Reencuentro

Mientras yo hablaba siempre demasiado alto y sobre todo decía la palabra fatiga siempre demasiado alto, dije, para él había sido siempre característico decirlo todo siempre demasiado bajo, por lo que todo el tiempo nos había resultado difícil estar juntos, sobre todo cuando, como había sido con mucha frecuencia nuestra costumbre hacia el final del invierno, habíamos ido al bosque, a diario, como dije expresamente, sin rodeos, totalmente mudos en nuestro lógico acuerdo; nos habíamos acostumbrado a un ritmo de marcha, dije, que correspondía al ritmo de nuestro sentimientos y pensamientos, pero más al de mis sentimientos y pensamientos que al de los suyos, y habíamos desarrollado a partir de ese ritmo de marcha un ritmo de conversación totalmente acorde, sobre todo en la alta montaña, donde tan frecuentemente habíamos estado con nuestros padres. Él había odiado la montaña siempre tanto como yo y al principio de nuestra relación ese odio a la montaña había sido precisamente lo que primero nos había acercado y finalmente, durante años y decenios, nos había unido. Ya los preparativos de nuestros padres para la montaña nos habían irritado contra ellos y, por eso, contra la montaña, contra el aire puro y contra la tranquilidad ininterrumpidamente añorada por nuestros padres, que creían encontrarse en las montañas y sólo en las montañas, pero no se encontraban nunca, como sabemos, en ellas; ya la forma en que hablaban de su reciente estancia en la alta montaña, la forma en que habían envuelto sus pertenencias para la alta montaña y nos habían enfrentado con ese envolver sus pertenencias para la alta montaña nos había irritado contra su intención de ir a la alta montaña y su pasión por la alta montaña y finalmente contra su locura de la alta montaña, y nos habían repelido esa intención y pasión de ir a la alta montaña, lo mismo que su locura de la alta montaña. Tus padres tenían una pasión por la alta montaña mucho mayor que la de los míos, dije, y volví a decírselo demasiado alto, por lo que, posiblemente, no tuve ninguna respuesta de él, de forma que dije entonces que sus padres habían llevado siempre medias de lana de un verde estridente, a fin de no distinguirse en absoluto de la naturaleza que visitaban, mientras que los míos las habían llevado de un rojo estridente, para distinguirse de la naturaleza, sus padres se habían esforzado siempre en decir que su intención era no distinguirse de la naturaleza, mientras que mis padres se habían esforzado siempre por distinguirse de esa naturaleza, sus padres habían dicho una y otra vez que llevaban medias de un verde estridente para no distinguirse de la naturaleza, mis padres habían dicho siempre que las llevaban de un rojo estridente para distinguirse de la naturaleza y sus padres justificaban sus medias de un verde estridente con la misma tozudez que los míos las suyas de un rojo estridente. Y a cada instante señalaban que habían tejido por sí mismos las medias de un verde estridente y de un rojo estridente, siempre veía a tu madre tejer esas medias de un verde estridente, dije, y a la mía, las de un rojo estridente, como si no tuviera otra cosa en que pensar mi madre, dije, cuando anochecía, que esas medias de un rojo estridente por tejer, y la tuya, las de un verde estridente. Y con esas medias de un verde estridente tus padres llevaban siempre gorros de un verde estridente, dije, y los míos, de un rojo estridente. Realmente se dice que en la alta montaña los accidentados con medias de un rojo estridente y gorros de un rojo estridente son más fáciles de encontrar que los otros, le dije, pero no me respondió. Sus padres me habían mirado siempre con desconfianza, dije, me habían invitado a entrar en su casa siempre sólo con desconfianza, y por eso me había resultado siempre inquietante visitar la casa de sus padres, pero igualmente desconfiados habían sido mis padres con él y por eso sus padres habían impedido con mucha frecuencia que lo visitara, y a la inversa los míos que me visitara él, mientras que yo, sin embargo, nada había deseado más fervientemente que su visita, porque durante toda mi infancia y mucho más tarde lo había considerado mi salvador de la prisión de mis padres, que había considerado siempre mortal. Sé también, sin embargo, que a él le pasaba lo mismo con sus padres, que la casa de sus padres había sido también una prisión. No en balde habíamos designado siempre las casas de nuestros padres, de mutuo acuerdo y respectivamente, como Casa Gris. Mientras estuvimos en casa de nuestros padres estuvimos en realidad encerrados en dos prisiones, y si uno creía estar encerrado en la prisión más horrible, el otro lo ilustraba mejor en seguida, hablando de su prisión como de la más horrible. Las casas de los padres son siempre prisiones y son muy pocos los que pueden escapar, le dije, la mayoría, lo que quiere decir, pienso, alrededor del ochenta por ciento, permanecen encerrados en esas prisiones durante toda su vida, son masacrados en esas prisiones y finalmente destruidos y mueren realmente en esas prisiones. Pero yo me escapé, le dije, a los dieciséis años me escapé de esa prisión y desde entonces soy fugitivo. Sus padres me habían mostrado siempre lo horribles que pueden ser los padres, lo mismo que a la inversa los míos le habían mostrado lo horribles que son los padres. Cuando nos encontrábamos entre las casas de nuestros padres, en el banco de debajo del tejo, dije, te acuerdas, hablábamos de las