Epílogo

Aferrando la sedosa madera del bastón de mando de la Reina del Invierno —«Mi bastón de mando»—, Donia salió de su casa y se internó en la sombra de los árboles desnudos.

En el exterior aguardaban sus elfos; los guardias de Keenan se habían marchado… todos excepto Evan, que se había quedado como responsable de su nueva guardia. Había habido protestas por esa razón —un elfo estival, dirigiendo la guardia de la nueva Reina del Invierno—, pero nadie tenía derecho a desafiar las elecciones de Donia.

«Ya no», pensó.

Anduvo hacia la orilla del río, seguida por seis de los guardias que Evan había seleccionado como los más fiables entre los elfos del invierno. Los hombres no hablaban. A diferencia de las Ninfas del Verano, la grey invernal no era parlanchina.

Como si lo hubiese hecho siempre, Donia daba golpecitos al bastón mientras avanzaba, mandando dedos helados dentro del suelo, el primer indicio del invierno que pronto llegaría. A su lado correteaba Sasha.

En silencio, Donia caminó sobre la superficie del río, que se había congelado. Alzó la vista hacia el puente de acero que lo atravesaba —ya no resultaba venenoso, no para la Reina del Invierno—, elevó el rostro al cielo gris y abrió la boca. De sus labios brotaron vientos aulladores y en el metal del puente se formaron carámbanos.

En la ribera se hallaba Aislinn, envuelta en una larga capa. Ya estaba cambiada; cada vez que Donia la veía, se parecía más a lo que ya era. La Reina del Verano levantó una mano a modo de saludo.

—Keenan estaría aquí si pudiera —dijo—. Le preocupaba cómo te sentirías con todo esto. —concluyó y señaló el hielo.

—Estoy bien. —Donia se deslizó sobre el agua helada, grácil como jamás había sido en la piel de Dama del Invierno—. Es algo familiar, y extraño a la vez.

No añadió que seguía estando sola; eso no era algo para compartir con la reina de Keenan.

Permanecieron en silencio; los copos de nieve siseaban al tocar las mejillas de Aislinn.

—Keenan no es tan malo, ¿sabes?

—Lo sé. —Donia alargó una mano y atrapó unos copos de nieve como si fueran un puñado de estrellas blancas—. Aunque yo no podía decírtelo, ¿no es así?

Aislinn se estremeció.

—Estamos aprendiendo a trabajar juntos. La mayoría de las veces. —Se frotó los brazos, rindiéndose al fin al frío—. Lo siento. Todavía puedo salir, pero supongo que no podré quedarme demasiado tiempo cerca de ti y el hielo.

—Otra vez, quizá.

Donia se dio la vuelta.

Pero entonces Aislinn dijo la última cosa que Donia habría imaginado que diría la Reina del Verano, o cualquiera, en realidad:

—Sabes que Keenan te ama, ¿no?

Sin responder, Donia la miró fijamente, miró a la nueva elfa que compartía el trono con Keenan.

—No sé… —respondió al cabo, pero se interrumpió, tratando de dominar su confusión.

Quizá fuese cierto, pero si lo era, ¿por qué él no le había contestado cuando ella le dijo que seguía amándolo?

Aquella era una conversación que no estaba preparada para mantener con Aislinn.

Donia no sabía a ciencia cierta cuánto había cambiado Keenan después de que Aislinn lo liberara, cuán conectados estaban, cuántas cosas conocía Aislinn de él en realidad; la mayor parte de los días, no quería averiguarlo. La Corte Estival no era asunto suyo, ya no.

Ya tenía bastantes problemas ocupándose de su propia Corte. Los elfos invernales podían no ser un grupo locuaz, pero aun así protestaban: por la antigua mortalidad de su reina, por su insistencia en restaurar el orden, por restringir su complicidad con los elfos oscuros.

«Ese es un problema que no me apetece afrontar ahora». El Rey de la Corte Oscura ya estaba presionando, poniendo a prueba los límites, tentando a la grey invernal. Irial había estado aliado con Beira durante demasiado tiempo para retirarse con elegancia. Donia sacudió la cabeza. Alrededor de su rostro caía la nieve, y sentía algo casi eléctrico cuando los copos le tocaban la piel. «Céntrate en lo bueno». Habría tiempo de sobra para lidiar con Irial, con Keenan, con sus propios elfos.

Aquella noche era suya.

Tan silenciosa como la nieve que caía en torno a ella, Donia regresó a la gélida noche y patinó por el río, esparciendo sobre el hielo puñados de nieve como purpurina.

Aislinn y Seth estaban en el vagón central del tren de Seth con Keenan, mientras este intentaba recuperarse de su breve excursión por el frío.

—Venga. —Seth empujó a Aislinn hacia Keenan—. Tengo que recoger unas cuantas cosas.

Aislinn se sentó al lado del Rey del Verano, extrañamente cómoda.

