallarino se enteró de las generalidades por rumores y, una vez, por el «Teléfono rosa», la sección de chismes de El Tiempo, que también traía un rumor sobre la posible entrega de Pablo Escobar. (En una caricatura de esa época, Mallarino pintó a Escobar junto a las víctimas de su más reciente atentado terrorista. En un lado del recuadro se asomaba el sacerdote Rafael García Herreros, vestido de sotana, y le decía: «Tranquilo, mijito. Yo sé que tú eres bueno de todas formas».) El matrimonio de Magdalena se acabó en dieciocho meses; Mallarino nunca quiso averiguar por qué. Ahora podía hacerlo. ¿Quería hacerlo? Ahora podía hacerlo. Una nube pesada ensombreció el patio; Mallarino sintió una corriente de aire frío y la piel de sus brazos se cerró de golpe. Magdalena apretó los puños sobre el pecho y alzó los hombros, y Mallarino tuvo la inequívoca sensación, concreta como un tirón en las vértebras, de que se le hacía tarde. Eso se dijo, Se me hace tarde, o más bien esas palabras se iluminaron en su mente. Enseguida se percató, no sin cierto estupor, de que no estaba pensando en las horas del día.
«Ven a vivir conmigo», dijo.
Ella se puso de pie como si hubiera estado esperando la propuesta (no había sorpresa en su cara, o es que Mallarino la estaba leyendo mal). Niña ordenada, empujó la silla para ponerla debajo de la mesa, y las patas contra el suelo de cemento soltaron un irritante rasguño metálico.
«Salgamos», repuso. «Tengo que volver al estudio.»
Por el corredor llegaron al patio principal. Lo cruzaron pasando junto a la fuente de piedra que escupía, distraídamente, un chorrito escuálido. Mallarino alcanzó a echar un vistazo a la rubia de Lucian Freud, que tanto le gustaba, pero de inmediato desvió la mirada, no fuera a ser que se encontrara sin querer con el estudio para La lección de guitarra. Cuando salieron a la calle 11, el cielo se había nublado y se habían ido las sombras de las paredes, y los corrillos de estudiantes se agolpaban sobre las escaleras de la biblioteca. Bajaron a la Séptima y se dirigieron al norte. Magdalena había tomado del brazo a Mallarino. «¿Qué opinas?», dijo él. «¿No es una buena idea?» No era fácil caminar por aquella acera populosa cuyo tráfico los obligaba a adelgazarse, a ponerse de perfil para que otro transeúnte pasara con su portafolios, o su bolsa de vegetales que se asoman, o su niño arrastrado de la mano y caminando en esforzadas puntas de pie. «Tenía la esperanza, querido mío», dijo Magdalena, «de que no se te ocurriera». Iban pasando frente a las placas de mármol del edificio Agustín Nieto, y Mallarino se estaba fijando en un tipo de largo pelo blanco que copiaba las leyendas, a mano, en las hojas de un cuaderno o de algo que parecía un cuaderno; el tipo resultaba visible aun desde el otro lado de la calle, pues allí, en medio de la azarosa multitud de caminantes, la suya era la única figura que permanecía inmóvil. «Yo no puedo hacer eso, Javier», dijo Magdalena. «Ya no lo puedo hacer. Mucho tiempo ha pasado, y yo tengo una vida sin ti, y es una vida que me gusta. Me gustó también la otra noche, claro, me gustó mucho. Pero me gusta mi vida así como está. Me ha costado años armarla, y me gusta así como está. Me gusta la soledad, Javier. A estas alturas de la vida he descubierto que me gusta mi soledad. Beatriz no lo ha descubierto todavía, pero creo que yo puedo enseñarle. Sería un buen regalo, enseñarle a mi hija a estar sola, a que le guste su soledad. A mí me gusta mi soledad. Se puede entender, me parece. Creo que se puede entender, ¿no? Creo que ya es tarde.» No sorprendió a Mallarino que usara esas palabras, casi las mismas que había usado él minutos antes. «Nunca es tarde en realidad, claro que no, eso depende de uno. Pero esto que me propones no es para mí, no es para nosotros», dijo Magdalena. «Ya no tenemos tiempo para esto.» Del otro lado de la avenida Jiménez, al acabarse la opresiva pared sin ventanas del edificio del Banco, comenzaba el Parque Santander. Más tarde, recordando este momento, Mallarino se preguntaría si fue entonces cuando pensó en el día de la muerte de Ricardo Rendón. Es posible, se diría después, que en ese momento no haya sido consciente de ello, pues su atención estaba puesta en el peso agradable en su brazo del brazo de Magdalena, en el olor de su pelo, en la voz capaz de decir, con esa impredecible dulzura, esas cosas que entraban como un aguijón: «Tenía la esperanza de que no se te ocurriera», por ejemplo, o también esa otra: «Ya no tenemos tiempo para esto». Pero tuvo que ser entonces, pensaría, porque fue justo después de pronunciadas esas palabras, allí donde se ven las sombrillas de los emboladores, que se detuvo en medio de la acera y, sin que lo maravillara el prodigio, recordó una vez más esos hechos que conocía de memoria aunque nunca los hubiera presenciado.
