Lo peor de todo no son las horas perdidas, ni el tiempo por detrás y por delante, lo peor son esos espantosos crucifijos hechos con pinzas para la ropa. Primero se recorta un cartón en forma de cruz y después se van pegando las pinzas encima. Hay que sacar el muelle y separar las dos tablitas y pegarlas luego con mucho cuidado, una para arriba y una para abajo. Al final se le da el barniz para que brille bien y parezca algo. También están los cubiletes para plumas y lapiceros, pero los crucifijos son mucho más feos.
Jorge Maíz le puso mucho amor a su elefante de escayola, después Paco Arce y yo lo pisoteamos hasta que sólo quedaron migas de escayola. Afortunadamente, T no sabe nada de esto.
Juan Carlos Peña Enano se empeñó en contarle a todo el mundo que me había cagado en el primer curso, lo cual, por otro lado, era casi cierto. Aunque, como es lógico, yo lo había negado rotundamente. Como él seguía, que si Elder se cagó, Elder soy yo, que si Elder nos apestó la clase más de un mes, no tuve más remedio que agarrar uno de los crucifijos de pinzas barnizadas y partírselo en la cabeza. Don Humberto me dio a elegir entre una torta y un castigo. Elegí la torta y me llevé las dos cosas. No me pregunten por qué. Las tortas de don Humberto dolían, pero no más que caerse en el patio y darse con las narices en el cemento. Los castigos eran más pesados porque tenías que estar dos o tres horas copiando páginas del libro de lecturas. En el primer curso era el libro de Pandora y la caja de los vientos; Pandora abría la caja en la segunda página y se pasaba después todo el año buscando sus vientos. En el segundo curso era el del Payaso Panocha. Todavía peor que Pandora, y peor aún que caerse en el patio y darse con la nariz contra el suelo. Los payasos son la segunda cosa más insoportable del mundo: disfraces de payaso, canciones de payasos, cuentos de payasos, películas de payasos y sobre todo cuadros de payasos.
Leí en el periódico que una señora se había muerto por llevar un pollo congelado en la cabeza. Resulta que la señora robaba y robaba y lo escondía todo debajo del sombrero. Tenía ya bastante práctica con esto pero nunca lo había intentado con los congelados. Por eso se murió, porque el pollo le congeló el cerebro. En algunas películas se muere la gente y en otras no. A mí me gustan las que tienen muertos y gente odiándose a conciencia los unos a los otros.
Dicen que en América se puso de moda tener un caimán. Así que todo el mundo tenía uno. Los metían en la bañera o en un armario, no sé, el caso es que cuando se pasó la moda se pusieron a tirar los caimanes por la alcantarilla y ahora están todos allí abajo haciéndose grandes como monstruos, dispuestos a salir un buen día a comerse a media América.
Lo de la cagada en el primer curso tiene su origen en un fuerte laxante que mi madre andaba experimentando conmigo, de modo que yo apenas tengo culpa de nada. Además, bastante mal lo pasé en su día como para andar ahora acordándome. Los tíos como Peña Enano van siempre detrás de la mierda ajena y así nunca se enteran de cómo les apesta el culo.
Las madres te ponen una camiseta de algodón y después un jersey de cuello de cisne y después una chaqueta de lana y después un abrigo y después un verdugo. Las madres no saben que a veces uno necesita moverse y por eso te aplastan con toda la ropa que encuentran por casa.
Los jerseys de cuello de cisne son una de las tres cosas más desagradables del mundo. Nacho Alverola era un niño simpático que no sabía nunca qué era lo que tenía que hacer para caerle bien a la gente. Con los años se hizo ladrón y acabó en Carabanchel. Me lo contó un cura que habíamos tenido en clase y que sabía dibujar el mapa de Israel con los ojos cerrados. A mí los curas me dan cien patadas en el estómago, porque hablan mucho y con razón. Si se te muere alguien te dicen que a ver si te alegras porque ya está con Dios y a mí eso me parece una memez.
Por mucho que te abrigue tu madre, el sudor de los niños no es como el de los hombres, es más como agua tibia. Las cosas en general van siendo peores según creces, por eso resulta especialmente cruel que te amarguen la vida de pequeño, cuando aún tienes posibilidades. Los hombres se vuelven repugnantes con la edad, van empeorando año tras año hasta convertirse en viejos babosos. Mi tío Manolo era un viejo limpio y guapo, creo que mi padre también va a ser uno de ésos.
Cuando era pequeño quería estar una semana o un mes sin decir ni palabra, pero luego no conseguía estar más de una hora con la boca cerrada. Cuando era pequeño me enfadaba muchísimo. Ahora me enfado menos y sin tanto empeño. Si me preguntaban en clase me ponía colorado como un tomate. También si alguien se metía conmigo o si se me acercaba alguna chica. Por eso andaba todo el día pegándome. El colegio es un sitio horrible y sólo hay una manera de que no te toquen demasiado las narices: a tortas. Si no eres capaz de pegar a nadie estás perdido, ser el mierda de la clase es casi tan malo como ser el gordo o el marica. Si yo hubiese sido el gordo de la clase, ahora estaría encerrado en un supermercado disparando con una recortada sobre todas las madres y sus hijos y los empleados de mantenimiento sin compasión ninguna.
Para ser un «as» de la Luftwaffe había que superar los cien derribos. Cuando comenzó la guerra, en el 39, Werner Molders contaba ya 14 aviones abatidos en Brunete, Zaragoza y Madrid. Al final de la guerra, en 1945, el mayor Erich Hartmann había alcanzado los 352 derribos a bordo de un Messerschmitt ME-262.
Los pilotos aliados no llegaron a tanto; el surafricano Pattle era el primero de la lista con 51 derribos, seguido del norteamericano Richard con 40. Entre los japoneses destacan los 87 aviones derribados por el alférez de navío Hiroyoshi Nishizawa.
Cuando tenía doce años me compré quinientas pelotas de golf. Yo no juego al golf y ni siquiera me gusta verlo por televisión, pero es que me las vendieron a precio de ganga y pensé que aquello podía ser un gran negocio. Cuando cumplí trece años todavía me quedaban cuatrocientas ochenta y cinco pelotas. Entre los trece y los catorce vendí sólo diez más. Cuando dejé el colegio, con dieciocho años, me quedaban cuatrocientas treinta y ocho. En mi clase había tíos con escopetas de aire comprimido, tíos con bicicletas de campo y hasta tíos con ciclomotores de 75 centímetros cúbicos, pero yo era el único que tenía cuatrocientas treinta y ocho pelotas de golf metidas en una caja. Wild Bill Hickcok se enfrentó con cinco pistoleros contando sólo con su colt de seis tiros, a plena luz del día y en mitad de una calle ancha donde no había forma de esconderse. Tres de los pistoleros murieron antes de desenfundar y los otros dos cayeron heridos con las armas en la mano, pero sin haber hecho un solo disparo. A lo mejor Hickcok fue el más rápido al norte del río Grande, pero a lo mejor fue Wyatt Earp. Nunca he estado muy seguro.
Mi tío Paco tenía una Astra pero no salía con ella a la calle, le bastaba con su bastón estoque para mantener a raya a todos los indeseables.
Un día T recogió un perro abandonado y se lo trajo a casa. Al principio era un perro simpático y cariñoso, pero luego le salió una polla gigante como la de un caballo y andaba todo el día detrás nuestro tratando de empalarnos, así que no tuvimos más remedio que llevarlo a un albergue para perros porque al final no nos atrevíamos a salir de nuestro cuarto por miedo a que el monstruo aquel nos sodomizara.
De alguna manera todo lo que pueda contar va a sonar extraño, porque la verdad es que odio los detalles, me aburren. Podría decir que me duelen.
Yo nací en la casa de El Plantío, que era una casa grande con cinco plantas. Mi hermano Fran nació en la casa de la calle Lanuza, que era mucho más pequeña. M nació en Caracas. Mi abuelo se fue a Venezuela después de fracasar en un insensato negocio en el que se había metido aconsejado por sus socios. Mi abuela lloró mucho y entonces mi abuelo pensó que lo mejor sería probar suerte en Venezuela. Mi madre vivió primero en Maracaibo y después en Caracas. No sé gran cosa acerca de mi abuelo porque murió cuando yo todavía era muy pequeño. Le pasó un camión por encima.
M está enfermo y creo que lo ha estado siempre. Fran y yo estamos bien. Yo tenía una novia a la que ahora llamo T, por si lee esto y se enfada. T ya se ha ido, me refiero a que ya no es mi novia. Nunca he tenido otra novia y a lo mejor nunca vuelvo a tenerla.
Fran y yo dormíamos en el mismo cuarto, teníamos dos camas y las cambiábamos de sitio una vez al mes para no aburrirnos. M dormía solo en otra habitación. M tiene seis años más que Fran y siete y medio más que yo. Salió de Caracas cuando tenía once meses, así que no se acuerda de Venezuela. Tampoco está moreno ni nada por el estilo.
