Capítulo 24

«Él es todo un personaje, ni más ni menos que el Rey de los Elfos […] Muy numerosos son [sus súbditos] y muy variada es su naturaleza. Él es el soberano de esas benéficas y dichosas criaturas […] que bailan a la luz de la luna».

El Mabinogion (notas), Lady Charlotte Guest (1877).

Keenan removía su bebida, distraído. Ir al Rath solía levantarle el ánimo, pero en aquellos momentos su cabeza sólo podía pensar en cómo convencer a Aislinn de que ella era esencial. Él había mostrado sus emociones, había derramado su poder sobre la muchacha, y ella se había derretido al sentirlo, reconociéndolo mientras llamaba a la parte ya cambiada de su propio ser, pero necesitaría otra táctica cuando se vieran de nuevo.

«Nunca repitas el mismo movimiento».

—Si no vas a hablar, Keenan, por lo menos ve a bailar —dijo Tavish con calma, como si no estuviese preocupado—. Les hará bien verte sonreír.

Más allá, las Ninfas del Verano estaban bailando, girando de aquel modo mareante que tanto les gustaba, y riendo con simpleza. Varios guardias —de servicio o no— circulaban entre la multitud. Aunque era el club de Keenan, los elfos invernales y los oscuros lo frecuentaban cada vez más, por lo que con el paso del tiempo habían tenido que incrementar el número de guardias. Sólo los elfos de la Corte Eminente parecían capaces de seguir las normas de la casa de un modo más o menos regular. Incluso sus propios elfos estivales se comportaban mal la mayoría de las noches.

—De acuerdo.

Keenan apuró su copa de un trago y llamó con una seña a Cerise.

Entonces su móvil sonó. Era ella, su reticente reina.

—¿Aislinn?

Hizo un gesto parecido a como si escribiera en el aire. Tavish le tendió una servilleta de papel mientras Niall rebuscaba un bolígrafo.

—Claro… No, estoy en el Rath. Podría ir ahora…

Apagó el teléfono y se quedó mirándolo fijamente. Tavish y Niall lo observaban llenos de expectación.

Keenan le indicó a Cerise que regresara a la pista.

—Aislinn quiere que nos veamos para hablar.

—¿Lo ves? Aceptará como las otras —declaró Tavish con aprobación.

—¿Nos necesitas o podemos ir a… relajarnos?

Niall atrapó a Siobhan por la cintura cuando ella pasó por su lado.

—Id a bailar.

—¿Keenan?

Cerise le tendió una mano.

—No, ahora no.

Keenan se volvió, y contempló los cachorros de león que correteaban entre la gente, evitando apenas que los pies de los bailarines los pisotearan.

Dejó que su luz solar se derramara sobre la multitud, formando soles ilusorios que giraron sobre los que danzaban. «Mi reina me ha buscado. —Pronto, todo sería como debía ser—. Mi reina por fin estará a mi lado». Se sintió lleno de alegría viendo divertirse a los suyos ante sus ojos, los elfos que habían esperado con él. Muy pronto podría restaurar el orden en su Corte. Pronto, todo estaría en su lugar.

Aislinn caminaba hacia el edificio abandonado junto a la orilla del río, murmurando para sí el consejo de Donia una y otra vez, con cada paso. «Toma la iniciativa».

Intentaba creer que era capaz de hacerlo, pero la simple idea de entrar en su guarida la ponía enferma. A lo largo de los años, había visto a suficientes elfos yendo al Rath and Ruins como para saber que debía evitarlo a toda costa.

«Pero aquí estoy».

Aislinn sabía dónde se encontraba Keenan, sabía que si lo llamaba acudiría. Pero, según Donia, aquello era más acertado. «Sé agresiva. Golpea tú primero», le había dicho.

Se aferró a la esperanza de que había una forma de conservar la vida.

«Ni siquiera sé qué quiere Keenan, realmente no lo sé —pensó. Iba a pedirle, a exigirle que hablara con ella, que le explicara lo que quería y por qué—. Puedo hacerlo», se animó.

Se detuvo frente a la puerta. Delante de ella, medio inclinado en un taburete, estaba uno de los gorilas del club. Bajo de su sortilegio resultaba terrorífico: a lado y lado de la cara le brotaban unos colmillos enroscados, rematados en afiladas puntas. Parecía que aquel elfo empleara todo su tiempo en levantar pesas, cosa que su sortilegio no lograba ocultar.

—Disculpa —se le dirigió Aislinn.

El elfo bajó la revista que estaba leyendo y la miró por encima de las gafas de sol.

—Sólo los socios pueden entrar.

Ella le mantuvo la mirada tan bien como supo y respondió:

—Quiero ver al Rey del Verano.

El tipo dejó la revista a un lado.

—¿Al qué?

