Hay mujeres que no conservan, en el mapa de su cara, ningún rastro de la niña que fueron, quizás porque se han esforzado mucho en dejar la niñez atrás —sus humillaciones, sus sutiles persecuciones, la experiencia de la desilusión constante—, quizás porque entretanto ha sucedido algo, uno de esos cataclismos íntimos que no moldean a la persona sino que la arrasan, como a un edificio, y la obligan a construirse de nuevo desde los cimientos. Mallarino miraba a Samanta Leal y trataba de cazar en sus facciones alguna forma (la curva del hueso frontal al llegar al entrecejo, la manera en que el lóbulo de la oreja se une a la cabeza) o acaso una expresión de la niña que había visto veintiocho años atrás. Y no lo lograba: esa niña se había ausentado, como si hubiera renunciado a seguir viviendo en este rostro. Aunque era cierto, por otra parte, que la había visto tan sólo una vez y por espacio de pocas horas, y acaso su memoria, que siempre le permitió evocar los rasgos esenciales de cualquier cara con una precisión de cirujano, ya empezaba a deteriorarse. Si así fuera, el deterioro no podía ser más inoportuno, pues ahora Samanta Leal, de cuyo rostro se había esfumado una niña, le pedía urgentemente que recordara a esa niña y su visita a la casa de la montaña en julio de 1982, y no sólo eso, sino que le pedía también recordar las circunstancias de esa visita ya remota, los nombres y las señas particulares de quienes estaban presentes esa tarde, todo lo que Mallarino vio y escuchó pero también (si era posible) lo que los demás vieron y escucharon. «Acuérdese, por favor», le decía Samanta Leal. «Necesito que haga memoria.» Y él pensaba en ese giro curioso, hacer memoria, como si la memoria fuera algo que fabricamos o pudiera conjurarse, a partir de ciertos materiales bien escogidos, con la mera fuerza del trabajo físico. La memoria sería entonces una de esas fuentes horribles que salen de las canteras de los cerros y se venden al borde de la carretera, y cualquiera podría traerla a la vida si tuviera el talento y las herramientas y la terquedad. Mallarino sabía bien que no era así, y sin embargo aquí estaba ahora, tratando de sacar la escultura de la piedra, sentado frente a la mujer expectante junto a la ventana ya oscurecida: la casa entera se inclinaba sobre la ciudad encendida, como espiándola; Mallarino veía las puntadas luminosas sobre el fondo negro (la ciudad convertida en una tela bordada que miramos a contraluz) y, a la distancia, flotando en el aire nocturno, los aviones que aguardaban su turno para aterrizar; y pensaba en los hombres y mujeres que en este momento ocupaban esos espacios iluminados y trataban, como él, de recordar, recordar algo importante, recordar algo banal, pero recordar siempre, pues a eso nos dedicamos todos todo el tiempo, en eso se nos van las exiguas energías. Es muy pobre la memoria que sólo funciona hacia atrás, pensó de nuevo, y de nuevo se preguntó de dónde salían esas palabras. Aquí se trataba de eso, de mirar hacia atrás y traer lo pasado hasta nosotros. «Acuérdese, por favor», le había dicho Samanta Leal. Poco a poco, memoria a memoria, Mallarino se estaba acordando.

Por esos días acababa de mudarse a la casa de la montaña. La mudanza había sido, más que un mero cambio de lugar, una suerte de último recurso, un intento desesperado por preservar, mediante la estrategia de la separación y la distancia, el bienestar de la familia. ¿Cuándo había comenzado a fraguarse este momento? ¿Con el anónimo amenazante, quizá, con ese violento desequilibrio que le había seguido? Por primera vez Magdalena le había hecho la pregunta que él, calladamente, se hacía todos los días: ¿valía la pena? ¿Valían la pena el miedo y el riesgo y el antagonismo y la amenaza? «No lo tengo claro», dijo Magdalena. «No tengo claro que valga la pena. Tú sabrás, pero piensa en la niña. Y piensa en mí. No sé si valga la pena.» Mallarino recibió sus palabras como una traición, una traición mínima, pero traición al fin y al cabo. ¿Había comenzado entonces el deterioro lento e imperceptible de la pareja, este monstruo de dos jorobas que durante más de una década se había comportado tan bien? Pero era imposible decirlo, pensaba Mallarino, imposible extender los años de matrimonio como un itinerario sobre una mesa y encerrar en un círculo de tiza el momento preciso, tal como el poeta Silva le pidió a su médico que encerrara en un círculo el lugar exacto de su corazón. Por supuesto que Silva, tras la visita médica, llegó a su casa y se quitó la camisa y se pegó un balazo en el centro del círculo: para eso había buscado la lección de anatomía, para suicidarse con eficiencia. Mallarino la hubiera querido para otra cosa: para reparar, para eliminar de la cadena de la vida el momento nocivo, ese primer comentario que ya no era impaciente sino hostil, esa primera respuesta bañada en sarcasmo, esa primera mirada vacía de toda admiración.

Sí, eso era: la admiración se había caído de los ojos de Magdalena. Se dio cuenta de que la admiración de su mujer lo había alimentado siempre, y encontrarse de repente sin ella fue demasiado parecido a una bofetada en público. La revelación le resultó fascinante y a la vez despiadada: la experiencia de la necesidad, la pérdida de la perfecta independencia que Mallarino había cultivado toda la vida, lo desequilibró más de lo que hubiera previsto. «Yo no me caso con nadie», solía decir: era uno de sus refranes, una guía de conducta, y Mallarino había echado mano de ella varias veces para justificarse. Cuando su caricatura atacaba a un amigo de la familia, o a un socio de su padre (arruinando un negocio, poniendo a su padre en entredicho, presentándolo ante el mundo como el hombre que era incapaz de granjearse la lealtad de su hijo), Mallarino recibía los reclamos más o menos airados con esforzada indiferencia, poniendo su arte y su compromiso —esas palabras usaba: sentía que lo protegían— por encima de las observancias meramente personales. «¿Meramente personales», le dijo Magdalena una vez. «¿Meramente personales? Pero es que son nuestros amigos, Javier.» «Pues cambiamos de amigos», repuso él.

«¿Y la familia? ¿También cambiamos de familia?» «Si toca, toca», dijo Mallarino. «Mi credibilidad está en juego.» Mi reputación está en juego, pensaba sin decirlo. Y los sacrificios habían servido: la reputación estaba allí, la buena reputación y también el prestigio: Mallarino se los había ganado a pulso; él no se casaba con nadie.

Los sacrificios: ¿quién había usado por primera vez esa palabra, y en qué circunstancias? Era cierto que ya no frecuentaban los restaurantes del norte, pues corrían el riesgo de encontrarse con la víctima de una caricatura o con sus allegados más o menos agresivos, y era cierto que en los almuerzos familiares del domingo se había instalado una suerte de tensión permanente, una incomodidad general e innombrable como la que nos agobia cuando hay un moribundo en la pieza contigua, pero no era menos cierto, y esto lo sentía Mallarino, que la gente (esa abstracción, una multitud de vagos rostros sin facciones) lo respetaba y lo quería. «Y me necesitan», dijo una vez. «Necesitan alguien que les diga qué pensar.» «No seas ingenuo», le dijo Magdalena. «La gente ya sabe lo que piensa. La gente ya tiene su prejuicio bien formado. Sólo quiere que alguien con autoridad le confirme el prejuicio, aunque sea la autoridad de mentiras que tienen los periódicos. Ahí está tu prestigio, Javier: le das a la gente con qué confirmar lo que ya piensan.» Lo pensó un instante, pareció que lo pensaba, y luego añadió: «Hubieras podido ser un gran artista. Un Botero. Un Obregón. Hubieras podido ser uno de los de ahora, un Luis Caballero, un Darío Morales. Escogiste ser otra cosa. Escogiste ser esto: alguien que nos mete en problemas, que nos obliga a pelearnos con todo el mundo, o que obliga a todo el mundo a pelearse con nosotros». ¿En qué momento había cambiado tanto Magdalena? ¿Cuándo había dejado de ser la mujer independiente que se había enfrentado a la censura de un director? «Yo no quiero que mi hija crezca rodeada de gente que está peleada con ella», dijo Magdalena. «No quiero que le caiga mal a gente que ni siquiera la ha visto.» Quizá fue entonces cuando Mallarino le puso palabras a la acusación: «No metas a la niña en esto», le dijo. «El problema es mucho más sencillo. El problema es que ya no me admiras.» Por toda respuesta, Magdalena soltó un resoplido de caballo que concentró, en ese instante, todo el desprecio del mundo y todo el deterioro, invisible pero terco, de su relación.

Mallarino recordaría siempre el afán de buscar a Beatriz con la mirada para saber si había sido testigo de la escena, si se había percatado del desaire. Lo maravillaba que su hija, con sus siete años recién estrenados, compartiera con ellos los espacios del naufragio sin enterarse de que su vida comenzaba a ser otra; lo maravillaba que su pequeño cuerpo de piernas largas se moviera por las habitaciones con tanto desparpajo, que sus ojos, bajo las cejas arqueadas y heredadas de su madre, escrutaran el mundo, el infinito mundo de la familia, silenciosa pero intensamente, en ese aprendizaje feroz y hambriento de las vidas nuevas, y todo eso sin la conciencia plena de que aquellos días —los gritos y susurros de las disputas nocturnas, los desayunos tensos donde se oía demasiado el ruido de los cubiertos en los platos— la iban a marcar sin remedio, quizá sembrando en la relación con sus padres una semilla de ardua desconfianza, quizá distorsionando desde ahora y para siempre su manera de amar o de ser amada. Mallarino, mientras tanto, atravesaba los días con un cansancio de muerte, y le parecía que su cuerpo, al desplazarse por los terrenos familiares de su casa, iba dejando trozos de piel seca, como una serpiente, como un leproso. Había en el apartamento un ambiente de nerviosismo o ansiedad. Cuando Beatriz comenzó a lamerse las manos porque las tenía resecas (con el único resultado de que la saliva las resecaba más, y más se las lamía la niña), Mallarino supo que era tiempo de apartarse, pues su presencia bienintencionada, esa inercia de los años en familia, sólo estaba ayudando a empeorar las cosas. Debía irse. Una noche, frente al televisor, se lo dijo a Magdalena. Ella estaba sentada sobre su almohada, las piernas cruzadas como un niño turco, la mirada fija en la pantalla. Estaban pasando El hijo de Ruth: a Magdalena le habían ofrecido un papel, pero ella no era actriz, no sabía qué hacer con la cara, con las manos, y rechazó la oferta. «Yo soy de radio», les había dicho, «sólo de radio». Ahora se arrepentía.

«Me voy un tiempo, un tiempo corto», dijo Mallarino.

Magdalena estuvo de acuerdo.

«Sólo un tiempo. A ver qué pasa.»

«Es mejor así, es mejor para todos.»

«Hay que pensar en la niña.»

«Sí. Hay que pensar en la niña.»

