«Los ciudadanos del reino de los elfos tienen una excelsa cualidad en común: la resolución».
Elfos, Gertrude M. Faulding (1913).
Cuando Aislinn despertó a la mañana siguiente —acurrucada todavía entre los brazos de Seth—, supo que ya era hora de contarle a la abuela toda la verdad. «Pero ¿cómo se lo cuento? ¿Cómo puedo contarle algo de esto?».
Había hablado con ella la noche anterior, una breve llamada para tranquilizarla. Ella no se había opuesto a que su nieta se quedase a dormir en casa de Seth, tan sólo le recordó que tuviese cuidado y empleara «las precauciones adecuadas y el sentido común». Y Aislinn entendió que su abuela sabía de sobra por qué iba a pasar allí la noche. A pesar de su edad, la abuela creía en la igualdad de la mujer en todos los ámbitos, un detalle que había resultado evidente de un modo casi chocante en sus sermones sobre «abejas y flores» de no muchos años atrás.
Aislinn salió de la cama para ir al cuarto de baño. Cuando volvió, Seth estaba incorporado sobre un brazo.
—¿Estás bien? —Había inquietud en su voz—. ¿Después de lo de esta noche?
—Muchísimo. —Se metió de nuevo en la cama y se apretó contra él. Estar con Seth era la única cosa con que se sentía realmente a gusto—. Pero aun así tengo que irme pronto.
—Después de desayunar…
Su voz sonó ronca, casi un gruñido, mientras deslizaba las manos por debajo de la camiseta que Aislinn llevaba puesta, la que llevaba él la noche anterior.
—Debería irme. He de hablar con la abuela de algunas cosas, y luego…
Tragó saliva cuando Seth tiró de ella para colocarla encima de su pecho y suspiró contra su garganta.
El aliento de Seth era cálido, le hacía cosquillas.
—¿Estás segura? Todavía es temprano.
Ella cerró los ojos de nuevo y se permitió relajarse entre sus brazos.
—Hummm… sólo unos minutos más.
La risa de Seth sonó oscura, diferente de un modo que Aislinn no habría imaginado, llena de promesas tácitas. Era algo maravilloso.
Casi una hora después, Aislinn se vistió y le aseguró que no era necesario que la acompañase a casa.
—¿Vendrás más tarde?
—En cuanto pueda —susurró ella.
«Y en cuanto quiera», pensó. No iba a renunciar a Seth, de eso estaba segura. Además, si de verdad era la Reina de los Elfos, ¿quién tendría derecho a decirle qué debía hacer o no hacer?
Seguía sonriendo cuando los elfos del exterior la saludaron con una inclinación de cabeza. Unos cuantos que parecían guardias la siguieron mientras atravesaba la ciudad, manteniendo una prudente distancia. Detrás de ellos iba el elfo de la cicatriz en el rostro que había actuado como uno de los tíos de Keenan en el instituto.
A la brillante luz de la mañana —y tras una larga noche con Seth— todo parecía menos espantoso; no fácil, pero sí posible. Sólo tenía que hablar con Keenan, decirle que aceptaría pasar por la prueba si también podía conservar su auténtico modo de vida. La otra posibilidad —renunciar a su existencia mortal para ser Ninfa del Verano o la Reina del Verano— no la contemplaba. Ahora sólo necesitaba resolver cómo decírselo y dónde encontrarlo.
Pero no tuvo que buscarlo: Keenan estaba sentado en el rellano, delante del apartamento de la abuela, invisible para los vecinos.
—No puedes estar aquí —le dijo Aislinn, más irritada que temerosa.
—Tenemos que hablar.
Keenan tenía aspecto cansado; Aislinn se preguntó si habría dormido algo esa noche.
—Muy bien, pero no aquí. —Lo agarró del brazo y tiró de él—. Tienes que marcharte.
Keenan se puso en pie, pero no se movió. La miró ceñudo.
—He esperado casi toda la noche, Aislinn. No pienso irme hasta que hayamos hablado.
Ella lo alejó a empujones de la puerta del apartamento.
—Lo sé, pero no aquí. Esta es la casa de mi abuela. No puedes estar aquí.
—Pues vamos a dar un paseo.
Su voz era queda, y estaba impregnada de la misma desesperación que ella había percibido en Rath and Ruins.
A Aislinn le preocupaba que él estuviese furioso después de su huida, que no se mostrase dispuesto a alcanzar un acuerdo, pero en vez de eso parecía tan abrumado como ella misma, si no más. Su reluciente cabello cobrizo estaba apagado, como si el brillo se hubiese desvanecido. Keenan se frotó el rostro con las manos.
—Aislinn, necesito que me entiendas. Después de lo ocurrido ayer por la noche…
En ese momento la abuela abrió la puerta y salió.
—¿Aislinn? ¿Con quién estás hablando…? —Entonces lo vio. Se adelantó tan rápido como pudo, agarró a su nieta y tiró de ella hacia atrás—. ¡Tú!
—¿Elena? —Keenan la miró con los ojos como platos; tendió las manos abiertas de un modo tranquilizador—. No pretendo hacer ningún daño.
—Aquí no eres bienvenido.
Le temblaba la voz.
—¿Qué demonios…?
Aislinn observó la expresión casi de pánico de Keenan y luego la cara furibunda de su abuela. Algo iba mal.
La abuela la hizo entrar en el apartamento de un empellón y trató de cerrar la puerta. Keenan lo evitó interponiendo un pie mientras la mujer empujaba con todas sus fuerzas. Al final logró entrar y cerró la puerta a sus espaldas.