prisiones de nuestros padres y de que era imposible escapar de ellas, trazábamos planes, pero los desechábamos en seguida por su absoluta inutilidad, hablábamos una y otra vez del recrudecimiento del mecanismo de castigo de nuestros padres, contra el que no había remedio alguno. Tus padres me hacían siempre el reproche de que estuviera allí, le dije, lo mismo que te habían hecho siempre a ti ese mismo reproche, me castigaban llamándome siempre el intruso que estorbaba y en definitiva destrozaba su desarrollo matrimonial y por consiguiente humano, lo mismo que los tuyos te decían siempre que los habías destruido, dije. Te recibían, cuando llegabas a casa, sólo con amenazas, lo mismo que los míos, cuando llegaba a casa, me recibían siempre con una amenaza, sobre todo con la amenaza mortal de que yo era su muerte. No podíamos saber que nos habían hecho voluntariamente, dije, cuando lo supe era ya demasiado tarde para poder defenderme con ello. Tus padres trataron de aislarme poco a poco, dije, lo mismo que te aislaron poco a poco. Y los respiraderos que teníamos al principio nos los fueron tapiando poco a poco. Finalmente no teníamos ya aire, dije. Los muros que levantaban a nuestro alrededor eran cada vez más gruesos, pronto no oímos ya nada porque no nos llegaba nada del mundo exterior a través de esos gruesos muros. Tu madre llevaba el cabello siempre suelto, dije, la mía lo llevaba siempre severo y liso sobre la cabeza. Con el tiempo ella me hablaba de forma cada vez más incomprensible, absolutamente incomprensible, le dije, pero cuando le decía que no la comprendía me castigaba. Mi relación con ella era sólo la del mecanismo de castigo, de manera que con el tiempo sólo tuve ya hacia ella una actitud humilde. Como tú, dije, que también tenías siempre sólo una actitud humilde ante tu madre, temiendo continuamente recibir un golpe en la cabeza o alguna palabra diabólica. Los domingos, de los que se decía siempre que eran pacíficos, teníamos en casa el infierno, dije. Ya despertar había sido nada más que echar una ojeada al infierno, dije, cuando me lavaba tenía miedo de hacerlo mal, por lo que con frecuencia se me escurría el jabón, dije, y me arrastraba por el suelo para buscarlo, temblando con todo el cuerpo, sabes. No podía peinarme porque me faltaba la calma. Mientras me vestía, tenía continuamente miedo de que mi madre pudiera entrar y abofetearme por alguna razón para mí desconocida, porque me había atado el cinturón demasiado o demasiado poco o por algún botón que me faltaba en la camisa, por alguna arruga del pantalón o porque había llorado. En el desayuno yo aparecía ya siempre como un ser totalmente cansado de la vida, incluso totalmente destruido, me sentaba a la mesa como la vergüenza de la familia. Y ellos me daban a entender también en seguida y en todo caso que era la vergüenza de la familia, para qué me pusieron un nombre, pensaba con mucha frecuencia, cuando habrían podido llamarme en seguida sólo desde el principio mismo la vergüenza de la familia, que al fin y al cabo fui siempre y que seguí siendo siempre. Y si lo pienso, le dije, veo que tampoco para ti fue de otro modo, tal vez hablaras menos de ello que yo, dije, siempre has hablado de ello menos que yo, pero has soportado lo mismo, dije, con vosotros era lo mismo que con nosotros, lo que te afectaba lo mismo que me afectaba. El mutismo, del que siempre desconfiaba mi madre, dije, y que me hería profundamente en el alma. El mutismo era un medio de mi madre para herirme mortalmente. Mi padre fue siempre el que soportaba en silencio aquella monstruosidad, el que observaba mi aniquilación por mi madre. Y si lo pienso, pasaba exactamente lo mismo con tu madre y con tu padre. Vivían bien, dije, pero sólo existían aniquilándome. Y, mientras con el tiempo te aniquilaban, tus padres vivían muy bien en su casa, que para ti sin embargo sólo fue la prisión de la que no saliste ya, porque, a diferencia de mí, que me escapé, tú nunca te escapaste, porque no tuviste fuerzas para ello. Entonces llenaban sus mochilas, dije, y disfrutaban al hacerlo del desprecio que con esa ocasión te mostraban. Yo odiaba todo lo que metían en esas mochilas, las medias de reserva, los gorros de reserva, como decían, los embutidos, el pan, la mantequilla, el queso, las vendas, etcétera. Mi padre metía al final todavía la Biblia, que leía luego en la cabaña alpina. Pasajes siempre en el mismo tono, recuerdas. Y nosotros teníamos que escuchar y no debíamos decir nada. En todo el tiempo, durante nuestras estancias en la alta montaña, no debíamos decir nada. Si decíamos algo, se consideraba una desvergüenza y suponía inevitablemente un castigo. Entonces teníamos que subir la montaña cada vez más deprisa, más rápido, según los casos, si nuestro delito o incluso crimen de palabra había sido muy grande recibíamos alguna monstruosidad como denegación, si teníamos sed, nada de beber, si teníamos hambre, nada de comer. Sobre todo en esas excursiones a la alta montaña pude sentir la dureza de mi madre, su implacabilidad. Mi padre era siempre sólo quien observaba la dureza y la implacabilidad de ella. Ni una sola vez, lo recuerdo, interrumpió mi padre esa observación con un comentario a favor o en contra de ella, por no hablar de contradecirla. Mi madre era la cruel, mi padre, quien observaba esa crueldad, dije, y tus padres eran iguales. Tampoco tu padre decía nada cuando tu madre te torturaba con sus palabras y te mataba casi a golpes