Sentado frente al Parque Santander, dejando que le embetunaran los zapatos mientras esperaba la hora del homenaje, Mallarino tuvo de repente la certeza de haber visto a un caricaturista muerto. Tenía el pie izquierdo sobre la huella de madera del cajón y la cintura apoyada en el cojín del respaldo, para que su hernia vieja no comenzara sus reclamos, y había dejado que se le fuera el tiempo leyendo los tabloides locales, cuyo papel barato ensuciaba los dedos y cuyos titulares de grandes letras rojas le hablaban de crímenes sangrientos, de secretos sexuales, de extraterrestres que raptan niños en los barrios del sur. La lectura de la prensa sensacionalista era una suerte de placer culposo: algo que uno sólo se permitía cuando nadie lo estaba mirando. En eso pensaba Mallarino —en las horas que se le habían escapado aquí, entregado a esta perversión bajo las sombrillas de colores tímidos— cuando levantó la cabeza, apartando la mirada de las letras como se hace para recordar mejor, y al encontrarse con los edificios altos, con el cielo siempre gris, con los árboles que rompen el asfalto desde el comienzo de los tiempos, sintió que veía todo por primera vez. Y entonces sucedió.
Fue una fracción de segundo: la figura cruzó la carrera Séptima con su traje oscuro y su corbatín desordenado y su sombrero de ala ancha, y luego dobló la esquina de la iglesia de San Francisco y desapareció para siempre. En el intento por no perderla de vista, Mallarino se inclinó hacia delante y bajó el pie del cajón justo cuando el embolador acercaba el paño embetunado al cuero del zapato, y en su media quedó una mancha oblonga de betún: un ojo negro que lo miraba desde abajo y lo acusaba, igual que los ojos entrecerrados del hombre.
Mallarino, que hasta ahora sólo había visto al embolador desde arriba —los hombros del overol azul constelados de caspa nueva, la coronilla despejada por una calvicie agresiva—, se encontró entonces ante la nariz brotada de venas, las orejas pequeñas y prominentes, el bigote blanco y gris como la mierda de las palomas. «Perdón», le dijo Mallarino, «pensé que había visto a alguien». El hombre volvió a su trabajo, a los roces certeros con que su mano embadurnaba el empeine. «Oiga», añadió, «¿le puedo hacer una pregunta?»
«Diga, jefe.»
«¿Usted ha oído hablar de Ricardo Rendón?»
Le llegó un silencio desde abajo: uno, dos pálpitos.
«No me suena, jefe», dijo el hombre. «Si quiere después preguntamos a los compañeros.»
Los compañeros. Dos o tres de ellos ya comenzaban a empacar sus cosas. Plegaban sillas, doblaban paños y bayetas, metían cepillos de cerdas despeinadas y abolladas latas de betún en sus cajones de madera, y el aire, por debajo del clamor del tráfico vespertino, se llenaba con el picoteo de las chapas que se ajustaban y las tapas de aluminio que se cerraban con firmeza. Eran las cinco menos diez de la tarde: ¿cuándo habían comenzado a tener horarios fijos los emboladores del centro? Mallarino los había dibujado más de una vez, sobre todo en las primeras épocas, cuando venir al centro y dar una vuelta caminando y embolarse los zapatos era una forma de tomarle el pulso a la ciudad eléctrica, de sentir que era testigo directo de sus propios materiales. Todo eso había cambiado: había cambiado Mallarino; habían cambiado los emboladores. Él ya no venía casi nunca a la ciudad, y se había acostumbrado a mirar el mundo a través de las pantallas y las páginas, a dejar que la vida le llegara en lugar de perseguirla hasta sus escondites, como si hubiera comprendido que sus méritos se lo permitían y que ahora, después de tantos años, era la vida la que debía buscarlo a él. Los emboladores, en cuanto a ellos, ya no se hacían dueños de su lugar de trabajo —esos dos metros cuadrados de espacio público— en virtud de un pacto de honor, sino de la pertenencia a un sindicato: el pago de una cuota mensual, la posesión de un carnet bien plastificado que enseñaban a la menor provocación. Sí, la ciudad era otra. Pero no era nostalgia lo que embargaba a Mallarino al constatar los cambios, sino un curioso afán por detener la marcha del caos, como si haciéndolo fuera a detener también su propia entropía interior, la lenta oxidación de sus órganos, la erosión de su memoria reflejada en la memoria erosionada de la ciudad: en el hecho, por ejemplo, de que ya nadie supiera quién era Ricardo Rendón, que acababa de pasar caminando a pesar de llevar setenta y nueve años muerto. El más grande caricaturista político de la historia colombiana había sido devorado, como tantas otras figuras, por el hambre sin fondo del olvido. También de mí se olvidarán un día, pensó Mallarino. Mientras bajaba un pie del cajón y subía el otro, y mientras sacudía el periódico para que una página arrugada regresara a la posición debida (un diestro latigazo de las muñecas), Mallarino pensó: Sí, a mí también me olvidarán. Pensó: pero todavía falta mucho para eso. En ese momento se escuchó decir:
«¿Y Javier Mallarino?»
El embolador tardó un instante en darse cuenta de que la pregunta le estaba dirigida. «¿Jefe?»
«Javier Mallarino. ¿Sabe quién es?»
«El que hace los monos del periódico, sí», dijo el hombre. «Pero ese tipo ya no viene por acá. Se cansó de Bogotá, eso fue lo que me explicaron a mí. Hace rato que vive afuera, en la montaña.»
De manera que aquello todavía se recordaba. No era para sorprenderse: su mudanza a comienzos de los ochenta, cuando no había estallado aún el tiempo del terrorismo y la gente no tenía tantas razones para irse, fue noticia nacional. Esperando a que el embolador dijera algo, una pregunta o una exclamación cualquiera, Mallarino se quedó mirando el claro de piel de la coronilla, ese territorio devastado con algunos pelos irrumpiendo aquí y allá, con manchas que delataban las horas pasadas al sol: potenciales parcelas cancerosas, el lugar por donde comenzaba a extinguirse una vida. Pero el hombre no dijo nada más. No lo había reconocido. En unos minutos Mallarino recibiría la consagración definitiva, el orgasmo correspondiente a un largo coito de cuarenta años con su oficio, y lo haría sin que eso hubiera dejado de resultarle sorprendente: que no lo reconocieran. Sus caricaturas políticas lo habían convertido en lo que era Rendón al comenzar la década de los treinta: una autoridad moral para la mitad del país, el enemigo público número uno para la otra mitad, y para todos un hombre capaz de causar la revocación de una ley, trastornar el fallo de un magistrado, tumbar a un alcalde o amenazar gravemente la estabilidad de un ministerio, y eso con las únicas armas del papel y la tinta china. Y sin embargo en la calle no era nadie, podía seguir siendo nadie, pues las caricaturas, al contrario de las columnas de ahora, no llevaban nunca la foto del responsable: para los lectores de la calle era como si ocurrieran solas, libres de toda autoría, como un aguacero, como un accidente.
El que hace los monos. Sí, ese era Mallarino. El monomaniaco: así lo había llamado una vez, en la sección de cartas al periódico, un político herido en su amor propio. Ahora sus ojos, siempre cansados, se fijaban en los habitantes del centro: el lotero que descansaba en el muro de piedra, el estudiante que buscaba una buseta caminando hacia el norte y mirando por encima del hombro, la pareja que se detenía en medio de la acera, hombre y mujer, los dos oficinistas, los dos vestidos de azul oscuro y camisa blanca, agarrados de ambas manos pero sin mirarse. Todos ellos reaccionarían a la mención de su nombre —con admiración o repulsa, nunca con indiferencia—, pero ninguno sería capaz de identificar su rostro. Si cometiera un crimen, ninguno podría señalarlo en una fila de sospechosos habituales: sí, estoy seguro, es el número cinco, el barbudo, el delgado, el calvo. Mallarino, para ellos, no tenía señas particulares, y los pocos lectores que lo habían conocido en el curso de los años solían hacer comentarios de extrañeza: no me lo imaginaba calvo, ni delgado, ni barbudo. La suya era una de aquellas calvicies que no llaman la atención sobre sí mismas; cuando volvía a encontrarse con alguien que sólo había visto una vez, Mallarino recibía con frecuencia los mismos comentarios de desconcierto: «¿Usted siempre ha sido así?», o también: «Qué raro. No me fijé cuando nos conocimos». Tal vez era su expresión, que devoraba la atención de la gente como devora la luz un hoyo negro: sus ojos de párpados caídos que se asomaban tras las gafas con una suerte de tristeza permanente, o esa barba que le escondía la cara como el pañuelo de un forajido. La barba fue negra una vez; ahora seguía siendo abundante, pero se había agrisado: un poco más en el mentón y bajo las patillas, un poco menos en los lados de la cara. No importaba: lo seguía escondiendo. Y Mallarino seguía siendo irreconocible, un ser anónimo en las calles populosas. Ese anonimato le causaba un placer pueril (un niño escondiéndose en habitaciones prohibidas), y a Magdalena, su mujer en tiempos ya lejanos, la tranquilizaba. «En este país matan a la gente por menos», le decía ella cuando de sus imágenes salía mal parado un militar o un narcotraficante. «Mejor que nadie sepa quién eres, cómo eres. Mejor que puedas ir a comprar leche y yo no me preocupe si te demoras.»
Barrió con la mirada el universo atardecido del Parque Santander. Le bastó un instante para encontrar a tres personas leyendo el periódico, su periódico, y pensó que las tres pasarían en breve o ya habían pasado los ojos por su nombre en letras de imprenta y luego por su firma, esa mayúscula bien dibujada que se transformaba enseguida en un desorden de curvas y acababa desintegrándose en una esquina, triste estela de un avión que se cae. Todos conocían el espacio donde había estado siempre su caricatura: en el centro justo de la primera página de opinión, ese lugar mítico adonde van los colombianos para odiar a sus hombres públicos o para saber por qué los aman, ese gran diván colectivo de un país largamente enfermo. Era lo primero que veían los ojos al llegar a esas páginas. El recuadro negro, los trazos delgados, la línea de texto o el breve diálogo debajo del marco: la escena que cada día salía de su mesa de trabajo y era elogiada, admirada, comentada, malinterpretada, repudiada, en una columna del mismo periódico o de otro, en la carta airada de un airado lector, en un debate cualquiera de cualquier emisora matutina. Era un poder terrible, sí. Hubo un tiempo en que Mallarino lo deseó más que nada en el mundo; trabajó duro para obtenerlo; lo disfrutó y lo explotó a conciencia. Y ahora, a sus sesenta y cinco años, la misma clase política que tanto había atacado y acosado y despreciado desde su trinchera, de la cual se había burlado sin miramientos ni respeto por lazos de amistad o de familia (y bastantes amigos había perdido por hacerlo, e incluso unos cuantos familiares), esa misma clase política había decidido poner la gigantesca maquinaria colombiana de la lambonería al servicio de un homenaje que por primera vez en la historia, y quizá por última, tenía a un caricaturista como destinatario. «Esto no se va a repetir», le dijo Rodrigo Valencia, director del periódico durante las últimas tres décadas, cuando lo llamó, mensajero diligente, para hablarle de la visita oficial que acababa de recibir, de los elogios que acababa de escuchar, de las intenciones que le acababan de comunicar los organizadores. «No se va a repetir, y sería una bobada sacarle el cuerpo.»