Aislinn cuadró los hombros. «Sé enérgica». Sonaba más fácil de lo que era. Probó de nuevo.

—Quiero ver a Keenan. Él está ahí dentro. Y sé que quiere verme. Soy… —Le costó pronunciar las siguientes palabras—: Yo soy la nueva chica de su vida.

—No deberías haber venido aquí —refunfuñó, mientras abría la puerta y le hacía un gesto a un muchacho con melena leonina que se encontraba justo al otro lado—. Dile al… Dile a Keenan que…

La miró.

—Ash.

—Dile que Ash está aquí fuera.

El chico asintió y salió disparado. Con su sortilegio semejaba casi un querubín, si no hubiera sido por aquella melena leonina que parecía un revoltijo salvaje de color arena. De todos los elfos que merodeaban por la ciudad, los leonados se contaban entre los pocos que parecían no provocar problemas a propósito.

El vigilante dejó que la puerta se cerrase con un golpe sordo. Recogió su revista, pero siguió echándole miradas a Aislinn y negando la cabeza.

Ella sintió que el corazón le martillaba. Tratando de simular aplomo, volvió la vista hacia la calle. Pasaban pocos coches; aquella no era un área con mucho movimiento.

«Si voy a ser agresiva, ¿por qué no empezar ahora mismo? Para practicar un poco». La siguiente vez que el gorila miró su revista, le dijo:

—Por si te sirve de algo, estás más sexy con los colmillos.

Él se quedó boquiabierto. La revista cayó sobre el suelo húmedo con un apagado «plaf».

—¿Con los… qué?

—Con los colmillos. En serio, si vas a emplear un sortilegio, sustituye los colmillos por unos piercings en forma de barra, por ejemplo. —Le lanzó una mirada apreciativa—. También resultaría un poco más amenazador.

El hombre esbozó una gran sonrisa, muy despacio, como el sol al salir por el horizonte, y alteró su sortilegio.

—¿Mejor?

—Sí. —Aislinn se acercó a él, sin tocarlo, todo lo que pudo sin ser presa del pánico. «Imagínate que es Seth». Ladeó la cabeza para observarlo mejor—. Para mí está muy bien.

Él rio, nervioso, y lanzó una ojeada por encima del hombro. El mensajero no regresaba.

—Es muy probable que me gane una paliza si continúas haciendo eso. Una cosa sería con una mortal, pero tú… —Sacudió la cabeza—. Tú eres terreno prohibido.

Aislinn no se movió, no redujo la mínima distancia que los separaba, pero tampoco retrocedió.

—¿Tan cruel es Keenan? ¿Tanto como para pegar a la gente?

El guardia casi se ahoga de la risa.

—¿Keenan? Diablos, no. Pero él no es el único jugador. La Dama del Invierno, los consejeros de Keenan, las Ninfas del Verano… —Se estremeció, y bajó la voz antes de añadir—: Y la Reina del Invierno. Nunca se sabe quién va a cabrearse respecto a qué una vez que el juego está en marcha.

—¿Y cuál es el premio por ganar el juego?

El corazón le latía con tal fuerza que pensó que se le saldría del pecho.

Keenan y Donia no se lo estaban contando todo; quizá aquel guardia lo hiciera. Donia podía decir que intentaba ayudarla, pero no dejaba de ser un jugador más.

El mensajero leonado se aproximaba, guiando a dos elfas adornadas con enredadera que Aislinn había visto en la biblioteca. «Concéntrate. Que no te entre el pánico por nada de lo que el gorila te diga».

El hombre se inclinó hacia ella hasta que sus colmillos le enmarcaron la frente, y susurró:

—Control. Poder. Tú.

—Oh.

«¿Qué significa eso?».

En silencio, Aislinn siguió a una de las chicas cubiertas de enredadera, preguntándose si los elfos daban alguna vez respuestas claras.

—Mi reina, por aquí.

Aislinn siguió a Eliza a través del gentío, que le abrió paso como hacía con Keenan. La muchacha era adorable, una visión hecha realidad. Las Ninfas del Verano giraban como derviches, los elfos invernales ponían cara larga, los elfos oscuros se relamían los labios, como anticipando lo que podría ocurrir. Otros —elfos solitarios y los escasos miembros de la Corte Eminente que se mezclaban con la muchedumbre— observaban curiosos, pero sin involucrarse en el resultado. Era como si la vida de Keenan, su lucha, no fuese nada más que un cuadro vivo para entretenimiento de los demás.

Eliza llegó hasta él e inclinó la cabeza.

—Tu invitada, Keenan.

Él asintió y separó una silla de la mesa para Aislinn. Esta no sonreía, no se parecía nada contenta. No estaba allí para acceder a sus muestras de cortesía, sino para pelear. «Y todo el mundo está observando». Se sintió curiosamente molesto. Siempre era él quien escogía el campo de batalla, quien preparaba el escenario, pero ahora Aislinn estaba ni más ni menos que en su propio club, rodeada de su gente, y él no tenía ni idea de cómo lidiar con aquello.