Tardó poco en encontrar la casa de la montaña. Era una oportunidad única, pues la propiedad hacía parte de una sucesión inconclusa que tardaría unos tres años en fallarse, de manera que Mallarino, con ayuda de los abogados del periódico, pudo firmar un contrato en condiciones inusuales y extrañamente favorables: adquirió la posesión de la casa y comenzó una serie de remodelaciones necesarias, y hasta que saliera la sucesión pagaría un canon equivalente a un arrendamiento barato; si los resultados del fallo de sucesión no eran los esperados, si la vendedora perdía la propiedad de la casa y la compraventa quedaba sin efecto, Mallarino recibiría de vuelta todo lo pagado, incluidas las reformas. El acuerdo parecía diseñado a su medida: Mallarino confiaba en que su separación de Magdalena sería breve —cuando trataba de ponerle un plazo, con base en lo que les había sucedido a otras parejas conocidas, pensaba en meses, acaso un año, dos en el peor de los casos—, y secretamente deseaba que la sucesión pendiente fracasara, como si aquella situación jurídica tuviera un vínculo secreto con la salud de su matrimonio. A finales de junio, entre las caricaturas dedicadas a un futbolista argentino que había sido expulsado escandalosamente (una gran mota de pelo negro y un traje de karateca) y a la primera ministra británica (la sonrisa de dientes grandes, la armadura medieval, la bandera plantada en una isla desierta), Mallarino compró en el Sears una cama de treinta mil pesos y un televisor a color, metió dos millares de libros en cajas de cartón y envolvió su mesa y sus instrumentos de trabajo en papel de burbujas. También se encargó él mismo de los marcos que conformaban su colección de fetiches: la frase Un aguijón forrado de miel que un carpintero le había pirograbado sobre un retablo, las reproducciones de Daumier —Le ventre législatif y Le passé, le présent, l’avenir—, el óleo de Magdalena llevando a Beatriz en los brazos como una Virgen de Bellini y el dibujo de Rendón, viejo regalo de aniversario, en que el comisario pregunta al comunista si con esas bombas pensaba matar al presidente y el comunista responde: «No, señor. Esperaba que al presidente lo matara el remordimiento».

Todo se hizo con cuidado, como se mueve una mesa que lleva un jarrón encima: nadie quería cometer una torpeza, ser culpable de un destrozo sin remedio. A Beatriz le explicaron que de ahora en adelante tendría dos casas, dos cuartos, dos lugares donde jugar, y ella escuchaba con paciencia pero sin mirarlos, mientras hacía estallar las burbujas de plástico con la pinza de su índice y pulgar, dos dedos intensamente concentrados. «Se hace la que no le importa, pero está sufriendo», decía Magdalena. Y Mallarino: «Pero es mejor así». Y Magdalena: «Sí. Es mejor así». Para cuando comenzaron las vacaciones de la niña, ya la mudanza estaba completa; Beatriz se acostó por primera vez en su nueva cama, con el uniforme del último día de colegio arrugándose contra las sábanas y con los párpados temblorosos por los demasiados dulces de la despedida, y Mallarino la acompañó con la cabeza en su almohada, respirando su respiración, hasta confirmar que se hubiera quedado dormida. Pensó que haría una reunión de amigos para celebrar la mudanza, no porque la mudanza fuera algo digno de celebraciones, sino porque un acto social y público normalizaría la situación a los ojos de la niña, le quitaría todo lo que tuviera de vergonzante, la convertiría en algo aceptable de lo cual se puede hablar con las amigas. Hizo unas cuantas llamadas, pidió a sus conocidos que hicieran otras, le dijo a Beatriz que invitara a una compañerita de la clase. El domingo siguiente, a la hora del almuerzo, la casa nueva hervía de gente, y Mallarino se felicitaba por haber tenido aquella idea estupenda. Nada le hubiera permitido anticiparse a lo que sucedió después.

Era un día de sol, un sol fuerte y seco y raro para esta época del año, y las puertas de la casa estaban abiertas de par en par. Por encima de sus cabezas corría un fantasma de viento, audible en las hojas de los eucaliptos, en los quejidos de las ramas largas. Mallarino recorría el piso de abajo con una sensación alienada, como si él fuera el visitante y no los otros. Nunca había sido anfitrión de una fiesta. Las fiestas las organizaba Magdalena: era ella quien escogía la comida y cambiaba el lugar de uno o dos muebles para facilitar la circulación de la gente, y era ella quien recibía a los invitados y les quitaba las chaquetas y las dejaba, con meditado descuido, sobre la cama matrimonial, y era ella quien se encargaba de las presentaciones, de la frase casual que inicia una conversación entre dos personas que nunca se han visto, y la gente se prestaba invariablemente a aquellos juegos, inconsciente del poder que la voz de Magdalena ejercía sobre ellos y a veces ignorante de que esa voz era la misma que los había hechizado desde alguna emisora de radio en algún solitario momento de la semana. (Muchas veces había pensado que el cariño de la gente por Magdalena se debía a eso: la habían escuchado en momentos de melancolía o de soledad, y su voz les había contado historias y los había tranquilizado y les había permitido no pensar en sus problemas, en su último fracaso, en la falsedad de su éxito. Luego llegaban a verla y no lograban explicarse por qué su personalidad les resultaba tan magnética o su manera de hablar tan atractiva.) Pero hoy Magdalena no estaba. Se había negado —sutil, afectuosamente— a venir. Le había parecido que era mejor así, para que Beatriz se fuera acostumbrando a la división de su vida, a habitar universos paralelos donde uno de sus dos padres no existía y no tenía por qué existir. Beatriz, por su parte, parecía llevar el asunto con naturalidad: había salido a la puerta cuando llegó su amiga, plenamente apoderada de su papel de dueña de casa, y ella misma le preguntó a la madre si Samanta se podía quedar a dormir. Samanta Leal, se llamaba la amiga de Beatriz: una niña más tímida que ella, de profundos ojos verdes, boca pequeña pero carnosa y una de esas narices que no han comenzado todavía a anunciar lo que serán después, todo enmarcado por un flequillo de muñeca vieja. Llevaba una faldita gris de niña de colegio (Mallarino pensó que esas rodillas no estarían tan limpias ni tan sanas al final de la tarde) y unos zapatos de charol vinotinto sobre medias cortas. No se parecía en nada a su madre, que entró brevemente a la casa —entró como entran las madres en las casas: para ver que todo estuviera o pareciera bien, para cerciorarse, en la medida de lo posible, de que su hija no corría ningún peligro en este ambiente desconocido— y miró las paredes desnudas y los cuadros recostados, algunos todavía envueltos en sus papeles protectores. «Me acabo de pasar», le dijo Mallarino (una explicación no pedida). «Sí, yo sé», dijo la mujer, pero no aclaró cómo lo sabía. Llevaba botas de cuero marrón que le llegaban hasta la rodilla y un abrigo de tonos ocres, y en la solapa del abrigo, un prendedor de plata con forma de libélula. «Entonces no está su esposa», dijo la mujer, y luego intentó rehacer la frase: «La mamá de Beatriz, digo. ¿No está?»

«Viene más tarde», dijo Mallarino. No era verdad: Magdalena vendría a recoger a Beatriz al día siguiente. Pero Mallarino sintió que aquella mentira blanca era conveniente en ese momento, que tranquilizaría a la madre de Samanta o le evitaría preocupaciones innecesarias.

«¿A recoger a la niña?»

«Sí, a llevársela. Pero eso es más tarde, las niñas tienen tiempo de jugar.»

«Ay, pues mejor. Bueno, el papi de Samanta viene por ella. Yo no vengo, viene él. ¿A qué hora está bien?»

«A la hora que quiera», dijo Mallarino, «pero que venga con tiempo. Si Samanta es como mi hija, le va a costar un buen rato sacarla de aquí».

La mujer no respondió al humor de Mallarino, y él pensó: es una de esas. Lo confirmó en el momento de despedirse, cuando, después de darle la mano y empezar a marcharse, la mujer giró medio cuerpo y, casi por encima del hombro, le preguntó: «Usted es el caricaturista, ¿no?»

«Yo soy el caricaturista», dijo Mallarino.

«Sí, usted es», dijo la madre de Samanta. «Es que yo averigüé para dónde venía.» Pareció que iba a decir algo más, pero lo que siguió fue un silencio incómodo. Ladró un perro. Mallarino lo buscó sin éxito; vio que había llegado un invitado más. «Bueno, le recomiendo a la niña», dijo la mujer. «Y que gracias.»

Y ahora Mallarino las había perdido de vista. Las veía pasar de vez en cuando, de vez en cuando escuchaba y reconocía la voz de Beatriz, su delicado tintineo inconfundible, y de vez en cuando sentía, con alguna parte de la conciencia, los pasos de las dos niñas juntas, los pasos inquietos y rápidos y ajenos, tan ajenos, al mundo de los adultos. Mallarino se sirvió un whisky, tomó un trago con sabor a madera y sintió un ardor en la boca del estómago. Salió al pequeño jardín donde los invitados parecían más de los que eran en verdad, y levantó la cara y cerró brevemente los ojos para sentir el sol, y así, con los ojos cerrados, contó una, dos nubes, o dos sombras que pasaron corriendo por el telón del cielo. Le gustaba este jardín: Beatriz podría pasar buenos ratos aquí. En los escalones tuvo que tener cuidado de no patear un cenicero lleno de colillas muertas; más allá, junto al muro, alguien había dejado caer un pedazo de carne que ahora ensuciaba el lugar, como los excrementos de un perro. Junto al rosal estaba Gabriel Santoro, el profesor del Rosario, que había traído a su hijo y a una amiga extranjera, y más allá, cerca de un montón de tejas y baldosas que habían sobrado tras las obras y nadie se había llevado todavía, Ignacio Escobar hablaba con la presentadora de un noticiero y su novio más reciente. Monsalve, tal vez, o tal vez Manosalbas: a Mallarino se le olvidaba el nombre. ¿Era posible que hubiera menos conocidos que desconocidos en esta reunión? Y si así fuera, ¿qué significaba eso? «Ah, por fin», le dijo Rodrigo Valencia al verlo llegar. «Venga, Javier, venga y brinde con nosotros, carajo, o es que usted no habla con sus invitados.» Rodrigo Valencia no tuteaba nunca, ni siquiera a sus hijos, pero su manera de hablar era tan física —hecha de interjecciones y palmadas, de manos pesadas en los hombros, de histriónicas inclinaciones de su cuerpo grueso— que nadie echaba de menos su cercanía o su confianza. Abrazó a Javier y dijo: «Este va a ser el más grande, acuérdense de mí. Ya es un grande, pero va a ser el más grande. Acuérdense de mí». Los destinatarios de la profecía, cada uno con una copa de aguardiente en la mano, eran Elena Ronderos, la mujer de Valencia, y un columnista de El Independiente, Gerardo Gómez, que acababa de volver de un exilio de dieciocho meses en México. Igual que Mallarino, había recibido un anónimo amenazante; pero en su caso, por razones que nadie entendía muy bien, la policía había considerado prudente que se fuera a alguna parte mientras se calmaban las cosas. «Mientras se calman las vainas, así me dijeron», decía Gómez. «¿A usted no? ¿Nunca le dijeron que se fuera?»

«Nunca», dijo Mallarino. «Quién sabe por qué.»

«Será porque los dibujos no son tan directos», dijo Gómez.

«Pero los ve más gente», dijo Valencia.

«Pero no son tan directos», dijo Gómez. «Y el fuerte de esta gente no es la sutileza. Oiga, Javier, ¿y qué pasa si vuelven a mandar algo?»

«No van a volver a mandar nada», dijo Mallarino. «Ya vamos para un año entero.»

«¿Pero y si vuelven a mandar algo? Usted tiene que pensar qué va a hacer.»

«No van a mandar nada», dijo Mallarino.

«¿Por qué está tan seguro?», dijo Gómez. «¿Se nos va a poner blando, o qué?»