con un bastón. Los padres dejan a las madres entregarse a su locura aniquiladora y no se mueven. Nuestros padres nos matan, dije. Pero contigo fue todo mucho peor aún que conmigo, porque yo me escapé, me liberé, mientras que tú nunca te liberaste, es cierto que te separaste de tus padres, que fueron quienes te engendraron y parieron y atormentaron, pero nunca te liberaste de ellos. Sin embargo, a los dieciséis es ya casi demasiado tarde, dije, porque entonces sólo vaga por el mundo un ser destruido, un mundo que lo señala con el dedo porque a él se le puede reconocer ya de lejos como nada más que un hombre destruido. El mundo es despiadado cuando ve a un ser así destruido por sus padres, dije. Yo huí y quise irme tan lejos como fuera posible, pero pronto me derrumbé. Los dos quisimos escaparnos, dije, pero yo tuve fuerzas, tú no. La prisión de tus padres resultó en tu caso para toda la vida. Entonces permanecías apáticamente en tu habitación, dije, mirando fijamente los cuadros que te habían colgado en la habitación, aquellos cuadros valiosos pero muertos. Te dejaste encerrar en esa habitación y te limitaste a vagar luego con cadenas en los pies, en definitiva nada más que de una hora de comer a otra, ésa es la verdad. Decenios. Llegaste a un acuerdo con tus guardianes. Te enseñaron cómo leer libros y mirar libros, cómo oír música. Te enseñaron cómo hay que gritar en el bosque para que surja el eco correspondiente y no te resististe a ello. Por eso miras fijamente ya desde hace decenios como te han enseñado tus padres, con esa mirada vacía, y lees libros con la misma vacuidad y oyes música sólo tan vacuamente como tus padres te enseñaron. Dices sobre Goya lo mismo que tus padres decían continuamente sobre Goya, lees a Goethe exactamente como tus padres y oyes a Mozart como ellos, de la forma más vil. Yo, sin embargo, me independicé, porque aproveché la ocasión en el momento decisivo, dije, y me liberé, y oigo a Mozart como yo contra mis padres, contra mis aniquiladores, miro a Goya como yo lo miro, contra mis padres aniquiladores, leo a Goethe, si es que lo leo, como yo lo leo. Luego ellos ataban aún a sus mochilas su cítara y su trompeta, como deben hacer las personas musicales. Ese como deben hacer las personas musicales lo decía siempre mi madre, a mí me perseguía en la cama durante toda la noche y no podía apartarlo. Ella tocaba la cítara porque su madre tocó la misma cítara, mi padre tocaba la trompeta porque su padre tocó la misma trompeta. Y como su padre, cuando estaba en la alta montaña, dibujaba, dibujaba también mi padre siempre en la alta montaña y llevaba siempre en la mochila un bloc de dibujo. Como Segantini, decía siempre, como Hodler, como Waldmüller. Se buscaba un peñasco y se sentaba en él de forma que el sol le diera en la espalda y dibujaba. Finalmente tuvimos todas las habitaciones de nuestra casa llenas de dibujos suyos, en ninguna parte quedaba una superficie vacía, teníamos en casa cientos si no miles de paisajes de alta montaña, para no tener que verlos tenía que dirigir la mirada ininterrumpidamente al suelo, pero eso con el tiempo me volvía loco, dije. Cientos de veces dibujó o acuareló el Ortler, cien veces las Tres Almenas, y una y otra vez el Montblanc y el Matterhorn. Los grandes maestros, decía siempre, pintaban o dibujaban siempre lo mismo. Sólo por eso son grandes, porque dibujaban y pintaban siempre lo mismo. Sin embargo, lo que mi padre pintaba era repulsivo, dije. El talento de su padre, de mi abuelo, se le había atrofiado por completo, pero eso no le impedía degenerar en una monstruosa producción de dibujos y acuarelas. Lo terrible era, dije, que muchas asociaciones culturales organizaban exposiciones con sus productos y que los periódicos sólo hablaban bien de sus dibujos y acuarelas y con ello lo animaban a una producción aún mayor. Y realmente su entorno en conjunto opinó siempre que era un artista, muchos decían de él una y otra vez que era un gran artista, y finalmente él se creyó aquel absurdo y aquella vileza y existió con aquella ilusión devastadora. Si hubiera que demostrar qué es el kitsch, dije, bastaría con mostrar algunos de esos dibujos o acuarelas paternos. Mi casa es una exposición permanente de mi arte, decía mi padre, y cada tantas semanas colgaba o pegaba otros dibujos y acuarelas en las paredes, en el sótano había acumulado ya miles, dije. Soy el gran especialista de la alta montaña, decía, he ido más lejos que Segantini, más lejos que Hodler, cuyo arte hace ya tiempo dejé atrás. Incluso en la cocina había colgado tantos dibujos como era posible, estimando que precisamente el vaho de la cocina perfeccionaba sus obras. Si dejo que el vaho de la cocina ejerza su efecto en mis trabajos, decía, sobre todo durante los meses de invierno y sobre todo en la época de Navidad, esas láminas cobran un atractivo enorme. Luego coleccionaba piedras, dije, te acuerdas. No había que decir nada en contra, porque todas aquellas piedras eran peculiares y él mismo las llevaba a la casa. Allí están todavía hoy, a miles. Sin embargo, en número tan alto, por peculiares que sean, resultan insoportables, dije. Toda una serie de esas piedras tiene la forma del cuerpo humano, dije, principalmente del femenino, y él las encontraba sobre todo en los riachuelos suizos, en Engadin. De una de esas piedras muy determinada decía siempre que no se podía saber si se trataba realmente sólo de una piedra pulida por millones de años o de una obra