Capítulo 30

«Nunca hubo nadie tan hermoso como [él] […] Los lobos no causaban destrozos, los vientos gélidos no eran cortantes, y el Pueblo Oculto salía de las colinas élficas para repartir música y satisfacción por todas partes».

Maravillosas leyendas celtas, Ella Young (1910).

Donia sabía que Keenan y Aislinn estaban en camino, pero aun así soltó un grito ahogado cuando los vio acercarse, con las manos entrelazadas y a la desconcertante velocidad que sólo los elfos más fuertes podían alcanzar.

—¿Don?

Keenan parecía enfebrecido de la emoción, con el rostro resplandeciente y el cabello cobrizo irradiando ya la extraña luz solar que albergaba en su interior.

Donia se obligó a sonreír y bajó al jardín. La última vez que había asistido a aquella prueba ceremonial, era ella la que iba de la mano de Keenan con la esperanza de convertirse en su compañera, su reina.

A lo largo de todo el lindero del claro había elfos, en su mayoría de la Corte Estival, pero también algunos representantes de otras Cortes. Ese hecho suponía un recordatorio de lo inusual que aquella prueba iba a ser.

Keenan quiso acercarse a Donia.

—¿Estás…?

Aislinn lo detuvo posando una mano en su brazo con delicadeza; luego afirmó con la cabeza.

Él pareció confundido, pero no se acercó a Donia ni le hizo preguntas que ella no quería contestar. Donia cruzó una mirada con Aislinn y asintió, agradeciendo su gesto; no podía vérselas con la amabilidad de Keenan, no mientras se preparaba para cederlo a otra chica.

«Ash será una buena reina. Será buena para él», se dijo. Luego se dirigió al arbusto de espino —aún no florecido— en medio del jardín y depositó el bastón de mando debajo de él. Sasha se colocó a su lado, y ella le puso una mano en la cabeza, buscando apoyo.

—Aislinn —llamó Donia desde el centro del claro.

La muchacha dio un paso adelante, resplandeciendo, ya apenas mortal.

—Si no eres la Esperada, cargarás con el frío del invierno. Le dirás a la siguiente de sus amadas mortales —continuó, indicando a Keenan con la cabeza— el riesgo que esto entraña. Mientras cargues con el frío, le contarás a la siguiente y a todas las demás lo imprudente que es confiar en Keenan. Si aceptas pasar por la prueba, yo quedaré libre del frío, sea cual sea el resultado.

Hizo una pausa para darle tiempo a Aislinn a reflexionar.

—¿Aceptas? —le preguntó al fin.

—Acepto.

Aislinn echó a andar, y recorrió el trecho que las separaba con pasos lentos y pausados.

A sus espaldas aguardaba Keenan; la luz del sol llameaba en su piel, y Donia se sintió mareada con sólo mirarlo. Había transcurrido muchísimo tiempo desde que lo viera refulgir con tal intensidad, y se había convencido de que no era tan hermoso como le parecía en sus recuerdos.

Se equivocaba.

Se obligó a apartar la vista de él.

—Por favor —rogó—. Por favor, que Aislinn sea la Esperada.

Aislinn sintió la presión, la insistencia en que alzase el bastón de mando. Siguió avanzando.

—Si tú no eres la que he estado buscando, deberás cargar con el frío de Beira. —La voz de Keenan la envolvió como una tormenta veraniega que soplara entre los árboles—. ¿Aceptas correr ese riesgo?

—Sí —respondió con voz demasiado baja para que se oyera, de modo que repitió más alto—: Sí.

Mientras se le acercaba Keenan se veía tan radiante que a Aislinn le costaba mirarlo; al andar se le hundían los pies en el suelo, que casi hervía.

—Esto es lo que yo soy. Lo que seré verdaderamente si tú eres, en efecto, la Reina del Verano. —Se detuvo a unos pasos de ella—. Esto es lo que tú serás si el frío no te atrapa.

Aislinn sintió que se le tensaban los músculos, pero no se alejó de él.

Entonces Keenan, el Rey del Verano en todo su esplendor, se arrodilló delante de ella y le brindó otra oportunidad de abandonar.

—¿Es esto lo que eliges libremente: arriesgarte al frío del invierno?

Las Ninfas del Verano se amontonaron en el claro, observando la escena. Las arpías de Beira y un gran número de elfos de otras Cortes, algunos más familiares que otros, se situaron alrededor.