—¿Keenan?

Él abrió los ojos.

—Estoy bien, Aislinn. Dame un momento.

Ella lo tomó de la mano y se concentró, dejando que la calidez del verano la recorriera. Había acabado por convertirse en algo sorprendentemente fácil, como si aquello hubiese estado siempre dentro de ella. Lo percibió: un minúsculo sol llameaba en su interior, y entonces se inclinó y sopló con suavidad sobre el rostro de Keenan. Un viento cálido se derramó sobre él.

Luego lo besó en ambas mejillas. Ignoraba por qué, del mismo modo que no comprendía por qué lo había hecho aquella otra noche en el callejón. Sencillamente parecía lo adecuado. Eso era lo primero que había aprendido sobre sus cambios: debía hacer caso a su instinto.

Keenan se quedó mirándola.

—Yo no te había pedido…

—Chist. —Le apartó el pelo cobrizo de la frente y le dio otro beso—. Los amigos se ayudan entre sí.

Keenan ya se sentía casi bien cuando Seth regresó.

El joven dejó un encendedor y un sacacorchos sobre la mesa.

—En la estantería hay velas. Y también comida que me ha proporcionado Niall, además de vuestro vino estival y una botella de vino invernal.

—¿Vino invernal? —preguntó Keenan—. ¿Por qué?

Seth se echó a reír.

—Niall me ha dicho que estás en deuda con él por conseguírtelo. —A pesar de que Aislinn le lanzó una mirada intimidatoria, Seth guiñó un ojo y añadió—: Está todo bien.

Entonces Aislinn se levantó y pasó un brazo por la cintura de su chico.

—Tendré el teléfono móvil encendido. Tavish ya sabe que estoy localizable si hay algún problema.

—¿Os vais los dos? —Keenan se incorporó. Confiaba en su reina, pero aquello se estaba volviendo cada vez más raro—. Entonces, ¿voy a quedarme atrapado aquí?

Aislinn y Seth intercambiaron otra curiosa mirada. Después Seth se puso la chaqueta.

—Estaré fuera. —Le sonrió a Keenan, no con la persistente tensión con que parecía estar batallando desde la ascensión de Aislinn, sino con genuino regocijo—. Te veré dentro de unos días.

Después de cerrar la puerta tras él, Aislinn miró a Keenan sonriendo con dulzura.

—Feliz solsticio. Aquí estás seguro. Incluso le hemos pedido a Tavish que lo comprobara por nosotros.

Le dio un breve abrazo y luego se escabulló, dejándolo solo y confundido.

«Atrapado. Aislinn me ha atrapado. —Fue hasta la ventana y observó cómo su reina se marchaba con su amante mortal—. ¿Y qué hago ahora?».

Donia abrió la puerta con la llave que le había prestado Seth. Oyó a Keenan paseando arriba y abajo, moviéndose enfadado con fuertes pasos, como una criatura enjaulada. A ella no la asustaba aquel genio, aquella peligrosa energía. Por primera vez, se encontrarían con igual fuerza, igual poder, igual pasión.

«Eso espero».

Se quitó las botas, dobló su abrigo, y descorchó dos botellas de vino. Acababa de llenar la primera copa cuando Keenan entró en la sala.

—¡Don! —se sorprendió—. ¿Tú aquí?

—¿Humm?

Le tendió la copa. Como él la rehusó, la dejó sobre la encimera.

—¿Qué haces…? —Parecía inusitadamente nervioso y la miró con cautela—. ¿Estás buscando a Aislinn?

—No. —Sirvió una segunda copa, esa vez de su propio vino. Debía acordarse de mandarle un detalle a Niall por pensar en conseguirlo—. Ya he visto a Ash.

Levantó la llave de la casa y balanceó el llavero con forma de calavera para que él lo viera. Le gustaba tener el control, el poder.

«Podría acostumbrarme incluso», se dijo.

Gobernar la Corte Invernal le había resultado fácil y cómodo; podía ser justa y ecuánime con sus súbditos. Pero tener poder sobre Keenan… eso era peligroso. Quería que él se sometiera a sus deseos, como ella había hecho durante tanto tiempo a los suyos. Se humedeció los labios con la lengua, y fue recompensada por un destello oscuro en aquellos ojos estivales.

Él se le acercó dubitativamente, pero en sus ojos había una luz esperanzada.

—¿Por qué estás aquí, Don?

—Por ti.

Bebió un sorbo de vino como si nada, más tranquila de lo que había estado nunca a su lado.

Él se aproximó aún más.

—¿Por mí?

Donia dejó su copa y se llevó las manos al lazo que mantenía unida su falda.

Keenan se quedó sin aire. En su piel llameó la luz del sol, gloriosa y fulgurante.

—Por mí —musitó.

Alrededor de Donia giraron copos de nieve cuando ella alargó una mano hacia la de él y dijo:

—Sí.