Ella había ido allí, aunque no por la razón que a él le gustaría; la postura de la muchacha demostraba a las claras que había acudido al Rath para rechazarlo. Como estrategia, era muy buena. Incluso si Aislinn no fuera la reina, suponía el mejor juego que había tenido en mucho tiempo. Si él no le causara tanto terror, sería un delicioso inicio para la velada.

—Infórmame cuando hayas terminado de mirarme. —Aislinn intentó sonar hastiada, pero falló. Luego se volvió y detuvo con una seña a uno de los innumerables cachorros que correteaban por el local—. ¿Podrías traerme algo normal que beban los mortales? No quiero nada de ese vino que tomé en la feria.

El joven león asintió —se le erizó la melena cuando otros trataron de acercarse— y se fue en busca de la bebida, sin reducir el paso ante los elfos que se apiñaban a su alrededor, y se perdió en el tropel de bailarines.

Al borde de la pista de baile, Tavish y Niall los vigilaban abiertamente, usando a los guardias para formar una especie de barricada que mantuviera alejadas a las chicas. Estas no solían saber lo que se debía decir y lo que no. Aquel día resultaba casi imposible manejarlas, pues creían que su reina se encontraba al fin entre ellas.

—Ya he acabado de mirarte —murmuró Keenan, pero no era verdad: si ella se vestía así más a menudo no se veía capaz de dejar nunca de mirarla. Llevaba una especie de pantalones de vinilo y una blusa muy anticuada que se anudaba con un cordón de terciopelo rojo. Si tiraba de ese cordón, estaba casi seguro de que todo se desataría—. ¿Quieres que bailemos antes de hablar?

Sus brazos casi se morían de ganas por sujetarla, por bailar como habían bailado en la feria, por girar entre los elfos… «Nuestros elfos».

—¿Contigo? Me parece que no.

Sonó como si se estuviera riendo de él, pero su bravuconada fue fruto de un gran esfuerzo.

—Todos están mirando. —«Mirándonos a los dos». Keenan debía imponerse o los elfos lo tomarían por débil, por servil ante ella—. Todos menos tú.

Y entonces se despojó de su sortilegio, dejando que lo iluminara toda la luz solar que llevaba dentro hasta resplandecer como un faro a la tenue luz del club. Para un mortal, ver a un elfo era una cosa, pero sentarse ante un monarca élfico era otra muy distinta.

Aislinn abrió de par en par los ojos y soltó un grito sofocado que pareció cortarle la respiración. Keenan se inclinó sobre la mesa y alargó una mano para tomar una suya, que Aislinn mantenía fuertemente cerrada.

Con un movimiento demasiado rápido para que lo captaran ojos mortales, Aislinn se apartó… y luego se miró la mano con el entrecejo fruncido, como si pudiera dominar las señales de cuánto había cambiado ya.

En aquel momento el joven león que había mandado por refrescos regresó con una bandeja de bebidas; lo seguían tres de su manada, cada uno con una fuente llena de los azucarados aperitivos mortales que los elfos preferían.

Con una afabilidad que negaba sentir por los elfos, Aislinn les sonrió.

—Qué rapidez.

Ellos se cuadraron y sus melenas se hinchieron de placer.

—Por vos haríamos cualquier cosa, mi señora —respondió el mayor con aquella voz bronca y áspera que tenían todos los cachorros.

—Grac… —Se contuvo a tiempo—. Quiero decir, es muy amable de vuestra parte.

Keenan la observaba sonriendo. Quizá el cambio en su actitud fuera el resultado del cambio en su cuerpo; quizá fuese el producto de su inevitable aceptación de los elfos. No le importaba la razón, mientras sonriese a sus súbditos.

Pero cuando Aislinn apartó la vista de los jóvenes leones y se vio obligada a mirar el reluciente rostro de Keenan, dejó de sonreír. La muchacha sintió que el pulso le latía en la garganta como una criatura atrapada; miró hacia otro lado; tragó saliva varias veces.

«No son los cachorros los que hacen que se le acelere la sangre y se ruborice. Soy yo. Nosotros».

Los camareros depositaron las bandejas en la mesa: helado, pasteles y distintos cafés; postres de una confitería local y bebidas dulces sin alcohol. Los jóvenes se atropellaban los unos a los otros por recomendar aquellas exquisiteces.

—Probad este.

—No, este.

—Este le gustará más.

Al final, Tavish se acercó a la mesa con un guardia para sacarlos de allí.

—Marchaos —les ordenó.

Aislinn observaba en silencio. Luego, con visible firmeza, se volvió hacia Keenan.