—Después de Donia —continuó Keenan, lanzando una mirada breve y triste a la joven—, todas las mortales han escogido permanecer a la luz del sol. No han corrido el riesgo de convertirse en lo que ella es.

Los dedos cadavéricos de Donia se tensaron sobre el pelaje de Sasha cuando Keenan agregó:

—¿Eres consciente de que si no eres la Esperada, sufrirás el frío del invierno hasta que otra mortal consienta en pasar la prueba? ¿Y que tendrás que aconsejarle que no confíe en mí?

El susurro de los árboles se transformó en un rugido, como una tormenta sin agua, como voces que gritaran en una lengua desconocida.

Donia alargó la mano y apretó la de Aislinn.

—Sí.

La voz de Aislinn fue más fuerte esta vez. Estaba segura de que aquello era lo correcto. En lo profundo de su ser descansaba esa certeza. Incluso si no hubiese habido ninguna prueba, en ese momento estaba convencida de obrar correctamente. Soltó la mano de Donia y se encaminó hacia el espino.

—Si esa próxima me rechazara, le contarás lo mismo a la siguiente y a la siguiente —continuó Keenan yendo tras ella, irradiando calor—, y no te librarás del frío hasta que otra acepte.

—No habrá otra.

Aislinn tomó el báculo, cerró los dedos sobre él y aguardó.

Miró a Donia y Keenan: la última chica que había hecho aquello y el elfo rey que aún la amaba. Ojalá —por ellos dos y por ella misma— la Esperada hubiese sido Donia, pero no lo era.

«La Esperada soy yo», pensó.

Sujetaba el bastón con fuerza, pero no la doblegó ninguna clase de frío. En lugar de eso, el brillo cegador ya no sólo procedía de Keenan, sino que también emanaba de su propia piel.

Las Ninfas del Verano se pusieron a reír y dar vueltas, transformándose en una maraña de enredaderas, melenas y faldas.

Donia —con su blanco cabello ahora de un rubio claro y las mejillas sonrosadas y saludables— dijo con una voz sorprendentemente melodiosa:

—Tú eres la verdadera Esperada.

Aislinn se miró las manos, los brazos, el suave fulgor dorado que le cubría la piel.

—Lo soy.

Percibió algo que jamás habría imaginado: el mundo tenía sentido. Podía notar cómo los elfos que la rodeaban se empapaban de su misma alegría, se regodeaban en la sensación de seguridad que Keenan y ella les proporcionaban. Y empezó a reír en voz bien alta.

Entonces Keenan la tomó entre sus brazos, la hizo girar en el aire y rio a carcajadas.

—Mi reina, mi adorable, adorable Aislinn.

A su alrededor brotaban flores, el aire se tornó cálido y cayó una tenue lluvia desde el brillante cielo azul. Bajo los pies de Keenan, la hierba crecía lozana, tan verde como sus ojos.

Durante varios minutos Aislinn dejó que la volteara en el aire… hasta que vio acercarse penosamente a un hombre de serbal malherido.

—Mi reina —dijo el guardia con voz ronca mientras se arrastraba por el suelo, sangrando, pero empeñado en llegar hasta ella.

Aislinn se detuvo y se quedó mirando cómo sus propios elfos —porque ahora ya eran suyos— llevaban al herido a su presencia. Todos se detuvieron. Keenan le puso una mano en la espalda cuando se colocó a su lado.

—Lo hemos intentado —explicó el hombre de serbal, y con cada palabra le caía sangre por los labios—. Lo hemos intentado como lo habríamos hecho si ella hubiera ido por vos. El chico mortal…

Si Keenan no la hubiese sostenido, Aislinn habría caído.

—¿Seth está…?

No logró acabar la frase.

El guardia cerró los ojos. Le costaba mucho respirar; cuando tosió, le salieron pedazos de hielo por la boca. Los escupió sobre la hierba.

—Ella se lo ha llevado. Beira se lo ha llevado.

Donia se había escabullido, incapaz de ver a Aislinn y Keenan juntos. Una cosa era saber que él había hallado por fin a su reina perdida; y otra muy distinta, las emociones que acarreaba saberlo. Pero aquello era lo que debía ocurrir, lo mejor para todos.

«Aún lo siento como si me hubieran reabierto una herida reciente». Ella no era la Esperada, jamás había sido la reina de Keenan. «Aislinn sí lo es». Y ella no podía quedarse a contemplar cómo los embargaba la dicha.

No estaba lejos de su casa cuando la encontraron las arpías de Beira. «No han tardado mucho», pensó con amargura.