de arte primitiva, la naturaleza no es capaz de crear esos pechos, decía una y otra vez, sosteniendo la piedra contra la luz, una cabeza tan espiritual. Lo cerraban siempre todo con llave, dije, tus padres, como también los míos, mientras que yo lo dejo todo siempre abierto, odio las puertas cerradas con llave, esté donde esté dejo siempre mi puerta sin cerrar. Y lo ordenaban todo en seguida, apenas había dejado yo un objeto, volvían a quitarlo, de esa forma impedían de un modo totalmente sistemático que nuestra casa se desarrollara humanamente, tenían siempre miedo de que, por mi causa o la de mi hermana, nuestra casa comenzara a vivir. Todo lo personal, si no de antemano, lo eliminaban en el plazo más breve, de manera que sentíamos siempre la casa de nuestros padres como muerta. La palabra disciplina, que era la que con más frecuencia se pronunciaba en nuestra casa, impedía todo desarrollo. Cuando llegaba a casa, todo estaba siempre como había estado al despertar yo, le dije. La Casa de los Muertos, como llamábamos siempre mi hermana y yo a la casa de nuestros padres, había sido restablecida. Aquí no debe aparecer nadie, decía con frecuencia mi madre, y eliminaba las prendas de ropa que había en la casa, zapatos, etc. Dije: ¿te acuerdas? Los pesados zapatos que nos ponían. Los pesados sombreros que nos colocaban. Los pesados capotes en que nos envolvían. En tres lados de la casa estaban las persianas todo el año cerradas, sólo estaban abiertas donde era importante para los dibujos y acuarelas de mi padre. Y en casa de tus padres estaban todas siempre cerradas, dije, invierno y verano, como suele decirse, en verano por los mosquitos y las moscas, en invierno por el frío y la neuritis de tu madre, ¿te acuerdas? Por eso durante todo el año tenías el rostro pálido, como si estuvieras mortalmente enfermo, dije. Sólo cuando íbamos con nuestros padres a la alta montaña cobraban color nuestros rostros, pero no tostado, como los rostros de nuestros padres, sino rojo. A diferencia de nuestros padres, no se nos tostaba el rostro, se nos ponía el rostro en seguida rojo y nuestros labios se agrietaban, y durante semanas no podíamos dormir a consecuencia de la insolación. Por eso nos odiaban nuestros padres, porque en la alta montaña no se nos ponía como a ellos el rostro de un tostado regular, sino de un rojo inflamado. Y nuestros ojos padecían siempre durante meses por la espantosa radiación solar de la alta montaña, de forma que durante mucho tiempo no podíamos leer, ¿te acuerdas? Los ojos nos dolían y en el colegio nos quedábamos muy atrasados a causa de esos ojos doloridos, en ese sentido, y no sólo en ese aspecto, nuestras excursiones a la alta montaña con nuestros padres tuvieron siempre para nosotros efectos devastadores. En el fondo, a nuestros padres siempre les fue todo indiferente, fueron indiferentes y despiadados durante toda su vida, dije, cuando habrían debido ser con nosotros amables, considerados. Mi madre cerraba a cada instante las puertas detrás de sí, mi padre, con sus viejas botas de montaña, recorría pesadamente la casa. Dos veces al año iban a la montaña para encontrar tranquilidad, pero, adondequiera que fueran, llevaban siempre con ellos la intranquilidad, realmente, los valles a los que iban eran tranquilos, pero sólo mientras ellos no los pisaban, los bosques tranquilos mientras no entraban en ellos, las cumbres de las montañas sólo mientras no las coronaban. También las cabañas alpinas que visitaban estaban tranquilas sólo, como es natural, mientras mis padres no las visitaban, dije. En definitiva, la casa de nuestros padres era también de lo más tranquilo, como es natural cuando nuestros padres se iban, dije. Esas personas como nuestros padres no encuentran nunca tranquilidad, dije, porque ellos mismos son la intranquilidad y esa intranquilidad está en todas partes en donde están y llega a todas partes adonde llegan. Buscan la tranquilidad pero como es natural no la encuentran, porque son la intranquilidad, se van a buscar un lugar tranquilo y, con su aparición, convierten ese lugar tranquilo en intranquilo, el más tranquilo en el más intranquilo. Aquí se está tranquilo, dicen, y miran a su alrededor y es en realidad un lugar intranquilo, porque ellos lo han pisado. Cuando mi padre decía quiero estar tranquilo, era absurdo. Como cuando lo decía mi madre. En definitiva cuando lo decía yo, porque los tres éramos la intranquilidad misma, mis padres, hasta donde puedo recordar, yo a causa de mis padres. Mis padres me volvían intranquilo y no volveré a encontrar ya la tranquilidad, dije, lo mismo que tú tampoco encontrarás la tranquilidad, porque tus padres te volvieron intranquilo. Porque el hombre original es la tranquilidad, dije, sólo sus padres lo convierten en intranquilo, el sistema paterno, que en definitiva se convierte en sistema mundial para cada uno. De manera que, como es natural, no hay hombres tranquilos, dije, todos son intranquilos, y si buscan la tranquilidad es una locura. Esa locura ataca a todos de cuando en cuando, la de buscar la tranquilidad, cuando en realidad no hay tranquilidad, porque el hombre es la intranquilidad, y dondequiera que vaya está la intranquilidad y donde no está no puede encontrar la tranquilidad. Cuando buscamos la tranquilidad es la mayor locura, dije. Continuamente buscamos la tranquilidad y lógicamente no la encontramos porque somos la intranquilidad misma. Aquellas excursiones a la alta montaña eran el