—Hablemos de este jueguecito tuyo. Tal vez podamos encontrar una respuesta que nos permita a los dos seguir con nuestras vidas.

—Ahora tú eres mi vida. Esto —añadió, abarcando el club con un gesto despreocupado de la mano—, los elfos, todo, cada cosa ocupará su lugar en cuanto me aceptes. —Nada de aquello importaba sin Aislinn a su lado. «Si me dice que no, todos morirán»—. Te necesito —agregó en un susurro.

Aislinn apretó los puños. «Esto no funciona». ¿Cómo iba a razonar con Keenan si él estaba allí refulgiendo como un objeto celestial? No la había amenazado, ni había hecho nada excepto decirle cosas que podían sonar tiernas.

¿Tan espantoso era eso? Vaciló mientras él seguía mirándola con atención, con todo el aspecto de ser una buena persona. «Es un elfo. Jamás confíes en un elfo».

El harén de Keenan estaba a sus espaldas, chicas que habían estado en el mismo lugar que estaba ella ahora. Se confundían en la aglomeración de cuerpos que la rodeaba. Aquella no era la vida que Ash deseaba.

—Esa no es la clase de respuesta que me ayuda. —Respiró hondo—. Keenan, no me gustas. No te deseo. No te amo. ¿Cómo puedes pensar que hay alguna razón para…?

Intentó encontrar las palabras adecuadas. No había ninguna.

—¿Para cortejarte? —replicó él con una media sonrisa.

—Como lo llames. —El aroma a flores la estaba abrumando, mareando. Volvió a probar—. No entiendo por qué haces esto.

—Ya está hecho.

Alargó la mano.

—No.

Ella la retiró.

Keenan se reclinó en su asiento. Las luces azuladas del club incrementaban su apariencia inhumana.

—¿Y si te dijera que tú eres la llave, el grial, el libro… ese objeto que me rescatará? ¿Y si te dijera que tú eres lo que necesito para derrotar a quien congela la Tierra? Si aceptarme salvara al mundo, a todos estos elfos y también a tus mortales, ¿lo harías?

Aislinn se quedó mirándolo. Allí estaba la respuesta que habían estado ocultándole.

—¿De eso va toda esta historia?

—Podría ser.

Se puso en pie y rodeó la mesa, muy despacio, tanto que Aislinn habría tenido tiempo de levantarse y colocar la silla entre ambos.

Pero la muchacha no lo hizo.

—Aunque sólo hay una manera de averiguarlo. —Keenan se detuvo tan cerca de Aislinn que ella habría tenido que empujarlo para ponerse en pie—. Debes elegir quedarte conmigo.

A Aislinn le entraron ganas de salir corriendo.

—No quiero convertirme en una de ellas —declaró señalando a las Ninfas del Verano—, ni en una elfa de hielo como Donia.

—Así que Donia ya te ha hablado de eso.

Keenan asintió, como si aquello también fuese normal.

—¿Del detalle que tú no habías mencionado? Pues sí. —Intentó sonar razonable, como si le hubiesen contado que sus opciones de ser chica de harén o elfa de hielo fuese de lo más corriente—. Mira, no quiero ser uno de tus juguetes, y tampoco quiero ser como Donia.

—No creo que seas ninguna de esas cosas. Te lo he dicho antes. Sólo deseo que elijas quedarte conmigo. —Tiró de ella para ponerla en pie, demasiado cerca de él—. Si tú eres la Esperada…

—Sigo sin estar interesada.

Entonces él pareció exhausto, y tan desdichado como se sentía ella.

—Aislinn, si tú eres la Esperada, la clave que necesito, y te alejas, el mundo seguirá congelándose cada vez más hasta que los elfos estivales, de los cuáles tú misma eres ya una más, mueran de frío, hasta que los mortales mueran de hambre. —Sus ojos, como los ojos de un animal, reflejaban las extrañas luces del club—. No puedo permitir que eso suceda.

Durante un momento Aislinn se quedó inmóvil, incapaz de hallar que decir. Donia se había equivocado: no podía hablar con Keenan, tratar de razonar con él.

—Necesito que comprendas, Aislinn. —Su tono sonaba aterrador, el gruñido de advertencia de un depredador en la oscuridad. Con la misma rapidez, sonó desesperado al añadir—: ¿No podrías intentarlo al menos?

Y ella se descubrió asintiendo, aceptando intentarlo, desesperada por acabar con la tristeza de Keenan. «Céntrate». Eso no era lo que había ido a hacer allí. Aferró el borde de la mesa hasta que le dolió.

Ver a Keenan, saber que era real, conocer el verdadero aspecto del mundo que le ofrecía, no estaba haciendo que resultara más fácil resistirse. Antes pensaba que sí, que las horribles cosas que había visto la volverían más fuerte, más resuelta. Pero desde que él empezara a implorarle, sólo había sido capaz de pensar en el deseo de darle lo que quería, cualquier cosa para que aquella luz solar llameara de nuevo sobre ella.