Donia sabía que Beira se mantendría fiel a su palabra, sabía que su muerte no se produciría mucho después del ascenso de Aislinn. Sin el frío del invierno para protegerse, estaba casi tan indefensa como un mortal.

Los guardias no eran tan rudos como los elfos oscuros, pero no por falta de práctica. Cuando lanzaron a Donia a los pies de Beira, esta no dijo nada. Se limitó a darle una patada en la cara.

—Beira, qué agradable verte —balbuceó Donia, escupiendo sangre y con una voz mucho más débil de lo que le habría gustado.

La Reina del Invierno rio.

—Hasta podrías caerme bien, querida. —Alzó una mano manchada de sangre, y en las muñecas de Donia se formaron grilletes de hielo—. Es una lástima que no seas de fiar.

Antes, Donia creía que el peso del frío de Beira resultaba doloroso, pero mientras luchaba contra las heladoras esposas, comprendió que no tenía ni idea de cómo era en realidad.

Cuando se aprestaba a contestar a la Reina del Invierno, la distrajo el sonido de una tos de asfixia.

Encorvado en una esquina estaba Seth, tratando de ponerse en pie, con las piernas enterradas en varios palmos de nieve. Tenía el torso medio descubierto, con la camisa hecha jirones.

Beira se inclinó. Su gélido aliento rozó el rostro de Donia y la escarcha se adhirió al cabello de la joven.

—Tú debías ayudarme. Pero, en vez de eso, te has asociado con el enemigo.

—He hecho lo correcto. Keenan es…

Con un desagradable ruido, Beira pegó la mano a la boca de Donia.

—Me has traicionado.

—No la enfurezcas más —exclamó Seth débilmente mientras intentaba liberarse del montón de nieve.

Sus vaqueros estaban en las mismas condiciones que su camisa. La nieve que lo rodeaba estaba salpicada de sangre. Le habían arrancado un piercing de la ceja, y un hilo de sangre le bajaba por la cara.

—Es guapo, ¿verdad? No chilla como las elfinas del bosque, pero aun así resulta entretenido. Casi había olvidado con qué facilidad se quiebran los mortales.

Beira se lamió los labios mientras observaba los intentos de Seth de ponerse en pie. El chico temblaba violentamente, pero no cejaba.

Donia no dijo nada.

—Pero tú… bueno, sé cuánto dolor puedes resistir. —Tomó el rostro de la joven entre las manos, y le clavó las uñas ya ensangrentadas en las mejillas y la garganta—. ¿Dejaré que los lobos se ocupen de ti cuando yo haya acabado? A ellos no les importa que sus juguetes estén un poco usados.

—No —dijo Seth con voz estrangulada, señal de que ya había conocido a los elfos lobunos.

Beira sopló hacia él y del suelo por donde intentaba arrastrarse brotaron puntas afiladas como cuchillas; algunas se le clavaron en las piernas.

—Es un chico tozudo, ¿verdad? —dijo la Reina del Invierno entre carcajadas.

Donia no habló, no se movió. Sólo puso los ojos en blanco.

Beira la miró fijamente. Luego sonrió, tan fría y cruel como el peor de los elfos oscuros.

—Bueno, sería más divertido si tú participaras. Eso es lo que quieres, ¿no? Como si pudieras engañarme… De modo que pretendes salir corriendo, ¿eh? —Le dio una bofetada, y la cabeza de Donia chocó contra el suelo con tal fuerza que sintió náuseas—. Pero no lograrás huir.

Entonces se derritieron los grilletes y sólo le quedó la piel congelada como prueba de que habían estado allí.

Donia fue hasta Seth trastabillando, sin inmutarse por los fragmentos que se le clavaban en los pies, y lo ayudó a levantarse. Lo cierto es que no podía vencer a Beira, pero seguía siendo una elfa lo bastante fuerte para alzar a un mortal y soportar un dolor más intenso que él.

—La puerta está por ahí —musitó Seth mientras ella lo llevaba casi a rastras.

—¡Qué adorable! —exclamó Beira con deleite—. Los trágicos amantes de la maldita Corte Estival intentando salvarse juntos. Es de lo más encantador.

Los observó durante unos minutos, mientras trataban de abrirse paso por la creciente barrera de hielo. Donia no decía nada: reservaba sus energías para alcanzar la puerta con Seth… infructuosamente.

Beira ordenó a las arpías que se acercaran.

—¿El hombre de serbal ha conseguido llegar hasta el insensato de mi hijo?

Las arpías contestaron que sí, y la soberana aplaudió.