«Blando será su papá», le dijo Valencia, a quien se le permitían esas salidas de tono. «¿No vio la caricatura del domingo pasado? Una carga de profundidad, Gómez, una carga de profundidad, y no lo digo porque Mallarino esté aquí. El dibujo era una maravilla, digno de Goya. Una cosa rarísima, una especie de murciélago con la cara del ministro de Hacienda. Y abajo decía: “Tuvimos que asustar a la gente para tranquilizar a los mercados”. ¿Qué tal esa vaina? Ya recibimos varias llamadas del Ministerio, de la gente de prensa del Ministerio. ¡Están furiosos! Así que no nos venga con cuentos, Gómez, que nadie se ha ablandado. No se vaya a creer…»

Gerardo Gómez lo interrumpió: «¿Y este tipo qué hace aquí?»

Estaba mirando hacia la entrada de la casa, más allá de la puerta corrediza del jardín donde se reflejaban los árboles y el cielo claro y las ropas de los comensales, más allá del sillón donde Beatriz y su amiga jugaban algún juego privado, más allá del espaldar del sofá de cuero y de la mesa de centro con sus libros de arte y su florero vacío y su diminuto ejército de copas de aguardiente abandonadas. Un hombre acababa de entrar; se había detenido en medio del salón, mirando al vacío, como si esperara a alguien, pero Mallarino supo que no estaba mirando al vacío, sino a la chimenea, o más bien a la pared que había encima de la chimenea, el gran espacio blanco habitado sólo por el único cuadro que Mallarino había tenido tiempo de colgar: uno de los primeros desnudos de Magdalena, pintado a comienzos de los años setenta o incluso antes, cuando todavía no se habían casado, cuando el cuerpo desnudo de Magdalena todavía era un descubrimiento. Nadie podía saber que se trataba de ella, porque la mujer de la pintura tenía la cara escondida entre las almohadas, pero el hombre la estaba mirando (mirando las sábanas en desorden con sus distintos tonos de blanco, el torso desnudo y el lunar en el pecho izquierdo, junto al pezón relajado) como si la hubiera reconocido mediante artes misteriosas. Mallarino, por su parte, lo reconoció a él: era Adolfo Cuéllar, un congresista conservador al que había dibujado más de una vez en los últimos años y con cierta frecuencia de unos meses para acá, al punto de conocer ya de memoria sus orejas grandes, las pecas infantiles de su cara y la línea estricta de su pelo engominado. Su reputación lo había convertido en blanco de varios ataques por parte de la prensa liberal. Pocos hombres públicos llevaban su reputación como la llevaba Cuéllar, parada en el hombro como un loro, no, anudada al cuello como lleva un culebrero su culebra. Tal vez eso era la reputación: el momento en que una presencia fabrica, para quienes la observan, un precedente ilusorio. La última caricatura de Mallarino había aparecido después de que una enfermera fuera asesinada a golpes de azadón por su marido en un pueblo de Valledupar. «Es muy lamentable», dijo Cuéllar ante el micrófono de un periodista. «Pero cuando a una mujer le pegan, generalmente es por algo.» Mallarino lo dibujó de pie en un bosque de lápidas, con una cabeza desmesurada en que se distinguían bien sus pecas y su corte de pelo, vestido con traje de tres piezas y sosteniendo un azadón en la mano; al fondo, sentada sobre una piedra en actitud de invencible tedio, estaba la Muerte con su larga túnica negra y su guadaña sostenida entre los brazos cruzados. Cuando una se queda sin trabajo, se leía al pie de la imagen, generalmente es por algo. Y ahora el hombre —«el hombre del azadón», como lo había llamado ya un columnista de la revista Semana— estaba en casa de Mallarino. «¿Y este qué hace aquí?», había preguntado Gerardo Gómez. «Eso pregunto yo», dijo Mallarino. O tal vez no llegó a terminar la frase: «Eso pregunto», alcanzó a decir, y en ese momento vio a Rodrigo Valencia limpiarse la boca con la servilleta de papel (en su labio superior, mal afeitado, quedó un reguero de tercas motas blancas) y aclararse la garganta, no sin cierto ánimo bufo. «Yo lo invité», dijo Valencia. «Mea culpa, Javier, se me había olvidado avisarle.»

«Cómo que lo invitó usted», dijo Mallarino.

«Me llamó el viernes, hombre, me llamó a rogarme. Que necesitaba hablar con el señor Mallarino. Que le consiguiera una cita con el señor Mallarino. Jodió tanto que no me dejó opción.»

«Espere, espere. ¿Una cita

«Entiéndame, hombre, entiéndame. Era como si el tipo se me estuviera arrodillando por el teléfono.»

«¿Pero hoy domingo?», dijo Mallarino. «¿Hoy domingo, aquí en mi casa? ¿Se volvió loco, Rodrigo?»

«No había otra manera de quitármelo de encima. Es que es un congresista, Javier.»

«Es un idiota.»

«Es un congresista idiota», dijo Valencia. «Hable con él dos segundos, es todo lo que le pido. Mire que el tipo tuvo la delicadeza de venir después del almuerzo.»

«De no comerse mi comida, quiere decir.»

«Eso mismo, Javier», dijo Valencia. «De no comerse su comida.»

Mallarino entró a la casa por cortesía (el dueño que avanza para recibir al recién llegado) y al mismo tiempo por prevención (para que el recién llegado no se vea en el lugar donde la fiesta ocurre y sienta, equivocadamente, que es bienvenido en ella). Saludó a Cuéllar: una mano regordeta y flácida, una mirada que fue a clavarse en el hombro izquierdo de Mallarino. Su pelo era más corto de lo que parecía visto de lejos: Mallarino vio la frente amplia y sin entradas y un leve atasco de gomina en la sien izquierda, una mosca frutera atrapada en una telaraña, y luego, al verlo darse la vuelta para sentarse, se fijó en la prominencia del occipital, como si algo pugnara por salir de ahí (algo feo, sin duda: un secreto, un pasado tortuoso). El hombrecito entero le hacía sentir un vivo disgusto: le agradó ser más alto que él, más delgado, más elegante a pesar de su descuido al vestir. «Gracias por recibirme, Javier», le estaba diciendo el hombre. «Un domingo, caramba, y tú con invitados.»

«Lo hago con gusto», dijo Mallarino. «Pero eso sí, le pido que no me tutee. Es que yo a usted no lo conozco.»

Hubo como una torpeza en los movimientos del hombre. «No, claro», dijo. «Precisamente.» Y luego: «¿Me puedo quitar la chaqueta?»

Eso hizo, y Mallarino se encontró frente a un chaleco de hilo cuyos rombos azules y verdes quedaban violentamente rotos por la prominencia del vientre. Mallarino, en sus caricaturas, nunca había aprovechado esas curvas recién descubiertas, y pensó que lo haría la próxima vez. Condujo a Cuéllar a una esquina del salón, la que estaba más cerca de la cocina, y allí, en dos sillas que no estaban puestas para ser usadas, sino para acompañar la mesita del teléfono, se sentaron a hablar.

Mallarino, tras un tanteo, encendió la lámpara: en ese lugar de la casa, lejos del ventanal del jardín, se notaba que la tarde estaba cayendo. La luz amarillenta iluminó la cara de Cuéllar y dibujó sombras inéditas en los huesos y en la piel que ahora se movía. Cuéllar se agachó para arreglarse un mocasín (tal vez se le estaba tragando la media, pensó Mallarino, eso podía ser muy incómodo) y luego se enderezó de nuevo. «Mire, Javier», empezó a decir, «yo lo quería conocer a usted, quería que nos encontráramos, porque me parece que usted tiene una imagen, cómo decirlo, equivocada. De mí, claro. Una imagen equivocada de mí». Mallarino lo escuchaba mientras buscaba un par de vasos limpios y servía dos whiskies dobles, cuestión de no faltar a sus deberes ni siquiera con un hombre indigno de ellos. Del jardín les llegó una carcajada de mujer: Mallarino levantó la cara para ver quién había reído; Cuéllar, en cambio, se limpió las palmas en los pantalones, los dedos estirados como si quisiera que Mallarino se fijara en la limpieza de sus uñas, y siguió hablando. «Yo no soy la persona que usted pinta en sus monos. Soy distinto. Usted no me conoce.» «Es lo que le acabo de decir», dijo Mallarino, «que usted y yo no nos conocemos». «No nos conocemos», dijo Cuéllar. «Y a mí me parece que usted es injusto conmigo, perdóneme que le diga. Yo no soy una mala persona, ¿sí me entiende? Yo soy una buena persona. Pregúntele a mi esposa, pregúnteles a mis hijos, yo tengo dos, dos varoncitos. Pregúnteles y verá que le dicen eso, que yo soy una buena persona. Pobrecitos. Yo no les muestro sus dibujos. Mi esposa no se los muestra, perdóneme que le diga todo esto, perdóneme.»