Procuró concentrarse en las atrocidades de los elfos, recordar las crueldades que les había visto cometer.

—Tus elfos no son lo bastante importantes para que merezca la pena renunciar a mi vida.

Keenan no respondió.

—Los he visto —continuó ella—. ¿Lo entiendes? A esos de ahí. —Bajó la voz—. Los he visto manosear a las chicas, los he visto pellizcar, poner zancadillas y burlarse. Y cosas mucho peores. Los he oído reírse de nosotros. Durante toda mi vida, todos los días, he visto a tu gente. Y no veo nada que merezca salvarse.

—Si me aceptas, tú gobernarás sobre ellos… serás la Reina del Verano. Ellos te obedecerán igual que a mí.

Sus ojos le suplicaban; ya no eran ardides élficos, sino una fuente de desesperación.

Aislinn levantó la barbilla.

—Bueno, si el modo en que se comportan sirve de indicador, yo diría que no obedecen muy bien. A menos que tú no pongas reparos a sus acciones.

—Llevo demasiado tiempo privado de poderes para hacer otra cosa que contar con que su naturaleza afable los inducirá a escuchar. Si tú los gobiernas, podrías cambiar eso. Podríamos cambiar muchas cosas. Sálvalos. —Señaló con un amplio ademán la multitud de elfos danzantes—. A menos que yo me convierta en un auténtico rey, estos elfos morirán. Los mortales de tu ciudad morirán. Ya están muriendo. Lo verás con tus propios ojos cuando suceda.

Aislinn notó lágrimas en los ojos y fue consciente de que él las veía, pero no le importó.

—Tiene que haber otra opción. Yo no quiero lo que me ofreces, y no pasaré a ser una de las Ninfas del Verano.

—Te equivocas. Ya lo eres a menos que elijas estar conmigo. Es algo muy sencillo. Realmente, el proceso resulta casi ridículo de tan rápido.

—¿Y si no soy ese grial tuyo? ¿Y si me paso la eternidad como Donia? —Apartó a Keenan de un empujón—. ¿Y se supone que ese es un buen plan? Donia es muy desgraciada, sufre mucho. Lo he visto.

A él se le crispó el rostro cuando oyó mencionar a Donia, y desvió la mirada, cosa que le hizo parecer más real. Aislinn se detuvo al advertirlo. Quizá Keenan tuviese mucho que ganar, pero por la expresión de dolor que le cruzó el semblante, también había perdido algunas cosas que le importaban.

—Dime sólo que pensarás en ello… por favor. —Se inclinó hacia la muchacha y añadió en un susurro—: Esperaré. Dime sólo que vas a considerarlo. Te necesito.

—¿No puedes buscar otra fórmula? —preguntó Aislinn, aunque conocía la respuesta, aunque sabía que no había otra respuesta—. No quiero ser tu reina. No te quiero a ti. Hay alguien a quien…

—Lo sé. —Keenan aceptó una copa de un joven león que se había colado por debajo de las piernas de uno de los numerosos guardias que lo seguían a todas partes. Con otra sonrisa triste, agregó—: También lamento eso. Lo entiendo, mucho más de lo que puedo decir.

Lo inevitable de todo aquello empezaba a tomar forma. Aislinn pensó en las cosas que cambiarían, en las cosas que quería mantener inmutables. Tenía muchísimas más preguntas que hacer.

—¿Hay otra salida? No quiero ser elfa de ningún modo, y desde luego no quiero gobernar elfos.

Keenan rio, fue una risa sin alegría.

—Algunos días yo tampoco quiero, pero ni tú ni yo podemos cambiar lo que somos. No te mentiré para decirte que me gustaría poder deshacer esto por ti, Aislinn. Creo que tú eres la Esperada. La Reina del Invierno te teme. Incluso Donia cree que lo eres. —Le tendió una mano—. Desearía que esto no te perturbara, pero te ruego que me aceptes. Dime qué quieres, y lo intentaré.

Durante un momento misteriosamente similar al de la feria, Keenan aguardó con la mano extendida, pidiéndole que lo aceptara. En la feria, Aislinn pensaba que estaba cerca del final; ahora, sin embargo, tenía la sensación de que todo se iba a pique, de que sólo acababa de empezar.

«¿Cómo se lo cuento a Seth? ¿Y a la abuela? ¿Qué les cuento?». Respecto a su don de la visión, desear sin más que este desapareciera no había servido para nada, y comenzaba a creer que aquello era prácticamente lo mismo. Por mucho que intentara negarlo, estaba cambiando, lo sabía.

«Soy una de ellos», admitió.

Para sobrevivir, necesitaba empezar a pensar cómo descifrar el mundo de los elfos.