Recordó la película de Chaplin que Rendón fue a ver la víspera, y también la depresión profunda pero discreta que lo agobiaba por esos días, y también la conversación con el gerente de El Tiempo y el propósito, sugerido en ella, de irse a descansar a una clínica. Todo eso lo recordó Mallarino, y también los dibujos en lápiz azul que Rendón dejó en la redacción del periódico, junto a los dos tomos de sus caricaturas recién publicadas, y en su recuerdo Rendón salió de la redacción pasadas las diez de la noche y entró en La Gran Vía, y escuchó música y tomó aguardiente y bromeó con el dueño, y llegó a su casa de la calle 18 antes de la medianoche, triste pero no borracho y en todo caso cansado. Mallarino lo recordó planeando, insomne, la caricatura del día siguiente; también despertando y hablando con su madre de lo que había planeado. Rendón salió, vestido como siempre de luto completo, y Mallarino lo recordó parándose unos instantes en la esquina de la carrera Séptima y luego entrando en La Gran Vía. En su recuerdo, Rendón pide una cerveza Germania; la recibe en un charol; enciende un cigarrillo. Piensa en Clarisa, la jovencita de la que se había enamorado en Medellín, tantos años atrás, y revive el disgusto y la protesta de los padres de la joven; piensa en Clarisa y en su terquedad heroica, su embarazo, su enclaustramiento forzoso, su enfermedad y su muerte. Termina su cerveza, saca su lápiz y hace el último dibujo (un diagrama de líneas rectas que calculaba el recorrido de una bala al penetrar el cráneo), y escribe en la bandeja esas siete palabras que Mallarino bien recordaba, Suplico que no me lleven a casa, y luego se lleva a la sien derecha el cañón de una pistola Colt 25. Mallarino lo recordó haciendo lo que nadie vio nunca: disparándose un tiro. Recordó la cabeza que cae pesada sobre la mesa y hace saltar la bandeja con un estrépito metálico, los labios que se revientan con el golpe y el daño que sufre un diente, la sangre que empieza a derramarse (la sangre que se ve negra sobre la madera vieja), y luego lo recordó llegando a la clínica del doctor Manuel Vicente Peña, y recordó al doctor redactando su informe, escogiendo esas palabras que Mallarino vio como si las viera en negro sobre blanco: respiración estertorosa, hematoma subcutáneo, hemorragia en boca, parietal derecho. Los médicos trepanan el cráneo para aliviar la presión de la sangre y un potente escupitajo viscoso cae al suelo blanco. Mallarino lo recordó y recordó la hora exacta de la muerte, seis y veinte de la tarde. Todo eso lo recordó, y oyó a Magdalena decir: «Ya no tenemos tiempo para esto».