«Y quién dijo que yo le iba a sacar el cuerpo», dijo entonces Mallarino.
«Nadie», dijo Valencia. «Bueno, yo. Porque lo conozco, Javier. Y ellos también, la verdad. Si no, para qué me iban a preguntar antes a mí.»
«Ah, ya veo. Usted es el negociador. Usted es el que me convence.»
«Más o menos», dijo Valencia. Su voz era gutural y profunda, una de esas voces que mandan con naturalidad, o cuyas exigencias son aceptadas sin remilgos. Él lo sabía; se había acostumbrado a escoger las palabras que mejor convinieran a esa voz. «Es que lo quieren hacer en el Colón, Javier, imagínese. No lo vaya a dejar pasar, no sea pendejo. No por usted, entiéndame, usted no me importa. Por el periódico.»
Mallarino soltó un bufido de fastidio. «Pues déjeme que lo piense», dijo.
«Por el periódico», dijo Valencia.
«Llámeme mañana y hablamos», dijo Mallarino. Y luego: «¿Sería en la sala Foyer?»
«No, Javier, eso es lo que le estoy diciendo. Lo hacen en la principal.»
«En la principal», dijo Mallarino.
«Es lo que le estoy diciendo, hombre. La cosa va en serio.»
Se lo confirmaron después —Teatro Colón, sala principal, la cosa iba en serio—, y el lugar le pareció apenas apropiado: allí, debajo del fresco de las seis musas, tras el telón donde Ruy Blas y Romeo y Otelo y Julieta compartían el mismo espacio alucinado, en el mismo escenario donde había presenciado tantos hermosos artificios desde que era niño, de Marcel Marceau a La vida es sueño, ahora se disponía a representar un artificio de su propia creación: el hijo predilecto, el ciudadano honorario, el compatriota ilustre con solapas grandes y capaces de acoger cuantas medallas fuera necesario. Por eso había rechazado el transporte que el Ministerio iba a poner a su disposición: un Mercedes negro y blindado de vidrios oscuros, según la descripción telefónica de una secretaria de voz temblorosa, que debía recogerlo en su casa de la montaña y dejarlo en las escaleras de piedra del teatro, justo debajo de la marquesina de hierro, joven damisela llegando al baile donde conocerá a su príncipe. No, esta tarde Mallarino había venido al centro manejando su viejo Land Rover y lo había dejado en un parqueadero de la Quinta con 19: quería llegar a pie a su propia apoteosis, acercarse como cualquier hijo de vecino, aparecer de pronto en una esquina y sentir que su mera presencia sacudía el aire, despertaba las lenguas, hacía que se giraran las cabezas; quería anunciar, con ese único gesto, que no había perdido un gramo de la vieja independencia: seguía teniendo la autoridad para poner a los suyos en el centro de la diana, y eso no lo cambiaban ni el poder ni los homenajes ni los Mercedes blindados con vidrios oscuros. Ahora, en la silla del embolador, mientras el cepillo se movía sobre sus zapatos (tan rápido que se transformaba en una gruesa línea marrón, igual que los ventiladores dejan de tener aspas para convertirse en círculos blancos), Mallarino se descubría haciéndose una pregunta que no estaba en su cabeza antes de llegar al centro: ¿qué habría hecho Rendón en su lugar? Si le hubiera ocurrido lo que a Mallarino, ¿qué habría hecho Rendón? ¿Habría recibido el homenaje con satisfacción, lo habría aceptado con resignación o cinismo? ¿Habría renunciado a él? Ah, pero Rendón renunció a su manera: el 28 de octubre de 1931 entró en la tienda de ultramarinos La Gran Vía, pidió una cerveza, hizo un dibujo y se pegó un tiro en la sien. En setenta y nueve años, nadie había sabido explicar por qué.
«Son tres mil quinientos, jefe», le dijo el embolador. «Es que sumercé tiene los pies bien grandes, oiga.»
«Me lo han dicho», dijo Mallarino.
«Mejor para mí, con perdón», dijo el hombre.
«Eso sí», dijo Mallarino. «Mejor para usted.»
Mallarino hurgó en los bolsillos de los pantalones, los de adelante y los de atrás, antes de pasar a la gabardina gris donde sus dedos encontraron, enredados en varias hebras como peces entre algas, un recibo de compra y un billete verdoso, gastado por el uso y a punto de romperse. «Mire», le dijo al embolador con generosidad calculada, «y quédese con las vueltas». El hombre alisó el billete, sacó de su cajón de madera una vieja billetera de cuero y allí lo guardó, sin doblarlo, metiéndolo con precisión. Luego levantó la cara cansada, cerró los ojos con fuerza, los volvió a abrir: «¿Quiere que preguntemos, jefe?»
«¿Preguntar qué?»
«Por el señor que usté andaba buscando. Le pregunto a los compañeros, no me cuesta nada.»
Mallarino dijo que no, movió la mano en el aire como borrando las últimas palabras, balbuceó un agradecimiento. Pero le gustó el hombre, su natural cortesía, sus buenas maneras: especies en vías de extinción en esta Bogotá inelegante y malencarada y tosca, la Atenas sudamericana. ¿Quién había dicho aquello de que en Bogotá hasta los emboladores citaban a Proust? Un inglés, se dijo Mallarino, sólo un inglés es capaz de perpetrar declaraciones semejantes. Claro, lo había dicho tiempo atrás: lo había dicho en otra ciudad, la ciudad desaparecida, la ciudad fantasma, la ciudad de Ricardo Rendón, la ciudad de La Gran Vía, cuya puerta de entrada Mallarino hubiera podido ver, unas décadas atrás, desde el lugar de la acera donde ahora se detenía distraídamente, a un paso corto de la calzada hostil, la mirada perdida entre las busetas de ventanas iluminadas. Pero la tienda había desaparecido. Muchas tiendas y muchos cafés habían desaparecido, La Gran Vía entre ellos. ¿Habría salido de esa puerta fantasma el fantasma de Rendón? Pero no era un fantasma: alguien vestido como Rendón, alguien parecido a Rendón, con el mismo sombrero de ala ancha, con el mismo corbatín desordenado: eso era todo. Tal vez, pensó Mallarino, era la proximidad de La Gran Vía o de su antiguo emplazamiento lo que había puesto en marcha la visión, o tal vez se había tratado de uno de esos recuerdos falsos que todos tenemos. Qué rara es la memoria: nos permite recordar lo que no hemos vivido. Mallarino recordaba perfectamente a Rendón caminando por el centro, encontrándose con León de Greiff en El Automático, llegando a su casa, borracho y solo y triste, a altas horas de la madrugada… Recuerdos ficticios, recuerdos inventados. No había por qué sorprenderse: era imposible, en un día como hoy, pretender que Rendón no hiciera parte de sus pensamientos. El señor que usté andaba buscando. No, él no lo andaba buscando en realidad: más bien se dirigía a reemplazarlo, a ocupar su solio o a heredar su cetro o cualquier otra metáfora imbécil como las que había leído en dos o tres columnas de opinión de gente tan informada como cursi, tan memoriosa como lameculos. «Es muy pobre la memoria que sólo funciona hacia atrás»: un recuerdo involuntario, una asociación libre, le había puesto esa frase en la cabeza. ¿De dónde salía la frase, y a qué se refería? Pero entonces dejó de pensar en ella, porque había mirado de nuevo el reloj y la forma de las manecillas se convirtió en un reproche: a ver si iba a llegar tarde a su propia coronación.
Empezó a caminar a contracorriente por la Séptima, cruzando la avenida Jiménez y la plaza del Rosario para internarse en el barrio de La Candelaria, sorteando a los vendedores empeñados en vender todo lo que pueda venderse —compre cigarrillos, compre oro barato, compre carritos de juguete o esmeraldas pulidas, compre paraguas o cordones de zapatos, compre colombinas rellenas de chicle, chicles sin colombinas, uvas pasas cubiertas de chocolate— y pensando que en el centro de Bogotá uno siempre tiene la sensación de caminar a contracorriente, las multitudes de la tarde convertidas en un fuerte viento de proa. Decidido a vencer la resistencia, Mallarino hundió la cabeza entre los hombros y metió las manos en los bolsillos de la gabardina, cuyas profundidades insondables nunca dejarían de sorprenderlo. Y en eso estaba pensando, en los rincones de la gabardina que a veces le parecía no haber explorado por completo, cuando oyó un taconeo detrás de él, o más bien se dio cuenta de que lo había oído cuando el taconeo terminó con una mano en su hombro, delicada como una hoja caída, y al darse la vuelta, entre sobresaltado y curioso, se encontró con la cara de Magdalena, su pelo tan claro que en él las canas se confundían, sus delgadas cejas arqueadas y su sonrisa irónica: el paisaje entero de unos rasgos que Mallarino había conocido en otro tiempo como ahora conocía la vista desde su ventana.
«Me parece que vamos para el mismo sitio», le dijo ella.
No había resentimiento en su voz: más bien una gentileza parecida al perdón o quizás al olvido (pero la voz de Magdalena siempre había sido capaz de cualquier sortilegio). Mallarino la saludó de un beso y su memoria recordó el perfume y algo se le despertó en el pecho: era cierto, la radio de Magdalena quedaba cerca. «Me parece que sí», dijo. «Si quieres te acompaño.» Y ella sonrió y lo tomó del brazo, o más bien enredó su brazo en el de Mallarino, como hacía cuando estaban casados y caminaban juntos por el centro, cuando todavía no habían permitido que la vida, la voluntariosa vida, hiciera de las suyas.
«Típico tuyo», dijo ella, «esto de llegar a pie».
Se había dado cuenta. Magdalena siempre se daba cuenta: así había sido siempre. Sus ojos líquidos —hoy, por alguna razón, más lustrosos de lo que eran en el recuerdo— lo veían todo, se percataban de todo.
«Y qué quieres», dijo Mallarino. «A nuestra edad, uno ya no cambia.»