De pronto cayó en la cuenta de que tanto el vigilante como Keenan habían mencionado a otra soberana, otra pieza de aquel jueguecito suyo. Miró a Keenan y le preguntó:

—¿Quién es la Reina del Invierno? ¿Podría ayudarme?

Keenan se atragantó con su bebida. Con aquel modo suyo de moverse, tan rápido que costaba distinguir los movimientos, la agarró de los brazos.

—No. No permitas que sepa que puedes vernos, que sabes algo de lo que sucede. —La sacudió levemente—. Si lo averiguara…

—Si puede ayudarme…

—No. Debes creerme. Es mucho más perversa de lo que podría explicarte. Quizá yo no te ataque porque eres capaz de vernos, pero hay otros que lo harían, incluida la Reina del Invierno. Ella es la razón de mi impotencia. La razón de que la Tierra se congele. No debes buscarla.

Le hundió los dedos en los brazos, hasta que ella también empezó a resplandecer. Parecía aterrorizado, cosa que Aislinn no quería considerar muy a fondo.

«¿Keenan se considera impotente?».

Asintió sin hablar; él la soltó y le alisó las arrugadas mangas de la blusa.

Aislinn se le acercó más, hasta casi tocarle la piel con los labios, pues la música y el ruido eran cada vez más fuertes.

—Necesito saber más que eso. Me estás pidiendo demasiado para que yo… —No pudo continuar, pensando en lo que le pedía que abandonase, en lo que le pedía que se convirtiese. «En lo que ya me estoy convirtiendo», se recordó—. Necesito más respuestas si quieres que piense en todo esto.

—No puedo contártelo todo. Hay normas, Aislinn. Normas que existen desde hace siglos… —Casi gritaba para que lo oyese por encima del estruendo—. No podemos hablar aquí, en medio de este alboroto.

Por todos lados, los elfos se divertían ruidosamente, moviéndose de unas formas que resultaban cualquier cosa menos mortales, incluso ataviados con sus sortilegios.

Keenan volvió a extender la mano.

—Vayamos al parque, a una cafetería, a donde quieras.

Ella le permitió tomarla de la mano, detestando lo inevitable que empezaba a parecerle su elección.

Keenan sintió la pequeña mano de Aislinn en la suya, tan reconfortante como el contacto del sol. Ella no le había dicho que sí, pero estaba considerándolo, estaba aceptando la pérdida de su mortalidad. Sin duda se lamentaría, pero eso ocurría con frecuencia entre las elfas recientes.

La guio hacia la puerta, consciente de que los elfos estivales los observaban con miradas de aprobación. Pasaron más cerca de ellos, rozándolos y sonriendo a Aislinn.

Ella mantuvo la cabeza bien alta, tan audaz como cuando había avanzado entre la multitud para encontrarse con él. Keenan sospechaba que Aislinn veía a los elfos tal como eran: no el sortilegio que los cubría, sino sus auténticos rostros. La muchacha no bailaba, pero no retrocedía ni se apartaba cuando se le acercaban. Para ser una mortal con el don de la visión, era realmente valiente.

Keenan sabía que ella captaba los murmullos de aquellos que, ignorantes de su don, elegían permanecer invisibles para arrimársele todavía más y pasarle una mano por el pelo.

—Nuestra señora.

—La reina está aquí.

—Por fin ha venido hasta nosotros.

Ellos no habían oído sus dudas ni su desesperación. Sólo sabían que la joven mortal había ido en busca de Keenan; sólo sabían que se marchaba con él. Después de las palabras de las Eolas en la feria, creían que la muchacha era la Esperada que liberaría a su rey, que los rescataría a todos. Keenan deseó que tuviesen razón.

—Las elfas estivales de la biblioteca dijeron… —Aislinn miró hacia otro lado, y se ruborizó antes de pronunciar atropelladamente el resto de las palabras—. Bueno, parecía como si… humm… salieran con mortales.

A Keenan le dolió que hablara de aquello. Nunca había pensado que cuando encontrara a su reina, esta iba a estar tan poco interesada en él. Le rechinaron los dientes, pero contestó:

—Así es.

—Pues entonces yo podría…

Se interrumpió al llegar a la puerta.

El guardia, que había añadido extraños aros de metal a su sortilegio desde la llegada de Aislinn, la saludó sonriendo de oreja a oreja.

—Ash, ¿qué…?

Atrevida una vez más, ella le devolvió la sonrisa.

—Luego —se limitó a decirle.

Asombrado porque sonriera al vigilante con tanta naturalidad, Keenan prefirió preguntarle qué había ocurrido entre ella y el gorila… mucho mejor que discutir su deseo de seguir teniendo una relación con un mortal.

Salieron a la calle y él lo percibió: una oleada de frío que helaba los huesos.