En mi clase había cuarenta y dos niños. Veintiún niños a cada lado y un pasillo en medio. A veces estábamos sentados en filas de seis, otras veces en filas de cinco o de siete. Lorena Rollo, Nuria Corredera, Benito Marín, Roberto Gálvez y Julio Molla estaban siempre en la primera fila. Me imagino que nos superaban al resto en entusiasmo. Paquito de Ribera, el niño cagón, y yo nos sentábamos detrás, más allá de las ventanas, alejados de las corrientes de aire.
Mi mejor amigo de todos los del colegio y de todos los del mundo era Javier Baigorri. Baigorri y yo salíamos todas las tardes a beber. Bebíamos cerveza, vino y ron de caña que él traía de Puerto Rico. Baigorri había nacido en Puerto Rico y sabía bailar merengue y beber ron. Se reía tan fuerte y con tantas ganas que parecía que fuese a partirse en dos.
Estuvimos cuatro o cinco años juntos pero después se volvió a Puerto Rico y se acabó lo bueno. Todavía me acuerdo mucho de él cuando escucho a Rubén Blades, a Willie Colón o a Celia Cruz.
A Javier Baigorri todo le hacía gracia, aunque fuese la cosa más tonta, de la que nadie se ríe. Si le suspendían, se tronchaba de risa y si no le suspendían, también.
Tenía un hermano que se llamaba Alfonso y que se alistó en la Marina de los Estados Unidos.
Si vives en Puerto Rico tienes que andar con cuidado porque de pronto llega un ciclón y te barre del mapa. Como suena, te barre del mapa y nadie, ni tu mejor amigo, vuelve a saber nada de ti.
Mi madre vivió en Maracaibo y en Caracas. M nació en Caracas, pero era muy pequeño cuando salió de allí, así que no se acuerda de nada. En el Caribe puedes estar bañándote en el mar, tan tranquilo, y de pronto llega un tiburón y te come una pierna. Puede parecer exagerado pero es verdad. Un tiburón puede comerte una pierna o puede comerte entero, eso depende del hambre que tenga.
Lo importante no es ir muy rápido, sino ir en la dirección adecuada. Las defensas se mueven en línea, por eso Antonio Álvarez Cedrón Hernández se queda siempre a un paso del fuera de juego, porque sabe entrar por el lado bueno. No es nada fácil. En el tercer curso ya me las había visto con uno de esos porteros inmensos que se pasan el partido pensando en morderte una oreja. Se llamaba Iván Bernaldo de Quirós Uget, comía pegamento y tinta y batía el récord de croquetas todas las semanas. El récord del primer turno. En el segundo turno, Alfonso Torrubias no tenía competencia. En el colegio había muchos récords. Iván Bernaldo de Quirós Uget se comía treinta y seis croquetas. Alfonso Torrubias se comía cincuenta croquetas. Alvaro Torres corría los cien en 11,30. Marta Lastra tenía las tetas más grandes. Juan José de la Llave podía darse diez cabezazos contra el suelo. Peña Enano podía darle tres veces con la nariz y Pedro Cimadevilla Nebreda tenía una polla de veinticinco centímetros, aunque esto último no lo vi, así que no pondría la mano en el fuego. En cualquier caso, siempre he tratado de no pensar mucho en ello.
Cuando me picaban los pantalones de franela me dejaba el pijama debajo. A veces se me veía un poco y me ponía rojo, pero es que no soporto que me piquen los pantalones.
Enfrente de mi casa vivían dos franceses, una francesa y un francés. Estaban casados a pesar de que él era diez veces más mayor y más feo que ella. El francés tenía pelos en las manos y la francesa era bonita como una princesa de cuento. Algunos días el animal del francés le atizaba con la mano abierta y a veces también con el puño cerrado. Lo sé porque la francesa y mi madre eran buenas amigas. Ella se lo contaba a mi madre y mi madre me lo contaba a mí. Fran me dejaba dos calles de ventaja y aún así me meaba, corría como cien o doscientas veces más que yo. Yo le meaba jugando a las cartas porque había escondido espejos en la enredadera y le veía la jugada.
M se intentó suicidar una docena de veces, pero no le ponía muchas ganas. Al principio era como un juego, pero luego se fue complicando con los hospitales y los internados. A mamá, a papá y a Fran y a mí nos hubiese gustado que las cosas se arreglaran pero no hubo manera.
JOHN FITZGERALD KENNEDY fue el 35.º presidente de los Estados Unidos. Nació en mayo de 1917, triunfó en las elecciones presidenciales de 1960 y murió asesinado en Dallas (Texas) el 22 de noviembre de 1963. Dijo: «Protegemos al pueblo y su independencia».
NGUYEN VAN THIEU. Era el presidente electo del denominado gobierno títere de la República de Vietnam del Sur. Dijo: «Los americanos nunca nos abandonarán».
NGUYEN CAO KY era el vicepresidente de Vietnam del Sur. Según mi libro, se caracterizó por su inmadurez política y por ser más amigo de lucir a su bella esposa en los cócteles oficiales que de frecuentar los pasillos parlamentarios. Su frase favorita era: «Hay que vivir». Eso está bien.
HO CHI-MINH: fue presidente de Vietnam del Norte. Legendario guerrero, se le conocía como «tío HO». Dijo: «Ciertamente, nuestro pueblo vencerá y nuestro país tendrá el insigne honor de ser una pequeña nación que habrá vencido a dos imperialismos: el francés y el norteamericano».
LYNDON B. JOHNSON nació en Texas, ocupó la Casa Blanca después de la muerte de John F. Kennedy y dijo: «Sólo Dios sabe cuántas vidas nos costará esta guerra».
ROBERT FITZGERALD KENNEDY era el hermano de John y también se lo cargaron. Dijo: «Continuaré en Vietnam la política de mi hermano».
RICHARD NIXON primero perdió la guerra y después todo lo demás; aún y así dijo: «Hemos conseguido una paz con Honor».
Sé un montón de cosas sobre la guerra de Vietnam, las leí en Vietnam no era una fiesta. El primer soldado americano que murió se llamaba Thomas Davis. Fue el día 22 de diciembre de 1961. En 1973 los Estados Unidos se retiraron de la contienda.
Era un libro estupendo. Lo tuve mucho tiempo, pero después se me perdió. Lo busqué por todas partes y le pregunté a todo el mundo, pero no apareció.
Aquí murió Sid, Nancy se desangraba en el baño mientras Sid ponía cara de imbécil y se sentaba en la cama a esperar. La ventana estaba abierta y el aire le daba a Sid en la cara de imbécil y esperaba. Pero Sid no se murió entonces, ni siquiera murió aquí, bueno, un poco sí, tenía la navaja en las manos y las manos y los brazos y las piernas llenas de sangre, pero no era sangre suya, era sangre de Nancy, que llevaba todo el santo día allí y toda la noche. A Sid no se le vio después de eso, en el mismo hotel habían vivido Arthur Miller y Dylan Thomas. Como habían estado andando todo el día arriba y abajo por toda la ciudad de Nueva York sin sacar nada, nada de nada, estaban verdaderamente cansados, llevaban al menos una semana dentro sin salir y Nancy se había puesto histérica, más que nunca, y movía su pesado culo y sus piernas plagadas de cardenales por toda la habitación, así que no era el día anterior sino una semana después de que en la calle nadie vendiese nada, lo cual es algo de locos, algo que no había por donde agarrarlo y por eso Nancy le dio por morirse y no por otra cosa. Luego se murió Sid, en otro sitio, por el setenta y nueve, aunque lo cierto es que Sid no tocaba muy bien el bajo, lo tocaba fatal, eso sí, de cuando en cuando le escribía a su madre:
«Querida mamá, estoy estupendamente bien, América es un país muy grande, más grande que ningún otro, al menos que yo sepa. La gente me quiere y me dice cosas buenas que apunto para no olvidarme. Volveré pronto. Te quiere, Sidney».
Yo tenía mis cosas preparadas, la ropa, los libros y las botas de tacos hacía horas. Mi madre gritaba como una loca y a mí me importaba bien poco porque desde la expulsión me había preparado para esto y para más. Mi padre no era mucho más alto que yo, casi ni un palmo; cuando él hablaba yo me miraba los pies. Lo tenía todo listo para irme y el ruido no conseguía distraerme.
A mí me expulsaron porque a Juan José de la Llave le dio por robarme la merienda. Cogía mi merienda con sus manazas de gordo asqueroso, se la metía en su boca de gordo asqueroso y masticaba deprisa hasta que caía en su gran barriga de gordo asqueroso. Así todo el trimestre. Hasta que se me hincharon las narices y le tiré una silla a la cabeza. No era una silla muy pesada, era una silla de resina de plástico, pero al final de la contienda Juan José de la Llave tenía una brecha de cinco centímetros en la cabeza. Tenía mi merienda y tenía su brecha. Ésa es mi idea acerca de cómo se deben equilibrar las cosas. Para los chicos del primer turno de recreo era un héroe porque al fin podían comerse sus meriendas. Para el director era poco menos que un asesino. Me dijo que me faltaba mucho para ser una buena persona. Pero es que cuando eres pequeño lo último que necesitas es ser buena persona. Cuando eres pequeño piensas que aún te quedan posibilidades de convertirte en un verdadero hijo de puta, así que intentas aprovecharlas. Tal y como lo veo, un verdadero hijo de puta es un tío que mantiene a raya a los memos del segundo turno de recreo y no un pedazo de mierda que se pasa el día asustando a los niños chicos y robándoles sus meriendas.