Cuando se casaron, en una pequeña iglesia de pueblo con paredes de cal y escaleras de piedra que bajaban a la plaza y en las cuales uno podía troncharse un tobillo, Mallarino llevaba poco menos de un año haciendo caricaturas —dos mensuales, si había suerte— para un periódico de tendencias conservadoras y de capital familiar, una de esas publicaciones que nunca llegan a ser de primera línea pero que parecen haber existido siempre y cuyos ejemplares no venden los voceadores, sino que se asoman de repente en las droguerías o en los cafés cuando ya todo el mundo los ha olvidado. Aquel oficio menor —así pensaba en él Mallarino, con algo de involuntario desprecio— no formaba parte de sus grandes proyectos: si había abandonado los estudios de Arquitectura antes de terminar el segundo año, si se había negado a usar los contactos de su padre para trabajar sin diploma en un despacho importante, había sido para perseguir su verdadera vocación, o más bien para sacarles jugo a sus virtuosismos, pues hasta sus padres tuvieron que rendirse a la evidencia de su talento la tarde en que el pintor Alejandro Obregón, que por esa época pintaba sus óleos de palomas en un tercer piso de la carrera 12 con calle 17, visitó la casa de la familia, se plantó ante un desnudo de tamaño natural que Mallarino secaba con un secador de pelo, y exclamó una frase de ocho palabras que fue como la alternativa de un torero: «¿Pero dónde aprendió este carajo a pintar así?»
Los lienzos eran lo suyo. El futuro (los fantasmas que aparecían en su cabeza cuando se pronunciaba esa palabra) estaba en los lienzos. De manera que en esa época las caricaturas eran el sustento inmediato, la forma de ir viviendo mientras en el patio se acumulaban los marcos de gran formato que llenaban la casa de olor a trementina y cuyos cuerpos de mujer, todos versiones más o menos disfrazadas de Magdalena, cambiaban de color según los ánimos de la luz que entraba por la claraboya. En el periódico le pagaban mal y tarde, y sólo cuando llegaban, en efecto, a usar su dibujo: no era infrecuente que Mallarino mandara cinco o seis caricaturas por semana y las recibiera de vuelta a fin de mes con una nota secretarial, un papel de membrete repujado en que el editor de Opinión lamentaba con demasiadas palabras no poder usar su trabajo esta vez. A sus veinticinco años, Mallarino ignoraba todavía que aquella fuera la práctica corriente en las redacciones del país; Magdalena tampoco lo sabía, pero fue ella quien le sugirió hacer sólo una caricatura y no mandar la siguiente hasta que la primera fuera publicada. «¿Y si no la publican?», le dijo Mallarino. «Pues esperamos hasta que la publiquen», dijo ella. «Pero es que se pasa el momento. Las caricaturas son como el pescado: si no se usan hoy, no se pueden usar mañana.» «Pues será como tú dices», dijo Magdalena dando por cerrado el asunto. «Pero eso es también problema de ellos.»
Y claro, tenía razón. Sometido al racionamiento, el periódico empezó a publicar cada cosa que Mallarino mandaba, e incluso a aumentar la frecuencia de sus apariciones. Durante cinco meses la nueva situación fue ideal. Entonces, en el mes de agosto, el presidente colombiano y el presidente chileno firmaron una declaración conjunta en la cual ambos países manifestaban oficialmente su respeto a la diversidad ideológica. Mallarino los dibujó a ambos, al colombiano con su eterna sonrisa involuntaria y al chileno con sus gafas de marco grueso y vidrios tintados. Mira, Salvador querido, en Colombia no importa si eres liberal o conservador, se leía en la primera línea del texto. Y en la segunda: Lo que importa es que seas de buena familia. El dibujo quedó terminado en el primer borrador, y así lo dejó Mallarino en la portería del periódico, bien metido en una carpeta rígida, y la carpeta metida en una bolsa plástica de mercado (había estado lloviznando). Pero al día siguiente, cuando abrió el periódico, se encontró con que la segunda línea del texto había desaparecido, y su ausencia fue como una grieta en la tierra, un desagüe por donde se va todo. «Quiero que alguien me lo explique», dijo esa tarde en las oficinas de la redacción: había llegado en taxi, porque la urgencia lo ameritaba, con el periódico doblado como un catalejo y arrugado en su puño sudoroso. No le gustó que la voz le temblara; para evitarlo, trataba de alzar el tono, pero el resultado no era bueno.
«No hay nada que explicar», le dijo el director. Era un hombre con papada de cocinero y ojos pequeños; en su cara desordenada, la boca parecía moverse con independencia de los demás músculos. «No se sulfure, Javier, esto pasa todo el tiempo.»
«¿A quién? ¿A quién le pasa todo el tiempo?»
«A todos los que hacen monos aquí. ¿No se había dado cuenta? Todos saben que a veces hay que cortar. Ahora va a resultar que el editor no tiene ese derecho.»
«En una columna», dijo Mallarino. Era una pésima defensa, pero no encontró otra. «No en una caricatura.»
«En las caricaturas también, mi chinito, no sea ingenuo. Porque también aparecen en el periódico y también ocupan espacio. ¿Qué les digo si no a los anunciantes? Dígame, ¿qué les digo?»
Mallarino no dijo nada.
«Les voy a decir esto», siguió el director, comenzando a caminar en círculos, los pulgares de ambas manos bien agarrados del cinturón. «Les voy a decir: miren, señores anunciantes, señores que me pagan miles de pesos al año, tengo un problema. No les puedo poner su publicidad, a pesar de que la plata que ustedes me pagan es la que paga el sueldo de los periodistas. ¿Y saben por qué, señores anunciantes? Porque al dibujante no le gusta que le recorten su espacio ni un milímetro. Que luego nos toque cerrar el periódico no importa, pero el cuadrito de los monos no me lo tocan. Los genios son así, señores anunciantes, agradezcan que no les toca a ustedes tratar con ellos. Eso les voy a decir: que los genios son así. ¿Le parece bien, Mallarino?»
Mallarino no dijo nada.
«Les dejamos de pagar a los periodistas. O si quiere, le dejamos de pagar a usted. ¿Le parece?»
Mallarino no dijo nada.
«Mire, váyase a su casa y tómese un aguardiente. Y tranquilo: la próxima vez, alguien llama al señorito y le pide permiso. Para que no arme pataletas, caray, que eso nos cansa a todos.» Señaló la ventana interior de su oficina, un gran fresco de caras disimuladas, una constelación de ojos que miraban de costado: «Mire cómo está la gente. Como si esto fuera una plaza de mercado, qué vergüenza».
Y entonces Mallarino dijo las últimas palabras: «¿Me devuelve el original, por favor?»
Salió a encontrarse con una ciudad oscurecida —las nubes bajas, los vestidos negros de los transeúntes y el susurro metálico de los paraguas que ya se abrían por todas partes— y un aguacero estalló antes de darle tiempo de volver a su casa. Tenía el pelo aplastado y los hombros hundidos bajo el peso de la lluvia, pero no parecía darse cuenta de haberse convertido en aquel espantapájaros sabanero. La próxima vez: las tres palabras seguían resonando en su cabeza, rebotando contra las paredes de su cráneo, cuando le contó el episodio entero a Magdalena. «La próxima vez», dijo ella, alcanzándole al mismo tiempo una toalla de color malva como si le entregara una declaración de guerra para su firma y consentimiento. «La próxima vez. Pues me parece a mí que no va a haber próxima vez.»
«¿Cómo así?», dijo Mallarino.
«Así como lo oyes», dijo Magdalena. «Los vamos a mandar al carajo, para que aprendan.»
Magdalena era apenas un par de años más joven que él, pero andaba por la vida como un capataz anda por su finca.
Era dueña de una inteligencia tan brutal como su testarudez, y no la estorbaba el hecho de que su apellido fuera el fundador de una legendaria firma de abogados —dos pisos alfombrados de un edificio que miraba al Parque Nacional—, aunque siempre se hubiera declarado en rebeldía contra el apellido, contra su padre y contra las expectativas de todo el mundo: en lugar de entrar a la facultad para seguir con la tradición familiar, Magdalena se había convertido en una de las actrices mejor pagadas de las radionovelas nacionales, la voz que, desde Kalimán, el hombre increíble primero y después desde Arandú, el príncipe de la selva, hechizaba al país entero a las doce del mediodía. El paso a esos melodramas había sido natural para ella, una prolongación de las propagandas que había leído desde la adolescencia, cuando las agencias de publicidad comenzaron a disputarse los privilegios de su voz. La voz de Magdalena: ronca y tersa al mismo tiempo, una de esas voces que paralizan la mano de quien hace girar el dial, que traducen el caos del mundo y convierten su jerga oscura en un lenguaje diáfano. «Un chelo que habla», le decía Mallarino, y ahora esa voz de chelo decía Los vamos a mandar al carajo, y Mallarino pensaba sí, al carajo, y también pensaba para que aprendan. Los momentos más difíciles, según la experiencia de Mallarino, quedaban reducidos a su expresión más sencilla cuando Magdalena hablaba de ellos, y eso sucedió esa tarde: después de la conversación, después de la ducha caliente que Mallarino tomó para sacarse de encima el frío de la lluvia, después del sexo improvisado y de la comida bien planeada, ya todo estaba claro.
Magdalena llevó a la cocina los platos y los cubiertos y los individuales de fique de colores mientras Mallarino traía un papel, una plumilla y un frasco de tinta que acomodó en el centro de la mesa, todavía caliente por el calor de las refractarias. En veinte minutos, mientras ella guardaba los sobrantes y cubría los recipientes con un corte meticuloso de papel de aluminio, él dibujaba un autorretrato a vuelapluma y lo metía en un sobre junto al dibujo de los presidentes. Se divirtió haciendo por primera vez una caricatura de sí mismo: la calvicie prematura, la barba tupida y negra que había heredado de su padre y las gruesas gafas angulares, dos pequeñas cajas de acetato negro que no alcanzaban a esconder sus ojos desconfiados, su mirada estudiadamente desvalida. En el lugar de la boca, una mordaza de película; bajo el dibujo, la leyenda. A la oligarquía no le gusta que se hable de ella, se leía en la primera línea.
Y enseguida: No sea que nos demos cuenta de que ahí sigue. En el sobre había otro documento: una carta manuscrita y dirigida a Pedro León Valencia. Era el director de El Independiente, el periódico liberal más antiguo del país, y un hombre de convicciones fuertes. «Le ofrezco un paquete», escribió Mallarino con su propia caligrafía de hacedor de diplomas, pero con palabras dictadas por Magdalena: «Mando una caricatura original, una caricatura censurada y una caricatura sobre la censura. Si lo puede publicar todo junto, el paquete es suyo; de lo contrario, devuélvamelo y yo busco otro periódico». Magdalena insistió en llevar el sobre, para que Mallarino no pareciera necesitado (nunca perdía de vista estas estrategias casi militares de la vida en sociedad), y esa misma tarde timbraron, en un comienzo de coro histérico, los dos teléfonos de la casa. Era el editor de Opinión, un hombre que Mallarino conocía de antes y que nunca le había gustado: era uno de esos perseguidos de profesión que no son capaces de dar una buena noticia sin que se les note el dolor del bien ajeno. Y Mallarino supo que lo llamaba para darle una buena noticia: eso se sentía en la hostilidad de su tono, en sus frases de sílabas cortadas como con un machete; a Mallarino lo sorprendía que su rencor o su envidia no hicieran espumarajos en el auricular.