Mallarino apenas lo podía creer: el hombrecito había venido en misión suplicante. Me llamó a rogarme, había dicho Valencia, era como si el tipo se me estuviera arrodillando por el teléfono. Se sintió invadido por un desprecio sólido, palpable como un tumor. ¿Qué lo irritaba tanto? Era quizás la humildad con que le hablaba Adolfo Cuéllar, la cabeza gacha que le hacía sombras debajo de la nariz, los brazos apoyados en las rodillas (la pose de quien se confiesa ante un cura amigo, un pecador fuera de su confesionario), o quizás el respeto con que trataba a Mallarino a pesar de que él, evidentemente, no sentía ninguno. Lo he humillado, pensaba Mallarino, lo he ridiculizado, y ahora me viene a lamer el culo. Qué tipo repugnante. Sí, eso era, una repugnancia impredecible y por eso mismo más intensa, una repugnancia para la cual no se había preparado Mallarino. Él había esperado reclamos, protestas, incluso diatribas; unos minutos atrás había saludado a este hombre con cierta hostilidad sólo para enfrentarse mejor a la hostilidad del otro, igual al empleado que, sorprendido en falta, llega a la oficina del supervisor manoteando y hablando fuerte, lanzando pequeños ataques preventivos. Pues bien, ahora resultaba que Cuéllar no había venido a exigir la suspensión inmediata de esos dibujos agresivos, sino a humillarse todavía más ante su agresor. Es un adulto, pensaba Mallarino, es un hombre adulto y lo he humillado, tiene esposa y tiene hijos y lo he ridiculizado, y el hombre adulto no se defiende, el padre de familia no responde con golpes parejos, sino que se humilla más todavía, todavía más busca el ridículo. Mallarino se descubrió sintiendo una emoción confusa que iba más allá del mero desprecio, algo que no era irritación ni molestia sino que se parecía peligrosamente al odio, y se alarmó al sentirla. «Por favor, Javier», decía Cuéllar, «por favor no me dibuje más así, yo no soy así». Y luego dejó de llamarlo por su nombre. «Eso vine a pedirle, señor Mallarino», decía con voz inestable y nerviosa (nerviosa como el gesto de Beatriz al lamerse las manos resecas), «gracias por recibirme y escucharme, perdón por su tiempo, digo, gracias por su tiempo». Mallarino lo escuchaba y pensaba: Es débil. Es débil y lo odio por eso. Es débil y yo soy fuerte ahora, y lo odio por poner ese hecho en evidencia, por permitirme abusar de mi fuerza, por delatarme, sí, por delatar mi poder que tal vez no merezco. Vista desde esta silla, la puerta corrediza del jardín se había convertido en un gran rectángulo iluminado, y Mallarino veía, recortadas sobre ese fondo claro, las siluetas que ya comenzaban a entrar. «Ya se enfrió el día», se oyó decir. La casa se llenó de diálogos animados, de risas abiertas o más discretas; alguien preguntó dónde estaba el tocadiscos, y alguien más, Gómez o Valencia, comenzó a cantar sin esperar el acompañamiento de la música. Te vi llegar, cantó, y sentí la presencia de un ser desconocido: era una canción que le gustaba a Magdalena, pero no había manera de que Valencia o Gómez lo supieran ni supieran que con esos versos obligaban a Mallarino a recordar a su mujer ausente, el vacío profundo que se abría en su vida sin ella, y a lamentarlo todo, a lamentarlo intensamente: Te vi llegar y sentí lo que nunca jamás había sentido. Adolfo Cuéllar le acababa de pedir perdón de nuevo: por quitarle su tiempo, por invadir su casa una tarde de domingo. Hablaba de la imagen de un padre ante sus hijos, y de cómo sus hijos crecerían con la imagen que de él diera Mallarino. «Hágalo por ellos», le decía Cuéllar, «hágalo como padre que es usted», pedía o suplicaba, y Mallarino veía sus orejas, su nariz, los huesos de su frente y sus sienes, y pensaba en el curioso desdén que le producían esos huesos y esos cartílagos, y se decía que, aun si Adolfo Cuéllar no le pareciera un personajillo repugnante, lo seguiría dibujando sin parar, y la culpa la tendrían sus huesos y sus cartílagos. La culpa la tienen sus huesos, pensaba Mallarino, toda la culpa es siempre de los huesos y los cartílagos, y luego pensó: los huesos son lo único que importa; en ellos, en la forma del cráneo y el ángulo de la nariz, en la amplitud del frontal y la fuerza o la pusilanimidad del maxilar y en los agujeros del mentón, sus delicadas o bruscas pendientes, sus sombras más o menos intensas, residen la reputación y la imagen: dadme un hueso y moveré el mundo. Los políticos no lo sabían, no se habían dado cuenta de ello todavía, o tal vez sí, pero tampoco tenía solución la cosa: nacemos con estos huesos, es muy difícil cambiarlos, y así iremos por la vida con las mismas vulnerabilidades, o esforzándonos siempre por compensarlas: ¿no decía alguien que un hombre exitoso es simplemente alguien que ha encontrado la manera de disimular un complejo? En la sala, de pie junto al cuerpo agachado que manipulaba periódicos viejos para encender, por primera vez, la chimenea de la nueva casa, Rodrigo Valencia —era él, era Valencia, ya lo había reconocido Mallarino— cantaba a voz en cuello esos versos sobre el amor que no era fuego ni era lumbre, y esos otros, que tanto le gustaban a Magdalena, sobre las distancias que apartan las ciudades y las ciudades que destruyen las costumbres, y con cada verso Mallarino tenía la impresión de que Adolfo Cuéllar, que ahora tomaba un trago de su vaso y hacía una mueca grotesca al tragar, caía más y más bajo en la humillación y la desvergüenza. Un manojo de llamas coloreó el salón. Cuéllar era increíble: ¿cómo podía infligirse él mismo semejantes dolores, o es que no lo agobiaba dolor ninguno al arrodillarse frente a quien lo hería? Mallarino estaba a punto de preguntárselo con palabras bruscas cuando hubo un ruido de cristales que se rompen, y antes de que Mallarino tuviera tiempo de descubrir su proveniencia apareció Elena Ronderos, dando pasos largos y moviendo las manos como si borrara una frase torpe en el tablero.

«Oiga, Javier, venga rápido», dijo. «Algo les pasa a las niñas.»

Y así descubrieron los adultos que Beatriz y su amiguita se habían pasado la última hora recorriendo la casa, visitando cada superficie donde hubiera copas a medio beber, cada mesa de la sala y cada escalón y cada anaquel de cada estantería donde algún invitado hubiera dejado un fondo de aguardiente o de whisky o de ron blanco, y ahora habían pescado una borrachera que las tenía clavadas al suelo del cuarto de Beatriz como dos mariposas de colección y les impedía siquiera abrir los ojos y contestar a las preguntas que les hacían. Habían roto uno de los marcos que, recostados contra las paredes, esperaban a que les fuera asignado un lugar, y allí estaban el marco y los tres o cuatro largos triángulos de vidrio. Mallarino pensó que los recogería enseguida, pero primero levantó a su hija; alguien, no supo quién, levantó a Samanta Leal, y unos segundos después estaban las dos niñas en la cama de la habitación principal, una al lado de la otra como dos plumillas sobre un pliego de cartulina, perfectamente inconscientes e inmóviles. Una mujer cuyo nombre no recordaba Mallarino trajo de la cocina un paño mojado; se lo ponía en la frente a las niñas, alternativamente, y en las pieles lívidas de Beatriz y de Samanta, en las frentes vaciadas de color, quedaba un parche fugaz, enrojecido y húmedo. Mallarino, mientras tanto, había llamado al pediatra, y en instantes estaba llegando al cuarto y sentándose en la cama con movimientos eficientes y poniendo sobre la mesa de noche, o más bien sobre su cuadernillo de apuntes transformado en posavasos, una taza de agua con azúcar y una cuchara de té que brilló cuando se encendió la luz de lectura. «Un poquito cada veinte minutos y todo va a estar bien», decía. «Una cucharadita, una nada más, y todo va a estar bien.»

«¿Nos emborrachamos?», dijo Samanta Leal. «¿Yo me emborraché?»

«Se tomaron todos los cunchos que había en la casa», dijo Mallarino. «Y no era gracioso, no crea. Les hubiera podido dar un coma.»

«No me acuerdo de nada. No me acuerdo de su hija. ¿Eramos muy amigas?»

«No que yo sepa, no. Beatriz cambiaba de mejor amiga todas las semanas. Así es a los siete años, supongo.»

«Supongo», dijo Samanta Leal. «¿Y quién nos cuidó, usted?»

«Cada veinte minutos venía a verlas», dijo Mallarino, «y les daba una cucharadita de agua con azúcar. Fue lo que me dijo el médico. Viera el lío para que se la tragaran».

«No me acuerdo, no me acuerdo de nada.»

«Claro que no. Estaban idas, Samanta, completamente idas. Si una vez hasta les puse un espejo en la nariz, para ver si no se me habían muerto. Paranoias de padre.»

«Nadie se muere de eso.»

«No, claro, pero yo qué iba a saber. O mejor, un padre se imagina cualquier cosa, cualquier cosa puede ser posible. Y ustedes parecían desmayadas.»

«Así estaríamos.»

«No se les oía la respiración. Ni siquiera roncaban como ronca un borracho. No se movían, tampoco, estaban como sedadas. Yo les puse una cobija encima, una de esas cobijas que antes se robaba uno de los aviones, y la cobija ni se movía: cada vez que yo entraba la encontraba exactamente igual, creo que hubiera podido pintar los dobleces y hubieran sido iguales. Lo que le digo, estaban idas. Normal, claro.»

«¿Normal?»

«Quiero decir, semejante cantidad de trago en un cuerpo de siete años, y no cualquier trago, sino aguardiente y ron. Mejor dicho, como tomarse el coma directamente. No, si es que nos preocupamos de verdad. Y usted no se acuerda.»

«De nada.»

«Ya veo.»

«De nada», repitió Samanta.

«¿Y tampoco de lo que pasó después?» Silencio. «El escándalo, todo eso. ¿Tampoco se acuerda?» Silencio. «Ya veo», dijo Mallarino. «Y es para eso entonces…»

«Sí», dijo Samanta. «Es para eso.»

«Ya veo.» Silencio. «Pero bueno, de algo se tiene que acordar.»

Samanta cerró los ojos. «Me acuerdo de mi papá levantándome», dijo. «O tal vez no, tal vez sólo creo que me acuerdo de mi papá levantándome, porque sí me acuerdo de mi papá metiéndome al carro, al puesto de atrás del carro. Y si me cargó hasta el carro, tuvo que levantarme antes, ¿o no? Mi papá me cargó y me llevó hasta el carro, ¿verdad?»

«Creo que sí.»

«¿Cree solamente?»

«No me acuerdo bien», dijo Mallarino. «Entiéndame, estaba muy alterado. Todo el mundo estaba alterado en ese momento.»

«Por lo de los tragos», dijo Samanta. No era una pregunta; no era una afirmación siquiera. Era otra cosa.

«No, no», dijo Mallarino. «Usted sabe que no. Lo de los tragos ya había pasado, ya estaban ustedes dos dormidas y cuidadas, yo pasaba cada veinte minutos con mi cucharadita de agua con azúcar. Eso estaba bajo control.»

«¿Y entonces?»

«Usted sabe», dijo Mallarino.

«No», dijo Samanta, «justamente. Yo no sé». Silencio. «Y lo que quiero es saber. Quiero que me cuente.» Silencio. «A ver, a ver. Usted nos cuidaba.»

«Sí.»

«Usted pasaba con la cucharadita de agua con azúcar.» «Sí.»

«Cada veinte minutos.»

«Sí. Era lo que había dicho el médico.»

«¿Y entre dos cucharaditas?»

«Me iba a estar con los invitados, claro. Yo seguía siendo el anfitrión.»

«¿Todavía estaban todos?»

«La mayoría, por lo menos. Yo no recuerdo que se hubiera ido nadie.»

«¿Estaban todos cuando llegó mi papá?»

«Creo que sí. Como le digo, la mayoría. Yo acababa de darles a ustedes la cucharadita, pero no recuerdo si era la tercera o la cuarta. La chimenea estaba prendida, eso lo recuerdo bien, y había que mantenerla viva. Yo salía al jardín, traía madera, buscaba el papel periódico para echarle al fuego, y la chimenea se mantenía viva. La gente ya se había apoderado del bar, quiero decir que sabían dónde encontrar trago y se iban sirviendo solos. Pero de vez en cuando alguien me pedía algo: hielo, un vaso nuevo, una gaseosa, cigarrillos. De eso me acuerdo, del olor del cigarrillo. O de eso creo que me acuerdo, pero tal vez sólo sea porque dejé de fumar. En fin: le puedo decir que no me senté ni un segundo. Entre la chimenea, las cosas que me pedían y los amigos que me abrazaban para cantar una ranchera, no me senté ni un segundo. Ni siquiera me acuerdo de haberle abierto a su papá. De presentarlo, sí: me acuerdo de presentarlo, de hacerlo seguir a la sala donde estaban todos y presentarlo, miren, el papá de Samanta, sí, Samanta, la amiguita de Beatriz. Y todo el mundo tieso, obviamente: había que decir algo, pero nadie quería ser el que lo dijera. Ahí me di cuenta de que la había embarrado. Habría debido explicarle todo apenas le abrí la puerta. Pero no sé si le abrí la puerta, Samanta, tal vez la puerta estaba abierta y él entró por su cuenta. Eso lo cambia todo, ¿no? Cuando uno le abre la puerta a un desconocido, es más fácil que se le ocurra algo así, explicarle algo importante al desconocido. Pero si el desconocido se encuentra de repente adentro, se le puede a uno olvidar, ¿no? Una distracción como cualquier otra… No importa, no es una excusa. Habría debido explicarle todo apenas le di la mano. Pero no lo hice, y fue un error.»

«¿Por qué fue un error?»

«Porque lo puso a la defensiva. No me tome a mal, Samanta, pero apenas lo vi me di cuenta de que su papá no era el tipo más desenvuelto del mundo. O no es. Todavía vive, me imagino.»