Cuando eres niño no quieres ser buena persona por nada del mundo, quieres tumbar a los pesos pesados, ser expulsado de dos de cada tres clases y hacerte pajas hasta que te den calambres en las manos. Cuando eres niño quieres quemarte en el infierno y ver cómo todo el jodido colegio te admira por ello.
Si te pones a pensar en los sitios donde has estado y la gente con la que has andado y todas las tonterías que no tenías que haber dicho, te mueres. No pienso mucho en eso. T se pone triste cuando recuerda algunas cosas y yo siempre le digo que no tiene sentido estar echándose mierda encima todo el tiempo.
Hugo Sánchez daba una voltereta después de cada gol. A la gente le encantaba. Hugo Sánchez ganó cinco trofeos «Pichichi» en seis años. El trofeo «Pichichi» se lo dan al jugador que más goles ha metido en el campeonato de Liga. El primer «Pichichi» lo ganó Bienzobas con la Real Sociedad en la temporada 1928/29. El segundo lo ganó Gorostiza con el Bilbao y el tercero Bata, también con el Bilbao. El Atlético de Bilbao ha tenido doce «pichichis» en sus filas, el Real Madrid veinte. El Barcelona sólo seis, pero es que el Barcelona nunca ha tenido mucha suerte. El Real Madrid ha ganado 25 ligas y el Barcelona 10.
El primer portero que se llevó el trofeo al portero menos goleado fue Ramallets, en la temporada 1958/59. También lo ganó en la temporada siguiente.
A pesar de Hugo Sánchez, nadie ha metido tantos goles como Zarra.
Yo disfrutaba jugando al fútbol, no corría mucho pero tenía un buen regate. Era lo que se llama un jugador de ráfagas, a veces mucho y a veces nada.
Si sumamos todos los puntos ganados por todos los equipos en todas las ligas tenemos que el Madrid suma 2355, mientras que el Barcelona, que sería el segundo equipo con más puntos, se queda en 2192.
En cuanto a trofeos en propiedad, es decir, tres campeonatos consecutivos o cinco alternos, el Madrid vuelve a encabezar la lista: del 53 al 61, del 61 al 67, del 67 al 69, del 71 al 79 y del 85 al 88.
Tengo todos estos datos apuntados porque pienso que son importantes.
Cuando el Madrid ganó la Liga 79/80 los periódicos le dieron la primera página casi entera. Los titulares decían: «Y VAN VEINTE».
Me refiero a que algunas cosas son importantes y otras no.
Mi padre está empezando a pintar. Mi padre es un gran dibujante, uno de los mejores, pero ahora tiene que pintar y tiene que hacerlo deprisa porque M sigue volviéndonos a todos locos y no sabemos qué es lo que hay que hacer con él.
M nunca ha estado bien, pero ahora con el tiempo se pone peor y peor cada vez y mamá y papá y Fran y yo no sabemos cómo ayudarle. Tampoco los médicos. Los médicos se pasan el caso de unos a otros y nunca nos dicen nada definitivo. Ni siquiera algo aproximado.
Yo he hablado con casi todos los médicos pero ninguno me ha dicho nada que no supiera. No quiero entrar en detalles sobre la enfermedad de M porque estas cosas de la mente son muy complicadas y porque M podría leerlo y enfadarse muchísimo si viese que voy por ahí contando sus asuntos a todo el mundo. Hay cosas de las que no se debe hablar, pero es que sin esto no se entendería por qué mi padre sigue sin pintar y por qué mi madre está tan nerviosa sin saber cómo tratar a su niño grande. A veces M se venía al cine con Fran y conmigo y todo iba bien, pero otras veces se encerraba y corría por la casa y lloraba y lo ponía todo cuesta arriba, así que al final la situación terminó empeorando mucho con los sanatorios y las desapariciones y los intentos de suicidio.
Uno de los médicos quiso saber qué pensaba yo sobre el asunto, sobre M y sus cosas y sobre lo poco y mal que dormíamos por las noches, pero al final no le dije nada porque a mí los médicos me revientan. Especialmente los psiquiatras, que se sientan de medio lado y se creen que te están viendo el alma.
M siempre ha estado triste y eso es algo que se aprecia en las primeras fotos, en las del bautizo. M estaba triste mucho antes de que Fran o yo naciéramos, por eso no creo que tengamos culpa de nada. Cuando M venía con nosotros al cine y estaba tranquilo, yo me sentía bien. Salíamos por ahí como tres hermanos y volvíamos a casa tan contentos. Cuando M estaba mal, sobre todo en los últimos años, me ponía tan triste que no sabía qué decir ni a dónde mirar, porque si miraba a mamá me ponía triste y si miraba a papá también.
El médico me había preguntado por las estampillas de la Virgen María y de Nuestro Señor Jesucristo y de no sé cuántos santos que M solía llevar encima en los peores días, pero yo me había reservado mi opinión porque no mantengo muy buenas relaciones con la iglesia. De niño me lo había tragado un poco y pedía perdón a Dios después de cada paja, pero es que de niño te cuentan muchas estupideces y como eres pequeño y tienes las orejas más grandes que cualquier otra parte del cuerpo entra todo. Después con los años seguí con las pajas.
De niño me dijeron que si mordías las hostias mordías a Dios, así que me pasaba horas y horas con la oblea pegada al paladar haciéndome cosquillas y volviéndome loco. Es sólo un ejemplo.
Mi padre hace dibujos preciosos pero casi nadie aprecia a los buenos dibujantes: a Hungerer, Hogarth, Searle, Ballesta, Steadman o a mi padre. La gente pierde el culo con la pintura, pero nadie sabe nada de dibujo.
Los dibujos de tinta sólo tienen un trazo, son rápidos y no admiten trampas; si son buenos son buenos y si son malos son malos.
Los dibujos de mi padre son preciosos, tienen gracia y personalidad y valentía y son sólo suyos. Si al final no pinta tampoco pasa nada.
Mi madre quiere tener a M cosido al vientre para que no pueda hacernos daño, pero eso es imposible y se está poniendo nerviosa de tanto pensarlo.
Mi madre fue actriz, pero ahora ya no lo es. Ahora hace muchas cosas que no le gustan y no está siempre contenta.
Cuando me expulsaron del colegio a ninguno de los dos se les ocurrió pegarme, ni nada por el estilo. Me llevaron al internado. Imagino que pensaron que era lo mejor para mí. Lo que a los demás les parece lo mejor para ti, al final no lo es. Ni lo mejor, ni lo segundo mejor siquiera.
A T le encantaba jugar a los disfraces, se imaginaba que era princesa y eso; a mí en cambio me gustaba el fútbol, supongo que así debe ser, no lo sé. T se quedó una vez sin excursión, tenía su mochila, tenía su merienda, hasta tenía sus botas chirucas, pero se equivocó de día y se pasó la mañana del sábado esperando, sentada a la puerta del colegio.
Una vez perdí el autobús del equipo de fútbol y me tuve que pasar la tarde con Carlos García de la Calle, que estaba castigado. Hablamos un buen rato sobre mujeres, fútbol, perros, profesores, pajas y posibilidades del ejército español ante un conflicto bélico. Estuvo bien. A la selección del colegio le metieron 5-1, entre otras cosas porque Carlos García de la Calle y yo éramos los mejores del equipo. Yo ahora me llamo Elder Bastidas, pero antes no. Antes, cuando era pequeño, tenía otro nombre que me habían puesto mis padres al nacer. Me lo cambié porque no me gustaba. No es que fuera feo, es que no me sonaba mío.
Elder Bastidas es un nombre que le robé a uno de esos cretinos de la Iglesia de Jesús de los Santos de los Últimos Días mucho antes de que me enrolase con ellos y empezase a transitar por sus caminos de infinita alegría. A T le gusta mucho el nombre y a mí me gusta mucho T, así que estamos todos contentos. A mi madre no le gustó nada que me cambiase el nombre, pero uno no puede pasarse la vida preocupándose por no contrariar a su madre. En mi clase había un tío que me juró que se tiraba a la suya.
Pasé un fin de semana en su casa y la verdad es que tenía una madre estupenda. Su pobre padre se había muerto hacía muchos años, el tío vivía con la madre, con una hermana, también bastante hermosa, con su abuela y con su bisabuela, aunque imagino que no se las tiraría a todas.
De niño lo peor eran las noches durmiendo poco esperando a que M nos hiciese alguna de las suyas y los días sentado en el colegio poniéndome colorado cada vez que alguien mencionaba mi nombre o ponía cara de ir a mencionarlo. Lo mejor eran los partidos de fútbol. En cualquier caso, supongo que los malos ratos te hacen más duro, o más listo o algo. Cuando estás en el colegio con todo el patio del primer turno de recreo mirando cómo te pones colorado no puedes pensar en la cantidad de horas y de días y de años que te quedan por delante, porque si lo haces vas y te mueres.