—Elena, lamento lo de Moira. Querría habértelo dicho mucho antes…
—Tú ni siquiera tienes derecho a pronunciar su nombre. Jamás. —A la abuela se le quebró la voz. Señaló la puerta—. Márchate. Sal de mi casa.
—En todos estos siglos, nunca me he alejado por ninguna otra, sólo por ella. Sólo por Moira. Le ofrecí tiempo.
Alargó la mano para tomar la de la mujer.
Ella lo rechazó con una palmada.
—Tú mataste a mi hija.
Aislinn no podía moverse, estupefacta. «¿Cómo podría Keenan haber matado a mi madre? Ella murió de parto…».
—No, no es cierto —replicó él en voz baja, y sonó tan seguro como la noche en que Aislinn lo conoció, como en el instituto. Posó una mano en el hombro de la abuela—. Ella huyó de mí, se acostó con todos aquellos mortales. Yo intenté detenerla, pero…
«¡Plaf!», resonó la bofetada.
—¡Abuela!
Aislinn le sujetó la mano y la condujo a la fuerza hasta su butaca para alejarla de Keenan.
Él no se inmutó.
—Una vez que se ha elegido a una joven mortal, no hay marcha atrás posible, Elena. Yo habría cuidado de tu hija, incluso después de que naciera su bebé. Yo esperé, dejé de perseguirla mientras estuvo encinta.
La abuela se había echado a llorar. Las lágrimas le bajaban por las mejillas, pero no hizo ademán de enjugárselas.
—Lo sé.
—Entonces sabes que yo no la maté. —Keenan se giró hacia Aislinn con ojos suplicantes—. Tu madre escogió morir por su propia decisión antes que convertirse en Ninfa del Verano.
La abuela miraba fijamente la pared en que colgaban las pocas fotografías que conservaba de su hija y su nieta juntas.
—Si no la hubieras acosado en un principio, ella seguiría viva. —Aislinn se volvió hacia Keenan y con voz medio estrangulada le dijo: —Vete de esta casa.
Él sin embargo cruzó la habitación hacia ella, pasando ante los retratos de Moira sin siquiera echarles un vistazo. Puso una mano debajo de la barbilla de Aislinn para obligarla a mirarlo.
—Tú eres mi reina, Aislinn. Los dos lo sabemos. Podemos hablar ahora o más tarde, pero no voy a dejar que me des la espalda.
—Ahora no.
Detestó el modo en que le temblaba la voz, pero Aislinn no se zafó de él.
—Entonces esta tarde. Tenemos que hablar con Donia, disponer guardias para ti, y… —añadió mirando alrededor— decide cuándo quieres mudarte, dónde quieres vivir. Hay otros sitios más bonitos donde podemos instalarnos.
Volvía a ser el elfo que la había acosado: seguro de sí mismo y apremiante. Tan deprisa como el relámpago atravesaba el cielo, había pasado de rogar a exigir.
Aislinn se colocó detrás de la butaca de la abuela, fuera del alcance de Keenan.
—Yo vivo con mi abuela.
Sonriendo beatíficamente, él hincó una rodilla delante de la mujer y le dijo:
—Si quieres vivir con tu nieta en nuestra casa, Elena, me ocuparé de que trasladen tus cosas. Será un honor para nosotros.
No hubo respuesta.
—Siento muchísimo que Moira se asustara de tal modo —prosiguió Keenan—. Llevaba esperando tanto tiempo que casi me había dado por vencido. Si hubiese sabido que Moira sería la madre de nuestra reina… —Sacudió la cabeza—. Lo único que sabía es que ella era especial, que me atraía.
Mientras él hablaba, la abuela no se movió; permanecía con los puños apretados sobre el regazo y fulminándolo con la mirada.
Aislinn alargó una mano y agarró a Keenan por el brazo.
—Tienes que irte. Ahora mismo.
Él dejó que lo pusiera en pie, pero su expresión era terrorífica. Había desaparecido todo rastro de amabilidad, de súplica, de cualquier cosa que no fuese pura y simple determinación.
—Vendrás a verme esta tarde o te encontraré… encontraré a tu Seth. No es así como quiero hacer esto, pero me estás dejando sin opciones.
Aislinn lo miró sin pestañear mientras asimilaba sus palabras. Había empezado el día preparada para razonar con Keenan, para aceptar lo inevitable, y ahora él la amenazaba. Amenazaba a Seth. Le contestó con toda la frialdad que pudo.
—No vayas a su casa, Keenan.
Él agachó la cabeza.
—No es eso lo que quiero, pero…
—Márchate —zanjó ella. Sujetándolo con fuerza del brazo, lo llevó hasta la puerta—. Podemos hablar más tarde, pero si crees que las amenazas van a servirte… —Enmudeció, encendida de rabia—. Pero en realidad no quieres amenazarme.
—No —contestó él con suavidad—, pero si he de hacerlo, lo haré.
Aislinn abrió la puerta y lo sacó de un empujón. Luego respiró hondo varias veces, apoyada contra la puerta cerrada.
—Abuela, yo…
—Vete antes de que vuelva. Yo no puedo protegerte. Ve en busca de tu Seth, marchaos, id a algún sitio lejos de aquí. —Fue hasta la estantería, tomó un libro polvoriento y lo abrió. Estaba hueco en el centro y contenía un grueso fajo de billetes—. Es dinero para una emergencia. Llevo ahorrándolo desde que Moira murió. Ten.
—Abuela, yo…
—¡No! Debes irte mientras puedas. Tu madre no tenía dinero cuando huyó; quizá si tú lo tienes…
Fue hasta la habitación de Aislinn y sacó una bolsa de lona. Con gran decisión, empezó a llenarla de ropa sin hacer caso de ninguna otra cosa, ni siquiera de los repetidos intentos de su nieta por hablar con ella.