error que cometían dos veces al año nuestros padres de creer que podrían encontrar la tranquilidad en la alta montaña. En las cabañas alpinas. En las cumbres. Al contrario, esas excursiones a la alta montaña refuerzan la intranquilidad en todos nosotros. Cuando creemos entrar en la tranquilidad somos de lo más intranquilo, dije, entiendes. Los padres no lo comprendían naturalmente, porque durante toda su vida se guardaban de pensar. Tomaban las cosas a mal, pero no pensaban, confundían continuamente tomar las cosas a mal con pensar, y en el mundo hay casi tantos que toman las cosas a mal como personas, pero apenas pensadores. El error de que se podía encontrar la tranquilidad era uno de los muchos que mis padres cometían y cultivaban, dije. Se ponían las medias de un rojo estridente y se colocaban los gorros de un rojo estridente y se iban a buscar la tranquilidad. Suponían siempre que la tranquilidad estaba en la alta montaña, en Suiza o en el Tirol del Sur, cerca de Merano, en las proximidades del Seiser Alm, en el Ortler, en el Montblanc, en las proximidades del Matterhorn o en las Montañas Muertas. Se ponían las medias de un rojo estridente y se colocaban los gorros de un rojo estridente y ataban a sus mochilas cítara y trompeta y se iban a buscar la tranquilidad. Pero no la encontraban. Y al final, dije, me echaban a mí la culpa de no haberla encontrado. Yo había sido el impedimento, la causa original de todo. Yo y mi hermana los que habíamos aniquilado sus planes. Cuando durante meses se habían lanzado mutuamente a la cabeza la frase quiero estar tranquilo/tranquila, hacían la mochila y se iban a buscar la tranquilidad. Siempre estaban seguros de que encontrarían la tranquilidad en algún valle de Suiza o en la cresta de alguna montaña o en algún monte del Tirol del Sur. Yendo cada vez más deprisa, subiendo cada vez más. Recurriendo finalmente a soga y piolet, cítara y trompeta. Pero no encontraban la tranquilidad. Al principio creían siempre que era fácil encontrar la tranquilidad, pero luego comprendían que era de lo más difícil. Al fracasar en su intento de encontrar la tranquilidad, comenzaban a echarme la culpa. Primero sólo vacilando, los escrúpulos los atormentaban en la sala de la posada, en la linde de los árboles y de pronto, al borde del agotamiento y ante la decepción total, caían sobre mí, la vergüenza original, la desgracia original, que ni siquiera en las montañas los dejaba tranquilos. Y tus padres, dije, se portaban contigo de la misma forma. Mis padres me llevaban siempre a la alta montaña por la única razón de poder culparme de su fracaso en la búsqueda de la tranquilidad, lo mismo que me consideraban siempre sólo responsable de todo lo fatigoso y espantoso. Sólo se dirigían a mí cuando tenían que descargar sobre mí su odio contra todo, entonces estaba yo allí, a su disposición. Por eso tenía que estar con ellos incluso en la cumbre más alta, dije, a fin estar a su disposición para ese fin mortal, no vacilaban en hacerme subir y pisar el Ortler para poder culparme de su desgracia en la cumbre. Y tus padres hacían lo mismo contigo, dije. Tu padre descargó su cólera sobre ti, precisamente cuando habíamos llegado apenas al pie del glaciar de Glockner, listos, dije, al final. ¿Te acuerdas? Llegaba una tormenta y yo tenía la culpa, se desencadenaba un alud y era yo quien lo había desencadenado, como suele decirse. La cumbre de la montaña era también la cumbre del odio de nuestros padres hacia nosotros, dije, contra aquel fracasado producto suyo, como decía mi madre, contra la vergüenza. Quiero estar tranquilo, decía mi padre, y guardaba las botas de montaña y el bloc de dibujo, y mi madre hacía su mochila y afinaba en la cocina la cítara, porque le parecía mejor hacerlo allí, y a mí me reñían porque tardaba tanto en guardar mis cosas y por añadidura aún un libro repulsivo, los poemas de Novalis, lo recuerdo, y nos apresurábamos a ir a la estación y salíamos, en la oscuridad, para poder comenzar a subir en seguida en el inminente amanecer. Antes de empezar siquiera a subir yo estaba ya agotado, tú también estabas agotado, dije, por no hablar de mi hermana. Teníamos que caminar en silencio sin protestar. Hasta que mi padre se separaba del grupo, porque era el más fuerte, iba siempre muy por delante y en definitiva era también el primero en subir. Mi madre no era ya más que amargura. Mi hermana lloraba, pero no servía de nada. Mi padre decidía la ruta. Mi madre lo seguía en silencio, recuerdo aún muy bien el sonido de las cuerdas de la cítara que colgaba de su mochila. Quiero estar tranquilo, esa frase, aunque nadie la decía, se pronunciaba continuamente, no podía quitarme esa frase de la cabeza, una y otra vez aquel quiero estar tranquilo paterno. Mi padre se apresuraba por delante de nosotros, con sus pasos de gigante, para hacer verdad esa frase, pero no se podía hacer verdad la frase, siempre volvía a interponerse. Estaba también allí cuando estábamos casi en la cumbre, y seguía estando allí cuando estuvimos ya en la cumbre y, agotados, miramos el paisaje a nuestros pies. Nunca he visto el mundo más amenazador e hiriente que sobre la cumbre de una montaña. Mientras mi padre decía unas cuantas veces qué tranquilidad reina aquí en la cumbre, una tranquilidad mayestática, decía, en el fondo no aguantaba ya de pura intranquilidad, porque la intranquilidad está donde se espera la tranquilidad de la forma más grande y absoluta, y él se atormentaba varias