«El director le quiere ofrecer un puesto de planta», dijo el hombrecito.
«Pero yo no quiero eso», dijo Mallarino. «Yo no quiero estar en la nómina de nadie.»
«No sea bobo, Mallarino. Una nómina es lo que se sueña todo dibujante. Un sueldo fijo, no sé si me entiende.»
«Le entiendo», dijo Mallarino. «Pero no quiero. Páguenme lo mismo pero sin nómina. Yo les prometo que no dibujo para nadie más. Ustedes me prometen que me publican lo que yo mande, aunque sea contra sus amigos. Vaya pregúntele al director, y me cuenta.»
Era una jugada riesgosa, pero surtió efecto: los tres dibujos aparecieron al día siguiente, y así, transitoriamente disfrazados de tira cómica, llamando al lector con tanta elocuencia desde el centro de la página, dejaron de ser la mera protesta de un joven artista con ínfulas y se convirtieron en una elaborada narrativa de la traición mediática, una condena de la censura y una sonora burla de las vulnerabilidades burguesas, todo hecho por uno de los hijos más autorizados de esa burguesía. «Se enloqueció tu marido», le dijo su padre a Magdalena, «a ver si ya se nos volvió comunista». Y ella le transmitió el mensaje a Mallarino levantando la ceja izquierda y con una leve sonrisa ladeada, un gesto de evidente satisfacción que allí, en la penumbra de su cuarto, al final de un día lleno de tensiones y ansiedades, resultó casi erótico. Mallarino encendió la radio, por si alcanzaba a encontrarse con una emisión repetida de Kalimán, pero Magdalena, que detestaba oírse a sí misma, se tapó los oídos con ademanes histriónicos, y él se vio obligado a buscar otra cosa. A Magdalena le resultaba imposible reconocerse en la emisión de su programa: aquella voz no era su voz, decía, sino que había una conspiración nacional para esperar a que ella saliera del estudio y entonces regrabar, con otra actriz más entrenada, todo lo que ella había grabado. Mallarino abrió el brazo y Magdalena recostó la cabeza en su pecho, lo abrazó a su vez, y su boca soltó un par de ruiditos de gato que él no llegó a entender. Al cabo de unos segundos de silencio, Mallarino notó que el cuerpo de Magdalena cambiaba de peso —su antebrazo y su codo, su cabeza de olores limpios—, y supo que se había quedado dormida. Encontró en la radio un partido de fútbol, y antes de dormirse también, arrullado por los ronquidos leves de su esposa y la cantinela monótona de los locutores, alcanzó a oír dos goles de Apolinar Paniagua y a pensar en algo que no tenía relación ninguna con los goles, sino con el dibujo de El Independiente: pensó que no lo podía probar, que no hubiera sabido decir cómo ni por qué, pero que su lugar en el mundo acababa de transformarse sin remedio.
No se equivocaba. Ese día fue el primero de la época más intensa de su vida, una década en que pasó del anonimato a la reputación y luego a la notoriedad, todo a ritmo de una caricatura diaria. Su trabajo era el metrónomo que lo regulaba: así como otros viven en mundiales de fútbol o según los estrenos del cine, Mallarino asociaría cada suceso importante de su vida a la caricatura que estuviera haciendo en el momento (los pómulos sin ojos del guerrillero Tirofijo, secuestrador del cónsul holandés, evocarían siempre el primer cáncer de su padre; el mentón inexistente y el cuello de ganso del enfermo Francisco Franco, el nacimiento de su hija Beatriz). Su rutina era invencible. Se levantaba poco antes de las primeras luces, y mientras se hacía el café sentía el susurro de dos periódicos metiéndose a medias por debajo de la puerta, los prudentes pasos del portero alejándose, la maquinaria del ascensor —su pesarosa queja electrónica— volviendo a la vida. Leía la prensa de pie frente al mesón de la cocina, con las páginas bien extendidas sobre la superficie, para poder señalar los temas interesantes con un brusco círculo de carboncillo. Al terminar, ya con la luz fría de las mañanas andinas llenando tímidamente el salón, se llevaba su radio al cuarto de baño y se dejaba acompañar de las noticias mientras su cuerpo se entregaba a los placeres consecutivos de la cagada y la ducha, un ritual que limpiaba sus intestinos, sí, pero sobre todo su cabeza: la limpiaba de la basura acumulada el día anterior, de todas las críticas que pretendían ser inteligentes y sólo eran resentidas, todas las opiniones que deberían parecerle sólo imbéciles y en realidad le parecían criminales, todos los encontronazos con este curioso país cainita donde se premiaba la mediocridad y se asesinaba la excelencia. En la ducha, con el agua caliente resbalándole por la piel y fabricando delicados escalofríos de poros que se cerraban y se abrían enseguida, a veces ni siquiera llegaba a distinguir las palabras de la radio; pero un mecanismo de fantasía le permitía adivinarlas o intuirlas, y al apagar el agua y empujar la puerta corrediza —dos o tres movimientos de más, pues el filo de aluminio se atascaba invariablemente en el marco— era como si no se hubiera perdido de nada. Segundos después, al abandonar el mundo de vapor del cuarto de baño, el dibujo del día ya había nacido en su cabeza, y a Mallarino sólo le quedaba dibujarlo.
Era, y seguiría siendo durante mucho tiempo, el momento más feliz de la jornada: media hora, o una, o dos, en que nada existía fuera del amable rectángulo de la cartulina y el mundo que en él iba naciendo, inventado o fundado por las manchas y las líneas, por los ires y venires de la tinta china. Durante esos minutos Mallarino se olvidaba incluso de la indignación o la irritación o el mero afán contestatario que habían dado origen al dibujo, y toda su atención, igual que le ocurría en medio del sexo, se volcaba en una forma atractiva —unas orejas, unos dientes exagerados, un mechón de pelo, un corbatín deliberadamente ridículo— fuera de la cual nada existía. Era un abandono total, sólo roto cuando el dibujo resultaba difícil o terco: en esas raras ocasiones Mallarino se encerraba en el baño de visitantes con una Playboy en la mano izquierda, y una masturbación rápida lo dejaba listo para terminar la batalla con el dibujo, siempre de manera victoriosa. Al final se ponía de pie, daba un paso atrás y miraba el papel como un general que se asoma a una batalla; luego firmaba, y sólo entonces el dibujo comenzaba a formar parte del mundo de las cosas de verdad. Por algún útil sortilegio, sus caricaturas carecían de consecuencias mientras las hacía, como si nadie las fuera a ver nunca, como si existieran tan sólo para él mismo, y sólo al firmarlas se daba cuenta Mallarino de lo que acababa de hacer o decir. Entonces metía la cartulina en el sobre, sin mirarla fijamente —«como Perseo metiendo en la bolsa la cabeza de la Medusa», le diría años después a un periodista—, y el sobre en un maletín de cuero desastrado que Magdalena le había comprado en un mercado de pulgas; se iba en bus a las oficinas del períódico, una suerte de búnker donde los habitantes, desde las aseadoras hasta los fotógrafos, parecían tener el color del hormigón; entregaba el sobre y regresaba a su vida sin saber muy bien en qué ocupar las manos, como desposeído, preguntándose por qué seguía haciendo lo que hacía, qué efecto real tendría su caricatura en el mundo desenfocado y remoto que comenzaba al borde de su mesa de trabajo, ese precipicio de madera fina. ¿Era desencanto lo que sentía, era mera desorientación, era tedio? ¿Estaba cayendo en la vieja trampa, estaba teniendo más bilis que lápiz? El mundo a su alrededor estaba cambiando: Pedro León Valencia había cedido la dirección a su hijo mayor, y Mallarino reconoció que parte del placer de trabajar en El Independiente era hacerlo con una leyenda, ser el descubrimiento o la invención de una leyenda. Pasados los años de la novedad, perdido el envión egocéntrico de abrir el periódico todas las mañanas y ver su nombre en negro sobre blanco, Mallarino empezaba a preguntarse si había valido la pena abandonar sus lienzos y sus óleos por esto: por esta adrenalina que ya no sentía, por estas reacciones imaginarias de imaginarios lectores que nunca había llegado a conocer, por esta vaga y acaso falsa sensación de importancia que sólo le causaba disgustos íntimos: familiares que lo saludaban con menos cariño, amigos que ya no lo invitaban a comer con sus esposas. ¿Para qué?
Fue entonces cuando recibió, en una misma jornada prodigiosa, la respuesta a todas sus preguntas. Se había acostumbrado a pasar las tardes caminando por el centro, comprando para su hija las láminas absurdas de un álbum absurdo que Magdalena se empeñaba en completar, o embolándose los zapatos y hablando de política con los emboladores, o simplemente mirando la vida con una especie de hambre que le pedía quedarse en la calle en lugar de volver a su encierro de las mañanas, y en la calle quitarse la chaqueta y sentir en los brazos el roce con otros brazos y en la nariz el olor de los cuerpos vivos, la comida que comen y la orina que derraman en los rincones. Esa tarde, además, era martes, el día de la semana que Mallarino dedicaba a llegar hasta el edificio de Avianca, recoger el correo en su apartado postal (la cajilla metálica y gris y profunda que le producía felicidades sin cuento, como a un niño el sombrero de un mago) y sentarse luego en un café cualquiera de la zona para leer las revistas, para contestar a las cartas. Llegaba a la carrera Séptima a la altura de la Biblioteca Nacional y desde allí, siempre por la acera oriental, empezaba a caminar hacia el sur, a veces fijándose en la ciudad ruidosa y desordenada y acosadora, a veces tan distraído que el edificio se le aparecía antes de tiempo, sus largas líneas rectas penetrando el cielo y golpeadas, cuando la tarde era de sol, por una luz densa que no parecía de este mundo. Al entrar, ya su mano había palpado el llavero en el bolsillo y separado al tacto la llave de la cajilla, para no tener que encontrarla y escogerla frente al muro de cementerio de los apartados. Y así ocurrió esa vez: Mallarino se abrió paso por los corredores (por su luz blanquecina que dibujaba ojeras en los ojos de la gente) y se dirigió a la cajilla gris; alargó el brazo y su mano precisa, esa mano que dibujaba ángulos de noventa grados justos sin necesidad de instrumentos, puso la punta de la llave en la cerradura como un caballero medieval hubiera puesto la punta de su lanza en el pecho del contrincante. Pero la llave no entró.