—¡Estupendo! Entonces estarán aquí dentro de poco. ¡Qué divertido! —Luego ladeó la cabeza inquisitivamente y le preguntó a Donia—: ¿Crees que les trastornará más que estéis muertos o encontraros sufriendo?

»Decisiones, decisiones —murmuró mientras andaba sobre las láminas de hielo, lenta y grácilmente, como si estuviese saliendo a escena—. Sólo para no fallar, tengamos uno de cada, ¿no? —Alzó a Donia tirándole del pelo y la besó en ambas mejillas—. Creo que ya te había dicho qué iba a ocurrirte, querida.

Seth resbaló hasta el suelo, tendiendo las manos hacia Donia mientras caía, pero entre ellos se formó un muro de hielo.

Beira pegó sus labios a los de la joven.

Esta se debatió mientras el hielo le bajaba por la garganta, asfixiándola, llenándole los pulmones. Entonces vio que Seth se abalanzaba sobre Beira empuñando una cruz oxidada. Con una fuerza sorprendente para tratarse de un mortal —un mortal herido—, la hundió en el cuello de la Reina.

La mujer soltó a Donia con un aullido y arremetió sobre Seth, lanzándolo contra una pared.

—¿Crees que esa baratija me matará? —inquirió, llegando hasta el chico con una velocidad pasmosa.

Le hincó los dedos en la piel del estómago y —empleando sus costillas como asidero— lo puso en pie. Seth gritó y gritó, de una manera tan espantosa que Donia se estremeció. Pero ella no podía ayudarlo, ni siquiera podía levantar la cabeza del suelo.

Aislinn oyó los gritos de Seth al cruzar la puerta. Cuando vio a Beira agarrándolo por el estómago, tuvo que aferrar el brazo de Keenan para mantenerse en pie.

En medio de la estancia, tendida en el suelo e inmóvil, se hallaba Donia; los labios le brillaban con trozos de hielo similares a los que había escupido el hombre de serbal. No había tiempo de pararse a examinarla, no con Beira martirizando a Seth de aquella manera.

Keenan no se había detenido, y tiraba de Aislinn ante todo y todos, hacia Beira y Seth.

Cuando llegaron a su lado, la Reina del Invierno soltó a su presa, que se derrumbó, y dijo:

—Me preguntaba si ibas a aparecer o no.

Seth puso los ojos en blanco y perdió el conocimiento. Pero seguía respirando: el pecho le subía y le bajaba de forma irregular.

Incluso con sangre manándole del cuello, Beira se mostró impertérrita. Levantó la mano y se arrancó la cruz. Después de lanzarle una breve mirada, la arrojó al suelo con desagrado. La sangre corrió por los charcos de hielo fundido.

—No tiene por qué ser así. —Keenan habló en voz baja, dolorida—. Podemos encontrar una salida… como debería haber sido. Si estás de acuerdo…

Beira se echó a reír y de sus labios brotaron remolinos de aire gélido.

—¿Sabes que eso es exactamente lo que dijo tu padre antes de que yo lo matara?

Alzó una mano e hizo un gesto. Una gruesa pared de hielo se formó entre los Reyes del Verano, dejando a Seth con Aislinn, y a Keenan solo con su madre al otro lado.

—¡Aislinn! —llamó Keenan apoyando una mano contra el hielo.

Ella lo entendió y al punto lo imitó. Entre ambas manos, el hielo siseó y se derritió bajo su contacto.

Beira los observó sólo un momento. Su rostro era una máscara distorsionada, más horripilante a través del grueso muro helado. Sin embargo, su voz sonó absolutamente nítida cuando le preguntó a su hijo:

—¿Cuánto tiempo crees que pasará hasta que haya otro Rey del Verano?

—No habrá otro —gruñó él, y le agarró el brazo.

—Ah, ah, ah, cielito.

Le puso una mano en el pecho, y lo apartó de un empujón del muro que lo separaba de Aislinn.

En el pecho de Keenan, el hielo se deshizo con la misma rapidez con que se había formado y lo dejó calado hasta los huesos y humeando. Pero él se tambaleó, incapaz de mantenerse firme sobre la capa de escarcha que cubría el suelo.

Seth gimió y abrió brevemente los ojos.

Unas cuantas arpías entraron en el recinto. Sin siquiera mirarlas, Beira les dijo:

—Matad a la Dama del Invierno y al mortal.

Las arpías se dirigieron a Donia.

Keenan se giró hacia ellas.

