Capítulo 25

«Los elfos, como bien sabemos, se sienten extremadamente atraídos por la belleza de las mujeres mortales […] El Rey emplea a sus numerosos duendes para que las encuentren y se las lleven a la fuerza siempre que sea posible».

Leyendas antiguas, amuletos místicos y supersticiones de Irlanda, Lady Francesca Speranza Wilde (1887).

Aislinn no dejó de correr hasta que llegó ante la puerta de Seth. La abrió de un empujón mientras lo llamaba a gritos, y se detuvo dando traspiés cuando vio el pequeño grupo de gente reunido allí.

—¿Ash?

Seth había cruzado la estancia y la sujetaba entre sus brazos antes de que ella pensara qué decir.

—Necesito…

Seguía jadeando, mientras notaba que llevaba el pelo pegado a la cara y el cuello. Apenas advirtió el tintineo de botellas y los cuerpos que se movían mientras trataba de respirar.

Nadie hizo ningún comentario, o si lo hicieron, ella no lo oyó mientras Seth la conducía hasta el segundo vagón, donde estaban su habitación y el minúsculo cuarto de baño. Se detuvieron en el corredor, frente a la puerta cerrada del dormitorio.

—¿Estás herida?

Seth le pasó las manos por los brazos, mirándole la cara y las manos, buscando desgarros en la ridícula ropa que Donia le había dado.

Aislinn negó con la cabeza.

—Estoy asustada y tengo frío.

—Date una ducha. Entra en calor mientras yo me deshago de todo el mundo.

Seth abrió la puerta y encendió el pequeño calefactor que había en la habitación. Un suave zumbido llenó la estancia cuando el aparato empezó a resplandecer.

Ella vaciló. Luego asintió.

Seth le dio un beso y la dejó allí.

Cuando Aislinn salió del pequeño cuarto de baño, el vagón estaba en silencio; todos se habían marchado. Se quedó en el umbral, sintiéndose más segura ahora que se encontraba con Seth. La abuela hacía las cosas tan bien como podía, pero con su miedo a los elfos estos adquirían demasiada importancia, como si incluso los asuntos cotidianos dependieran de algún modo de las reacciones de aquellos seres.

Seth estaba tendido en su sofá, con las manos por encima de la cabeza y los pies colgando del reposabrazos. No parecía alarmado, ni siquiera sorprendido, por la aterrada llegada de Aislinn.

«¿Me ve diferente ahora? —pensó ella—. ¿O me he vuelto invisible?».

Caminó hacia Seth. Él no se levantó, no la miró, ni habló. «Realmente no puede verme». Deslizó los dedos por su brazo, y se detuvo en sus bíceps.

—¿Resulta más fácil ser agresiva cuando estás así?

Seth la miró directamente.

Ella apartó la mano de inmediato.

—¿Qué? ¿Cómo…?

—La receta de Donia. Estás toda borrosa, como los elfos de ahí fuera, pero aun así puedo verte. —No se movió—. No me importa, ¿sabes?

—Ya soy tan mala como ellos.

—No lo creo. —Se puso de costado para dejarle espacio en el sofá—. No estás tocando a un desconocido en la calle. Soy yo.

Ella se sentó en el extremo del sofá y Seth la rodeó con las piernas, colocándole una detrás y la otra sobre el regazo.

—Keenan está convencido de que soy la Reina del Verano.

—¿La qué?

—La que puede devolverle los poderes que perdió. Si no encuentra a su reina, el frío seguirá aumentando. Keenan dice que todo el mundo, incluidos los humanos, morirán. De eso va esta historia. El cree que soy la Esperada, esa reina que lo transformará todo. —Se inclinó hacia delante para que Boomer no le enredara en el pelo mientras reptaba por el respaldo del sofá—. Me han convertido en una elfa. Soy una de ellos.

—Eso me ha quedado claro ya que te has vuelto invisible.

—Ellos me han hecho esto, me han cambiado, y yo soy… no quiero ser su asquerosa reina. —Seth asintió. —Pero creo que tienen razón, lo soy… —continuó Aislinn—. No sé qué hacer. Esta noche he conocido a la otra: la Reina del Invierno. —Se estremeció pensando en aquel terrible frío, en cómo dolía—. Es espantosa. Apareció y atacó a Keenan, y yo sentí deseos de herirla. Tuve un impulso de someterla y humillarla.

Le habló a Seth de la estela de escarcha que Beira dejaba a su paso, de las arpías, del beso que había hecho creer a todos que ella era su reina. Al final añadió:

—No quiero nada de eso.