Pensó primero que se había equivocado de cajilla. Se acercó a la portezuela y el número lo miró desde la etiqueta metálica con todas sus cifras, las de siempre, las que Mallarino conocía de memoria. No se había equivocado. La revelación le llegó tarde, como un invitado negligente: fue una sombra o una textura lo que le hizo acercarse a la superficie metálica, y sólo cuando estuvo a tres dedos de la cerradura se dio cuenta de que la habían bloqueado con chicle. Era una pasta endurecida (debía de llevar allí unos cuantos días) que copaba la ranura de manera meticulosa y sin salirse de los bordes: un trabajo hecho a conciencia. Mallarino acercó la punta de la llave a la pasta, empujó tanteando, rasgó un poco, intentó un movimiento de tallador con la muñeca, pero nada logró: la pasta de chicle seco se mantuvo inamovible. «Uy, lo que le hicieron», dijo alguien, y Mallarino giró la cabeza para encontrarse con un diente de oro que chispeaba en medio de una cara mal afeitada. «Eso sí no tiene arreglo, es que la gente ya no respeta.» Y al rato Mallarino estaba subiendo por unas escaleras jaspeadas, caminando hasta llegar a un mesón, dando su cédula y viendo cómo una mujercita revisaba libros y abría cajones y volvía a cerrarlos y sacaba de algún lugar impreciso una fotocopia de formulario y preguntaba si Mallarino le pagaría en efectivo o con cheque y se volvía sorda cuando Mallarino protestaba y decía que él no había perdido la llave, que alguien le había puesto un chicle en la cerradura, y la mujer le decía que era lo mismo y que cómo le pagaba: ¿en efectivo o en cheque? Luego hubo sellos de tinta morada, papel carbón y recibos de colores pastel, tiempo perdido en una silla de plástico dura y hostil y, al final, un grito resonando en las paredes de cemento: «¿Mallarino? ¿Javier Mallarino?»
Un cerrajero flaco y afligido —su overol conservaba el olor de la ropa que se ha secado mal— lo acompañó frente a la cajilla rebelde, sacó una serie de herramientas sin nombre de un cinturón de cuero y los metales soltaron destellos bajo las luces de neón, y lo siguiente fue la violación de la cerradura, o lo que Mallarino percibió como una violación, una penetración violenta y traicionera a su vida íntima, por más que él mismo hubiera dado la autorización y el consentimiento, por más que en todo momento hubiera estado presente. Le dolieron el salto de la cerradura, la cachetada de la portezuela al abrirse, la vulnerabilidad de su colección de revistas mirándolo suplicante desde el fondo penumbroso: la última Alternativa, la última New Yorker, un Canard enchainé que le había mandado un colega parisino y que le llegaba con retraso. Quiso irse: encontrarse ya en su casa, en su refugio, acompañado de su lectura y una cerveza y sintiendo o intuyendo la presencia tranquilizadora de su mujer y de su hija. Pero todavía tuvo que presenciar la instalación de la cerradura nueva y recibir las nuevas llaves y firmar otros papeles y poner propinas en manos sin rostro antes de salir de nuevo a la Séptima con el maletín de cuero terciado sobre el pecho, la nuca sudorosa y los ojos cansados de tanta oscuridad. Luego pensaría que había sido ese cansancio, o la desorientación que siempre lo embargaba después de lidiar con la burocracia sin sentido de este país, o simplemente el color blanco del sobre, ese blanco inmaculado, sin señas ni escrituras de ningún tipo, sin estampillas, sin aquella estría roja y azul que delataba las cartas que venían del extranjero. Había empezado a sacar las revistas del maletín (la impaciencia de comenzar a hojearlas) y tenía la mano metida dentro, los dedos moviéndose como en un fichero y la cabeza mirando hacia abajo para ver las portadas, cuando notó la punta que se asomaba en medio de las páginas. Se detuvo en pleno parque, miró el sobre por ambos lados, lo abrió. «Javier Mallarino», decía el texto de la carta, escrito a máquina sin lugar ni fecha. «Con sus deformaciones de la verdad usted ha atacado y desprestigiado a las Fuerzas Armadas de nuestra República, haciéndole el juego al enemigo, es un MENTIROSO y un APATRIDA y le notificamos que se está agotando la paciencia de quienes somos LEALES a nuestro querido país, sabemos dónde vive y dónde estudia su hija, no vacilaremos en castigar con la mayor dureza si vuelve a vulnerar la honra.» En la última línea, escorada a la derecha sin un Atentamente, sin un De usted, sin un Saludos cordiales, una sola palabra que parecía gritar desde la página: «PATRIOTAS».
Lo primero que hizo al llegar a casa fue enseñarle el anónimo a Magdalena, y supo que ella estaba genuinamente preocupada cuando la oyó burlarse de la redacción y de la gramática. Entre los dos se pusieron a recordar cuál había sido la última caricatura con un militar como protagonista; tuvieron que retroceder seis semanas para encontrar una serie de tres dibujos en que un caballo con cara desconsolada hablaba con una mujer que manipulaba unas estructuras de hierro. Mallarino había dibujado aquellas escenas después de que Feliza Bursztyn, una escultora bogotana famosa por trabajar con chatarra, hubiera sido acusada de actividades subversivas, recluida en las caballerizas del Ejército, manoseada y humillada y forzada más tarde a marcharse al exilio. Magdalena y Mallarino pusieron los originales sobre el sofá largo de la sala y durante un buen rato estuvieron mirándolos, como deseando su desaparición del pasado reciente. Tuvieron tanto miedo esa noche que pusieron un colchón en el suelo de su cuarto para que allí se acostara la pequeña Beatriz, que por entonces tenía seis años recién cumplidos, y la familia durmió así, amontonada en el mismo espacio insuficiente, respirando un aire gastado durante toda la noche y con el seguro bien puesto en la puerta de aglomerado. Luego vendrían días de paranoia, de mirar hacia atrás en las calles del centro, de volver a casa antes de que se hiciera de noche, pero más tarde, cuando la amenaza fue cayendo en el olvido, lo que recordarían sería la reacción de Rodrigo Valencia, que soltó una carcajada desde el otro lado de la línea cuando Magdalena lo llamó a la redacción del periódico, el día después de recibida la nota, para contarle lo sucedido. Mallarino vio a Magdalena fruncir el ceño con el teléfono pegado a la oreja, y luego la oyó transmitir fielmente el mensaje:
«Dice Rodrigo que felicitaciones, que ya estás donde tenías que estar. Que en este país uno sólo es alguien cuando alguien más quiere hacerle daño.»
En el hombro izquierdo del escenario, oculto entre bambalinas, Mallarino esperaba. Los organizadores del homenaje le habían pedido que no se moviera de allí hasta ser anunciado, y él, obediente, se entretuvo mirando el terciopelo de las cortinas y las vetas de la madera en el entablado, pero también el ajetreo de la gente que caminaba sin tropezarse con las vigas, los cables de usos ignotos, los atrezos abandonados como restos de viejas batallas. El Teatro Colón estaba sumido en una media penumbra. El público, aquel público que había venido a verlo a él, tenía la mirada fija en el fondo del escenario, en las imágenes sueltas que se proyectaban sobre una pantalla blanca mientras una voz de locutor profesional contaba su biografía con un fondo de música más bien cursi. Mallarino trató de asomarse sin ser visto. El ángulo imposible no le impidió reconocerse a sí mismo pintando en el patio de sus padres, o hablando con el presidente Betancur, o recibiendo a unos camarógrafos para que le hicieran un documental en su casa de la montaña, o posando junto a un viejo dibujo el día de su primera exposición retrospectiva, a comienzos de los años noventa. Era una caricatura de Gorbachov; Mallarino la recordaba como si la hubiera dibujado ayer: la cabeza calva del modelo, y en ella, en lugar de la mancha de nacimiento que ya era célebre, los mapas de Nicaragua y de Irán. Detrás de Gorbachov, como vigilándolo, se alcanzaba a ver a un Ronald Reagan preocupado y meditabundo. En el texto se leía: Y estos rusos, ¿se Irán-Contra nosotros? El dibujo entero le había tomado poco más de una hora, pero el chiste fácil del texto lo había dejado siempre insatisfecho, y ahora Mallarino revivía esa insatisfacción y redactaba en su cabeza nuevos borradores, distintas combinaciones de las mismas palabras, retruécanos menos evidentes. En esas estaba cuando oyó el anuncio, y lo siguiente fue salir a escena, sufrir el asalto de las luces, sentir el estallido de los aplausos como un golpe de viento y escuchar su estruendo como un aguacero.
Mallarino levantó una mano en son de saludo; su boca se movió imperceptiblemente. Vio su silla vacía como entre nieblas; vio caras que lo saludaban, manos que se alargaban solícitas para apretar la suya y luego regresar al aplauso, rápidas como las de un embolador cepillando. Por una vieja costumbre —pero de dónde le vendría, cuándo habría nacido— se sacó del bolsillo del pecho dos plumillas y su lapicero de hacer apuntes y los colocó sobre la mesa, tres líneas perfectamente paralelas. La sala estaba llena: en un fogonazo recordó sus visitas anteriores, y en su cabeza se mezclaron un concierto de Les Luthiers y una zarzuela que le había gustado mucho a pesar de que Luisa Fernanda, nada menos, había soltado un gallo en la primera canción. Buscó el palco que había ocupado entonces, cuatro a la derecha del Presidencial, y lo encontró ocupado por una banda de seis jóvenes que lo aplaudían de pie. Sólo cuando el resto del público se fue sentando poco a poco, dibujando olas delicadas sobre el mar de la platea, se dio cuenta de que todos los asistentes habían estado de pie un momento antes: se habían puesto de pie para recibirlo. En la primera fila estaba Rodrigo Valencia, las manos juntas sobre el vientre, los codos invadiendo las sillas vecinas: Valencia siempre daba la impresión de que las sillas le quedaban pequeñas. Una voz sonó a través de los altoparlantes. Mallarino tuvo que buscar su fuente, primero en la mesa, luego en el atril de madera barata que ostentaba un escudo de Colombia. Tras el atril, la ministra —Mallarino la había visto en los noticieros y había leído sus declaraciones: sus intenciones eran tan laudables como grande era su ignorancia— comenzaba a hablar.