«Yo tenía quince años cuando se fue. Sé que al principio vivió en Brasil, luego ya no se supo más. ¿Qué quiere decir con desenvuelto?»

«Quiero decir que se le veía a la legua una especie de timidez, no sé cómo explicarle, algo que lo echaba para atrás. Se veía que hubiera preferido no venir a recogerla, que viniera su mamá. Le presenté a todo el mundo en la sala y le costaba trabajo dar la mano, y era muy raro, un tipo de ese tamaño con esa timidez. Es un tipo grande, su papá, un tipo acuerpado, y ahí en la sala, con todos nosotros, se veía como disminuido. Su papá me pareció uno de esos tipos grandes pero que preferirían no llamar la atención cuando llegan, y parece entonces que tuvieran la cabeza metida entre los hombros, que estuvieran pasando de agache por una puerta bajita. Aunque tal vez así es siempre, ¿no? Tal vez así es siempre con el que acaba de llegar a una fiesta donde ya todo el mundo está medio bebido. Se ve pequeño aunque mida uno con ochenta y tenga hombros de nadador, o así recuerdo yo a su papá. Lo recuerdo también con patillas largas y una quijada fuerte, no sé si me equivoco. Usted tiene una quijada fuerte, Samanta, pero no como la de su papá. Sea como sea, ya había terminado yo de hacerle la ronda, ya había terminado su papá de saludar a toda esta gente que lo miraba fijamente, y ahí le expliqué lo que había pasado. Le cambió la cara, claro. Que dónde estaba Samanta, empezó a preguntarme, dónde estaba su hija. “Está arriba, en mi cuarto”, le dije yo. “Ella está bien, no se preocupe, está dormida y está bien, las dos están bien, también mi hija.” Eso era como para recordarle que había dos niñas en el mismo problema, no una sola, y que si yo estaba aquí, relativamente tranquilo, él podía estar aquí también, relativamente tranquilo. “Y por dónde se sube”, me preguntó él. Yo le señalé el corredor, igual que se lo señalé a usted hace unas horas, y le dije: “Deme un segundo, lo acompaño”. Pero él no me dio ningún segundo. No recuerdo que haya salido corriendo, ni siquiera caminando rápido, como se camina en una emergencia. No, no: simplemente se volteó así, sin decirme nada más, un poco ofendido, creo yo, o indignado, y se fue hacia las escaleras sin decir una palabra. No tuvo que decir nada para que yo supiera qué estaba pensando. Qué clase de lugar es este, eso era lo que estaba pensando, cómo fue que mi niña acabó aquí. Hay gente que no sabe lidiar con los imprevistos, y su papá era así, eso también se veía a la legua. Se fue hacia las escaleras y lo vi meterse al vano, ahí, a la izquierda, como hicimos nosotros antes. Y luego ya no lo vi más. No lo seguí, Samanta, y ahora lo siento mucho. Pero es que me molestó, qué quiere que le diga: me molestó la descortesía, la tosquedad. Pensé: bueno, a la mierda, que se las arregle solo. Que suba, que la busque, que se equivoque de puerta, que la encuentre, que vea que todo está bien, que se la eche al hombro y que se vayan. A la mierda. Todo eso pensé. Y luego comenzaron los gritos.»

«Venían de arriba.»

«Comenzaron arriba», dijo Mallarino, «y luego fueron bajando por las escaleras, rodando como una pelota, no, como una piedra, como uno de esos derrumbes de las carreteras de montaña. Una vez, con Beatriz recién nacida, me tocó un derrumbe junto a la Nariz del Diablo. ¿Usted conoce la Nariz del Diablo, Samanta? Queda yendo para tierra caliente, un pedazo de piedra gigantesco, realmente descomunal, que sale de la montaña y pasa como un puente sobre la carretera. La gente dice que ahí, en esa nariz de piedra, se para el diablo para hacer que los carros se estrellen. Los asusta o los distrae y los que van manejando pierden el control y se van por el precipicio, que en ese punto es altísimo, un corte en la montaña y una caída al vacío. Allá, en el fondo del barranco, quedan los carros de los muertos, y si no se matan al caer, se mueren por falta de socorro, porque a esas profundidades no llega nadie, y si gritan, nadie los oye… Mi esposa y yo nos íbamos a pasar Semana Santa a Melgar, creo que era. Las primeras vacaciones de Beatriz, que iba atrás, o más bien las dos iban atrás, Magdalena cargando a Beatriz. Y nos tocó el derrumbe. Habían cerrado la vía poco antes de la Nariz y el tráfico estaba parado y veíamos la Nariz, y fue Magdalena la que empezó a hablar del diablo. “¿Y si lo vemos?”, me decía. “¿Y si justo vemos al diablo ahí parado?” No lo vimos, Samanta, no vimos al diablo, pero oímos un ruido y luego todo empezó a temblar, el carro empezó a temblar, y se vino el derrumbe montaña abajo. Una estampida de piedras grandes que parecen buscarlo a uno, tenerlo a uno en la mira, y durante cuatro o cinco segundos uno piensa que hasta aquí llegó, porque si una de esas piedras le cae encima, no hay carrocería que aguante. Todo pasó a veinte metros de nosotros, pero sólo pensar que ahí atrás iban Magdalena y Beatriz… En fin, un derrumbe es un espectáculo impresionante que le mete miedo al más pintado. Así, como ese derrumbe, bajaron esa noche los gritos del segundo piso. Todavía me parece increíble que no las hayan despertado».

«A mí no me despertaron, en todo caso. No recuerdo que me hayan despertado. ¿Y a su hija?»

«Tampoco. Siguió noqueada, en otro mundo.»

«¿Se lo ha dicho ella?»

«¿Cómo?»

«¿Ella le ha dicho que no se dio cuenta de nada?»

«Bueno, no», dijo Mallarino. «Nunca se lo he preguntado, nunca hemos hablado de esa noche. La verdad es que yo nunca he hablado de esa noche con nadie: nunca había tenido razón para hacerlo. Es la primera vez en veintiocho años, le quiero decir, y el esfuerzo no es cualquier cosa. Espero que me lo tenga en cuenta.»

«Hábleme de los gritos.»

«Eran como un derrumbe, Samanta. No sé qué cosas se me pasaron por la cabeza, pero no fui el único: todos los que estábamos en la sala dejamos de hacer lo que estábamos haciendo. Se dejaron las copas en la mesa. Se cortaron las conversaciones. Se pararon los que estaban sentados. En mi memoria hasta se apagó la música, pero eso es imposible, que la música se haya apagado automáticamente en ese momento preciso, y sin embargo yo lo recuerdo así: se apagó la música. La memoria hace esas cosas, ¿verdad?, la memoria apaga músicas y le pone a la gente lunares y cambia de sitio las casas de los amigos. Empezamos a caminar hacia las escaleras, y en ese momento bajó Adolfo Cuéllar. Yo lo recuerdo así: Cuéllar bajó primero. Yo no sabía en qué momento había subido, ni para qué. A mí no me había pedido ver el segundo piso de la casa, ni me había preguntado dónde quedaba el baño, ni nada por el estilo. Un segundo estaba ahí, compartiendo la sala con nosotros, no sé si despidiéndose o buscando el abrigo que se había quitado, si es que llevaba abrigo, y en el momento siguiente estaba bajando por las escaleras, perseguido por los gritos del señor Leal. “Oiga”, le gritaba, “venga para acá, oiga”. Los gritos sonaban al tiempo que sus pasos bajando las escaleras. Sus pasos de derrumbe, Samanta, sus pasos escandalosos y atropellados. “¿Qué pasó aquí? ¿Qué le hizo a mi niña?” Y lo que siguió lo recuerdo así: todos los invitados en el corredor que da a las escaleras, o una buena parte de nosotros en el corredor y los otros ahí, debajo de ese arco, ahí donde comienza el corredor. Era como un embudo, Samanta, haga de cuenta un embudo. Por ahí salió Cuéllar. Nos cruzamos pero no lo paré a preguntarle qué estaba pasando. No me pareció necesario. O tal vez ni siquiera se me ocurrió. Ya su papá había bajado también y le estaba gritando a Cuéllar desde el otro lado de un grupo de gente: Valencia, Gómez, Santoro, Elena, un grupo que se había puesto entre su papá y Cuéllar por puro instinto, el instinto de evitar una pelea. Y esto no se me va a olvidar nunca: su papá quería olerle las manos a Cuéllar. Eso pedía a gritos: “¡Deme las manos! ¡Déjeme olerle las manos!” Y lo seguía insultando: “¡Déjeme olerle los dedos, malparido!” Yo seguí hacia las escaleras y comencé a subir, tenía que saber qué había pasado. O tal vez no era eso: no era saber qué había pasado, sino confirmar que nada le había pasado a Beatriz. En ese momento Beatriz me importó mucho más que usted, qué quiere que le diga. La puerta de mi cuarto estaba entrecerrada, y recuerdo haber pensado, mientras avanzaba, que era raro, porque si su papá había estado aquí y había salido a las carreras, ¿no era raro que se hubiera parado a ajustar la puerta? Eso estaba pensando cuando abrí. Primero vi la cobija, la cobija de avión, tirada en el suelo, y luego la vi a usted, Samanta. La vi todavía dormida, quiero decir inconsciente, pero acostada boca arriba, no de medio lado como la había dejado antes, sino acostada boca arriba y con la falda un poco levantada. Tenía las piernas separadas, o una pierna doblada, creo que era así, una pierna doblada. Miré para otro lado, por prudencia, me entiende, pero no alcancé a voltear la cabeza a tiempo, y algo alcancé a ver. Entonces le di la vuelta a la cama para confirmar que Beatriz estuviera bien. Ahí estaba yo, del otro lado de la cama, agachado junto a la cara de mi niña, cuando entró su papá y me miró y con una mirada rápida me hizo responsable de todo. La levantó a usted, la cargó y se la llevó. Era una imagen perfectamente normal, usted con los brazos alrededor del cuello de su papá, como todas las niñas con todos los padres. Pero lo que no era normal era la mano izquierda de su papá, que la tenía a usted agarrada de las nalgas, no para sostenerla, sino como tapándola, como tapándole la ropa interior. Yo lo seguí hacia abajo. Los perros habían entrado, me imagino que interesados por el alboroto, y habían empezado a ladrar. Salieron, su papá y usted, y desde la puerta de la casa los vi subirse al carro, o lo vi a él acostarla a usted en el puesto de atrás y luego subirse al carro y encenderlo y echar reversa. Me acuerdo de que había comenzado a llover, o más bien a lloviznar: me di cuenta cuando se prendieron las luces del carro y de repente se vieron las gotas. Y me quedé así un instante, viendo las gotas que flotaban en el aire, y cuando el carro hubo cruzado el portón de la propiedad cerré la puerta y volví adentro y me di cuenta de que también Adolfo Cuéllar se había ido. Los perros todavía ladraban. El fuego se había apagado. Alguien, no me acuerdo quién, me pidió el abrigo. La gente comenzó a irse.»

«Y así se acabó la fiesta», dijo Samanta.

«Exacto», dijo Mallarino. «Al día siguiente hice la caricatura. Y al otro día se publicó.»