—Beira. —Y susurró a toda prisa—: Por favor, Aislinn, mantente cerca de mí. Mi madre viene hacia nosotros.

—Pensaba que vivías con tus tíos.

—Así es. —Se puso delante de la muchacha, situándose entre ambas—. Beira es absolutamente incompetente para cuidar de nadie.

—Vaya, vaya, cielito, eso no es muy agradable.

De la oscuridad, como una pesadilla inevitable, surgió la Reina del Invierno.

El sortilegio de Beira mostraba su habitual sarta de perlas sobre un vestido gris, así como la gruesa chaqueta de piel que llevaba. Pero no mostraba sus ojos llenos de nieve ni el fulgor de la escarcha en sus labios. Pero Keenan sabía que Aislinn lo veía todo. Sabía que ella veía el verdadero rostro de su madre. Y ese pensamiento no lo consoló.

Beira suspiró, dejando que su aliento helado flotara hasta la cara de Keenan, y dijo:

—He pensado que debería conocer a la muchacha de la que todo el mundo habla.

Luego se inclinó y besó a su hijo en ambas mejillas.

Él notó en la piel las magulladuras y la congelación producidas por el contacto de los labios maternos, pero no habló. Por suerte, Aislinn tampoco lo hizo.

—¿Sabe la otra chica que has salido con esta? —le susurró Beira en un aparte, señalando a Aislinn y arrugando la nariz.

Keenan cerró la mano en un puño, deseando poder emplear su genio, pensando en las amenazas de su madre a Donia. Pero ahora, con Aislinn a su lado, y vulnerable todavía, no se atrevía a hacerlo.

—No sabría decirte.

Beira chasqueó la lengua.

—El mal genio es muy poco atractivo, ¿no crees?

Keenan no picó.

La Reina del Invierno entrelazó las manos, envió una ráfaga de frío hacia su hijo y preguntó con afectación:

—¿No vas a presentarnos, querido?

—No. —Permaneció delante de Aislinn, manteniéndola fuera del alcance de Beira—. Creo que deberías irte.

Ella se echó a reír, y su gelidez brotó junto con aquel sonido, haciéndole daño a Keenan.

Este intentaba mantener a Aislinn bien protegida y a salvo detrás de él, donde aquel aire helado no pudiera tocarla, pero ella se colocó a su lado y se quedó mirando a Beira desdeñosamente.

—Vámonos.

Tras pronunciar esa palabra, Aislinn lo tomó de la mano, no con amor o afecto, sino como gesto de solidaridad.

Aquella no era la chica inquieta con la que Keenan había estado hablando en el Rath. No: parecía más una guerrera, uno de los viejos guardias que olvidaban sonreír incluso en los momentos de felicidad. Era magnífica.

Mientras Keenan luchaba por no desfallecer bajo el frío que Beira había liberado, Aislinn tiró de él y le besó las magulladas mejillas; sus suaves labios fueron como un bálsamo sobre las dolorosas heridas.

—No soporto a quienes se comportan como matones —declaró la muchacha.

Keenan sintió un chorro de calor en las manos, ardor en las mejillas. «No es posible que sea tan perfecta», pensó con asombro. Paseó su mirada de Aislinn a su madre. Se encontraban cara a cara, como si estuviesen dispuestas a librar un combate como los elfos no habían visto en un milenio.

Incapaz de centrarse, Keenan volvió la vista hacia el contenedor de basura que había en el callejón, hacia un hombre medio dormido, acurrucado en un nido de trapos harapientos y cajas, y oyó el sonido de sus consejeros y sus guardias, que se aproximaban a sus espaldas.

Beira dio unos pasos adelante, con una mano de un blanco óseo alzada hacia el rostro de Aislinn.

—Su cara me resulta familiar.

Aislinn retrocedió para esquivar el contacto de Beira.

—No lo creo —repuso.

La Reina del Invierno rio, y la muchacha sintió que algo frío y vil le descendía por la espina dorsal.

Si estaba o no enfadada por convertirse en uno de ellos ya no importaba; había dejado de importar en cuanto Beira hirió a Keenan. Un instinto de protegerlo cobró vida en Aislinn, un impulso que había sentido a menudo por sus amigos, pero jamás por un elfo. Quizá fuese por lo que le había parecido en el club: la creciente sensación de que él estaba tan atrapado como ella misma.

«Beira no podría resistirnos a ambos. No al Rey y la Reina del Verano juntos». Aunque no le gustaba esa posibilidad, le sonó apropiado.

—Hasta pronto, tortolitos.

Beira se despidió agitando una mano, y dos arpías marchitas avanzaron hasta flanquearla, muy semejantes a las damas de honor que aparecían en los cuadros de la realeza. Debajo de su sortilegio, aquellas elfas no compartían nada de la oscura belleza de Beira; parecía que alguien les hubiese succionado la vida, dejando sólo carcasas vacías, demacradas y de ojos vidriosos.

