Capítulo 22

«[Una] mujer de los Sidhe (los elfos) llegó y dijo que habían elegido a la chica que sería la novia del príncipe del sombrío reino, pero que como no estaría bien que su esposa envejeciese y muriera mientras él seguía con el primer ardor de su amor, la obsequiarían con una vida de elfa».

El crepúsculo celta, William Butler Yeats (1893,1902).

Cuando llegó a casa el domingo por la mañana, a Aislinn no le sorprendió encontrar a la abuela despierta y alerta. Sin ebargo, la anciana tuvo el detalle de esperar hasta después del desayuno para atacar.

Aislinn se sentó en el suelo a los pies de la abuela. Había hecho lo mismo muy a menudo a lo largo de los años, dejándose cepillar el pelo, escuchando historias, o simplemente estando cerca de la mujer que la había criado y querido. No deseaba pelearse con ella, pero tampoco quería vivir con miedo.

Procuró mantener un tono neutro cuando habló.

—Ya soy casi adulta, abu. No quiero huir y esconderme.

—Tú no comprendes…

—La verdad es que sí lo comprendo. —La tomó de la mano—. Son espantosos. Eso lo tengo claro, pero no puedo pasarme la vida ocultándome del mundo por culpa de ellos.

—Tu madre era igual, insensata y testaruda.

—¿En serio?

Aislinn se quedó inmóvil ante esa revelación. Jamás había tenido auténticas respuestas cuando preguntaba por los últimos años de su madre.

—Si no lo hubiera sido, aún estaría aquí. Era una imprudente. Y ahora está muerta. —Sonó débil, más que cansada, exhausta, consumida—. No soportaría perderte también a ti.

—Yo no voy a morirme, abu. Mamá no murió a causa de los elfos. Ella…

—Chist.

La mujer miró hacia la puerta.

Aislinn suspiró.

—No pueden oírme aquí dentro, aunque estén justo detrás de la puerta.

—Eso no puedes saberlo. —Cuadró los hombros, y ya no pareció la mujer ajada en que se había convertido, sino la severa y disciplinaria abuela de la infancia de Aislinn—. No voy a permitir que seas imprudente.

—El año que viene cumpliré dieciocho…

—Bien. Pero hasta entonces sigues viviendo en mi casa. Con mis normas.

—Abu, yo…

—No. A partir de ahora te limitarás a ir al instituto y volver. Puedes tomar un taxi. Y me informarás de dónde estás. No darás vueltas por la ciudad a todas horas. —El ceño de la abuela se aligeró un poco, pero su determinación no—. Sólo hasta que dejen de seguirte. Por favor, no discutas conmigo, Aislinn. No puedo vivir eso de nuevo.

Después de esas palabras, no había mucho más que decir.

—¿Y qué pasa con Seth?

La expresión de la abuela se suavizó.

—¿Tanto significa ese chico para ti?

—Sí. —Se mordió el labio, a la espera—. Vive en un vagón que tiene paredes de acero.

La mujer miró a su nieta. Finalmente se ablandó.

—Irás y volverás en taxi. Y te quedarás dentro de ese vagón.

Aislinn la abrazó.

—Lo haré.

—Les daremos un poco más de tiempo. No pueden llegar hasta ti en el instituto ni aquí. Tampoco en ese vagón de Seth. —Asintió mientras enumeraba las medidas de seguridad, restrictivas pero no imposibles de seguir—. Pero, si eso no funciona, tendrás que dejar de salir. ¿Comprendido?

Aunque Aislinn se sintió culpable por no corregir las creencias erróneas de su abuela sobre el instituto y la casa de Seth, mantuvo sus emociones ocultas, como hacía cuando los elfos estaban cerca, y sólo dijo:

—Comprendido.

Al día siguiente, lunes, Aislinn inspeccionó el instituto como una sonámbula. Keenan no estaba allí. Ningún elfo se paseaba por los pasillos. Los había visto fuera, en los escalones de la entrada, en la calle mientras el taxi la llevaba, pero no había ninguno dentro del edificio.