La liga de El Plantío no tenía un reglamento muy severo. Sabíamos que no se le podía partir la cabeza a nadie y también que ningún equipo debía alinear jugadores que no estuviesen inscritos, por eso nuestro entrenador no podía jugar, por eso y porque tenía diez años más que todos nosotros.
Al entrenador le llamábamos siempre entrenador, ni mister, ni boss, sólo entrenador. Lo cierto es que nosotros no queríamos un entrenador para nada, pero como él se empeñó nos dio no sé qué decirle que no. En cualquier caso, era un alivio que no le dejasen jugar porque no le pegaba una patada a un bote. Corría, saltaba, hacía flexiones, era alto y rubio como un alemán, pero no sabía diferenciar un balón de un cigüeñal. En general nuestro equipo no era muy bueno, pero entrenábamos y nos esforzábamos muchísimo. Yo me esforzaba un poco menos porque nunca he sido gran cosa corriendo y ni siquiera me gusta, pero los demás corrían y se esforzaban muchísimo.
A mi hermano Fran daba gloria verlo, era todo entusiasmo. Despellejaba a los contrarios, se los comía; no era guarro, era poderoso. Cuando corría por la banda le faltaba campo. Se adelantaba el balón y salía disparado detrás como si le empujase Dios. Le llamaban jabalí, si te marcaba podías escuchar todo el partido su respiración sobre la nuca. El defecto más común entre los defensas consiste en un erróneo sentido de la anticipación que les lleva a sacar la pierna antes de tiempo, facilitando enormemente la acción del delantero. Fran aguantaba, cuando estabas frente a él no sabías cómo quebrarle; algo inaudito, en diez años sólo conseguí regatearle seis o siete veces. A los delanteros enemigos no les resultaba más fácil. Sólo a Luis del Riego, pero es que aquel hijo de perra tenía un regate imposible, diabólico, cosa de brujas, parecía que llevaba el balón cosido a la bota. Era alto y rápido, iba bien de cabeza y disparaba con ambas piernas. Luis del Riego podía con mi hermano y hubiese podido con cualquiera.
Antonio Álvarez Cedrón Hernández tenía también un buen juego de cintura y mucha, muchísima clase. No era un tío tan efectivo como del Riego, de hecho era bastante más lento y no tiraba tan fuerte, pero tenía un encanto especial. A mí me gustaba y jugábamos bien juntos. Los dos reteníamos el balón más de lo necesario, pero sabíamos hacerlo bonito y a la vez. En fútbol se puede ser fuerte, rápido, alto, se puede correr como una liebre, disparar como un cañón y marcar dos o tres mil goles, pero eso no te convierte en un jugador mágico. Antonio Álvarez Cedrón Hernández era uno de esos privilegiados, también Porres, del equipo oficial del colegio; Ardiles, Pierre Littbatski, de la selección alemana; Juan Gómez, don Juanito Maravilla, y, por supuesto, Butragueño, el niño Ángel, que se había caído en el caldero mágico de la gracia y no había terminado nunca de salir.
Claro que no todo era tan bueno, si no nadie se explicaría cómo fuimos capaces de perder treinta y cuatro partidos seguidos con resultados tan escandalosos que ni aún hoy me atrevo a recordar. En la zona oscura del equipo estaban los hermanos holandeses, dos tíos tan torpes como un elefante tratando de pelar una mandarina con guantes de boxeo. Por otro lado eran buena gente, pero lo uno no quita lo otro. Se puede ser un cielo en la vida y un pedazo de mierda en el campo, también se puede ser gloria bendita en el campo y un pedazo de mierda en la vida, pero esto último es mucho más perdonable.
Los holandeses terminaban todos los partidos atizándose entre ellos, a veces ya los empezaban así. No conseguían ponerse de acuerdo acerca de cuál de los dos jugaba peor. Se daban con ganas. Los demás nos quedábamos allí viéndoles hacer, incluso cruzábamos apuestas. Lo mejor era apostar por el hermano mayor, que tenía muy mala leche y era capaz de tirarle golpes bajos a la Virgen María. Algunos días nos tocaba jugar dos partidos, no pasaba a menudo, claro, pero si tenías algún encuentro pendiente no había más remedio. Uno por la mañana y otro por la tarde. Cuando llegaba el de la tarde yo ya estaba muerto, porque cuando tenía seis años me enchufaban a unas máquinas llenas de cables, al menos una vez por semana, para curarme un soplo, o una arritmia, no lo sé bien. El caso es que me sacaban de clase y me llevaban a ver al cardiólogo y allí me enchufaban el millón y medio de cables por los brazos y las piernas y en el pecho y en la espalda y en la cabeza. Pues bien, me cansaba muchísimo cuando caían dos partidos en el mismo día, pero a pesar del cansancio la mejor jugada de mi vida la realicé en una de esas jornadas dobles.
Se trataba de un balón que se había quedado suelto un poco antes del medio campo después de un rechace de nuestra defensa; sin dar tiempo a una reacción de los jugadores enemigos me hice con la pelota y me lancé hacia delante al trote, con decisión pero sin prisa. Sabía que nadie me iba a impedir meterme hasta la cocina. Quebré a uno, dos y hasta tres contrarios antes de llegar al portero, raseando, templando, en una palabra, mandando. Amagué al portero con más clase que ganas y deslicé finalmente el cuero sin pararme a mirar cómo cruzaba la línea de gol. T no estaba allí para verlo.
El capitán del otro equipo me dio dos palmaditas en la espalda y me juró doce veces que aquél había sido uno de los mejores goles del campeonato. Perdimos siete a tres pero fue un gran día.
Luis del Riego después de marcar levantaba un brazo y se estiraba tanto que parecía que le iba a dar un tirón. Luis del Riego era un soplapollas pero jugaba como Dios.
El día que M pensó que se le terminaba la suerte fue uno de los peores. Antes se encerraba en su cuarto y no salía para nada, a veces ni a presión. Si querías entrar empujaba la puerta con todas sus fuerzas y no había manera. También se levantaba de noche y daba cien vueltas y después hacía ruidos raros como de morirse. Los hacía bien fuerte para que todos lo oyéramos.
Con esto las noches resultaban francamente agitadas. Fran y yo hacíamos cabañas con las sábanas y después nos metíamos dentro. Fran podía estar jugando en voz baja dos o tres horas pero yo me dormía antes. No me molestaba nada porque, aunque lo matasen, se moría muy bajito, casi en silencio.
M ha estado en el sanatorio un par de meses y no se explica por qué no puede seguir viviendo en casa. Se pone triste y dice que le quieren echar. En el colegio le contaba a todo el mundo que sabía artes marciales y los chicos le tenían bastante respeto; en realidad lo único que hacía era comprarse cromos de artes marciales y tebeos de Sang-Chi, el verdadero hijo de Fumanchú, maestro de las luchas orientales, aunque no creo que eso sirva para nada.
De todas formas, creo que lo que uno se inventa es más real que lo que a uno le pasa. Al fin y al cabo, lo que a uno le pasa no deja de ser un accidente.
En mi colegio había un buen montón de bastardos despreciables. Entre los peores estaba Labanchy. No tenía la más remota idea de cómo se juega al fútbol, se limitaba a pegarle al balón con todas sus fuerzas cada vez que le pasaba cerca. Dos de cada tres partidos con Labanchy terminaban con el balón en paradero desconocido. El tío era un verdadero animal. Su padre vino un día a casa para arreglar la caldera del agua. Estuvimos un año duchándonos con cacerolas. Era otro pedazo de bestia.
Los profesores no son buena gente. El señor de las Viñas se frota la cara como si se la cambiase de sitio y siempre dice de todo que es «para mear y no echar gota». Eso está bien. Mónica Gabriel y Galán escribe poesía y después la lee en voz alta. Jorge Maíz se parte el culo y rechina como si fuera a morirse de la risa. Jorge Maíz es gordo y lleva gafas de tres mil aumentos. Se rasca el culo constantemente porque le pica un horror y porque está tan gordo que los calzoncillos se le enredan en las chichas y le cortan la respiración. Cuando hizo su elefante de escayola le puso más empeño que nadie porque quería sorprender a su padre con algo verdaderamente bonito. Lo pintó de muchos colores con cuidado y paciencia, después Paco Arce y yo se lo jodimos. Primero le pintamos lunares rojos y luego manchas negras como de vaca y después se lo jodimos. Paco Arce era un tío grande y simpático, pero también bastante animal. Le gustaba destrozarlo todo. A veces se hacía el marica para reírse de los nuevos. Un día en el recreo un nuevo le llamó hijo de puta y Paco le pateó el estómago. Después de cada patada el nuevo volvía a repetirlo: ¡Hijo de puta! Le dio hasta que pensamos que lo había matado. Paco era un animal; pero el nuevo tenía los huevos de plomo.
Jorge Maíz había trabajado su elefante de escayola con verdadero amor. Yo lo pinté con lunares y manchas de vaca y Paco Arce le atizó con un zapato hasta que sólo quedaron migas de escayola de colores. Jorge Maíz estuvo un mes dando voces pero como era gordo y con gafas nadie le hizo demasiado caso. Después de eso empecé a soñar que se suicidaba. Probablemente nunca he vuelto a sentirme peor.