veces diciendo que entonces reinaba la mayor tranquilidad, todos estábamos de repente en medio de la mayor tranquilidad, decía, y nos decía si no oíamos que estábamos en la mayor y realmente absoluta tranquilidad, dije; animaba a mi madre continuamente a decir y reconocer que ahora estábamos en la más absoluta tranquilidad y mi madre dijo también unas cuantas veces que estábamos en la mayor y absoluta tranquilidad, qué silencioso, qué tranquilo se está aquí, todo está tranquilo, dijo ella, aquí reina la mayor tranquilidad. Y como yo no fui en seguida de la misma opinión de mis padres, me animaron a decir que allí arriba en la cumbre reinaba una tranquilidad absoluta y por eso, para poner fin a sus amenazas, dije también que allí arriba en la cumbre reinaba la mayor tranquilidad, la tranquilidad absoluta. Si no lo hubiera dicho, si hubiera dicho la verdad, es decir, que en la cumbre reinaba la mayor intranquilidad, la intranquilidad absoluta, me habrían lastimado profundamente, dije. De manera que se contentaron con que dijera varias veces las palabras más grande y absoluta tranquilidad. Como estábamos acurrucados en un rincón protegido del viento, mi madre pudo soltar la cítara de la mochila y tocarla. Siempre había tocado mal la cítara, a diferencia de mi abuela, que sabía tocar la cítara como nadie, y en la cumbre, entonces, la forma de tocar de mi madre fue catastrófica, dije. Mi padre le espetó que dejara de tocar la cítara, dije, y entonces sacó su trompeta de la mochila y se puso a tocarla. Sin embargo, el viento entremezcló las notas de su trompeta y pronto estropeó su música. Él encajó la trompeta entre dos rocas planas e hizo que mi madre le cortara dos grandes rebanadas de pan, sobre las que puso varias lonchas de jamón. También me dieron de comer, pero no pude tragar bocado, como suele decirse. Semejante tranquilidad, dijo mi padre varias veces. El viento fue pronto una tormenta, dije, y creímos que nos íbamos a helar allí mismo. De manera que nos apretamos en el rincón de la roca, mirando hacia fuera. La tormenta era una buena señal, dijo mi padre. Sí, dijo mi madre, dije yo. La subida había durado ocho horas. Mis padres se apretaron uno contra otro en el ángulo de la roca y empezaron a temblar con todo el cuerpo. La tormenta era tan fuerte que apenas entendí lo que dijo mi padre: qué tranquilidad reina aquí. También él estaba totalmente agotado, como mi madre. De mí sólo sé que no sabía cómo había podido seguir siquiera a mis padres. Se quitaron las botas de montaña y estiraron piernas y pies y se frotaron mutuamente los dedos de los pies. A mí me parecía estar soñando, dije. Desde entonces odio tanto al Ortler. Sin embargo, cada tantos años tenía que ser el Ortler, dije, no sé por qué. Y también tus padres iban cada dos años al menos al Ortler contigo. Y entonces estabas agotado durante meses y te quedabas retrasado, ¿te acuerdas? Mis padres nunca se habían retirado con un libro para leerlo, como decían siempre, dije, fue siempre sólo un pretexto para librarse de nosotros. Lo mismo que hacían tus padres contigo. ¡Dejadnos tranquilos! sólo tenía siempre por único objeto poder pelearse sin testigos, desahogarse, como lo caracterizaba mi madre acertadamente con mucha frecuencia. Mi padre buscaba la tranquilidad en su habitación, para luego estar en su habitación con una intranquilidad aún mayor, lo mismo que mi madre en la suya. Cuando mi padre iba al jardín para tener su tranquilidad, se hundía aún más profundamente en su intranquilidad, cavando y pinchando la tierra y cortando árboles, y cuando iba a la ciudad, adondequiera que fuese, dije. Y lo mismo mi madre, que continuamente quería tener su tranquilidad y caía en una intranquilidad cada vez más profunda hasta que comenzaba a preparar su mochila, porque veía que mi padre había preparado ya la suya. Entonces la cuestión era sólo si a Suiza o al Tirol del Sur. A Suiza iban con superioridad, al Tirol del Sur por falsedad, por sentimentalismo infame. Tus padres iban siempre con mis padres y subían a las montañas, dije, los tuyos siempre con los míos, nunca a la inversa, y nosotros teníamos que ir y subir con ellos. Y en lugar de descansados, nuestros padres volvían siempre totalmente agotados de las montañas suizas o del Tirol del Sur, nosotros mismos durante meses más o menos irresponsables, dije, mortalmente enfermos. La más afectada era mi hermana, dije, porque ella era siempre la más indefensa de todos, y nunca había sabido defenderse lo más mínimo. Fue absolutamente lógico que muriera a los veintiún años, dije, mis padres la mataron, ella no pudo, como yo, sustraerse a sus intenciones asesinas. Los padres hacen hijos y procuran por todos los medios aniquilarlos, dije, mis padres lo mismo que los tuyos y todos los padres juntos y por todas partes. Los padres se permiten el lujo de tener hijos y los matan. Y todos tienen sus métodos más diversos, como corresponde. Nuestros padres nos aniquilaron al reprocharnos continuamente que éramos culpables de su intranquilidad y, en definitiva, de todo lo que a ellos se refería. Nuestros padres nos echaban la culpa de todas las culpas, ésa es la verdad. Por eso no puede alejarse la sospecha, dije, de que nuestros padres nos hicieran por el único motivo de encarnar su culpa, dije, que posiblemente no fuimos ni seguimos siendo en nuestra vida más que los representantes de su culpa, que teníamos que responder por ellos. Que nuestros padres sólo nos hicieron con