«Si a mí me preguntan cómo es el expresidente Pastrana», decía, «igual que si me preguntan cómo eran Franco o Arafat, la imagen que se forma en mi cabeza no es una foto, sino un dibujo del maestro Mallarino. Mi idea de muchas personas es lo que él ha dibujado, no lo que yo he visto. Es posible, no, es seguro que lo mismo les pasa a muchos de los presentes». Mallarino la escuchaba con la mirada fija en la mesa, percibiendo como una mano la mirada de los otros sobre él, jugueteando con un anillo inexistente: el anillo que una vez estuvo en su anular izquierdo y cuya presencia Mallarino seguía sintiendo, igual que sienten los amputados el miembro que les falta. «De alguna manera», seguía la ministra, «ser caricaturizado por Javier Mallarino es tener vida política. El político que desaparece de sus dibujos deja de existir. Pasa a mejor vida. Yo he conocido a muchos que además me lo han dicho: la vida después de Mallarino es mucho mejor». Una breve risa premió la ocurrencia. De modo que la mujercita tenía sentido del humor, pensó Mallarino, y levantó la cara; y en ese instante, tal como nos llama la atención nuestro nombre perdido en medio de una página cualquiera, Mallarino encontró la cara luminosa de Magdalena en medio de la multitud sonriente. También ella sonreía, pero la suya era una sonrisa melancólica, la sonrisa de las cosas perdidas. ¿Qué estaría pasando en su vida? Llevaban muchos años sin hablar en serio: habían convenido, con las solemnidades de un tratado internacional, que revelarse mutuamente sus vidas privadas sólo iba a servirles para complicarlo todo: para acelerar, como cualquier bacteria, la descomposición de sus buenos recuerdos, y para amargarle la vida a Beatriz, cuya adolescencia había sido un meticuloso martirio en el cual ella era la culpable de cada una de las desgracias familiares, y el resto de su vida había sido siempre una terca y veloz huida hacia adelante. Para Mallarino, las opciones vitales de su hija —su marido de familia provinciana y católica, su carrera como médico sin fronteras— no eran más que una sofisticada manera de escapar de la familia, de ese apellido que despertaba siempre reacciones embarazosas, pero también de la dolorosa experiencia de crecer como hija de una pareja rota o fracasada. El único lunar de esta noche era la ausencia de Beatriz, que justo esta semana había debido hacer un viaje imprevisto a La Paz, y en unos días haría otro, más largo y meditado, a un pueblo impronunciable de Afganistán, y entre los dos pasaría a verlo o lo llamaría para que almorzaran juntos, y Mallarino sabría, tras esa visita o ese almuerzo, que frente a él se abría un desierto de meses y meses sin volver a verla. La ministra estaba de repente hablando de vasos griegos y de trazos esenciales, pronunciando palabras como símbolo, como alegoría y atributo, y Mallarino recordaba mientras tanto un seminario sobre periodismo de opinión —un título pomposo y unos invitados grandilocuentes— donde le preguntaron qué cambiaría de su vida y él sólo acertó a pensar en su relación con Beatriz.
«Con el paso del tiempo, de estos cuarenta años que hoy son motivo de celebración», decía mientras tanto la ministra, «los dibujos del maestro Mallarino se han ido entristeciendo. Sus personajes se han endurecido. Su mirada se ha vuelto más intransigente, más crítica. Y sus caricaturas, en general, se han vuelto imprescindibles. Yo no imagino una vida sin la caricatura diaria de Javier Mallarino, pero tampoco me imagino un país que pueda darse el lujo de no tenerlo». Esto, admitió Mallarino, le había salido bonito: ¿quién le escribiría los discursos? «Y es por eso que hoy le hacemos este homenaje, un reconocimiento mínimo a un artista que se ha convertido en la conciencia crítica del país. Hoy le entregamos esta condecoración, la más alta que entrega nuestra patria, pero también le entregamos otra cosa, maestro: una pequeña sorpresa que tenemos para usted.» Detrás de la mesa, en el fondo del escenario, apareció de nuevo la pantalla blanca del principio, y sobre ella se iluminó una imagen: era la caricatura que Mallarino había hecho de sí mismo cuarenta años atrás, ese irónico autorretrato que le había servido para defenderse de una censura y para empezar su carrera en El Independiente. Pero allí, sobre la pantalla, la imagen llevaba un marco dentado, y sobre la cara barbada de Mallarino, a la altura de sus gafas, se leía un precio. Era una estampilla. «Maestro Mallarino», dijo la ministra: «acepte, por favor, el primer ejemplar de la nueva estampilla del correo nacional, para que de ahora en adelante las cartas que se franqueen en nuestras ciudades sean también un homenaje a su vida y a su obra». Y se apartó del micrófono y del atril y llegó hasta donde él estaba. Mallarino vio el pelo largo que rebotaba sobre los hombros, el pecho que se levantaba con la respiración nerviosa, la mano que soltaba un tintineo de pulseras delicadas al extenderle un marco negro. Por una vieja deformación, Mallarino identificó la moldura de madera, el vidrio mate y el cartón pluma. En el centro de un enorme espacio negro, profundo como el cielo nocturno, estaba la estampilla. Cambió de manos el marco y el aguacero de aplausos estalló por segunda vez. Mallarino registró un leve cosquilleo en la nuca y un movimiento en la boca del estómago. Al acercarse al atril con el escudo de Colombia, cuyos flancos sobresalientes se veían desde atrás como las orejas de un murciélago, se dio cuenta de que estaba emocionado.
«Cuarenta años», dijo, inclinando el cuerpo hacia el ojo de mosca del micrófono. «Cuarenta años y más de diez mil caricaturas. Y déjenme que les confiese una cosa: todavía no entiendo nada. O quizás es que las cosas no han cambiado tanto. En estos cuarenta años, se me ocurre ahora, hay por lo menos dos cosas que no han cambiado: primero, lo que nos preocupa; segundo, lo que nos hace reír. Eso sigue igual, sigue igual que hace cuarenta años, y mucho me temo que seguirá igual dentro de cuarenta años más. Las buenas caricaturas tienen una relación especial con el tiempo, con nuestro tiempo. Las buenas caricaturas buscan y encuentran la constante de una persona: aquello que nunca cambia, aquello que permanece y nos permite reconocer a quien no hemos visto en mil años. Aunque pasaran mil años, Tony Blair seguiría teniendo orejas grandes y Turbay un corbatín. Son rasgos que uno agradece. Cuando un político nuevo tiene uno de esos rasgos, uno inmediatamente piensa: que haga algo, por favor, que haga algo para que pueda usarlo, que no se pierda ese rasgo en la memoria del mundo. Uno piensa: por favor, que no sea honesto, que no sea prudente, que no sea buen político, porque entonces no lo podría utilizar con tanta frecuencia.» Se oyó un susurro de risas, delgado como el rumor previo al escándalo. «Claro, hay políticos que no tienen rasgos: son caras ausentes. Ellos son los más difíciles, porque hay que inventarlos, y entonces uno les hace un favor: no tienen personalidad, y yo les doy una. Deberían estarme agradecidos. No sé por qué, pero casi nunca lo están.» Una brusca carcajada burbujeó en el teatro. Mallarino esperó a que la sala regresara de nuevo al silencio respetuoso. «Casi nunca lo están, no. Pero uno se tiene que quitar de la cabeza la idea de que eso importa. Los grandes caricaturistas no esperan el aplauso de nadie, ni dibujan para conseguirlo: dibujan para molestar, para incomodar, para que los insulten. A mí me han insultado, me han amenazado, me han declarado persona non grata, me han prohibido la entrada a restaurantes, me han excomulgado. Y lo único que he dicho siempre, mi única respuesta a las quejas y a las agresiones, es así: las caricaturas pueden exagerar la realidad, pero no inventarla. Pueden distorsionar, pero nunca mentir.» Mallarino hizo una pausa teatral, esperó el aplauso y el aplauso llegó. Levantó entonces la cara, miró al gallinero y recordó haberlo ocupado antes, con dieciocho años, la primera vez que trajo a una novia al Colón (Un ballo in maschera, era la función que presentaban entonces), y luego bajó la mirada a la platea, buscando a Magdalena, queriendo ver en su cara la admiración que había visto alguna vez, esa admiración irrestricta que en otros tiempos fue su alimento y su objetivo, pero su mirada se quedó dando vueltas en el vacío como una polilla.
«¡No se muera nunca, Mallarino!», gritó una voz de mujer desde algún lugar de las primeras filas, quizás a su izquierda, y Mallarino salió de la ensoñación. La voz del grito era una voz madura, gastada por el cigarrillo acaso, acaso por toda una vida de gritar en teatros, y su tono perentorio fue recibido a carcajadas por el público. «¡Nunca!», gritó alguien desde atrás. Mallarino temió por un instante que el homenaje entero se convirtiera en un mitin político. «Ricardo Rendón, mi maestro», se apresuró a decir, «comparó una vez la caricatura con un aguijón, pero forrado de miel. Yo tengo esta frase en mi lugar de trabajo, más o menos como un marinero tiene una brújula. Un aguijón forrado de miel. La identidad del caricaturista depende de las medidas con que mezcle los dos ingredientes, pero los dos ingredientes siempre deben estar ahí. No hay caricatura sin aguijón, y no la hay sin miel. No hay caricatura si no hay subversión, porque toda imagen memorable de un político es por naturaleza subversiva: le quita su equilibrio al solemne y delata al impostor. Pero tampoco hay caricatura si no hay una sonrisa, aunque sea una sonrisa amarga, en la cara del lector…» Esto estaba diciendo Mallarino cuando su mirada náufraga se encontró con los ojos de Magdalena, con aquellas cejas delgadas que sólo se arqueaban así, así como ahora se arqueaban, cuando Magdalena estaba de verdad atenta: era una de esas mujeres que no pueden fingir interés, ni siquiera por coquetería. Una urgencia súbita lo invadió, un deseo brutal de bajar y estar con ella, oír la voz que no era de este mundo, hablar en susurros con el pasado. Mallarino frunció el ceño (otra vez el histrión, pensó, otra vez la representación de un papel) y acercó la boca al ojo de mosca del micrófono. «Quiero despedirme», dijo, «recordando una certeza que a menudo olvidamos: que la vida es el mejor caricaturista. La vida nos labra nuestra propia caricatura. Tienen ustedes, tenemos todos, la obligación de hacernos la mejor caricatura posible, de camuflar lo que no nos guste y exaltar lo que nos guste más. El buen entendedor sabrá que no hablo solamente de rasgos físicos, sino del misterioso rastro que deja la vida en nuestras facciones, ese paisaje moral, sí, no hay otra manera de llamarlo, ese paisaje moral que se va dibujando en nuestro rostro a medida que la vida pasa y nos vamos equivocando o teniendo aciertos, a medida que herimos a los demás o nos esforzamos por no hacerlo, a medida que mentimos y engañamos o persistimos, a veces a costa de grandes sacrificios, en la siempre difícil tarea de decir la verdad. Muchas gracias».