En esos tiempos, estar suscrito a un periódico era esperar, cada mañana, la transformación del mundo, a veces como sacudida brutal de todo lo conocido, a veces como sutil puerta de acceso a una realidad desplazada: la zapatería que han visitado los duendes durante la noche. Tras la mudanza, lo primero que hizo Mallarino fue asegurarse de que los repartidores hubieran actualizado correctamente la dirección, pues uno podía quedarse sin café y sin desayuno, sin agua potable y sin teléfono, pero no sin el periódico esperando en la puerta, húmedo por la niebla reciente, frío todavía por el frío de la madrugada en los cerros, pero listo para que Mallarino lo abriera como abre un niño —en piyama, los ojos lagañosos— los regalos en Navidad. ¿No era Rockefeller quien se hacía mandar su propia versión del New York Times, una versión adulterada de la cual se habían eliminado todas las malas noticias? Mallarino nunca había podido entenderlo: a él la indignación o la rabia o el odio lo mantenían vivo. ¿Cómo renunciar al sentimiento de superioridad intensa que se siente al odiar a alguien? Era una emoción que daba sentido a las mañanas. Esta mañana, Mallarino fue directamente a la página de Opinión. Y allí estaba su recuadro negro, que esta vez había dibujado más grueso, y en el centro del recuadro, una suerte de promontorio que parecía hecho de tierra, algo así como una pequeña colina. Al pie de la colina, rodeándola, había una multitud de cabezas de pelo largo y liso, todas vistas de espalda, y alguna de ellas adornada con un moño infantil. Sobre la colina, en el ápice del promontorio, estaba Adolfo Cuéllar —estaban los huesos y los cartílagos de Adolfo Cuéllar— vestido con chaleco de rombos, las líneas del chaleco rotas por la barriga prominente. Tenía los brazos abiertos, como si quisiera abrazar el mundo, y su cara pecosa miraba al cielo. Mallarino había escrito la leyenda como lo hacía Ricardo Rendón: haciendo constar el nombre del personaje y poniendo un guión antes de sus palabras ficticias, como si se tratara de una novela, de manera que esto era lo que se leía (lo que millones de personas estaban leyendo en ese mismo momento) en la página más leída de El Independiente:

El congresista Adolfo Cuéllar: —Dejad que las niñas se acerquen a mí.

No era la primera vez que Mallarino hacía un dibujo «sin a propósito», que era como llamaba a las caricaturas desligadas de una referencia inmediata, una noticia, un hecho de conocimiento público. Pero nunca se había sentido tan natural como ahora. La imagen se había formado en su cabeza a la mañana siguiente de la fiesta, tan pronto como tuvo un momento de soledad en la nueva casa y la extrañeza lo obligó a refugiarse en su rutina de trabajo para no sucumbir a la melancolía. Aún estaba bajo la impresión del enfrentamiento —porque había sido eso: un enfrentamiento, un momento de violencia—, y había amanecido sintiéndose víctima de un desgaste brutal, como quien acaba de salir de un accidente. La tensión en los hombros y en el cuello, la tensión en la cintura, el dolor de su hernia que aparecía en momentos como aquel y que se irradiaba a la pierna izquierda… Se dio una ducha larga y después, todavía en bata, comenzó a dibujar. No sentía indignación ni rabia, sino algo más abstracto, como una inquietud, casi como la conciencia de una posibilidad… De un poder, sí, era eso: la conciencia de un poder impreciso. En veinticinco minutos, sin contar la preparación de los materiales, el dibujo estaba terminado. Mallarino se sirvió una cerveza, encendió un cigarrillo y se sentó en el jardín con la novela que estaba leyendo por esos días. «Anoche», leyó, «al hundir mi mano derecha en el cofre donde guardo mis papeles, los bichos treparon hasta mi antebrazo, agitaban sus patitas, sus antenas, tratando de salir al aire libre». Los reptiles se arrastraban por la piel del narrador, y Mallarino pensaba en Adolfo Cuéllar; pensaba en Cuéllar, recordaba sus súplicas y sus huesos y sus cartílagos y sus zalamerías, y el narrador declaraba, mientras tanto, su infinita sensación de repugnancia. Y ahora ya la caricatura estaba allá afuera, en el universo real donde las opiniones tienen sus efectos y son endebles las reputaciones, y no había vuelta atrás, ni tampoco le interesaba a Mallarino que la hubiera.

Rodrigo Valencia tenía por costumbre llamarlo el día de una caricatura especial, pues, aunque la hubiera visto y comentado la tarde anterior, le parecía que no sobraba apoyar moralmente al caricaturista cuando el trabajo saliera al mundo. Pero esta mañana no fue Valencia quien llamó primero, sino Gerardo Gómez. «Qué berraquera, hombre», dijo. «Y yo preguntándole que si se nos había ablandado, qué pena.» A Valencia, que llamó enseguida, le pareció una declaración (o tal vez dijo denuncia) dura pero necesaria: había ciertas cosas que era imprescindible decir y que sólo la caricatura podía decir correctamente. «Si no lo dice usted, no lo dice nadie», añadió. «Bueno, vaya descanse. Aquí en la redacción estamos listos para lo que venga.» Las llamadas de protesta no se hicieron esperar: de la secretaria de Cuéllar, de su mujer con voz chirriante, de un abogado que dijo estar representándolo y decidido a instaurar las acciones legales correspondientes. «Pero no se preocupe, Javier, no va a pasar nada», dijo Valencia. «Demandar por una caricatura así es como aceptar los cargos. Además usted es usted, no nos engañemos, y este periódico es este periódico.» Hubo una Carta al Director: «Protestamos de la manera más enfática…» «Este ataque injusto a la imagen de uno de nuestros más distinguidos servidores públicos…» «Nosotros, que hemos defendido con ardor los colores de la patria, denunciamos la utilización partidista de los medios de comunicación nacionales…» La firmaban los Amigos del congresista Adolfo Cuéllar; para Mallarino, el hecho de que la carta fuera, en la práctica, un anónimo, igual en ampulosidad y en falsa elegancia a los anónimos amenazantes, sólo distinta por la ausencia de mayúsculas y de errores de ortografía, confirmaba, de una manera imprecisa e inexplicable y tal vez supersticiosa, la validez del dibujo y lo que el dibujo sugería. Lo que el dibujo sugería: ni declaraba ni denunciaba, le parecía a Mallarino; era como un susurro en una reunión, una mirada de reojo, un dedo que se levanta en privado sin que el público se dé cuenta. Las caricaturas tenían unas raras propiedades químicas: Mallarino se iba dando cuenta poco a poco de que la defensa, cualquier defensa que hiciera Cuéllar de sí mismo o cualquier otra persona de Cuéllar, lo hundía más en el descrédito, como si la verdadera ignominia consistiera en mencionar la caricatura. ¿Qué misterioso mecanismo era este que convertía un ataque periodístico en una suerte de arena movediza donde bastaba patalear para hundirse cada vez más, e irremediablemente? Mallarino se percató de que, al no atar su ataque a una noticia concreta y verificable, al permitirle cierta gratuidad, convertía la defensa en imposible o ridícula: es imposible contestar a algo que no se dice, a menos que se haga, justamente, diciéndolo. Como si eso fuera poco, el ataque gratuito gozaba de una vida más larga. Para el viernes siguiente, cuando Magdalena trajo a Beatriz para que pasara con su padre el fin de semana, la caricatura habría debido hundirse en el olvido, arrastrada u obliterada por la actualidad que no daba tregua (el nuevo presidente y su próxima posesión, tal vez, o tal vez el terremoto que había matado a tanta gente en un pequeño país más o menos cercano), o por lo menos haber pasado al fondo de las prioridades de ese monstruo caprichoso y voluble que es el lector de periódicos. Pero no era así: no se había hundido en el olvido; no había pasado al fondo de las prioridades: había cobrado vida propia y andaba por la ciudad, suelta y azarosa, rebotando en las esquinas.

O eso fue, al menos, lo que quiso decir Magdalena desde el momento mismo de su llegada. Mallarino le abrió la puerta, la saludó abrazándola, sintió un ramalazo de deseo al tocar la blusa azul: siempre le había gustado esa blusa, la manera en que le marcaba a Magdalena la curva de los senos, y brevemente fantaseó con la posibilidad de que ella la hubiera escogido adrede. Una cordialidad novedosa se había instalado entre ellos después del incidente: tal vez, pensaba Mallarino, era la conciencia del peligro cercano, de las cosas malas que les habían rozado la vida sin tocarlos, pues Magdalena, con sabiduría de mujer, había pasado por alto la negligencia de Mallarino con las copas abandonadas para concentrarse en lo ocurrido después, lo realmente serio y peligroso. Tenía algo que contarle, dijo Magdalena moviéndose con una vaga energía, ¿le importaba que se quedara un rato? Y allí, sentados los dos a la mesa del comedor después de comer con Beatriz (como lo hacían antes, pensó Mallarino sin decirlo, como lo hacían en aquel mundo que se les había refundido y que sería necesario recuperar), sosteniendo cada uno entre las manos su propia taza de té humeante, mientras esperaban a que la niña se duchara y arreglara su ropa sucia y se cepillara los dientes con un cepillo cuyo mango era un hada flacuchenta, Magdalena describió una escena en que la página de Opinión de El Independiente aparece un buen día en la cartelera del colegio de los niños Cuéllar, y uno de ellos, el mayor, se enreda a puñetazos con un compañero que le hace un comentario desagradable sobre su padre. «¿Te imaginas?», dijo Magdalena con algo que podía ser consternación pero también otra cosa. «¡En el colegio!» Mallarino escuchaba el relato, pero su atención no estaba en él, sino en la repentina complicidad que en ese instante los bañaba, una comunicación que no habían sentido entre ellos en mucho tiempo, o era quizás la rara emoción que produce en los padres la protección conjunta de un hijo. «¿Y ha preguntado algo?», dijo Mallarino. «Nada», dijo Magdalena, «no ha dicho nada». «¿Y de la niña Leal? ¿Sabemos algo?» «Nada, no. A ver qué pasa cuando se acaben las vacaciones.» Magdalena hablaba en voz baja, en esas notas bajas pero afinadas que sólo ella era capaz de modular, y Mallarino volvió a desearla; se permitió lanzarle una mirada directa a los senos, recordarlos fugazmente, procurando que sus ojos delataran ese recuerdo; Magdalena fingió que no lo había notado, aunque las mujeres siempre notaban estas cosas, y no cruzó los brazos ni apareció en su cara ningún signo de incomodidad. Se despidió con cariño, acariciándole a Mallarino el brazo izquierdo, y él se quedó solo con su hija en su nueva casa. La suya fue en ese instante una soledad inédita; lo fascinó la novedad del sentimiento, relacionada sin duda con el afán animal de ser el único responsable de Beatriz y su bienestar, por lo menos durante las próximas cuarenta y ocho horas (y allí estaba el vértigo de esa cifra). Esa emoción le llevó lágrimas a los ojos: se sintió ridículo, se rió de sí mismo. En las brumas de aquellas impresiones nuevas pensó en Cuéllar y en los hijos de Cuéllar, a quienes nunca había visto, y en su mente se figuró, vivida y móvil y colorida como en una película, una escena de pelea a puñetazos en un patio de colegio, y casi le pareció ver las ropas rasgadas contra el pavimento, los moretones en la cara, la sangre negra y el llanto, y casi le pareció oír el ruido hueco de los puñetazos, los huesos chocando con los huesos. Pero la escena se desvaneció pronto, porque Beatriz, con una irresistible sonrisa de entusiasmo, había sacado de su morralito rosado una baraja de cartas viejas de puntas dobladas, y ahora le pedía a su padre que jugaran manotón a pesar de que él le había explicado incontables veces que ese juego, jugado sólo entre dos, no tenía la menor gracia.