Mallarino comprendió que era inútil insistir, o que la propuesta había sido un error. Comprendió, también, otras cosas, pero estas cosas estaban más allá de las palabras inmediatas, en un terreno de intuición parecida a la intuición de la fe. Se sintió cansado, un cansancio repentino y traicionero, un niño que se cuelga por sorpresa de los hombros. Un movimiento los distrajo entonces: era un hombre que se acercaba a pasos lentos, el cuerpo inclinado hacia delante como buscando una moneda, y Mallarino recordó sus rasgos antes de que les hablara: la nariz, las orejas, el bigote gris como la mierda de las palomas. El hombre le alargó la mano y Mallarino vio las manchas de betún y la piel seca, y su mano se cerró sobre la mano del hombre. La mano del hombre era firme y sólida. Mallarino también apretó con fuerza.
«Sumercé es el caricaturista», dijo el hombre. «Yo lo embolé el otro día y ni siquiera lo reconocí, qué pena con usted.»
Mallarino estiró el brazo izquierdo y su reloj apareció bajo la manga de la chaqueta. (Tenía muñecas delgadas —Magdalena siempre le había dicho que tenía muñecas de mujer—, y cuando hacía frío la correa del reloj le quedaba suelta, a veces llegando a girarse por completo, todo ello para gran diversión de Magdalena, que le decía que así, precisamente, usaban los relojes las mujeres de antes.) La carátula se desplazó levemente y fue a descansar sobre esa ligera prominencia al final del cúbito, la media esfera ósea que alguna gente se toca cuando está preocupada. Mallarino tomó la cara del reloj entre el pulgar y el índice. Miró la hora. Le pareció que tenía tiempo.
«¿Está libre?», le preguntó al embolador.
«Claro que sí, doctor, faltaba más», dijo el hombre. «La pena que me da no haberlo reconocido el otro día. Imagínese, doctor: una persona como usted.»
Pasadas las tres, después de despedirse de Magdalena en la explanada de la universidad con un beso en la boca y pensar que quizás sería el último, después de recuperar su campero en el parqueadero de la calle 25 y dirigirse al norte por la vía de arriba y bajar por la estrecha carretera que atraviesa el Parque Nacional —una carretera breve pero traicionera y sinuosa donde uno no quiere que lo sorprenda la noche—, después de dejar el carro en la suerte de medialuna que constituye el centro mismo del parque, Mallarino llegó caminando a la pileta de piedra del monumento a Uribe Uribe, y desde los bordes trató de identificar la agencia de viajes. Según la dirección, el local debía de estar muy cerca: debía de ser visible para cualquiera que lo buscara desde allí. A Mallarino le ardían los ojos como le habían ardido siempre que venía al centro desde su refugio de la montaña; ahora, aunque ya hubiera salido del centro, la contaminación seguía en sus lagrimales, y los ojos le seguían ardiendo. La tarde estaba nublada pero ya no llovería; no había sombras en las aceras, pero el aire abierto del parque era cálido y suave. También lo sentían así los habitantes del parque, los vendedores de cometas, los niños que vigilaban los carros parqueados o corrían alrededor de la pileta, las parejas de jóvenes sentados en el prado. Mallarino sintió que lo miraban mientras él miraba hacia el otro lado de la ancha avenida, buscando la agencia de la viuda de Cuéllar. Encontró el letrero de plástico rígido, grande y blanco, la palabra Viajes en cursivas pequeñas, la palabra Unicornio en versalitas grandes e imponentes; imaginó el letrero encendido al comienzo de la noche, iluminando con su luz toda la acera. Debajo del extremo derecho, frente a la vitrina pero lejos de la puerta de entrada, estaba Samanta Leal.