—Pues encontraremos la manera de deshacerlo. —Valiéndose de sus piernas, Seth la tumbó sobre su pecho—. O averiguaremos cómo manejarlo.

—¿Y si no puedo? —susurró.

Él no respondió; no le prometió que todo saldría bien. Sólo la besó.

Aislinn sintió que la inundaba el calor, como si se encendiese una pequeña lámpara en algún lugar cercano a su estómago, pero no pensó en nada hasta que Seth la echó un poco hacia atrás y se quedó mirándola.

—Sabes a luz de sol. Cada día más —musitó.

Le pasó los dedos por los labios.

Ella se levantó, sintiendo ganas de llorar.

—¿Por eso las cosas han cambiado entre nosotros? ¿Porque me estoy convirtiendo en algo distinto?

—No es eso. —Él se mostró tranquilo, pausado, como si se aproximara a un animal asustado—. Siete meses, Ash. Durante siete meses he esperado a que me vieras. Esto —prosiguió, alzándole una mano que relucía como las de Keenan— no tiene nada que ver. Me enamoré de ti antes de esto.

—¿Cómo iba yo a saberlo? —Retorció el borde de la estúpida blusa que Donia le había cedido—. Tú no decías nada.

—Decía muchas cosas —la corrigió con dulzura—. Sólo que tú no las oías.

—Entonces ¿por qué ahora? Si no es por lo que me está ocurriendo, ¿por qué?

—Te he esperado mucho tiempo. —Le deshizo el lazo de la blusa y se enrolló el cordón alrededor del dedo—. Tú me tratabas como a un amigo.

—Eras mi amigo.

—Todavía lo soy. —Puso un dedo en la parte superior del cordón y tiró para aflojarlo—. Pero eso no significa que no pueda ser otras cosas también.

Aislinn tragó saliva a duras penas, pero no se apartó.

—Keenan no lo hizo. Quiero decir… que no lo hicimos.

—Lo sé. De lo contrario, no habrías ido a verlo vestida así. —La miró, paseando lentamente la vista por sus pantalones de vinilo y la blusa un poco abierta, hasta alcanzar su rostro ruborizado—. A menos que desees a Keenan. Si es así, Ash, dímelo ahora.

Ella negó con la cabeza.

—No. Pero cuando él… No es él, sino alguna artimaña de elfos…

Seth le levantó la cara.

—No te rindas.

—Si yo… si nosotros… —Respiró hondo e intentó impedir que sus palabras tropezaran entre sí al hablar—. ¿Y si quisiera quedarme aquí a pasar la noche contigo?

Él la miró sin pestañear varios segundos.

—Lo que te ocurre con los elfos no es razón suficiente.

—Ya.

Aislinn se mordió el labio por dentro, avergonzada.

Pero como un eco, volvió a oír el silencio de Keenan en Rath and Ruins, cómo había evitado cuidadosamente sus preguntas respecto a los elfos y los mortales. Existía la posibilidad de que, si ella era su reina, perdiese a Seth. Cerró los ojos.

—Ash, yo te deseo. Te deseo, pero por lo que hay entre nosotros, no por algo que ellos hagan o dejen de hacer.

Ella asintió. Seth tenía razón, pero no le parecía justo. Nada de aquello le parecía justo o correcto. Sólo Seth se lo parecía.

—Pero eso no significa que no puedas quedarte. Sólo que sin sexo. —Hablaba suavemente, como aquel día en que ella se sentía tan desesperada—. Así dejaremos abiertas todas las opciones.

Mientras se dirigían hacia el otro vagón, el que él había transformado en dormitorio, Seth la tomó de la mano, pero sin apretarla apenas. Si ella quería, podía dar media vuelta e irse en dirección contraria. Pero Aislinn no huyó. Entrelazó sus dedos con los de Seth, con tal fuerza que probablemente le hizo daño.

Sin embargo, cuando se detuvieron en el umbral, con una cama que prácticamente ocupaba el estrecho espacio de un lado al otro, se sintió casi presa del pánico.

—Es…

—Cómoda.

Él le soltó la mano.

Bueno, en realidad no era tan grande. Mediría unos dos metros por uno y medio, pero dejaba tan sólo unos sesenta centímetros a cada lado. Al contrario que el interior espartano del vagón delantero, aquella estancia era más llamativa. Encima de la cama había cojines de un púrpura oscuro, casi negro, algunos de ellos esparcidos por el suelo, como sombras sobre la alfombra negra. Y a ambos lados había pequeños aparadores negros. Encima de uno descansaba un elegante equipo de música también negro; encima del otro, un candelabro. La cera derretida bajaba por las velas y llegaba hasta el tablero del mueble.