Entonces Beira le agarró la cara y sopló hielo sobre sus ojos: densos copos blancos se apelmazaron en sus pestañas. Se derritieron casi tan deprisa como se habían formado, pero dejaron a Keenan incapaz de ver por unos instantes.

Tras lanzarle un rápido vistazo a Aislinn, Beira levantó el brazo. De la mano extendida le brotó una larga y fina daga de hielo. Le guiñó un ojo a Aislinn y hundió el arma en el pecho de su hijo.

Él se derrumbó hacia delante, cegado aún.

Furiosa, Aislinn golpeó con ambos puños la pared, que se fundió tan velozmente como Beira la había creado.

La muchacha sujetó los brazos de la soberana invernal para impedir que apuñalara a Keenan de nuevo. Luego sopló sobre el rostro de Keenan.

Su aliento no sólo le dio calor a él, sino que su propia piel se volvió más caliente, hasta que los brazos de Beira empezaron a echar humo; se originó tanto vapor que parecía estar entre nubes.

Keenan parpadeó varias veces y tomó el rostro de Beira entre las manos.

—Tienes razón, madre. Esto jamás funcionará si los dos seguimos vivos.

Con Aislinn inmovilizando los brazos de Beira, él se acercó más, hasta que sus labios casi tocaban los de su madre. Entonces tan sólo respiró y sobre ella se derramó la luz del sol como una especie de fluido viscoso. La mujer se debatió para girar la cabeza, y no pudo: estaba bien sujeta por las resplandecientes manos de su hijo mientras se ahogaba en la luz solar. El calor abrasó la garganta de Beira y el vapor silbó por la herida de su cuello.

Cuando por fin se quedó inerte entre sus manos, Keenan retrocedió y Aislinn depositó el cuerpo de la reina en el suelo.

Él acarició la mejilla de la muchacha con un dedo y murmuró:

—Vales muchísimo más de lo que podría haber pedido.

Keenan pasó por encima del cuerpo vacío de su madre. Había tenido la esperanza de no llegar a aquel punto, de que encontrarían una manera de coexistir. No había sido posible, pero tampoco lo lamentaba.

Las arpías observaban discretamente, murmurando entre ellas. Habían desobedecido a Beira, pero esta ya no estaba allí para castigarlas.

Con el semblante pálido, Aislinn se acuclilló en el suelo mojado para intentar reanimar a Seth. Una de las arpías le ofreció un pedazo de tela, que Aislinn usó para vendarle las sangrantes costillas. Seth no tenía buen aspecto, pero los hombres de serbal estaban allí y ya habían llamado a sanadores, tanto élficos como mortales.

Keenan se acercó al cuerpo inmóvil de Donia. Los sanadores no podrían ayudarla ya.

La acunó entre sus brazos y lloró.

Donia abrió los ojos y se encontró con que Keenan la sujetaba. Por primera vez desde hacía muchísimo tiempo, se hallaba entre sus brazos.

Tuvo que toser antes de poder hablar.

—¿Beira ha muerto?

Entonces Keenan sonrió, y se pareció a los sueños que ella negaba tener.

—Sí.

—¿Y Seth?

Le dolía hablar, pues tenía la garganta en carne viva por los trozos de hielo que había tragado y devuelto.

—Está herido, pero se salvará. —Le acarició la cara suavemente, como si ella fuese algo delicado y precioso. Le bajaban lágrimas por las mejillas que iban a caer sobre el rostro de la joven y derretían el hielo que aún tenía adherido—. Pensaba que te había perdido, Don. Pensaba que habíamos llegado demasiado tarde.

—No importa. Tú tienes a tu reina.

A pesar de sus palabras, presionó el rostro contra sus manos, sintiéndose más en paz de lo que se había sentido en décadas.

—No es como lo nuestro. —Sopló sobre su cara para deshacer los últimos restos del hielo de Beira que se le habían pegado al cabello—. Aislinn va a seguir con Seth, y a su misión la considera un trabajo. —Entonces se echó a reír quedamente—. Gobernará junto a mí, pero no será mía. Cuando te recuperes, Don…

Una de las arpías se arrodilló a su lado y lo interrumpió.

—Mi reina —dijo con voz áspera—. Tu bastón de mando.

Y le tendió el báculo de la Reina del Invierno, el depósito del peso invernal.

Keenan abrió de par en par los ojos y dijo:

—Ella no es…

La arpía esbozó una sonrisa casi desdentada e insistió.