Los periódicos del día siguiente fueron un inventario de elogios trillados. APOTEOSIS EN EL COLÓN, tituló El Tiempo en su sección cultural, y El Espectador prefirió mandar el asunto a la primera página: JAVIER MALLARINO ENTRA EN LA HISTORIA, se leía allí, las palabras flotando sobre una foto en blanco y negro, de grano grueso y de contrastes fuertes, tomada en contrapicado por un buen estudiante de Orson Welles. Esto fue lo que dijo Mallarino: «Un buen estudiante de Orson Welles». Magdalena, cuyo rostro emergía sin prisas del sueño, los delicados músculos moviéndose y acomodándose en la frente y en los pómulos y en el rictus de la boca, llenándose de expresión como se llena de forma al secarse una máscara de yeso, miró la imagen de Mallarino hablando detrás del atril con los brazos abiertos hacia el teatro, y opinó que si el fotógrafo estaba pensando en Citizen Kane, el modelo estaba pensando en Titanic. Recostado en un desorden de almohadas, Mallarino sólo podía preguntarse qué había pasado para que acabaran aquí, en su casa de la montaña, amaneciendo juntos y desnudos en la misma cama como no lo hacían desde otras vidas, y guardando los dos un silencio cuidadoso: no el de la costumbre y la cotidianidad, sino el silencio aprensivo que se guarda para no romper —con una torpeza, con una pregunta inoportuna, con un sarcasmo— el frágil equilibrio de los reencuentros. ¿Era esto un reencuentro? La palabra le pesaba en la lengua, como un sabor atascado desde la última comida: no, no había que hablar de lo ocurrido, cometer ese error de principiantes. Hablaban de otras cosas: del trabajo de ella en la emisora universitaria, del programa musical que dirigía y presentaba desde hacía varios años, tan agradable porque no le tocaba nunca lidiar con los vivos, con sus vanidades y sus pretensiones. Magdalena grababa su programa en un estudio pequeño de paredes ocre, y en aquella soledad ficticia (porque del otro lado del cristal estaba el técnico, y detrás del técnico, el ruido del mundo) leía el texto que ella misma, muchas veces con ayuda de quienes sabían más, había redactado. Las historias de las canciones, de eso se trataba el programa de Magdalena: de contarle a la gente quiénes eran Jude o Michelle, qué desgracias había detrás de L’aigle noir, a qué fracaso matrimonial se refería Graceland. Todo esto lo contaba ahora con la boca escondida bajo la cobija blanca, protegiéndose del frío matutino. Era fría, la casa de la montaña: hubiera sido una inexactitud científica decir que estaban en el páramo, pero estaban cerca; si uno salía a caminar, los árboles altos iban desapareciendo y no era imposible toparse con algunos frailejones. A Mallarino, además, le gustaba la idea de vivir en esas alturas, y la usaba con frecuencia para impresionar a los incautos, aunque fuera exagerada: mi casa del páramo. Levantó la cobija para espiar el cuerpo de Magdalena, y ella dio una palmada que hizo volar una pluma diminuta por los aires.
«No me jodas», dijo, «que me tengo que ir».
Todo era extraño: era extraño, como primera medida, que Magdalena reconociera lo extraño que era todo, que lo entendiera de la misma forma o pareciera entenderlo, y era extraño también el peso de su cuerpo sobre esta cama, distinto al de otros cuerpos y curiosamente suyo, y era extraña la familiaridad, la insolente familiaridad que sentían a pesar de tantos años de no estar juntos, y era extraña, en particular, la capacidad que tenía Mallarino de anticiparse a los movimientos de Magdalena. «Hoy tengo un día terrible», dijo ella, «pero veámonos mañana, ¿quieres? Te invito a almorzar en el centro, para que no pierdas la costumbre». «Al centro no», dijo Mallarino. «A los de la montaña nos lloran los ojos.» «Qué flojo», dijo Magdalena. «Un poquito de contaminación, eso no le hace mal a nadie.» Y luego: «¿Me recoges en la emisora?»
Y luego: «Digamos a la una». Mallarino dijo que estaba bien, que almorzarían mañana en el centro, que la recogería a la una en la emisora, que un poco de contaminación no le hace daño a nadie, y al mismo tiempo estaba lanzando predicciones privadas: ahora se acostará de lado, dándole la espalda, mirando a ninguna parte, y ahora saldrá de la cama en un solo movimiento diestro, un deslizarse hacia fuera que ni siquiera pasa por sentarse en el borde y desperezarse, y ahora caminará hasta el baño sin mirar atrás, o más bien dejándose mirar, segura de que Mallarino la miraría como la miraba ahora, comparando su cuerpo con el que había conocido años atrás y viendo las estrías de las caderas y las sombras de las nalgas y teniéndoles celos, porque las sombras y las estrías no eran sombras y estrías, sino mensajeros de todo lo que había sucedido en su ausencia: todo lo que Mallarino se había perdido. La noche anterior había sido como hacer el amor con una memoria, con la memoria de una mujer, y no con la mujer presente, igual que seguimos sintiendo, después de pisar una piedra con el pie desnudo, la forma de la piedra en el arco del pie. Eso era Magdalena: una piedra en su pie desnudo. La vio encerrarse en el baño y supo (un saber incómodo y a la vez tan satisfactorio) que no volvería a salir en un buen cuarto de hora. Y encontrándose allí, frente a un ventanal por donde ya entraban los bosques húmedos, rodeado de los periódicos que daban la noticia de su triunfo y esperando a que su mujer recuperada volviera junto a él, Mallarino sintió un raro sosiego. Se preguntó si era eso lo que sentía la gente feliz, y estuvo seguro de que así era unas horas más tarde, después de que Magdalena se hubiera despedido con un beso en la boca y él se hubiera quedado trabajando en la caricatura siguiente, cuando ladraron los perros y zumbó el timbre de la entrada y Mallarino se encontró con la periodista joven de la noche anterior, la que le había pedido una entrevista para un blog de nombre desconocido, y al hacerla seguir a la sala y ofrecerle una bebida se dio cuenta, no sin sorpresa, de que no tenía la más mínima intención de seducirla.
Se llamaba Samanta Leal. La noche anterior, durante el coctel que se había ofrecido en el bar del Teatro Colón para brindar por Mallarino y su condecoración, se le había acercado, una entre decenas, para pedirle que le autografiara el último de sus libros. Lo traía todavía cubierto por ese plástico antipático que tienen los libros en Colombia y que parece diseñado sólo para desanimar al lector y humillar al autor que, como Mallarino, intente abrirlo para escribir una dedicatoria. Mallarino, sus dedos húmedos por el rocío del vaso de whisky, fracasó estrepitosamente en la tarea; cuando la interesada le quitó el libro con ambas manos y se lo llevó a la boca y mordió una esquina del plástico, Mallarino se fijó en los largos dedos sin anillos y luego en los labios entreabiertos y luego en los dientes que mordían y luego en la boca entera, que se hacía un lío con el trozo desprendido y trataba de escupirlo educadamente con movimientos cómicos de una lengua muy rosada (Mallarino pensó: una lengua de niña). Debía de ser la emoción del momento, pero todo le pareció tan sensual, tan concreto, que se fijó especialmente en el nombre de la joven al escribir. «Para Samanta Leal», dijo, pronunciando las eles con cuidado, como para retenerlas, como si fueran a escaparse. «¿Qué quiere que le ponga?» «No sé», dijo ella, «ponga lo que quiera». Y él escribió: Para Samanta Leal: lo que quiera. Nada de lo que ocurriría con Magdalena había comenzado todavía —ella lo había felicitado cariñosamente, pero luego se había sentado en una silla de terciopelo rojo y se reía a carcajadas con un escritor costeño—, y Mallarino se sentía libre de fantasear con una treintañera atractiva y de actuar sobre esas fantasías. Ella leyó la dedicatoria; en lugar de dar las gracias y despedirse, frunció los labios de una forma que a Mallarino le hizo pensar en una fresa recién lavada. «Pues lo que quiero», lo sorprendió Samanta Leal, «es una entrevista». Balbuceó el nombre del medio, una palabra inglesa, fea y llena de consonantes; él dijo que no sabía nada de blogs, que no le gustaban y no los leía, y que más bien le generaban desconfianza. Si a pesar de todo eso ella seguía interesada, la esperaba en su casa mañana, a las tres en punto de la tarde, para que hiciera lo que pudiera hacer en cuarenta y cinco minutos y luego lo dejara libre de volver al trabajo.
Y ahora estaba aquí, la tal Samanta Leal. Llevaba unas medias de lana verde, una falda gris que no le llegaba a las rodillas y una blusa blanca, lisa como un lienzo de Malevich, cuyo único adorno era el cambio de relieve del lugar donde comenzaba el brasier. Los ojos que habían sido oscuros la noche anterior, bajo las tenues lámparas del bar, eran ahora verdes, y se abrían generosamente para escrutar las paredes con esa mezcla de embeleso y decepción con que se observan los lugares de quienes admiramos. Había algo impaciente en su manera de sentarse y cruzar la pierna, una cierta intranquilidad, una electricidad incómoda; y cuando empezó a hacer preguntas sueltas (¿desde cuándo vivía en esta casa?, ¿por qué había decidido irse de Bogotá?), Mallarino pensó lo mismo que había pensado antes: que la entrevista era un pretexto. Con el tiempo había aprendido a reconocer las dobles intenciones de quienes se le acercaban: la entrevista, la dedicatoria, la breve conversación, sólo eran una estrategia idónea para fines muy distintos: una recomendación para conseguir trabajo, el favor de que dejara en paz a algún político, el sexo. Se divirtió (pero era una diversión consternada) haciendo apuestas consigo mismo sobre Samanta Leal y el desenlace de esta visita, sus diversos grados de desnudez o vergüenza. La joven hacía preguntas, y el desorden, la ausencia de método, no era el único de sus rasgos que parecía un doblez: en la calma de su casa de la montaña, el acento de Samanta Leal le revelaba a Mallarino músicas insólitas que la noche anterior no le había sido posible notar. Ella miraba las paredes y él la miraba mirar, viendo su propia casa a través de aquellos ojos extrañados, descubriendo, al tiempo que los descubría ella, los sapos vestidos de Débora Arango, el cuadro rojo de Santiago Cárdenas o un paisaje de Ariza, entre boyacense y japonés. La miraba y buscaba en su rostro emoción o sorpresa, pero nada de eso encontraba: Samanta Leal recorría los cuadros como viendo una ausencia, como si entre ellos faltara el que le interesaba realmente. «Fue en 1982», dijo Mallarino. «Me cansé de Bogotá, simplemente, me cansé de muchas cosas. Compré esta casa y dos perros, dos pastores alemanes, un macho y una hembra, que luego tuvieron a los que hay ahora. Los del lucero en la frente, todos igualitos. Claro que no están todos: me quedé con dos y a los demás los vendí, comen por veinte y los míos son como caballos de grandes, no sé si los haya visto.» Samanta Leal dijo que sí, que los había visto y les había tenido un poco de miedo, la verdad. «No, miedo no», dijo Mallarino. «No escriba esto en su entrevista, pero mis perros son de lo más cobarde que existe: no sirven para cuidar nada.» Y Samanta: «No lo escribo. Prometido. ¿1982, me dice?» Y Mallarino: «Sí, eso. 1982, como a mediados. Hace frío, pero es que a mí me gusta el frío. El páramo comienza aquí cerca, ¿sabe? Uno sube un poco por la montaña y ahí comienza».