—Podría dormir en el sofá. —Seth mantuvo la distancia al decirlo, sonriendo con delicadeza—. Para dejarte más espacio.

—No. Quiero que estés aquí. Es sólo que —añadió, señalando la estancia— resulta tan distinta del resto de la casa…

—Tú eres la única chica a la que he invitado a entrar aquí. —Fue hacia el equipo de música y se puso a mirar los discos de una estantería de la pared—. Sólo lo digo para que lo sepas.

Aislinn se sentó en el borde de la cama con una pierna doblada, pero dejando el otro pie en el suelo.

—Me siento rara. Como si fuese más importante ahora que estoy aquí.

—Deberías serlo. —Se quedó al otro lado de la cama, con un joyero transparente en la mano—. Yo lo he hecho del otro modo, con chicas que no me importaban. Y no es lo mismo.

—¿Por qué lo hiciste entonces?

—Por gusto. —No apartó la vista, incluso aunque parecía incómodo. Se encogió de hombros—. Porque había bebido. Por toda clase de razones, supongo.

—Oh.

Aislinn desvió la mirada.

—Pero eso ya es pasado. Hay… umm… —Se aclaró la garganta—. Hay unos papeles ahí. Quería habértelos dado antes. Iba a sacarlos el otro día, pero…

Los señaló.

Aislinn alargó la mano y los recogió de la cómoda del candelabro. En la primera hoja leyó: «Clínica Huntsdale». Miró a Seth.

—¿Qué es esto?

—Son análisis. Me los he hecho este mismo mes. Me los hago regularmente. Pensaba que querrías saberlo. Yo quiero que lo sepas. —Tomó un cojín y le dio vueltas entre las manos—. No he sido… esto… imprudente en el pasado, pero aun así… hay que asegurarse.

Aislinn miró por encima las hojas, los resultados de análisis de todo tipo, desde sida hasta clamidia; todos, negativos.

—Así que…

—Había pensado comentártelo antes… —Estrujó el cojín, amasándolo—. Ya sé que no es muy romántico.

—Está muy bien. —Se mordió el labio—. Yo nunca… ya sabes.

—Sí. Lo sé.

—No ha habido nada que… que supusiera algún peligro.

Manoseó el edredón, sintiéndose cada vez más azorada.

—Será mejor que me vaya…

—No, por favor, Seth… —Cruzó por encima de la cama y tiró de él—. Quédate conmigo.

Varias horas más tarde, Aislinn sintió cómo sus manos se retorcían aferrándose al edredón. La habían besado antes, pero no de aquella manera, y mucho menos en aquel punto íntimo y secreto. Si el sexo era aún mejor que aquello, no estaba segura de sobrevivir.

Toda la presión y la inquietud se habían desvanecido bajo el contacto de Seth.

Después él la abrazó. Seguía con los vaqueros puestos, ásperos contra sus piernas desnudas.

—No quiero ser uno de ellos. —Aislinn le puso la mano en el estómago. Deslizó una uña pintada de rosa por el borde del aro de su ombligo—. Quiero estar aquí, contigo, ir a la universidad. No tengo ni idea de qué quiero ser, pero desde luego no una elfa. Y por supuesto, aún menos una elfa reina. Pero lo soy; lo sé. Lo que no sé es qué hacer ahora.

—¿Y quién dice que no puedes hacer todo eso incluso aunque seas una elfa?

Aislinn alzó la cabeza para mirarlo.

—Donia utiliza la biblioteca —prosiguió Seth—. Keenan va al Obispo O’Connell. ¿Por qué no puedes tú hacer lo que desees? —Le pasó un mechón de pelo por encima de los hombros.

—Pero ellos hacen esas cosas por el juego que se traen entre manos —protestó Aislinn.

Sin embargo, mientras lo decía empezó a dudar. Quizá no tuviese que ser todo o nada.

—¿Y qué? Ellos tienen sus razones; tú tienes las tuyas, ¿no?

Sonaba mucho más sencillo en boca de Seth… bueno, no sencillo, pero tampoco imposible. ¿Podría conservar su estilo de vida? A lo mejor Keenan no había contestado a sus preguntas porque no le gustaban las respuestas.

—Sí. —Volvió a apoyar la cabeza sobre Seth, sonriendo—. Más razones cada día.