Y entonces Keenan sonrió, con aquella increíble y perturbadora sonrisa que había obsesionado a Donia en sus fantasías durante más tiempo del que él debería saber, de lo que sabría jamás.

«El verano y el invierno deben enfrentarse. Jamás seremos capaces de evitarlo». Le rodeó la cintura con una mano y lo atrajo más hacia sí.

El cuerpo de Donia ardía como si fuese una escultura de hielo, lista para fundirse al contacto con el sol. Su hielo se alzó para recibir aquel sol, y los envolvió a ambos en una tormenta de nieve.

«Te quiero». Pero no lo dijo; esta vez no. Ahora era su igual; no iba a arriesgarse a ladear la balanza con la ilusión de que él también dijera las palabras que sofocarían el turbulento murmullo de confusión de su interior.

«Aún te quiero, siempre te he querido». No lo diría, pero lo pensó una y otra vez mientras en los ojos de Keenan brotaban flores, mientras el resplandor de la luz solar la hacía estremecerse.

—Mía. Por fin eres mía —susurró él.

Y sus labios descendieron sobre los de Donia.

A ella le entraron ganas de reír de alegría, de llorar por el chisporroteo de hielo y calor mientras caían sobre el montón de nieve que había a sus pies.

«Esto es mucho mejor que negociar las condiciones de nuestra paz», pensó.

Aquello influiría en los deseos de Keenan cuando negociaran; Donia lo sabía bien. «Pero esa no es la razón por la que estoy aquí», se recordó, aunque con la parte consciente de su mente admitió que era razón suficiente para estar allí, que sería una tonta si no se aprovechara de ello.

—Pensaba que jamás podría… —Keenan murmuraba dulces palabras, y sonaba embelesado—. Mi Donia, por fin toda mía.

La nieve se derritió, desapareció en forma de vapor, mientras ambos se tocaban.

—Chist.

Donia cubrió los labios de Keenan con los suyos, acallando sus insensatas palabras.

Aislinn avanzó cuidadosamente por el suelo helado. Los guardias que los habían seguido esperaban al lado de Seth. Aún le resultaban poco familiares, pues se los había prestado Donia para los meses de invierno, mientras los elfos estivales no podían salir.

—Que nadie los moleste.

Paseó la mirada por los guardias, uno por uno.

Ellos esperaron, tan silenciosos como las noches de invierno.

—Por ninguna razón —añadió ella sonriendo—. Si hay algún problema, llamadme. —Luego movió la cabeza afirmativamente y le tendió una mano a Seth—. Vamos. Es hora de que te presente a mi abuela. Si puede aceptar todo esto —añadió, señalando alrededor, a los elfos y a sí misma—, puede aceptarte a ti.

Seth alzó una ceja.

—¿Estás segura? Niall me ha dicho que podía dormir con ellos en su apartamento.

—Confía en mí.

Lo tomó de la mano.

Él se miró los vaqueros desgarrados y la raída chaqueta.

—Al menos podríamos pasarnos por el apartamento. Si me cambio quizá…

—Olvídalo. —Aislinn entrelazó los dedos con los de él—. Le he enseñado a la abuela las solicitudes para las otras universidades que has recogido. Piensa que podríamos echarles un vistazo.

A Seth se le iluminaron los ojos, y atrajo más a Aislinn.

—Lo que más me gusta es el programa de Filosofía de la universidad estatal. Y allí tienen un buen programa de Ciencias Políticas para ti.

Ella se echó a reír.

—Podemos trasladarnos si queremos. Keenan y la abuela ya lo están pidiendo.

Detrás y delante de ellos se desplegaron los guardias. Ninguno de los elfos estivales podía salir a los blancos ventisqueros. Sólo los elfos invernales y los oscuros jugaban en la tranquila noche, solemnes incluso en su jolgorio cuando ella pasaba por su lado… aunque más de una bola de nieve se convertía en vapor siseante cuando la veían los que no se dejaban intimidar con facilidad.

Incluso después de casi tres meses, no le resultaban menos terroríficos, ni siquiera un poco en realidad, pero por primera vez en su vida Aislinn se sentía a salvo. «No es precisamente perfecto, pero podría serlo», pensaba.

Tiró de la mano de Seth para tenerlo más cerca.

—Vamos a casa.

Atravesaron las calles nevadas, la piel de Aislinn resplandecía lo bastante para mantenerlos calientes a ambos. El resto —sus miedos, las exigencias de la Corte, las inquietudes de Keenan— tendría que esperar.

Cuando la Reina del Verano estaba alegre, sus súbditos se alegraban con ella.

De modo que se alegró, dejando que su júbilo se extendiera a su grey, sintiendo que Keenan se lo devolvía, viéndolo reflejado en los ojos de Seth.

«No es perfecto, pero lo será».