«¿Ya ha obtenido Keenan lo que quería? —se preguntó—. ¿Acaso eso era todo?».

Por lo que Donia les había contado, había aún había mucho más, pero Aislinn era incapaz de concentrarse en nada que no fuese la laguna de sus recuerdos. Necesitaba saber qué había ocurrido la noche de la feria. Eso era lo único en que podía pensar mientras las clases seguían su curso.

A mediodía, se rindió y salió por la puerta principal, sin importarle quién la viese.

Bajaba los escalones de acceso cuando lo vio: Keenan aguardaba al otro lado de la calle, observándola. Sonreía con dulzura, como si se alegrase de verla.

«Él me lo dirá. Se lo preguntaré, y él me contará lo que sucedió. Tiene que hacerlo». Se sintió tan aliviada que fue hacia él sorteando los coches, prácticamente corriendo.

Ni siquiera reparó en que Keenan era invisible hasta que él dijo:

—De modo que es verdad que puedes verme.

—Yo… —balbuceó, tropezando con las palabras que estaba a punto de pronunciar, las preguntas para las que necesitaba respuestas.

—Los mortales no pueden verme a menos que yo lo desee. —Keenan actuaba con tanta calma como si estuviesen charlando sobre los deberes, como si no estuviesen tratando un tema que podía hacer que matasen a Aislinn—. Tú puedes verme, y ellos no —añadió, señalando a una pareja que paseaba a su perro calle abajo.

—Sí —susurró—. Siempre he visto a los elfos.

Resultaba más difícil decirlo en esa ocasión, decírselo a él. Los elfos la habían aterrorizado hasta donde alcanzaban sus recuerdos, pero ninguno tanto como Keenan. Él era el rey de las criaturas horrendas de las que había huido toda su vida.

—¿Te apetece caminar conmigo? —preguntó Keenan, aunque ya lo estaban haciendo.

Se fundió en lo que Aislinn ya consideraba su sortilegio habitual —apagando el fulgor de su cabello de cobre y el sonido susurrante del viento entre los árboles—, y ella acompasó sus pasos a los de él, en silencio, pensando cómo formular sus preguntas.

Acababan de dejar atrás el parque cuando le dijo a bocajarro:

—¿Lo hiciste? ¿Lo hicimos? Hablo de sexo.

Keenan bajó la voz como si fuese a compartir un secreto con ella.

—No. Te llevé a tu casa y te dejé en la puerta. Eso es todo. Cuando terminó la fiesta, cuando todos se marcharon y sólo quedamos tú y yo…

—Dame tu palabra. —Se estremeció, esperando que él no fuese tan cruel como para mentirle—. Necesito saberlo. Por favor.

Mientras él le sonreía de un modo tranquilizador, ella percibió el aroma de rosas silvestres, del heno recién cortado, de fogatas… cosas que no creía haber tenido nunca cerca, pero que, sin embargo, en aquel momento reconocía.

Keenan asintió con solemnidad.

—Te doy mi palabra, Aislinn. Te juré que tus deseos serían los míos siempre que fuese posible. Mantengo mi juramento.

—Tenía mucho miedo de… quiero decir, no es que pensara que tú… —Hizo una mueca al darse cuenta de lo que había insinuado—. Es sólo que…

—Qué se puede esperar de un elfo, ¿no? —Le sonrió con ironía, y pareció sorprendentemente normal para ser un elfo rey—. Yo también he leído las historias de los mortales sobre nosotros. No son del todo falsas.

Aislinn respiró hondo, y notó aquellos extraños aromas veraniegos en la lengua.

—Pero los elfos que yo gobierno no son así. No harían eso: violar a otro ser. —Reconoció las reverencias de varios elfos invisibles con un movimiento de la cabeza y una sonrisa veleidosa—. Los míos no se comportan de ese modo. Nosotros no tomamos sin permiso.