Mientras M entraba y salía de los manicomios con peligrosa insistencia, Fran y yo militábamos en el peor equipo de fútbol de los últimos setenta y cinco años. Éramos: Fran, Antonio Álvarez Cedrón Hernández, Chema Peragalo, los hermanos holandeses, Carlos y Rogelio van Moorken, el primo y el Lleida. El equipo se organizaba de la siguiente manera: Fran, Chema y Rogelio, el holandés, en la defensa; Antonio y yo, en la media, y el primo, al que también le decíamos «Chile», y Carlos, el otro holandés, en la delantera. Algunos jugábamos bien y otros no, pero al final resultábamos mucho más malos que buenos. En la portería teníamos al Lleida, un tío ágil y seguro que no nos duró ni tres semanas. A partir de entonces nos quedamos sin portero, de modo que teníamos que turnarnos a razón de un gol a cada uno.
Estoy seguro de que hay al menos doscientos millones de cosas peores, lo que pasa es que cuando me toca de portero no consigo acordarme, sólo sé que algún animal va a venir de un momento a otro a reventarme los huevos de un balonazo.
La pelota, en teoría, se sujeta contra el pecho, con los codos pegados a los costados y las manos envolviendo el cuero, esto siempre lo he sabido, pero en la práctica nunca consigo apartarla mucho de mis huevos, así que ya ni lo intento. Fran se pone furioso cuando me ve hacer el tonto bajo los palos, pero es que Fran se lo toma todo demasiado en serio.
Cuando tenía doce años perdí un Actionman dentro de un montón de arena. Lo había escondido allí para salvarle del peligro y después él solo se había ido moviendo hasta que no hubo forma de encontrarlo.
Un Actionman, en contra de lo que piensa todo el mundo, no es lo mismo que un Geiperman. El mío me lo trajeron de Londres cuando aquí lo más fabuloso que se había visto era la caja grande de «Todos los soldados del mundo de Comansi». Un Actionman no sólo es más resistente que un Geiperman, sino que además agarra mejor. Al Geiperman se le acaban cayendo las pistolas y las linternas y los catalejos de las manos porque las tiene blandas y tontas.
A los soldados de plástico antes de romperse les sale una pequeña franja blanca. Mi Actionman no duró mucho después de eso, se le partió un brazo y se le saltaron las gomas. Al principio mi madre lo arregló pero después se sintió mal otra vez y se perdió en el montón de arena. No es que piense que los muñecos en general andan por ahí suicidándose, pero estoy seguro de que el mío se decidió por el camino más corto y más digno.
Mi madre es una gran mujer, a pesar de su nefasta afición por el cine suramericano. Mi padre es dibujante, tiene barba y lleva gafas gordas de pasta negra, normalmente se sienta y habla despacio, también bebe mucho café y estornuda más fuerte que nadie en el mundo.
Van a operar a R. Se trata de algo realmente grave y nadie tiene muchas esperanzas. R es el padre de T. La madre de T es L. V. Los hermanos de T son J y A. Sé que parece confuso, pero creo que así es mejor para todos.
T es el amor de mi vida y la chica más bonita que he visto nunca, ni de pequeño ni de mayor he visto otra igual. No exagero.
L. V. también es bonita e incluso la madre de L. V., que no sé cómo se llama pero que estaba sobre la mesa del comedor en un marco de alpaca. R no está tan bien, por eso pienso que la belleza de T viene de su madre y de su abuela.
T y L. V. y R y J y A son todos escandinavos.
El padre de R no va a venir a verle porque está muy viejo y pienso que R va a echarle de menos.
Si algún día me operaran y T no estuviera conmigo me moriría inmediatamente.
Cuando cumplí dieciséis años mi madre me dijo: «Corre al cuarto a ver lo que te he traído».
En el cuarto había un loro. Yo nunca le había dicho a mi madre que me gustasen los loros, pero ella me compró uno y me lo dejó en el cuarto para darme una gran sorpresa. Así que no tuve más remedio que alegrarme muchísimo y abrazar al loro con todas mis fuerzas.
Era un loro de colores, gordo y mudo. Al principio no se movía casi y miraba hacia otro lado al verme venir, después comenzó a suicidarse. Se quitaba las plumas de una en una con más tesón del que nunca le hubiese supuesto a un loro.
Llamamos al veterinario y el veterinario dijo que se trataba de un trauma por falta de afecto. Como no pensaba querer mucho más a mi loro, se me ocurrió soltarlo para que fuese en busca de algo mejor, pero lo único que encontró fue el perro del vecino. Supongo que resulta difícil volar con una sola pluma en el cogote.
Uno puede querer mucho a su loro, pero luego va un perro y se lo come. Por otro lado, uno puede no querer nada a su loro, pero luego va un perro y se lo come. Así que da igual cuánto quiera uno a su loro, porque eso no va a servirle de gran ayuda si anda un perro cerca.
El médico que operó al padre de T nos dijo que había pocas esperanzas. En el hospital hacía mucho calor y me resultaba difícil no ponerme colorado. En los hospitales siempre hace mucho calor y todo lo que pasa y lo que dice la gente, incluidos los médicos, parece mentira, como si alguien fuese a reírse en cualquier momento, al menos a mí me lo parece. L. V. lo encaja todo con entereza.
Estuvimos en el hospital tres o cuatro horas, después T y yo nos fuimos a casa.
T se bañaba desnuda por la noche y se imaginaba algo. Las cosas no están puestas aquí para T, ni para mí, por eso de vez en cuando me acuerdo de Sid y Nancy.
Los domingos íbamos a misa, a Fran le gustaba más que a mí, pero siempre íbamos los dos juntos. Yo quería decir hijo de puta o me cago en Dios o algo, pero al final nunca decía nada. La iglesia de El Plantío era muy pequeña, blanca y bonita. El portero del equipo de Durango hacía de monaguillo y a veces también Luis del Riego, a cambio Dios le daba un regate sobrehumano.
El portero de Durango se llamaba Luis Ondina y quería ser papa. Hacía comulgar a los niños de su calle con fichas de parchís. Era un poco gordo y bastante simpático, también le decíamos «tanque» porque podía aplastar a cualquiera que se acercase a su portería.
Nosotros nunca tuvimos un buen portero, por eso nos salía todo tan mal. Tuvimos al Lleida, pero no nos duró ni tres semanas; después de eso, nada, sólo un inmenso agujero detrás del último defensa.
Carlos Echevarría y yo pasamos toda la tarde viendo las revistas de mi padre. Eran revistas de tías en pelotas que él utilizaba para sus dibujos. Echevarría se puso como loco, quería arrancar las páginas. Luchamos; al final, con el forcejeo, se descolocó todo, mi padre se dio cuenta y yo me puse tan nervioso que salí de casa y me subí a una grúa, a una de esas altas de construcción. Me quedé allí arriba un par de horas antes de que me dieran ganas de bajar.
Carlos Echevarría estaba muy salido, pero aun y así, no me creo que se tirase a su madre.
El padre de T tiene tres agujeros, por uno respira, por otro le dan la comida con una jeringuilla gigante y por el último le sacan las flemas.
A T se le parte el alma con sólo verle. Por las tardes pasamos un rato con él y luego sacamos a los perros. T quiere mucho a sus perros, sobre todo a Kitty.
Kitty es un bóxer y Oxa un mastín. A Oxa cuando corre le baila todo el cuerpo y el pellejo se le amontona sobre los ojos. Kitty es muy lista y muy rápida, tiene el cuerpo bien estirado, como una reina, y la piel atigrada. J se empeñó en cortarle las orejas; a T nunca le ha parecido bien eso de cortarles el rabo y las orejas a los perros, a mí tampoco. Los elefantes tienen unas orejas enormes y a nadie se le ocurre cortárselas.
Oxa se cree que es un gato, se te sube encima y pretende que la cojas en brazos. Es muy cariñosa, pero pesa doscientos kilos. Cuando se pelea con otros perros no se da cuenta de lo grande que es y se esconde.
Yo he pasado por un buen montón de trabajos, no sólo aquí, sino también en Inglaterra. Me fui para allá porque tenía la sensación de que en este país la gente grita demasiado, no es que yo no grite, pero lo que me molestan son los gritos de los demás. Con los gritos pasa como con los pedos; los propios no te joden ni la mitad que los ajenos. Cuando llegué no sabía mucho de aquella gente, luego, al poco, me di cuenta de que son tan desagradables como todo el mundo. A mí lo que me gusta de verdad es Francia, pero es que allí fui con T y con ella todo me parece bueno.
El sanatorio donde metieron a M era un lugar bastante agradable para ser un sanatorio, tenía árboles y jardines y terrazas soleadas y una piscina cubierta y otra al aire libre. La primera vez fui con mi madre. Íbamos a pasar el día con M. Teníamos que recogerle a las doce y devolverle antes de las diez. Al llegar, M no estaba esperando en recepción, así que la enfermera estuvo llamándole por la megafonía. La verdad es que no me hacía ni puñetera gracia oír su nombre resonando por toda la maldita casa de locos. Después subí, porque a la enfermera se le ocurrió que tal vez estuviera durmiendo en su habitación. M duerme poco y se despierta con el pedo de una rana, eso lo sé bien, pero tampoco tenía ganas de ponerme a discutir con la enfermera. La habitación de M estaba al final de un pasillo muy largo lleno de puertas, en el pasillo había un tío que iba de un lado para otro dándose cabezazos contra las paredes, como uno de esos coches de juguete que avanzan hasta chocar con algo y luego dan la vuelta. Me dio bastante miedo, así que dejé de buscar y volví para abajo.