el único objeto de poder descargar así su culpa sobre nosotros y echarnos la culpa, dije. Cuando mi padre se irritaba, la causa era yo, cuando mi madre se irritaba, era yo quien había causado su irritación. Si el aire de la casa estaba viciado, la culpa la tenía yo. Si la puerta de la casa no estaba cerrada de noche, había sido yo, aunque supiera muy bien que no podía haber sido yo. ¡Que me dejéis tranquilo de una vez!, nos gritaba mi padre con frecuencia, a mí y a mi hermana, y entonces nos llevaban con ellos a la montaña, en lugar de ir solos, probablemente también sólo por el simple y único motivo de poder descargar sobre nosotros toda culpa. Si llegábamos tarde a la posada o a la cabaña alpina, teníamos nosotros la culpa, ¿lo recuerdas?, si el pan se había mojado en la mochila, la culpa era mía. Y así miles de ejemplos de esa relación, dije, que sin embargo era horrible entre mí y nosotros y por consiguiente mi hermana y yo con mis padres. Si a mi padre lo atormentaban de noche los mosquitos, me echaba la culpa diciendo que había estado en su habitación y había encendido la luz con las ventanas abiertas, lo que naturalmente no sólo estaba severamente prohibido sino que era lógico que lo estuviera. Y de la misma forma que a ti los tuyos, los míos me llamaban siempre hipocondríaco, en lo que a mis enfermedades se refería, y charlatán en lo que se refería a mis lecturas e incluso a mis escritos posteriores, ¿te acuerdas?, dije. Para mí todo es tan claro, dije, que durante años me volvía por completo a la memoria. Precisamente ese horror, ese espanto, dije, del que el hombre no se atreve ya a hablar porque sus causantes han muerto hace tiempo. Pero de repente me atrevo a hablar de todo ese horror y espanto, dije. Incluso me resulta fácil. Nada puede ser suficientemente horrible y espantoso. Cuando volvíamos de la alta montaña, me castigaban primero debidamente por mi comportamiento en la alta montaña. Lo mismo que a ti, dije. Lo recuerdo muy bien. Luego me reprochaban mi repulsivo comportamiento en Suiza, en Engadin o en el Tirol del Sur, en el Ortler, me lo enumeraban y reprochaban todo y encontraban alguna forma de castigo pérfida. No había mirado a lo lejos ni suficiente tiempo el hermoso paisaje, me reprochaban, me había opuesto a sus órdenes, había dormido de día y no de noche como es debido, como decía con frecuencia mi padre. Yo tenía una relación equivocada con la naturaleza, no veía la grandeza de la Creación, no oía el canto de los pájaros, el susurro de los arroyos, el silbido del viento, y me asustaba por cualquier cosa. Luego reducían mis comidas y de forma deliberada eliminaban mis platos favoritos de la dieta. No podía salir ya, durante semanas, y tenía que llevar precisamente la ropa que aborrecía. Y a ti te pasaba lo mismo cuando tus padres volvían de la alta montaña, dije. Mi padre extendía sus dibujos y acuarelas por su habitación y yo tenía que decir de todos esos dibujos y acuarelas lo que representaban y que eran los mejores. Si me equivocaba, incapaz aun con la mejor voluntad de recordar los modelos naturales, él montaba en cólera. Tu padre te leía los poemas que había hecho en esas excursiones a la alta montaña, dije, y tú no escuchabas, o escuchabas pero no sabías qué decir sobre esos poemas, dije, y eras castigado por tu padre. Tu padre publicó tres libros de poemas, dije, mi padre hizo otras tantas exposiciones de sus dibujos y acuarelas, nuestros padres creían escapar de esa forma, esforzándose sólo muy ligeramente, por decirlo así querían salvarse por el rodeo del arte de pasear, lo que sin embargo no podía ser. Al contrario, se habían envilecido con esos dibujos y acuarelas y con esos poemas, por añadidura publicados. En eso insistían, en su vileza, dije, y aunque hace ya mucho que están muertos, siguen insistiendo todavía hoy. Si a mi padre no le salía bien un dibujo, me echaba a mí la culpa, me había puesto ante la luz, dije, había destruido su intuición, como él decía siempre, al decirle algo, o había sido siempre el destructor de su genio artístico. El hijo sólo está en el mundo como destructor del artista que es su padre, dijo mi padre una vez, ¿te acuerdas? Pintaba peor que dibujaba, dije, como mi madre tocaba la cítara pintaba y dibujaba él, no mejor, al contrario, pero sin embargo hablaba continuamente de su genio artístico, incluso, de vez en cuando, de una familia de artistas, refiriéndose a la nuestra. Lo mismo que tu padre se llamaba poeta, dije, aunque se trataba sólo de estupideces rimadas, como sabes. Encuadernadas y puestas a la venta, parecían todavía mucho más viles que en su casa sobre el escritorio, dije. Y mientras mi padre vivió, tampoco yo escribí ni una línea, dije. Sólo cuando había muerto intenté hacer un esbozo de su rostro muerto, dije. Ese esbozo me salió bien. Pero luego, durante años, no conseguí hacer nada más. Todo absurdo, frágil, débil, sin valor. Y sólo cuando tu padre había muerto te fuiste de casa, dije, dejaste plantada a tu madre, por decirlo así como punto culminante de su vida. Te libraste de ella, pero sigues lamentándolo. Yo no lamenté nunca dejar atrás a mis padres, me habían hecho tanto daño mientras estuve bajo ellos, dije, que nunca tuve motivo para tener remordimientos como tú tuviste con tus padres. Porque yo me escapé de la prisión y tú no. Porque yo los dejé plantados ya a los dieciséis años y tu sólo cuando eras viejo. El mundo te dejó estar, dije, pasó sobre ti. Eres insignificante, dije. Todavía