Samanta había sacado tres cosas de su cartera aguamarina: un encendedor de aluminio opaco, una libreta de bolsillo y una pluma del mismo color que la cartera. Puso el encendedor sobre la mesa, y Mallarino comprendió que no era un encendedor, sino una diminuta grabadora digital. Hizo algún comentario al respecto —«en mi época sólo se tomaban notas», quizás, o quizás «ya los periodistas no confían en su memoria»—, y Samanta le preguntó cómo se llevaba con la tecnología, si acostumbraba usar ayudas digitales. «Nunca», dijo Mallarino. «No me gustan. Ni siquiera corrijo digitalmente, que es algo que hacen muchos. Yo no. Yo dibujo a mano, y lo que sale, sale. Las ayudas digitales hacen que todo se vuelva aburrido, predecible, monótono. Uno puede aburrirse en este oficio, señorita, y tiene que inventarse trucos para que eso no pase. Por ejemplo, yo a veces me pongo retos: hacer toda una caricatura sin levantar la mano del papel, o dibujar al fondo, detrás de la escena principal, una reproducción en miniatura de una obra maestra. La gente no se pregunta por qué detrás de Chávez está un Rembrandt o un Rafael… Así que no, no me venga con tecnologías. Eso no es para mí.»
«¿Y para mandarlas?»
«¿Para mandarlas qué?»
«¿No usa un computador?»
«No tengo computador. No uso internet, no tengo correo electrónico. ¿No lo sabía? Soy famoso por eso: absurdamente famoso, si quiere que le diga mi opinión. Yo no veo qué tiene esto de raro. Tengo seis o siete suscripciones en tres lenguas: un montón de papel que nunca termino de leer del todo. Con eso y la televisión me basta para mantenerme informado. Tengo cable, eso sí, tengo más canales de noticias de los que necesito, y puedo incluso poner pausa para verle mejor la cara a alguien.»
«¿Pero cómo las manda, entonces? ¿Cómo manda las caricaturas?»
«Al principio las llevaba yo, claro. Luego comencé a usar el fax, lo usé durante años. Ahora lo uso para comunicarme con la gente. Ese aparato es mi correo personal: si usted quiere escribirme, lo hace por fax, y yo le contesto por fax. Es muy simple. Pero antes lo usaba para mandar las caricaturas. No funcionó. Se quebraba la línea, ¿sabe? Los amigos llamaban preocupados: “¿Estás enfermo, te pasa algo? Se te está quebrando la línea”. Ahí empezaron a recogerlas.»
«¿Quiénes?»
«El periódico manda un mensajero. Siempre ha habido un mensajero que va por la ciudad recogiendo y llevando papeles, y a eso le dicen la Chiva. Y cuando viene a recoger mi dibujo, le dicen la Chiva de Mallarino.»
«Pero usted vive lejos», dijo Samanta. «Hay que cruzar toda la ciudad. ¿Y hasta aquí vienen?»
«Son muy amables», dijo Mallarino.
«Lo consienten mucho», dijo Samanta.
«Supongo que sí», dijo Mallarino.
«Debe ser que usted es importante», dijo Samanta con una sonrisa.
«Debe ser.»
«¿Y qué se siente?»
«Qué se siente qué.»
«Ser importante. Ser la conciencia de un país.»
«Mire», dijo Mallarino, «vivimos tiempos desorientados. Nuestros líderes no están liderando nada, y mucho menos están contándonos qué es lo que pasa. Ahí entro yo. Le cuento a la gente lo que pasa. Lo importante en nuestra sociedad no es lo que pasa, sino quién cuenta lo que pasa. ¿Vamos a dejar que sólo nos lo cuenten los políticos? Sería un suicidio, un suicidio nacional. No, no podemos confiar en ellos, no podemos quedarnos con su versión. Nos toca buscar otra versión, la de otra gente con otros intereses: la de los humanistas. Eso es lo que yo soy: un humanista. No soy un chistógrafo. No soy un pintamonos. Soy un dibujante satírico. Eso tiene sus riesgos también, por supuesto. El riesgo del dibujo es convertirse en analgésico social: las cosas dibujadas se vuelven más comprensibles, más asimilables. Nos duele menos enfrentarlas. Yo no quisiera que mis dibujos hicieran eso, claro que no. Pero no sé si se pueda evitar».
Samanta recibía diligentemente el dictado. Mallarino la veía copiar en su libreta y repasar con los ojos lo escrito, esos ojos grandes incluso bajo el techo del ceño grave. «¿Podemos pasar a su estudio?», preguntó ella, y Mallarino asintió. Le indicó un corredor oscurecido y, al fondo del corredor, unas escaleras de madera encerada; la dejó avanzar primero, en parte por caballerosidad, en parte para buscar en su falda las formas de su cuerpo cuando comenzara a subir los peldaños. Mallarino había dado muchas entrevistas en los últimos tiempos, pero esta vez, por alguna razón, era distinta: esta vez quería hablar. Se sentía locuaz, comunicativo, abierto y dispuesto a dejarse ver. Quizás era la impresión reciente de su noche con Magdalena, o quizás la noción de que la vida, a partir de esta mañana, era una vida distinta, pero de repente se había puesto a contar anécdotas, a hacer lo que nunca hacía: hablar de sí mismo. Habló del día en que un alcalde cambió de opinión después de terminado un dibujo, y Mallarino resolvió el asunto dibujando otro globo con cuatro palabras cortas: O tal vez no. Habló del empresario que lo llamó una vez a pedirle que dejara de dibujarlo como era antes: ya se había cambiado las gafas ridículas, ya se había corregido la dentadura protuberante, pero Mallarino lo seguía dibujando igual: ¿no era una injusticia? «Una vez no se me ocurrió nada», dijo Mallarino. «Es raro, pero pasa. Me pinté a mí mismo con la taza de café, con el papel en blanco y un globo con el bombillo de las ideas totalmente apagado. Mandé una nota al editor que decía: mire, no se me ocurrió nada. Tengo que entregar una caricatura y no se me ocurre nada. Lo siento. Usted verá si la publica o qué. La caricatura se publicó. Al día siguiente empecé a recibir llamadas de felicitaciones. Todo el mundo me felicitaba. Resulta que el día antes de la caricatura hubo un apagón gravísimo en uno de los barrios más pobres de Medellín. La caricatura se interpretó como crítica: la indolencia de la Administración, etcétera. Yo nunca los desengañé.»
Habían llegado al estudio. La luz de la tarde entraba por la ventana que daba a la ciudad, esa luz untada de bruma, de humos sucios, como si llegara cansada del otro lado de la sabana. «El centro de creación», dijo Samanta Leal, deteniéndose en medio del cuarto, justo debajo de una claraboya que le derramaba encima aquella luz ya escasa, y girando sobre sí misma, triste cariátide extraviada, para devorar con los ojos el archivador de juzgado, gris y metálico y sonoro, que vigilaba la habitación desde una esquina, y luego la repisa de los instrumentos, la silla hidráulica y la mesa de trabajo, un tablón de madera con veintidós grados precisos de pendiente que se recostaba como una rampa para subir a una pared de corcho, o para que de la pared de corcho bajaran, como por un tobogán, los recortes de noticias, los bocetos, las listas de cosas por hacer y las fotos de las figuras públicas del momento, víctimas o beneficiarios (sobre todo víctimas) de las caricaturas. «¿Puede prender la luz?», preguntó Samanta. «Ya no se ve nada.» Solícito (pero por qué tanto, por qué con tanto entusiasmo), Mallarino buscó el interruptor; dos lámparas de luz halógena se encendieron en el techo y una pared atiborrada de marcos apareció de la nada. «Es mi altar», dijo Mallarino. «Yo trabajo mirando a la pared de corcho: ahí está mi tarea diaria, lo que estoy haciendo en el momento. Pero cuando las cosas se ponen jodidas, cuando empiezo a preguntarme por qué carajos me metí en esto, o cuando la realidad se pone tan cochina que es como si no se mereciera ni un dibujo… entonces vengo y me paro aquí, frente a esta pared. Un par de minutos, eso es suficiente. Es como la confesión para un católico, me imagino. Todos estos son mis curas personales, los que me oyen, los que me dan consejo. ¿Quiere que le explique?»
Pero ella no le respondió. «¿Quiere que le explique esta pared, señorita?», insistió Mallarino, pero Samanta había dejado de mirarlo y tomar notas, y su expresión ya no era diligente y atenta, sino que había adquirido de repente una expresión concentrada y a la vez vacía, como la de un loco. «Ah, sí», se le oyó decir para nadie, «aquí está». Fueron cuatro palabras, o más bien tres palabras y una interjección, y nadie las hubiera creído capaces de inaugurar con su sola fuerza una noche tan larga. Veinticuatro horas después, recordando ese instante preciso, él admiraría la compostura con que Samanta caminó hasta la pared para mirar más de cerca una de las ilustraciones, como si hubiera descubierto a un caricaturista nuevo en lugar de estar asomándose al despeñadero de su desgracia. Mallarino supo que ya no le hablaría de Ricardo Rendón ni discutiría con ella lo del aguijón forrado de miel, que ya no le explicaría el dibujo de James Gillray donde Napoleón corta un buen trozo del pastel de Europa, que ya no le enseñaría las cabezas grotescas de Da Vinci ni mencionaría a Porta y a Lavater, para quienes el carácter de un hombre puede encontrarse en la estructura de su cara. Lo supo, lo supo con toda convicción, cuando la vio darse la vuelta allí, frente a la imagen del rey Louis-Philippe como la dibujó Daumier en 1834. En aquella cabeza con forma de pera cabían, milagrosamente, tres rostros: uno joven y contento, otro pálido y amargado, otro ensombrecido y triste. El conjunto era grotesco, algo que nadie quisiera encontrarse por sorpresa en mitad de la noche. Y en lugar de preguntar quién era el caricaturista o quién el pobre caricaturizado, en lugar de aceptar explicaciones sobre la forma de la cabeza y la triple expresión del rostro, Samanta comenzó a decir con voz cansina que la disculpara, señor Mallarino, que hasta ahora le había estado mintiendo y toda esta visita era una gran impostura, pues ella no era periodista, ni le interesaba entrevistarlo, ni era su admiradora, pero había tenido que inventar la mentira entera, la falsa identidad y el interés fingido, para entrar en esta casa y recorrerla y buscar en ella la cabeza rara que había visto una sola vez con anterioridad, muchos años atrás, cuando era niña y su vida estaba hecha de certezas, cuando era niña y tenía toda la vida por delante.