A finales de agosto, cuando se reanudaron las clases, Beatriz trajo la noticia (pero no fue tanto una noticia como una mención casual, un comentario suelto) de que Samanta Leal ya no estaba. No volvió a hablar de ella. Así, con esa facilidad insultante, desapareció la niña de la memoria de Beatriz y acaso del colegio entero, y Mallarino pensó que también él, encontrándose en la misma situación, habría hecho lo mismo: crear un vacío de silencio alrededor de la niña, un olvido cerrado y hermético donde lo sucedido, al no existir en la memoria de quienes los rodeaban, dejara pronto de existir en su propia memoria. Cambiar de colegio, cambiar de barrio, cambiar de ciudad, pero cambiar, cambiar algo, siempre cambiar, cambiar para dejar atrás, cambiar para borrar: un verdadero pentimento, la corrección de un lienzo tras un cambio de parecer, una imagen pintada sobre la otra, un brochazo de óleo sobre otros brochazos de óleo. Eso era quizás lo que había sucedido en el caso de Samanta Leal, porque el óleo no se puede borrar, pero sí corregir; no eliminar, pero sí enterrar en nuevas capas. Era fácil corregir la vida de un niño: bastaban un par de decisiones radicales y una verdadera voluntad, un verdadero compromiso con la corrección, y eso era todo. Los padres de Samanta Leal habían decidido hacerlo, y eso era respetable; Mallarino lo habló alguna vez con Magdalena, y Magdalena estuvo de acuerdo. Con las semanas que pasaban, con los meses, también de la memoria de ellos se fue desapareciendo Samanta Leal, y lo que debería haberles extrañado, pero no les extrañó, fue no recordarla ni siquiera cuando hablaban de lo que le estaba sucediendo a Adolfo Cuéllar.

Primero fueron los rumores. El «Correo de las brujas», la sección de chismes y habladurías de una revista semanal, contó que Cuéllar y su esposa habían protagonizado un pequeño escándalo en la fila de un cine de la calle 63. Más tarde, El Tiempo publicó en su Sección Femenina —la palabra Femenina encabezaba la página con letras huecas, apenas un contorno— una entrevista de media página en que la esposa del congresista hablaba a placer sobre bazares de beneficencia, campañas de alfabetización, donativos de comida pero también de sangre, y Mallarino estaba seguro de no ser el único extrañado o sorprendido por la ausencia en el artículo de Adolfo Cuéllar, cuyas influencias, directas o no, habían hecho posibles los donativos y las campañas y los bazares. «La amable señora de Cuéllar», se leía en el texto, «prefirió discretamente no hablarnos de su marido. “Los trapos sucios se lavan en casa”, nos dijo». Y luego, una mañana de noviembre, Mallarino se despertó con el timbre del teléfono. «Le pidieron la renuncia», dijo Rodrigo Valencia desde el otro lado de la línea. «Nadie está hablando de que sea una sanción, porque no hay nada que sancionar. Pero mis espías tienen su opinión bien clara. No hay que ser muy ducho para darse cuenta.» Era muy temprano todavía: Mallarino sostenía el aparato entre el hombro y la cabeza mientras sus manos, dormidas, buscaban los cigarrillos y el encendedor en el meticuloso desorden de la mesa de noche. «¿Darse cuenta de qué?», dijo Mallarino. «Bueno, Javier, usted sabe», dijo Valencia. «Mejor dicho, ni hablemos. Mire el noticiero esta noche, seguro que sale algo.» Y así fue: esa noche Mallarino encendió el televisor minutos antes de las siete, y estuvo oyendo con la mitad de su atención el show de Mary Tyler Moore mientras organizaba en sus archivos los recortes inutilizados de la semana. Tuvo tiempo de bajar, buscar los platos plásticos de los perros, servirles un cazo de concentrado, volver a subir y lavarse las manos antes de que comenzara el noticiero. La primera tanda de propagandas le sugirió que con un sueldo de quince mil pesos podía ser banquero, le pidió tomar una gaseosa con sabor a uva (sólo porque la llevaba una joven en patines) y le ordenó urgentemente comprar el libro El desafío mundial. Después de todo ello, el bigote marrón y parlante del locutor anunció la noticia.

Las imágenes, al parecer, se habían tomado esa misma mañana. Ahí estaba Cuéllar, su cabeza puesta en una cama de micrófonos como la cabeza del Bautista en la bandeja de Salomé, anunciando su retiro temporal del Congreso de la República desde las escalinatas mismas del Capitolio Nacional. «No, caballero, no se trata de acallar nada», decía: así, con esa respuesta a una pregunta que no había salido al aire, con ese hincapié irritado que la voz hacía en el infinitivo, comenzaba la edición de la nota. «No, para nada. Son razones personales. Me voy a tomar un descansito, es que este trabajo lo desgasta a uno, ¿sí me entiende? Mi familia me necesita, y la familia es lo primero, ¿o no? Por lo menos yo siempre he dicho eso.» Mallarino veía la imagen sentado en el marco de la cama; trataba de capturar, en su libreta de tapas negras, dos o tres detalles: la nariz agrandada por las cámaras, el brillo de los flashes en el pelo engominado, los cuellos altos de la camisa a cuadros que fabricaban un doblez y una sombra en la papada. Algo llamó entonces su atención: ¿un movimiento, una cara conocida? Mallarino inclinó el cuerpo hacia delante; vio a una mujer que mantenía un comedido silencio detrás del enjambre de periodistas; a pesar de que un segundo plano en una pantalla de televisor no es lo mismo que una foto protagonista en una página de periódico, reconoció a la esposa de Cuéllar, el pelo negro peinado en ondas trabajadas, los ojos maquillados de azul cielo, una pañoleta de seda de tonos sepias abrigándole el cuello largo. No supo qué pensar de esa presencia o esa compañía, pues la cara de la mujer estaba medio oculta y su expresión era inescrutable, y volvió a fijarse en el congresista. Era cierto que se le veía cansado: el cansancio, por lo menos, no lo estaba fingiendo. Se le veía en los ojos, pensaba Mallarino, esos ojos que parecían irritados por las luces, y también se le oía en la voz: ya no era la misma voz imprudente y repugnante que aquella tarde le había pedido clemencia y después disculpas, pero seguía teniendo algo en común con ella. ¿Qué era? La imagen de Cuéllar —su ejercicio de indiferencia o desenfado en las escalinatas de piedra del Capitolio— duró muy poco, unos breves segundos, y se cortó cuando, tras la última de sus respuestas indiferentes y desenfadadas, los reporteros se alzaron en una incomprensible salva de preguntas. El noticiero pasó a anunciar el desmantelamiento de una conspiración golpista en España, pero Mallarino se quedó pensando en la cabeza que hablaba entre micrófonos y comparándola con la cabeza que le había hablado a él, gacha y humilde, la tarde de la fiesta, y de repente estaba pensando también en la cabeza de la mujer que observaba desde atrás la escena entera, y luego volvió a pensar en el hombre de la fiesta y el hombre de la televisión. Y entonces lo supo: los dos eran hombres humillados. Era cierto que ahora, en la televisión, la humillación había sido más evidente y notoria, pero no era sino la versión exacerbada o extrema de la anterior humillación, o más bien la anterior había sido la siembra, y la actual, transmitida por televisión nacional a la hora de más audiencia, su pleno florecimiento. Y ahora volvió a fijarse en la mujer: la humillación, toda humillación, necesita un testigo. No existe sin él: nadie se humilla solo: la humillación en soledad no es humillación. ¿Era la mujer el testigo en este momento? ¿Lo eran los periodistas? ¿Conocían o no las verdaderas razones por las que Cuéllar se apartaba de su cargo? ¿Tenían o no en mente el dibujo de Mallarino? ¿Lo tenía él, Adolfo Cuéllar? Lo que más les molestaba a los caricaturizados, según lo había comprobado Mallarino con los años, no era verse a sí mismos con sus defectos, sino que los demás los vieran: como cuando sale a la luz un secreto, como si sus huesos fueran un secreto bien guardado y Mallarino lo hubiera revelado de repente. ¿Le ocurría eso a Cuéllar? Su mujer lo miraba, los periodistas lo miraban, Mallarino lo miraba, millones de personas en todo el país lo miraban… Cuéllar se había convertido en un ser visible, demasiado visible; Mallarino se imaginó observando la ciudad desde las alturas y al mismo tiempo imaginó la satisfacción que debían de sentir los pequeños, los hombres y mujeres que eran demasiado pequeños e insignificantes para ser vistos por él y por los que eran como él. Acaso Cuéllar, en estos momentos, habría preferido ser uno de esos hombres que nadie ve, una criatura anónima y escondida. O quizá, justamente, se estaba convirtiendo en una de ellas: al abandonar su posición de privilegio, al irse a las sombras y confundirse con los que no eran privilegiados, estaba también huyendo de las humillaciones futuras. Sin los privilegios, Adolfo Cuéllar estaría a salvo de los que, como Mallarino, ven el mundo a través de la humillación ajena; los que buscan en los otros sus debilidades —unos huesos, unos cartílagos— y se lanzan a explotarlas, como perros oliendo el miedo ajeno. Mallarino apagó el televisor. Al pasar el dorso de la mano por la pantalla, sintió en la piel, en los vellos de los dedos, el cosquilleo de la estática.

«Pobre güevón», le dijo Mallarino a la pantalla negra, a la cómoda, a la persiana cerrada. «Mejor hubiera sido quedarse en su casa.»

El segundo domingo de diciembre, poco antes de que comenzaran las fiestas de fin de año en la ciudad agitada y calurosa, Mallarino invitó a Magdalena a la primera corrida de la temporada. Un joven torero colombiano iba a recibir la alternativa; sus padrinos serían dos españoles, y uno de ellos, Antoñete, siempre había dado buenas faenas en la Santamaría; Mallarino pensó que todo ello podía muy bien servirle de pretexto para pasar una tarde junto a su esposa, los dos solos, y descubrir si era ilusoria la impresión que había tenido recientemente. La había venido sintiendo de unos días para acá, cada vez que se encontraba con Magdalena para entregar o devolver a Beatriz como una mercancía clandestina: era algo imposible de precisar, un suspiro que parecía involuntario en los besos de la despedida, un enderezarse del cuerpo cuando Mallarino, con una mano en la cintura, la hacía seguir primero por una puerta. Una noche, después del cumpleaños de un amigo común y la obligación de asistir juntos, se habían descubierto deseándose furiosamente, y hubo entre ellos el acuerdo tácito de cerrar los ojos y olvidarse de todo, incluso de lo que estaba a punto de pasar, como quien apuesta pensando que mañana verá qué hace si pierde. Fue un polvo de borrachos, un polvo de torpezas y exabruptos y encontronazos en la oscuridad de un sofá cuya tela dejaba marcas en la piel, y ni se repitió ni se mencionó siquiera, como no fuera para decir que si no se andaban con más cuidado, las cosas se les iban a complicar mucho. Pero ahora, de pie en las primeras filas a medio llenar de la zona de sombra, Mallarino pensaba que tal vez, que no era imposible: que había pasado ya el tiempo, y con el tiempo, muchas cosas. Sol estaba lleno a reventar: vio pañuelos de colores, vio cabezas con gafas oscuras, vio los árboles detrás de las banderas y las torres de ladrillo detrás de los árboles, y Magdalena estaba a su lado, y Beatriz los esperaba en casa de los abuelos. Le gustaba, siempre le había gustado, la inminencia del peligro impredecible, la amenaza que sentía cada vez que las puertas de madera escupían a uno de estos toros con sus cuatrocientos cincuenta kilos de carga, y le gustaba estar aquí, con Magdalena, sabiendo que a ella también le gustaban algunas cosas: le gustaba la música, el estruendo de los pasodobles con su acústica imperfecta; le gustaba el calor del comienzo de la tarde y el fresco del final. Todo estaba bien, pensó Mallarino, y luego el torero colombiano ya bordaba una faena de verónicas y remataba con más sabiduría que la que otorgaban sus años. Mallarino estaba mirando a Magdalena, la forma en que el sol reflejado desde el otro lado de la plaza le iluminaba la cara, cuando un banderillero sufrió una cogida sin importancia y la plaza entera soltó un aullido y Magdalena se llevó las manos a la boca, los dedos largos a la boca de labios gruesos, y Mallarino vio el brillo líquido de su mirada y pensó que tal vez, que no era imposible, que el tiempo había pasado, y con el tiempo, muchas cosas. El torero colombiano recibió los trastos de Antoñete. Todos aplaudieron. El torero colombiano hizo una venia graciosa; al juntar los pies, levantó una fugitiva nube de polvo. Bien está que se viva y que se muera, pensó Mallarino. Él estaba bien, Magdalena estaba bien, todo estaba bien.