—Es mi reina. No la tuya, Rey del Verano. —Hizo un gesto en silencio—. Ella lleva en su interior el frío del invierno, y ese frío está creciendo.

Keenan gruñó a las arpías y dejó de parecer humano.

—Conque vosotras lo sabíais, ¿eh?

—El tiempo de Beira ha pasado. —Las mujeres intercambiaron miradas entre sí—. Ella conocía las condiciones que impuso Irial, y debería haber sabido qué ocurriría si intervenía: fue su elección, y también su error.

—Donia será una reina fuerte —prosiguió la primera—. Hemos esperado hasta que alguien ha sobrevivido al beso de Beira. —Miró a la joven con algo cercano a la reverencia—. Ahora ella es nuestra reina.

Todas inclinaron la cabeza en señal de respeto, y resultaron elegantes pese a sus cuerpos escuálidos.

—Nosotras servimos a la Reina del Invierno —prosiguieron—. Ese es el orden de las cosas.

Donia se incorporó a duras penas. Alzó una mano y rozó con los dedos el rostro de Keenan. Pasar la eternidad con él… esa era la fantasía que había albergado en silencio durante décadas.

Él la miró fijamente.

—No, Don… Hay otra salida. Los sanadores te atenderán y…

—Esto no necesita cura. La Corte Invernal es mía. Lo siento en las entrañas; igual que siento a los elfos invernales.

—Las arpías pueden arreglárselas… no me importa cómo. Quédate conmigo, Don. Por favor.

La estrechó con más fuerza, mirando con rencor a las arpías y los elfos lobunos que habían entrado en la estancia. Detrás de ellos esperaban varios miembros de la gente de espino. Sanadores de la Corte Estival y de la Invernal dieron un paso adelante. Algunos se estaban ocupando de Seth bajo la atenta supervisión de Aislinn.

Donia lanzó una breve mirada a la Reina del Verano, y esta se levantó. Ella, al menos, comprendía que lo que debía suceder era inevitable.

—Keenan. —Donia tiró de él hasta que sus rostros quedaron muy cerca. —El frío ya está en mi interior. Si trato de combatirlo, tardará más en crecer, pero no cambiará nada.

Aparte del abrumador deseo de borrar el horror que reflejaban los ojos de Keenan, Donia no estaba afligida. Pensaba que ese día iba a morir. Gobernar no era un mal canje, ni mucho menos.

Antes de que fuera demasiado tarde, rodeó a Keenan con los brazos y se permitió deleitarse con la clase de beso que no habían podido intercambiar en muchísimo tiempo. Cuando se separó, Keenan se echó a llorar y sus lágrimas, semejantes a lluvia cálida, sisearon sobre el rostro de Donia.

Aislinn apartó a Keenan y lo sujetó mientras las arpías ayudaban a Donia a llegar hasta el cadáver de Beira. Nubes negras se formaron y descargaron, empapándolos a todos, mientras las emociones de Keenan se tornaban más inestables.

Aferrando el bastón de mando, Donia presionó la boca contra el cuerpo inmóvil de Beira e inhaló. El resto del frío de la Reina del Invierno fluyó hasta ella, invadiendo su interior como una ola de hielo, agitándose hasta que de pronto se detuvo y se quedó quieto: un insondable estanque helado, rodeado de árboles llenos de escarcha e intactos campos blancos.

Las palabras le llegaron desde aquel mundo níveo y se deslizaron entre sus labios como un viento invernal.

—Yo soy la Reina del Invierno. Como aquellas que me han precedido, yo llevo el viento y el hielo.

Y entonces estuvo curada, más fuerte de lo que había estado jamás. Al contrario que Beira, Donia no dejó pedazos de hielo en su estela cuando se acercó a Keenan. Las lágrimas bañadas de sol del joven resplandecían al caer en los charcos del suelo.

Donia lo atrajo, cuidando de mantener su frío bajo control, encantada de poder hacerlo.

—Te quiero —susurró—. Siempre te he querido. Esto no cambia lo que siento.

Él la miró con los ojos muy abiertos, pero no dijo nada. No repitió sus palabras.

Luego Donia tomó a Beira en brazos, y con las arpías a la zaga se dirigió a la puerta. Se detuvo en el umbral, buscó a Aislinn con la mirada y le dijo:

—Hablaremos pronto.

Después de lanzar una rápida ojeada a Keenan, que seguía sin habla, Aislinn asintió.

Entonces, ansiosa por alejarse del fulgor de la pareja, Donia aferró el bastón de mando y se alejó del Rey y la Reina del Verano.