Lo esperaba. Su cuerpo tenía el meditado descuido de los cuerpos que esperan: todo el que espera sabe o cree que puede ser visto en cualquier momento, visto por el que llega a la cita, y sus gestos, sus ademanes, la posición de sus piernas y la rectitud de su espalda no son nunca los que serían si no esperara. Mallarino reconoció la línea de los hombros y el pelo, recortado sobre la espalda como una lámina de cobre, y reconoció la cartera, que era la misma de la que habían salido, el día anterior, la grabadora mentirosa, la libreta y la pluma. Se había, efectivamente, cambiado de ropa: la blusa blanca de la mañana era un suéter de color azul turquesa que en la distancia parecía delgado, y la falda y las medias ahora eran unos pantalones que daban a sus caderas un aire asentado, un aire de mujer madura. Mallarino caminó hasta el semáforo y esperó a que el tráfico se detuviera. Los carros y los buses y las busetas y los camiones circulaban en ambos sentidos, caras que pasaban frente a la cara de Mallarino como proyecciones en una pantalla, caras que existían en su vida durante un segundo fugaz y luego se volvían a hundir en la inexistencia. Algunas caras lo miraban con expresión vacía y luego pasaban a la cara siguiente, la de otro peatón cualquiera parado en la acera poblada, otra cara vacía para mirarla con la misma vacuidad; otras ni siquiera reconocían su presencia, sino que se quedaban más allá o más acá, en las montañas, en los edificios, en una porción inhabitada del mundo visible. A veces la gente quería descansar de la gente. Hubo un tiempo en que a él le gustaba rodearse de personas. Ya no: eso lo había perdido. Era una de las muchas cosas que se había tragado esta vida suya. ¡Si tan sólo supiéramos el diez por ciento, el uno por ciento de las historias que suceden en Bogotá! ¡Si pudiera Mallarino cerrar los ojos y escuchar lo que pensaban quienes lo rodeaban en ese momento! Pero no era posible; y así seguíamos todos, caminando por las aceras, parando en los semáforos, rodeados de gente pero siempre sordos.
Allí, metido en la pequeña muchedumbre que iba a cruzar la calle, pensó en lo que estaba a punto de suceder. Tal vez Rodrigo Valencia tenía razón y todo esto era un error, un error lamentable, el peor que Mallarino podría cometer en la vida. Tal vez su predicción era correcta: si seguía adelante con sus intenciones, si acompañaba a Samanta al interior de la agencia y hablaba con la viuda de Cuéllar o escuchaba hablar a Samanta, se encontraría al salir de nuevo con un mundo transformado: un mundo (un país, y en el país, una ciudad, y en la ciudad, un periódico) en donde Mallarino ya no sería el que era ahora. Después de esa conversación, fuera cual fuese su contenido, se dijera en ella lo que se dijese, el ejército de sus enemigos le caería encima sin piedad. Chacales, eran todos chacales que se habían pasado la vida esperando una declaración de vulnerabilidad semejante. Porque se enterarían, por supuesto que se enterarían: fuera cual fuese el contenido de la conversación y se dijera lo que se dijese en ella. No importaba qué revelaciones hubiera en la oficina de la viuda de Cuéllar, y ni siquiera importaba que no hubiera revelación alguna, que la mujer los despidiera entre gritos y golpes sin decirles nada nuevo, o que se negara a hablar, que ejerciera la terrible venganza del silencio: el silencio que a Samanta le dolería tanto, que para ella sería la peor afrenta, la humillación más dolorosa. Todo esto era, en alguna medida, una humillación para Samanta; pero pasar por el desasosiego y el atrevimiento y el recuerdo afrentoso para toparse con el silencio sería la peor humillación de todas.