Después de que el quinto toro, silbado en el arrastre, dejara una pista de sangre que parecía coagularse a la vista del público en la arena suelta, Mallarino levantó la cara y pensó que lo saludaban desde un piso alto de las Torres del Parque. Alguien movía los brazos, pero estaba lejos y su cara era un óvalo borroso, y Mallarino decidió que los saludos eran para otro. Al bajar la mirada, sin embargo, se encontró con otros brazos, otros aspavientos: era Rodrigo Valencia, que se quitaba la gorra como si sus señas, con ella en la mano, fueran más comprensibles. Mallarino entendió que se verían después. «Ah, mira», dijo Magdalena. «Qué raro, él por aquí.» La familia de Valencia se abonaba todos los años; Magdalena lo sabía bien; su sarcasmo, sin embargo, no parecía referirse a eso. ¿Qué notas nuevas había en su voz? Algo como un resentimiento, pero dudoso y tibio, carente de convicción, una música de niña caprichosa que merodeaba por el aire como si no estuvieran en un lugar público sino en la intimidad de su cuarto. «¿Qué pasa?», preguntó Mallarino. «¿No quieres que nos veamos con Valencia?» «Nos va a invitar a algún sitio. Yo no quería hacer nada esta tarde, quería… No quería hacer nada.» «Pues le digo que no. A lo que proponga le digo que no. Nada más fácil.» Magdalena se encogió de hombros al tiempo que el sexto toro salía alegremente, sacudiendo la arena con el redoble de sus pezuñas. El torero colombiano se manejaba bien con el capotillo, pero el ánimo de Magdalena se había ensombrecido. Sus manos se ocuparon del cinturón del abrigo y se refugiaron en los bolsillos hondos; de atrás les llegó un soplo de tabaco, y Mallarino tuvo, él también, unas repentinas ganas de fumar. Ahora la plaza se había puesto a silbarles a los picadores: les silbaba el viejo de al lado, salpicando de saliva los hombros del de adelante, y les silbaba Magdalena, que recibía por ello miradas reprobatorias de una señora de pelo tinturado. Después, cuando el torero colombiano falló con la espada y un desencanto recorrió la plaza como una maledicencia, Magdalena pareció por un instante volver a estar con él, aquí, lamentando la pérdida de las orejas, lanzando tontas vivas patrióticas mientras al jovencito lo levantaba en hombros un pequeño corrillo de entusiastas. «Qué poco se necesita», le dijo Mallarino luego, cuando iban saliendo a pasos recortados, rozándose los hombros y los brazos con los demás como las vacas de un corral. «Para que lo lleven a uno en hombros, quiero decir. Es como si la gente lo hiciera por gusto.»

«Tal vez lo hacen por gusto, bobo», dijo Magdalena.

Iban llegando a la Séptima cuando Mallarino sintió unos pasos apresurados detrás de ellos y luego el golpe de unos dedos ligeros en el hombro, en la hombrera de su chaqueta. «¿Y ustedes para dónde van?», dijo Rodrigo Valencia. «Respuesta: a ninguna parte. Ustedes vienen conmigo.» La cara de Magdalena se cubrió de tedio.

«¿Adónde?», dijo Mallarino. «Usted sabe que a mí me aburren los remates de corrida.»

«No es un remate de corrida, Javier.»

«Mucha gente hablando bobadas. Mucha gente que no va para ver, sino para que la vean.»

«Que no es un remate de corrida», dijo Valencia, repentinamente serio. «Tengo que contarle una vaina.»

Y así fue como se enteró Mallarino: casi por casualidad, en un momento casi privado, en compañía de la mujer que era casi su esposa. Valencia lo condujo, los condujo a él y a Magdalena, a un restaurante de los bajos del Hotel Tequendama, un lugar frío y desapacible con luces demasiado rojas desde cuya puerta se veía la boca de cemento gris del túnel que bajaba a los parqueaderos (y esto, quién sabe por qué, le causaba a Mallarino un intenso desasosiego). En una mesa oscura, junto a la ventana donde refulgía el nombre del restaurante en curvos tubos de neón, los esperaba un pequeño grupo de personas: Mallarino reconoció a dos reporteros de Judiciales y saludó a los demás desde lejos, sin entusiasmo, quizás porque ya sabía que el entusiasmo no era bienvenido en esta reunión. «Cuéntenle a Mallarino lo que me contaron a mí», dijo Valencia, las palabras lanzadas al aire sin un destinatario en particular, lanzadas para que las recogiera el más interesado. La interesada fue una joven —demasiado grande ya para llevar frenillo en los dientes— que empezó a hablar de Adolfo Cuéllar como si lo conociera de toda la vida. Habló de sus problemas maritales de los últimos meses, bien conocidos por todos, y del hecho, conocido por muy pocos, de que recientemente se había separado de su esposa, o más bien su esposa le había pedido que se fuera de la casa. Habló de la salud de Cuéllar, que no era impecable, y de la diabetes que lo obligaba a hacerse chequeos constantes de tres años para acá. Habló de la llamada que Cuéllar le había hecho a su internista esta mañana, pidiendo una cita con tanta insistencia que, a pesar de ser día de fiesta y de lo excepcional de las circunstancias, el médico no tuvo más remedio que dársela. Habló también del examen rutinario que tuvo lugar en el consultorio —habló de Cuéllar parado sin zapatos en la balanza, de Cuéllar acostado sin medias mientras el médico le toma el pulso junto al tendón de Aquiles, de Cuéllar sin camisa y respirando y tosiendo con fuerza—, y habló de la conversación que le siguió a la consulta allí mismo, con el paciente sentado en la camilla: sin camisa, sin medias, sin zapatos. Habló también de las cosas que, siempre según las declaraciones del médico, había mencionado Cuéllar, varias anécdotas en que aparecían su esposa y sus hijos y sobre todo la misma queja recurrente: la pérdida irreparable de su reputación. Habló del momento en que el médico salió del cuarto donde había tenido lugar el examen y se sentó detrás de su escritorio para buscar sellos y papeles con marca de agua y firmar una receta de antidepresivos, y habló entonces de lo que el médico decía haber oído: el ruido inconfundible de una ventana abriéndose y, unos instantes después, las ruedas de los carros chirriando al frenar y la reacción de los peatones, que debía de ser muy ruidosa, porque de otra manera no habría alcanzado a llegar a estas alturas desde la acera de la carrera 13. Y ahora, tras contar todo esto, la del frenillo miró a sus colegas, y Mallarino comprendió, en un mismo instante esplendoroso, que Valencia no lo había traído solamente para que escuchara el relato del suicidio de Adolfo Cuéllar, sino también para que respondiera a las preguntas de los reporteros, o a una sola declaración seguida de una sola pregunta, en esta improvisada y casi clandestina rueda de prensa. También esta vez fue la muchachita del frenillo la encargada. «Maestro Mallarino», dijo (y Mallarino vio las libretas de espiral alertas y los bolígrafos erectos sobre ellas como falos), «todos estamos de acuerdo, tal como lo está la opinión pública, en que la caída en desgracia del congresista Cuéllar comenzó con su caricatura. Mi pregunta, nuestra pregunta, es: ¿se siente usted responsable en alguna medida de su muerte?»

La opinión pública, pensó Mallarino. La caída en desgracia. ¿De dónde saldrían esas fórmulas? ¿Quién las habría inventado, quién habría sido el primero en usarlas?

«Por supuesto que no», dijo. «Ninguna caricatura es capaz de algo semejante.»

De ida a casa de los abuelos, el silencio en el carro era tupido, pastoso, concentrado. Bogotá, un domingo por la noche, es una gran ciudad desolada; si es época de Navidad y las calles están adornadas con luces, hay algo melancólico en ella, como una fiesta que ha salido mal. O esa impresión tenía Mallarino, que no sabía por qué sentía la mirada de Magdalena pesarle como un juicio. Si en algún momento, mil años atrás, había sido posible que el día terminara con una suerte de reconciliación (y acaso para eso habían dejado a Beatriz con los abuelos: para permitirse una o dos horas de retraso y el sexo que podía suceder en ese tiempo), esa posibilidad parecía alejarse ahora, enredarse un poco más en cada semáforo en verde que pasaban mientras navegaban hacia el norte por la carrera Séptima. Tuvieron que llegar frente a la casa donde había crecido Magdalena, tuvieron que apagar el carro y quedarse a oscuras en la calle, sólo iluminados por el resplandor del alumbrado público, para que Magdalena le dijera lo aterrada que estaba de haber visto lo visto. «Qué viste», preguntó Mallarino. «No sé a qué te refieres.» «Claro que sí, Javier, claro que sabes, sabes perfectamente», dijo ella. «Te diste cuenta perfectamente, tal vez te diste cuenta incluso antes que yo. A mí me tomó un par de segundos, te lo confieso. No me di cuenta de un momento a otro, no, sino poco a poco. No era fácil, también eso hay que reconocerlo, no era fácil darse cuenta. Pero yo me di cuenta, Javier, me di cuenta de que algo no estaba bien en ese ambiente, allá, en ese restaurante horrible que parecía lleno de humo aunque nadie estuviera fumando. Y estuve un rato pensando qué podía ser. Hasta que supe. Era la mirada de la gente, la mirada de esos reporteros y hasta de Rodrigo Valencia: eran miradas de admiración. Te estaban mirando con admiración. El tipo se mató esta mañana y ellos te estaban entrevistando, tenían que hacerte esa pregunta: pero la hicieron con admiración. O con asombro, o con sobrecogimiento, tú escoge la palabra que más te guste. Pero eso era lo que había en el ambiente, esa especie de temor que les inspirabas, sí, un temor reverencial. Y luego vino lo peor: cuando me di cuenta de que estabas orgulloso. Estabas orgulloso de esa pregunta que te hicieron, Javier, y quién sabe, tal vez estabas orgulloso de algo más. Tal vez estás orgulloso de algo más. Aquí, mientras hablamos, con nuestra niña durmiendo a pocos pasos, estás orgulloso. Estás orgulloso y yo no puedo entenderlo. Estás orgulloso y ya no sé quién eres. No sé quién eres, pero una cosa sé: que no quiero estar aquí. No quiero estar contigo. No quiero que Beatriz esté contigo. Te quiero lejos de ella y lejos de mí. Te quiero lejos, lejos, lejos.»