Cuando llegué al vestíbulo vi a mamá abrochándole la chaqueta a M como hace siempre, porque a ella le gusta pensar que M es un niño pequeño. A lo mejor tiene razón, no lo sé.
Sólo volví por el sanatorio un par de veces más porque M se puso mejor y le sacaron de allí. José Luis Santalla me dijo que por cincuenta pesetas me llevaría a ver a una tía estupenda que enseñaba el culo. Yo nunca le había visto el culo a nadie, así que acepté. Cuando Santalla reunió un grupo lo suficientemente grande y después de recoger el dinero, nos llevó a ver el culo. Nos detuvimos frente a la valla de un jardín, era una valla de alambre cubierta de arizónicas. Mirando entre las arizónicas podía verse a una gorda desnuda de cintura para abajo, podía verse eso y nada más porque el culo lo tapaba todo, hasta el sol. Era un culo enorme y blanco y asqueroso, el culo más grande del mundo. Le dije a Santalla que si cobrase por metro cuadrado de culo se haría rico. Luego me largué de allí. Ese día descubrí que un culo no es un culo si no es un culo. Es decir, que si un culo se parece más a un camión cisterna que a un culo, eso al final ni es culo ni es nada. Mi padre decía que si él tuviese ruedas de radios, manillar y timbre ya no sería mi padre, sería una bicicleta. Por la misma razón un culo capaz de provocar un eclipse de sol no es un culo.
A mi padre una vez le dio un ataque de nervios y hasta perdió la voz. Luego le volvió. Mi padre es un tío muy tranquilo, pero un día le dio el ataque ese y nadie supo por qué era. Nunca le volvió a dar otro. A mí de pequeño me daban ataques y quería romperlo todo. Ser pequeño significa ser MÁS pequeño que la mayoría de las cosas y eso no te anima mucho. La gente te cuenta historias preciosas de su infancia, pero en definitiva ser pequeño es siempre ser menos y eso no hay dios que lo cambie.
Creo que podría matar con mis propias manos a todos los tíos de mierda que se han jodido a T; también mataría a los que le han contado un chiste gracioso, pero empezaría con los que se la han jodido.
Una noche me encontré con Jorge Maíz, el tío del elefante de escayola. Me contó que había hecho un curso de ocho meses para pilotar ultraligeros y que después de aprobarlo le habían quitado la licencia por miope y por gordo. Me dio un poco de pena pero también me alegré de no haber sido el único en fastidiarle la vida al pobre Jorge Maíz, probablemente todo el mundo lo hacía. Por lo demás, creo que le seguía picando el culo, porque mientras estuvimos hablando no paró de rascarse.
Al principio a T no le decían nada porque es una antigua tradición escandinava eso de andar escondiéndose las cosas. En el hospital hay dos turnos de visitas, de diez a doce por la mañana y de cinco a siete por la tarde, pero T puede ir cuando quiera porque R es su padre. Cuando T entra en la habitación, R se alegra muchísimo y cuando le da un beso se alegra todavía más. Esto lo sé porque T me lo ha contado. Yo me espero siempre en el bar. Es un bar agradable, la gente está muy triste y no hace casi ruido. Los camareros te ponen una cerveza y se callan, no se sienten en la obligación de decir nada gracioso. Me siento allí y bebo en silencio hasta que T viene a recogerme, luego nos vamos a casa.
L. V. intenta no llorar y casi siempre lo consigue. A mí me parece un árbol, fuerte, alto, un poco severo, silencioso, pero también acogedor y cálido. T anduvo unos días llorando pero ahora se está rehaciendo y aguanta como su madre. En tercero de EGB me sentaba junto a un tío que se estaba construyendo un televisor a piezas. Era un niño triste y aburrido que no hablaba mucho con nadie. Una tarde al salir de clase pasé por su casa para coger un balón de reglamento. Pablo Mendoza no era un niño rico, sino más bien un niño pobre como una rata, pero tenía un balón de reglamento que le había regalado su abuelo y nos dejaba jugar con él. A Pablo el fútbol no le gustaba nada, así que me daba el balón y se quedaba en casa construyendo su televisor. Cuando pasé por el salón camino de su cuarto pude ver a toda la familia sentada en el suelo con un centenar de miles de piezas alrededor y una montaña de instrucciones y gráficos técnicos repartidos entre todos. Según me contó Pablo llevaban tres años con aquello.
Ahora se les amontona el trabajo porque el abuelo se ha muerto y nadie quiere ocuparse de su parte.
En casa de Pablo Mendoza no tenían dinero para comprarse un televisor, pero tenían tanto tesón que probablemente terminarían por conseguirlo.
Tal y como yo lo vi no creo que llegasen a construir un televisor, pero una radio o una lavadora seguro que terminaba por salir.
A mi padre le encantan los puertos, le horrorizan las playas pero le encantan los puertos. En Calpe había un puerto pequeño, lleno de barcas de pesca con redes y cajas de pescado y con una lámpara grande y redonda para pescar por la noche.
Bajábamos con mi padre todas las tardes y jugábamos un rato por allí. Un día vimos a un señor comiéndose una lata de sardinas. No era un pescador, era un señor con un traje blanco que estaba sentado tranquilamente comiéndose su lata de sardinas. Lo bueno de la historia es que cuando terminó con las sardinas vertió el aceite de la lata sobre sus manos, frotó un poco y después se aplicó el unto sobre el cabello, quiero decir que se puso todo ese asqueroso aceite de sardinas sobre la cabeza, sobre su propio pelo. Luego sacó un peine, se lo peinó todo hacia atrás con la raya en medio y se marchó a dar una vuelta por el pueblo. Tan contento.
L. V. no habla mucho, tiene el pelo muy largo pero lo lleva siempre recogido, también tiene muchas cosas bonitas que ella misma hace, son todas pequeñitas. Una noche soñé que L. V. se había perdido y que T y yo seguíamos su rastro, que eran todas esas cosas pequeñas que ella hace; galletas de mantequilla, calcetines rojos de navidad, flores secas y hojas prensadas, coronas de candil y salvamanteles bordados. R es el padre de T y se está muriendo. Por eso vamos tanto al hospital, porque está muy enfermo y le tienen que operar dos o tres veces antes de que se pueda decir algo. Los médicos nunca dicen algo así como así, prefieren esperar a tener todos los resultados de los análisis. Los médicos te hacen doscientos o trescientos análisis y después te dicen algo. A veces uno se muere por el camino. Mi hermano Fran está cuerdo y mi hermano M está loco. Ahora anda un poco mejor, pero antes decía que hacía cosas que no hacía y mentía y lo escondía todo. Dijo que iba a la Universidad y no iba, luego dijo que tenía un trabajo en unos grandes almacenes y no lo tenía, luego se puso a estudiar mecanografía y no la estudiaba, así siempre. Al final había mentido tanto que no sabía por dónde se andaba. M lo escondía todo dentro y no había forma de entender qué era lo que quería o lo que pensaba. Las cosas han ido empeorando y ahora M tiene ya treinta años, aunque no le gusta que se lo digan. En las fotos del colegio ya se le veía triste y asustado, incluso en las fotos del bautizo. M no ha tenido mucha suerte ni muchas ganas. Yo hablo mucho de M, pero es que M es mi hermano y yo hermanos sólo tengo dos.
También hablo mucho de T porque es tan bonita como tener a Dios de cara y porque no se me ocurre nada mejor de qué hablar.
Ahora vamos mucho al hospital, casi todos los días. Yo no veo a R, pero T me cuenta que no mejora gran cosa, algunos días se ríe y otros no. De todas formas R nunca ha sido un tío muy divertido. Hace años invitaba a unos cuantos gitanos para que cantasen y bailasen en su casa. R es sueco pero aprecia el flamenco. Tiene un sombrero cordobés y lee a Lorca. También tiene un magnífico Horch de la segunda guerra mundial metido en el garaje. Ahora con las operaciones lo saca poco y se está llenando de polvo.
Leí en el periódico que un pastor había derribado un helicóptero de una pedrada. Resulta que el helicóptero andaba por allí asustando al rebaño y al pastor se le ocurrió que a lo mejor conseguía ahuyentarlo a pedradas. Después aparecieron los de la televisión y los de la radio y los de los periódicos y al pobre hombre le faltaban piedras para sacarlos a todos de su prado. No debe ser nada fácil tirar un helicóptero de una sola pedrada. A veces las cosas son tan raras que hacen gracia, aunque se mate la gente. Fran cuando quería echaba a correr y yo no podía seguirle. Veía cómo se alejaba cada vez más y me entraban ganas de morirme, por eso me tiraba siempre al suelo y me ponía a gritar como si me hubiese roto una pierna, para que Fran diese media vuelta y me cogiese de la mano. Si corría otra vez deprisa se me escapaba la mano y no tenía más remedio que volverme a tirar por el suelo.