Sin mirar atrás, las tres se alejaron por el callejón. Pedazos de hielo, resquebrajados y punzantes como cristal roto, refulgían en la estela de la Reina del Invierno.

Aislinn se dirigió a Keenan.

—¡Menuda bruja! ¿Te encuentras bien?

Pero él la estaba mirando reverencialmente. Se llevó una mano a la mejilla; las magulladuras se desvanecieron mientras ella lo observaba, dejando una huella roja en la piel donde sus labios se habían posado.

Los dos «tíos» de Keenan aparecieron a su lado. Sus guardias se colocaron a su alrededor. «Demasiado pocos y demasiado tarde». Varios elfos estaban hablando a la vez.

—¿Beira se ha ido?

—¿Estás…?

Pero Keenan no les hizo caso. Alzó la mano de Aislinn hasta su mejilla y la dejó allí.

—Tú has hecho esto.

Un elfo se acercó más.

—¿Qué ha hecho? ¿Estás herido?

—Ella no lo ha visto, ¿verdad? Beira no lo ha visto, ¿no? —preguntó Keenan a Aislinn.

Abrió mucho los ojos, y ella vio florecer en ellos diminutas flores color púrpura.

La muchacha retiró la mano de un tirón, negando con la cabeza.

—Eso no significa nada, no cambia nada. Yo sólo… Ni siquiera sé por qué lo hice.

—Pero lo hiciste —susurró él, tomando sus manos en las suyas—. Ahora ves lo distinta que eres.

Aislinn se estremeció.

Keenan la miraba como si fuese el grial del que le había hablado, y su único pensamiento fue echar a correr, muy lejos y muy rápido, correr hasta que ya no pudiera más.

—Íbamos a hablar. Tú dijiste que…

Se quedó sin palabras cuando el peso de todo aquello la alcanzó al fin.

«Es cierto. Yo soy la…». Ni siquiera podía pensar en ello, pero sabía que era verdad, y Keenan también.

—¿Alguien piensa ponernos al día?

El tío elfo más tranquilo dio un paso adelante.

Sin soltar las manos de la muchacha, Keenan ladeó la cabeza para indicar a sus consejeros que se acercasen más. Con la voz convertida en un susurro grave, como el retumbo de las tormentas, anunció:

—Aislinn me ha curado del contacto con la Reina del Invierno.

—No pretendía hacerlo —protestó ella, tratando de liberarse.

Cualquier fogonazo de amistad o de instinto protector se había esfumado mientras él le apretaba las manos con tanta fuerza.

—Ha besado la escarcha de Beira, y la ha hecho desaparecer. Ha deshecho la agresión de Beira. Me ha ofrecido su mano… por propia elección, y yo me he vuelto más fuerte.

Le soltó una mano para tocarse la mejilla de nuevo.

—¿Que ha hecho qué?

—Me ha sanado con un beso, ha compartido su fuerza conmigo. —Keenan cayó de rodillas mirándola fijamente, mientras lágrimas doradas le bajaban por el rostro como riachuelos de luz solar. Los otros elfos se arrodillaron junto a él en el sucio callejón. —Mi reina.

Le soltó la otra mano para tenderla hacia su rostro.

Y ella echó a correr. Corrió como jamás en su vida había corrido, aplastando el reluciente hielo, abandonando la luz del sol que iluminaba la piel de Keenan.

Keenan permaneció arrodillado en el suelo varios minutos después de la huida de Aislinn. Nadie más se levantó.

—Se ha marchado. —Sabía que sonaba débil, pero no le importó—. Ella es la Esperada, y se ha marchado. Lo sabe, y se ha marchado.

Se quedó mirando el callejón por donde Aislinn se había esfumado. La muchacha no se había movido tan rápidamente como los elfos, pero sí mucho más deprisa de lo que podría moverse un mortal. Keenan se preguntó si ella lo habría advertido siquiera.

—¿Vamos por ella? —preguntó un hombre de serbal.

Keenan se giró hacia Tavish y Niall.

—Se ha marchado.

—Sí —respondió Tavish mientras indicaba a los guardias con un gesto que retrocediesen.

Ellos se confundieron con las sombras, lo bastante cerca para oír si los llamaban, pero no lo suficiente para captar una conversación mantenida en voz baja.

Niall tomó a Keenan del brazo.

—Dale esta noche para que pueda asimilarlo.

Tavish se colocó al otro lado del joven.

—Va a pensar en todo esto. Es lo que me dijo ahí dentro. —Keenan paseó la vista de Tavish a Niall varias veces—. Y lo hará. Tiene que hacerlo.

Ninguno de ellos contestó mientras lo guiaban, seguidos en silencio por los guardias.