Y aun si fuera así, los chacales se enterarían y se lanzarían al ataque. Lo importante para ellos, pensó Mallarino, no sería lo ocurrido en el pasado, sino la incertidumbre presente del caricaturista y lo que esa incertidumbre revelaba. También a él lo humillarían, y les bastaría con eso para humillarlo: les bastaría la pregunta, la pregunta sencilla que acaso ya estaría formada en la boca de Samanta, que acaso Samanta llevara todo el día practicando, escogiendo las palabras y la entonación para pronunciarla, escogiendo incluso la expresión de la cara para no parecer más inerme de lo necesario. Escogiendo la ropa, pensó Mallarino, sí, seguramente Samanta había escogido hasta la ropa pensando en la pregunta que le iba a hacer a la mujer de un congresista muerto. Para ella el resultado podía ser variado, una posibilidad entre muchas o por lo menos entre dos; no así para él, pues, sin importar lo que ocurriera en la agencia Viajes Unicornio, Mallarino se encontraría al salir con sus enemigos de cuarenta años señalándolo, azuzando a una turba enloquecida y dispuesta a juzgarlo en juicio sumario y a quemarlo en la hoguera, la hoguera de la cambiante, la caprichosa opinión pública. Mallarino calumniador o simplemente irresponsable, Mallarino destructor de la vida de un hombre o simplemente abusador impune del poder mediático. Ahora comprendía mejor lo que había sucedido veintiocho años antes, cuando se dio el gusto de humillar al congresista Adolfo Cuéllar; comprendía el fervor con que el público había recibido la humillación, ese fervor disfrazado de indignación o de condena. Él simplemente había puesto en marcha el mecanismo, sí, él había encendido el fuego y luego se había calentado las manos… Y ahora le tocaba el turno. No importaba quién tuviera la razón de su lado. No importaban la justicia o la injusticia. Sólo una cosa le gustaba al público más que la humillación, y era la humillación de quien ha humillado. Esta tarde Mallarino llegaba a darles ese placer. Lo que dijera la mujer del muerto no marcaría ninguna diferencia: si decidía entrar en Viajes Unicornio, Mallarino dejaría de ser la autoridad moral que era en este momento para convertirse en un barato mercader de rumores, un francotirador de las reputaciones ajenas. Alguien así no puede andar suelto. Alguien así es peligroso.
Y ahora el semáforo se ponía en rojo y el tráfico se detenía y Mallarino podía cruzar la calle, cortar con su cuerpo ese calor pesado que se forma como una nube frente a una línea de carros en un semáforo bogotano. «¡Samanta!», gritó desde la esquina como un niño impaciente. Pero es que estaba a cincuenta pasos de ella, a cincuenta pasos de Viajes Unicornio y de la puerta que cambiaría su vida, y no se le podía pedir paciencia, no se le podía pedir que esperara a recorrer aquella distancia para declarar su presencia ante Samanta Leal. «¡Samanta!», gritó. Ella irguió la cabeza y se giró en el sentido del grito y lo vio; levantó una mano tímida pero contenta, la sacudió en el aire al principio lentamente y luego con entusiasmo, y algo se iluminó en su cara; y Mallarino pensó que ni siquiera dos días antes —la noche de la ceremonia, en el bar del Teatro Colón, con un pedazo de plástico enredado en su lengua de niña— la había visto tan bella. ¿Y si pudiera volver a la noche de la ceremonia, a la gloria de los discursos y las medallas y las palmadas en la espalda? Si pudiera hacerlo, ¿lo haría? No lo haría, pensó Mallarino, y se sorprendió al pensarlo. Otra vez aparecieron en su mente las palabras de Rodrigo Valencia, aquellas palabras impertinentes: ¿De qué sirve? ¿De qué servía arruinar la vida de un hombre, aunque el hombre mereciera la ruina? ¿De qué servía ese poder si nada más cambiaba, salvo la ruina de ese hombre? Cuarenta años: todo el mundo lo había felicitado en las últimas horas, y hasta este momento no se había dado cuenta Mallarino de que su longevidad no era una virtud, sino un insulto: cuarenta años, y a su alrededor no había cambiado nada. Suplico que no me lleven a casa: Mallarino se asomó a la frase como se asoma uno a un charco de agua oscura, y le pareció ver algo brillante en el fondo. De nuevo pensó en el homenaje; pensó en la estampilla, en su propia cara mirándolo desde el marco con su dentadura feroz. Todo aquello le quedaba lejos ahora, muy lejos: aquí, en esta acera de la carrera Séptima y a esta hora de la tarde bogotana, todo aquello empezó a formar parte del recuerdo, y podía ser olvidado. ¿Lograría hacerlo Mallarino? La memoria tiene la capacidad maravillosa de acordarse del olvido, de su existencia y su acecho, y así nos permite mantenernos alerta cuando no queremos olvidar y olvidar cuando lo preferimos. Libertad, libertad del pasado, eso era lo que ahora deseaba más que nada Mallarino.