Después de Inglaterra me vine a Madrid y conseguí trabajo en una tienda de ropa de la calle Serrano. No era un buen trabajo, era un trabajo de mierda. Tenía una jefa y un encargado. La jefa era una mujer desagradable que a veces se creía buena y a veces mala y que al final era horrible todo el tiempo. Al encargado le parecía mal todo lo que hacía. Decía que no era rápido, y también que no tenía interés. Al encargado se le descolgaba el labio inferior hasta el suelo pero él parecía no darse cuenta. A veces la gente es feísima y aun así te manda y te grita como si nada. Yo tenía que llevar ropa a las casas de la gente; la gente compraba ropa y yo se la llevaba. Era sencillo y no veía por qué tenía que correr. Pero el encargado se ponía nervioso. Al encargado le sudaban las manos, le sudaban los pies, le sudaba el periódico y le sudaban los hijos. Por eso me fui con los hermanos de la Iglesia de Jesús de los Santos de los Últimos Días, porque a veces la porquería se te amontona alrededor y se te quiere meter por las orejas.
Una mañana entraron en la tienda dos miembros de la Iglesia de los Santos de Jesús de los Últimos Días. Vestían trajes negros y llevaban unas plaquitas de plástico con sus nombres. Yo había sacado mi nombre de una de esas plaquitas pero nunca había hablado con ellos. Sonreían todo el tiempo, como los orientales y los curas. El más alto se acercó a mí y me preguntó si era feliz.
—No, ¿y usted?, usted sí que parece feliz.
—Lo soy.
—Estupendo, ahora dígame cómo lo hace.
—Es cosa de Dios…
—O sea que a usted le quiere Dios más que a mí.
—Dios nos quiere a todos por igual.
—De verdad que me gustaría creerlo. Daría un brazo por una sonrisa como la suya.
—Si tú quieres, la tendrás.
—¿Dan de comer?
—No ignoramos las necesidades de nuestros hermanos.
Salí de la tienda con ellos, perdí el dinero de la liquidación, pero pensé que si la comida era buena podría compensarme.
—Por cierto, hermano, lo del brazo era una broma.
Sonrió aún más. Mientras caminábamos traté de imaginar cómo me sentaría uno de esos trajes.
Nos llamábamos Pastores de la Iglesia de los Santos de Jesús de los Últimos Días. Íbamos siempre de negro o de gris. Tenías que comprarte tu propio traje, ellos te daban la plaquita con tu nombre y no podías quitártela para nada, tampoco podías dejar de sonreír. No eran gran cosa pero al menos por algún tiempo Dios me quiso tanto como a toda esa gente.
Juan José de la Llave era un tío gordo y grande que nos robaba la merienda a Baigorri y a mí. Al principio me lo tomaba con calma, pero después se me hincharon las narices y le tiré una silla a la cabeza.
Yo me enfado poco, pero cuando me enfado siempre encuentro una silla para abrirle a alguno la cabeza. A veces parece que la gente se muere y otras veces no.
Una noche vi cómo atropellaban a una chica poliomielítica en la Castellana. Estaba justo a mi lado. Salió volando con todos esos hierros en las piernas y sus bastoncillos, todo por el aire a la vez, dando vueltas, después cayó a plomo como muerta. Mientras venía la ambulancia, me dijo que tenía que cuidar mucho al pequeño Juancho y me contó cómo hacerlo, cómo abrigarle bien al salir para el colegio, qué comida le gustaba más y hasta cuándo tenía que ir a revisarse la ortodoncia. Yo no sabía nada del tal Juancho, pero escuchaba muy atento, como si fuese a acordarme de todo. La tuve allí en el suelo, en brazos, casi una hora, hablaba y hablaba y la sangre no dejaba de caer por todas partes.
Al final llegó la ambulancia. En el hospital me dijeron que sólo tenía contusiones y alguna costilla rota, había perdido mucha sangre pero no era grave. Por eso digo que a veces la gente se cae como muerta y no lo está.
Un juez de tenis se cayó de su silla y se desnucó. Así es la vida, ni siquiera se trataba del juez principal que se sienta en la silla alta, sino de un juez de línea, de los que se sientan en sillas bajas. Pero allí se quedó el tipo, muerto por culpa de un pelotazo que le hizo perder el equilibrio. A veces uno se muere y da hasta risa, supongo que nadie tiene la culpa.
Mi madre nos llevaba al cine a Fran, a M y a mí, compraba las entradas, nos buscaba un buen sitio, nos daba la merienda y luego se marchaba corriendo a una reunión de trabajo. Ella decía que en un par de horas estaría de vuelta, casi siempre nos veíamos la película tres o cuatro veces antes de que viniera a recogernos. Un día se acabaron todas las sesiones y mi madre aún no había aparecido. Fran y yo nos asustamos pero M nos tranquilizó contándonos historias de Sang-Chi, hijo de Fumanchú, maestro de todas las luchas orientales. Se le daban bien esas historias.
Otra vez parecía que mis padres se iban a matar porque gritaban y se insultaban y nosotros no conseguíamos entender nada; entonces M nos dijo que no nos preocupáramos porque las cosas que parecían más graves eran precisamente las que menos importancia tenían. Me pareció muy lógico. Mis padres continuaron con aquello dos o tres horas más y después todo se calmó.
Pasé una semana trabajando en una tienda de juguetes, era un trabajo estupendo, podía probar todos los juguetes y luego hablaba con los niños y les explicaba cuáles eran los mejores. Se me daba bien. Vendía más juguetes que ningún otro vendedor porque a mí me gustaban, no trataba simplemente de colocárselos a los padres, intentaba que los niños se entusiasmaran con ellos, con los mejores y no sólo con los más caros. Pensé que estaría allí mucho tiempo, pero una tarde se me cayó una caja del almacén encima y me puso un ojo morado. El encargado me dijo que no podía tener a un vendedor que andaba todo el día pegándose con la gente. Yo no me había pegado con nadie, sólo había puesto mi ojo debajo de la caja del tanque teledirigido, pero el encargado se empeñó en echarme y me echó. Los encargados son el culo de los jefes, con ellos hacen siempre las labores más desagradables y sobre ellos se sientan para estar más cómodos y más altos. Un encargado tiene la capacidad de análisis de un pato de goma, así que no merece la pena cansarse explicándoles las cosas. A mí me gustaba el trabajo en la tienda de juguetes, era el mejor de todos los trabajos de mierda que he tenido.
El día que murió mi abuelo no fue un día especialmente desagradable. Cuando se te muere alguien te quedas sin saber qué pensar y todo parece sencillo y torpe, aunque haya gente de la familia llorando. El padre de T también se está muriendo y no se qué decirle a T, porque si digo algo serio en seguida me parece tonto y si digo algo tonto después me parece poco serio, así que normalmente me callo y miro para el suelo. Antes de conocer a T me pasaba las noches bebiendo y andando por la calle, mirando a las putas y a los travestís. Primero pensaba en escribir algo acerca de todos ellos, pero luego empecé a aburrirme de esa historia y los travestís y las putas no me parecieron más interesantes que los fontaneros o las profesoras de piano.
El padre del padre de T ni siquiera ha venido a ver a su hijo, así que no tenemos que avisarle si le vuelven a operar o si le meten en cuidados intensivos o si le sacan de allí.
Le había pintado a T un cuadro muy bonito pero todo el mundo pasaba por delante sin decir nada. En el internado Bowie y yo pintamos las paredes de nuestra habitación. Bowie no se llamaba Bowie, pero yo le llamaba así porque a él le gustaba y porque no sabía cuál era su verdadero nombre. Yo tampoco me llamaba Elder. Un día en el metro vi a uno de esos locos de los Últimos Días y le robé el nombre. Sólo tuve que leer en su plaquita de plástico. Años después pasé un tiempo con todos aquellos santos sonrientes, pero nunca me crucé con el verdadero Elder Bastidas. Mejor que mejor. En cualquier caso pienso que Elder Bastidas es un buen nombre. A Bowie le conocí en el tejado. Yo pasaba allí casi todas las horas libres, porque en el internado entre los tíos duros, los tíos verdaderamente malos y los maricones no había quien estuviera tranquilo. Cuando eres nuevo tienes que tener mucho cuidado porque a la menor ocasión viene un maricón del último curso y te da por el culo. Aunque no quieras. Yo por si acaso me subía al tejado y lo miraba todo un poco por encima. Bowie no estaba cuando comenzó el curso, ni siquiera durante el primer trimestre, pero un día apareció, por el tejado y al rato ya éramos buenos amigos. Desde que se fue Baigorri, el puertorriqueño, no había vuelto a tener otro amigo. No es que me hiciera mucha falta, pero me alegré de encontrar alguien con quien se pudiera estar tranquilo sin tener que hablar demasiado. En el colegio cualquiera dice que es tu amigo, pero no te puedes fiar porque en cuanto te descuidas te venden. Si eres mitad niño mitad tomate, tienes que tener cuidado con la gente, no te puedes andar fiando así como así.