tienes el abrigo de tu padre, como veo, y no sólo el auténtico, ese rozado y raído, de hace cuarenta años, sino también el otro, el así llamado abrigo intelectual paterno. Con ese abrigo paterno te asfixiaste. Ante los ojos de tu madre, que no tuvo nada que decir al respecto. Que siempre se limitó a mirar, a mirar hasta el más alto grado de sus posibilidades cómo degenerabas con el abrigo paterno. Porque de que eres un hombre degenerado no hay duda, dije. Pero probablemente tú, a diferencia de mí, nunca tuviste oportunidad de escapar, de dejar plantados a tus padres, tuviste que aguardar a la muerte de tu padre para que se te abrieran los ojos también sobre tu madre, porque efectivamente ella, lo mismo que tu padre, fue tu destructora. Lo que me cuentas de los padecimientos de ella sólo me repele, dije. El falso sentimentalismo me repele siempre y tú hablas siempre de ella sólo con falso sentimentalismo, como has hablado siempre con falso sentimentalismo. Nunca te escapaste de la prisión de sentimentalismo falso y mendaz de la casa de tus padres. Todo lo que dices es falso y mendaz, y por falsedad y mendacidad tienes también esa actitud humilde con el abrigo de tu padre, dije. Yo nunca habría llevado una prenda de mi padre, nunca, tú, todavía a los cincuenta y dos años, llevas el raído abrigo de tu padre. En eso habrías tenido que pensar hace ya tiempo, en que el hombre no debe ponerse nunca los vestidos paternos. Pero tú te pones sencillamente el abrigo de tu padre y te arrebujas en él. Tus lamentaciones son repulsivas, dije. A mí me asquea la infancia. Sobre todo, lo que se relaciona con la infancia y que una y otra vez comparece ante el tribunal de la vida. Todo eso es repulsivo, dije. Pensar en esos padres no es más que repulsivo. Esas personas no tienen ningún derecho a encontrar la tranquilidad. Y tampoco encontraron la tranquilidad en toda su vida, dije. Quiero estar tranquilo, dicho por mi padre (como también por el tuyo), no era más que una perversión. Estoy convencido, dije, de que, cuando estás solo en tu casa, que sigue siendo la casa de tus padres, posiblemente a la hora del crepúsculo, te pones las medias de un verde estridente de tu padre y, sentado al borde de la cama, te imaginas que subes al Matterhorn. Y llevas también en la cabeza el gorro de un verde estridente que tu madre te tejió. Ella tejió docenas de esos gorros de un verde estridente, como la mía docenas de un rojo estridente. Los de un rojo estridente, porque se ven en caso de accidente, ¿no tengo razón?, dije, los de un verde estridente para que quienes los lleven pasen inadvertidos. Qué falta de gusto, dije, te sientas al borde de la cama con la lengua fuera, dije, y llevas puestas las medias de un verde estridente para la alta montaña y te imaginas que subes al Matterhorn, o, todavía más delicadamente, al Ortler. Tú juegas a tu modo con el Matterhorn, dije, con el Ortler, y posiblemente tu madre participa. Puedo imaginarme que, al hacerlo, tu madre entre en éxtasis. Y en la cumbre sólo os gritáis reproches a la cara. Tú eres de la familia de las medias de un verde estridente y de los gorros de un verde estridente, dije, yo soy de la familia del rojo estridente. Cuando mis padres murieron, no encontré en un armario y dos cómodas más que cientos de gorros de alta montaña de un rojo estridente, dije, nada más que medias de alta montaña de un rojo estridente. Todos tejidos por mi madre. Mis padres habrían podido ir a la alta montaña durante mil años con esos gorros de un rojo estridente y medias de un rojo estridente. Quemé todos aquellos gorros de un rojo estridente y medias de un rojo estridente, dije. Me puse uno de esos cientos de gorros de un rojo estridente de mi madre y quemé todos los demás en el acto, riéndome, riéndome, riéndome continuamente, dije. Con seguridad tu madre tejió también otros tantos gorros de un verde estridente y medias de un verde estridente, aunque nunca tuviste valor para buscarlos, pero sólo necesitas abrir este o aquel cajón en tu casa, y te los encontrarás a cientos, dije. Nuestras madres tejieron esos gorros y medias. Recuerdas que siempre tejían esos gorros y medias, dije, ¿recuerdas? Sólo veía a tu madre siempre tejer esas medias de un verde estridente y gorros de un verde estridente cuando estaba en vuestra casa, dije, en algún sitio deben de estar aún esos gorros y medias, dije, en el curso de su vida. Sólo vi a tu madre siempre tejiendo esos gorros de un verde estridente y medias de un verde estridente. ¿Te acuerdas?, pregunté. Entonces dijo que no se acordaba. Había venido con el tren de las seis de la mañana y aquí, en la estación de Schwarzach-Sankt Veit, había perdido su conexión. Estaba totalmente empapado, dijo, y yo lo miré atentamente y vi que estaba totalmente empapado. Desde hace veinte años no nos hemos visto, dije, la forma en que decías fatiga la tengo todavía presente, dije. Y que siempre hablaba más alto que tú. No hablábamos mucho, pero yo hablaba siempre más alto que tú, dije. Le dije que se levantara y viniera conmigo al restaurante, donde sin duda haría más calor. No, dijo, no quería, esperaría en aquel banco a que llegara su tren. Le dije que al principio sólo había reconocido su abrigo, el abrigo de su padre, que conocía. ¿Te acuerdas de cuando pasamos la noche en Flims?, le pregunté. Sacudió la cabeza. ¿No te acuerdas?, pregunté. No, dijo, y luego, con una voz totalmente tranquila y muy débil: no me acuerdo de nada.