Ya no había nada que lo uniera al pasado. El presente era un peso y un estorbo, como la adicción a una droga. El futuro, en cambio, le pertenecía. Todo era cuestión de ver el futuro, de saber verlo con claridad y deshacernos por un instante de nuestra propensión al engaño, al engaño de los otros y de nosotros mismos, a las mil mentiras que nos decimos sobre lo que puede pasarnos. Es necesario mentirnos, claro, porque nadie puede soportar demasiada clarividencia: ¿cuántos quisieran conocer el día de su propia muerte, por ejemplo, o prever con anticipación la enfermedad o la desdicha? Pero ahora, llegando a encontrarse con Samanta, viéndola tan bella en su suéter turquesa, tan sólida sobre el fondo borroso de las vitrinas y sus reflejos, su boca entreabierta como cantando una canción secreta, Mallarino comprendió de repente que podía hacerlo: comprendió que, si bien no tenía ningún control sobre el móvil, el volátil pasado, podía recordar con toda claridad su propio futuro. ¿No era eso lo que hacía cada vez que dibujaba una caricatura? Imaginaba una escena, imaginaba a un personaje, le asignaba unos rasgos, redactaba en su mente un epigrama que fuera como un aguijón forrado de miel, y luego de hacer esto tenía que recordarlo para poderlo dibujar: nada de eso existía en el momento de sentarse frente a su mesa de trabajo, y sin embargo Mallarino era capaz de recordarlo, tenía que recordarlo para ponerlo en el papel. Sí, pensó Mallarino, la Reina Blanca tenía razón: es muy pobre la memoria que sólo funciona hacia atrás.
Y entonces, en un relámpago de lucidez, se recordó regresando esta noche a la casa de la montaña, subiendo a su estudio, sentándose en su silla de trabajo, y recordó perfectamente lo que hará. Echará una mirada a los recortes que cuelgan en la pared de corcho: el presidente colombiano, el libertador de Latinoamérica, el papa alemán. Encenderá la lámpara y sacará de los archivadores A3 un papel con marca de agua y con una plumilla escribirá la fecha de este día viernes, y debajo de la fecha el nombre de Rodrigo Valencia. Por medio de la presente (así se dice, ¿no es verdad?, para que quede formal y bonito, a mí me gustan las cosas bien presentadas) quiero notificar a usted mi renuncia incondicional (es un poco dramático, ya sé, pero así es, qué le vamos a hacer) al periódico que usted, con tan buena fortuna, ha dirigido durante los últimos años (menos de los que llevo yo pintando monos, todo hay que decirlo). Tomo la decisión después de largas e intensas consultas con mi almohada y con otras autoridades, y me apresuro a subrayar que mi decisión, además de incondicional, es irrevocable, inapelable y todas esas palabras tan largas. Así que ni se gaste, hermano, que no saca nada con insistir. Buscará en la cocina una bolsa de basura, negra y con cinta naranja, y a manotazos empezará a meter en ella los frascos de tinta, las cuchillas, el bote de lápices (el extremo recortado de un palo de agua) y con él los carboncillos, siete tipos distintos de minas, una espátula sin usar y un conjunto de plumas y pinceles, bien peinados como los miembros de un coro escolar, y todo irá a parar al fondo de la bolsa. Uno por uno, Mallarino sacará los cajones de su archivador y los vaciará en la bolsa, y le gustará el sonido del papel cayendo en cascadas al fondo, la estática producida por el roce con el plástico. Arrancará al libertador enjuto y al papa ojeroso, al presidente recién elegido y al guerrillero recién muerto, y los meterá en la bolsa. Dará dos pasos atrás, mirará los espacios vacíos que van quedando por donde pasa su mano, claros abriéndose en medio de la selva espesa. Bajará de la pared la leyenda del aguijón y la miel y la meterá en la bolsa. Bajará la caricatura de Daumier y la meterá en la bolsa.
Y luego hará lo mismo con todo lo demás.