Bowie y yo nos movíamos por los tejados como verdaderos Ninjas, precisos y silenciosos.
Caminábamos entre las sombras desafiando a la muerte y yo me ponía colorado cuando me daba la gana. Bajo nuestros pies los tíos duros y los verdaderamente malos se daban todos por el culo. Creo que a Bowie no le había peinado nunca nadie y por eso tenía cara de ser de otro sitio.
Cuando fue mi cumpleaños T me regaló una hebilla y una petaca y las dos cosas me encantaron. Cuando fue el cumpleaños de T le compré una pistola de agua y le pinté un cuadro. A T le gustó mucho el cuadro, se puso muy contenta y me llevó a cenar a un restaurante japonés. La comida era buena, pero no me apañaba muy bien con los dichosos palillos, así que le pedí al camarero un tenedor. El camarero resultó ser un tío gracioso, me dijo que no tenía tenedores y se rio un rato de mi torpeza, al final de la cena le llamé y le dije que me iba a dar bastante más maña metiéndole los palillos por el culo. A T no le hizo mucha gracia. A veces los camareros asumen su función de siervos miserables y son la cosa más repugnante del mundo. Piensan: «yo sólo soy un camarero pero todavía puedo enseñarle a este imbécil cómo se come en Mi restaurante con Mis palillos de madera», en lugar de pensar: «Otro pobre tipo al que le están jodiendo los dichosos palillos de esta mierda de restaurante que me paga esta mierda de sueldo». Aparte de todo esto, la comida estaba buena, eran pescados crudos y cosas que parecían asquerosas pero que luego estaban muy ricas.
A T le gusta mucho la comida japonesa y también los animales y todas las cosas raras, como la medicina natural o las camas de algodón sobre tatamis de cebada prensada, creo que es cebada prensada, pero no estoy seguro. Afortunadamente no le interesan nada ni la astrología ni el budismo ni las energías interiores que salen del alma y te atan los cordones de los zapatos, y digo afortunadamente porque por alguna extraña razón todas estas cosas suelen venir juntas.
La verdad es que no le dije nada al camarero. Me hubiera gustado, pero supongo que para eso hay que nacer. Como para patinar sobre hielo.
Bowie y yo nos pasamos un fin de semana entero jugando a Bar Tijuana. La idea se le ocurrió a Bowie. Se trataba de cubrir toda la habitación con sábanas, de manera que no hubiese puertas ni ventanas. Lo único que teníamos que hacer era meter allí dentro algo de comida, mucha bebida y un par de cuadernos para apuntar todas las cosas graciosas o importantes que se nos fueran ocurriendo. Al final nunca apuntábamos nada. Ni que decir tiene que Bowie y yo nos manteníamos siempre a distancia, hablando pero sin abrazarnos ni nada por el estilo. Ni siquiera palmaditas en la espalda o apretones de manos. Nada. Bowie y yo no éramos maricas, éramos sólo amigos.
En Bar Tijuana no entró ni salió nadie durante dos días.
Él me contó lo de su hermana Elisa, me contó cómo se restregaba contra los barrotes de la cama y la historia me la puso dura y eso que ni siquiera conocía a su hermana Elisa. Yo le conté lo del francés, lo de las tortas con la mano abierta y lo de las tortas con el puño cerrado. Bowie se cagó en Dios, igual que yo.
A mí me gustaba Bowie tanto como andar por el tejado y creo que yo le gustaba a él tanto como él a mí.
Después de la operación de R seguimos pasando por el hospital todos los días. Yo me quedaba abajo esperando y nunca subía a verle, porque imagino que a nadie le apetece tener muchas visitas cuando le acaban de llenar de agujeros.
Cuando estoy con padres aunque no sean los míos, me acuerdo de lo peor, de los años del colegio. Mi madre siempre decía que ir al colegio no es tan horroroso pero pienso que hay muchas cosas que pueden matarme lentamente sin llegar a ser nunca tan horrorosas.
Ahora Bowie vive en Teruel, es guardagujas y duerme rodeado de gatos donde nadie puede verle. Me lo dijo su hermana Elisa, la de los barrotes. Llamé a Bowie para ver cómo estaba y Elisa me contó lo de Teruel y lo del trabajo de guardagujas, me lo dijo muy seria como si yo no supiera el trajín que se traía con los barrotes de la cama.
Estábamos todos esperando en la habitación 829, L. V., T, J, A y YO. Después vino también un cura con una gran sonrisa de esperanza y fe. El cura estuvo un rato hablando acerca de Dios y de mucha gente que ninguno conocíamos, pero que al parecer había pasado por trances como éste con entereza y coraje.
A mí no me gustan los curas y me siento mejor si no tengo ninguno cerca. Creo incluso que a M le han vuelto un poco loco los curas con tanto pecado, tanto demonio y tanta mierda.
La gente buena no se conforma con lo buena que es y tiene que estar mirando siempre lo malos que son los demás. Lo mismo les pasa a los hinchas del Barcelona. Yo siempre he sido del Real Madrid. Es un equipo como cualquier otro, pero es que en el fútbol si no tomas partido no te diviertes.
Mientras operaban a R vimos una película inglesa y dos concursos cortos. A mí los concursos no me gustan, no me gustan nada, no soporto que le regalen dinero a la gente así por las buenas. A T le parece curioso que pueda estar uno viendo un concurso y al segundo te llamen del quirófano para decirte que tu padre está bien, o mal, o muerto, o lo que sea. Los demás días yo no subía a la habitación, me quedaba en el bar bebiendo cerveza tranquilamente. Cuando operaron a R, la primera vez, nadie pensó que fuese a morirse y no se murió. Pasó toda la noche en cuidados intensivos y también los tres días siguientes. En cuidados intensivos no puedes entrar si no eres de la familia. La primera noche entraron T y L. V. y salieron las dos llorando. Cuando estás esperando en el hospital te miras las manos y los pies y miras las papeleras o las juntas de los baldosines porque no sabes qué hacer ni dónde mirar y a veces te entran ganas de reírte de lo raro que es todo. Como en misa.
El padre de T ha salido bien de la operación. Tiene que estar cuatro o cinco días en la UVI, pero según dijo el médico evoluciona favorablemente. T pasa tres o cuatro horas al día en el hospital, después sale a comer con L. V. o a merendar o a cenar o simplemente a dar un paseo para que L. V. descanse un poco. A L. V. le gusta salir con T, son las dos como niñas y van hablando de ida y de vuelta de sus cosas pequeñitas; coronas de flores secas para las velas y figuras de madera para poner mensajes en la nevera, como en el sueño.
T y su amiga Candela se pasaron la tarde rezando en la ermita de Puerta de Hierro. T no solía rezar mucho pero Candela le pidió que fuese con ella porque sus padres querían divorciarse y Candela se ponía a llorar con sólo pensarlo. Así que rezaron y rezaron durante toda la tarde. Cinco semanas después el padre de Candela se pegó un tiro en la cabeza. Todavía estaba casado. A T le dijeron que la operación era sencilla pero luego su padre se pasó seis horas en el quirófano. Al llegar al hospital el taxista no tenía cambio, T le dijo que bajara a cambiar pero el taxista no quiso. T insistió y el taxista se negó cien veces. Al final T se enfadó muchísimo y le tiró el dinero a la cara. Entonces el taxista también se enfadó y se puso a insultar a T. Al final me enfadé yo y empecé a pegarle patadas al taxi por un lado y por el otro. El taxista quería salir a matarme, pero como yo le pegaba patadas a la puerta no podía. Menudo tío mierda.
A Fran le gusta la gente tan poco como a mí. Siempre dice que a la gente en general no hay quien la aguante.
A veces pienso en matar a una de esas señoras que andan siempre preguntándote de qué piso eres cuando bajas a la piscina. Yo soy del séptimo C, del edificio Tres, de la fase IV y voy a saltarle los sesos a alguien antes de que termine el verano. Cuando voy a la piscina intento que nadie me toque porque me da bastante asco. Si me pongo a pensar que la gente se mea y suda y babea dentro del agua me vuelvo a casa y no me baño más en tres o cuatro días.
Una vez el padre de Luis Godet nos llamó ridículos. Estábamos jugando a las corridas de toros. Primero uno hacía de toro y después de torero, banderillero, picador o caballo. Para hacer de toro se ponían los dedos como si fueran cuernos y se iba uno derecho al engaño. A la hora de matar tenías que clavar una vara de palo en un montón de arena sobre el que trazábamos una cruz que venía a ser el hoyo de agujas. Al montón de arena le dábamos forma de toro visto desde arriba. Cuando Antonio Álvarez Cedrón Hernández estaba igualando al animal pasó el padre de Luis Godet y nos llamó ridículos. No supimos qué contestar. Antonio se distrajo y la estocada se fue baja. Hasta le dieron un aviso antes de que acertase con el descabello. Al padre de Luis Godet no le importó que a Antonio Álvarez Cedrón Hernández se le escurriese la gloria después de una faena de arte, porque el padre de Luis Godet es otro tío mierda. Lo malo del montón de arena es que se estaba quieto todo el rato y no se podía matar recibiendo.