—Gra… Quiero decir, me alegra saberlo. —Casi le dio un abrazo de lo grande que fue su alivio—. No te gusta esa palabra, ¿verdad?

—Cierto.

Se echó a reír, y Aislinn sintió como si el propio mundo se alegrase.

«Sigo siendo virgen», suspiró para sus adentros Sabía que había otras cuestiones que debería considerar, pero aquello era lo único en que podía pensar. Su primera vez sería algo para recordar, y la elegiría ella misma.

Mientras seguían caminando, Keenan la tomó de la mano.

—Con el tiempo, espero que llegues a comprender cuánto significas para mí, para mi gente.

El perfume de rosas silvestres se confundió con un extraño olor salobre: olas que rompían en playas rocosas, delfines que se zambullían. Aislinn se balanceó, sintiendo el empuje de aquellas olas remotas, como si el ritmo de algo que se encontraba fuera de su alcance se le metiera bajo la piel.

—Es extraño tener esta oportunidad para ser franco y claro. Jamás he cortejado a nadie que pudiera conocerme de verdad.

Su voz se mezcló con el sonido de aquellas aguas desconocidas, y sonó más musical con cada sílaba.

Aislinn dejó de andar; él seguía sujetándole la mano, como un ancla que evitara su huida. Estaban delante de Comix Connexion.

—Aquí nos conocimos. —Keenan le acarició la mejilla con la mano libre—. Te elegí aquí, en este lugar.

Ella sonrió con languidez, y de pronto fue consciente de que se sentía más feliz de lo que debería. «Concéntrate. —Algo iba mal—. Concéntrate». Se mordió la mejilla y luego dijo:

—Te di tu baile y tú me diste tu palabra. Ahora te diré qué quiero de ti…

Él le deslizó los dedos por el pelo.

—¿Qué puedo ofrecerte, Aislinn? ¿Flores entrelazadas en tu cabello? —Abrió la mano, dejando escapar un mechón. En su palma reposaba un capullo de lirio—. ¿O quizá collares de oro? ¿Exquisiteces con que los mortales sólo pueden soñar? Haré esas cosas en cualquier caso. No malgastes tu deseo.

—No. No quiero nada de eso, Keenan. —Retrocedió para poner distancia entre ambos, tratando de pasar por alto los graznidos de las gaviotas que oía entre el fragor de las olas—. Sólo quiero que me dejes en paz. Eso es todo.

Él suspiró hondo, y a ella le entraron ganas de llorar por lo triste que lo vio de repente. «Artimañas de elfo, todo son artimañas de elfo», se dijo. Frunció el entrecejo.

—No te pongas así.

—¿Sabes a cuántas mortales he cortejado en los últimos nueve siglos? —Miró el escaparate de una tienda, al cartel del estreno de otra película de vampiros. Con expresión nostálgica, continuó—. Yo no. Podría preguntar a Niall, probablemente incluso a Donia.

—Me da igual. No tengo ningún interés en ser una de ellas.

El océano se desvaneció bajo el olor acre de los vientos del desierto, que le acribillaron la piel cuando la ira encendió la cara de Keenan.

—Vaya, vaya… —Y se echó a reír con suavidad, y fue como una brisa fresca en la piel ardiente de Aislinn—. Al fin te encuentro y tú no me quieres. Eres capaz de verme, de modo que puedo ser como realmente soy: no un mortal, sino un elfo. Sigo sometido a otras reglas: no puedo contarte por qué eres importante para mí, quién soy yo…

—El Rey del Verano —lo interrumpió, apartándose de él, lista para correr.

Trató de mantener su rabia bajo control. Keenan se había portado correctamente con ella, pero eso no cambiaba nada. Él seguía siendo un elfo. No debería haberse permitido olvidar ese dato.

—Aaah, de modo que también sabes eso.

Con un movimiento inhumanamente rápido, se le acercó más hasta que estuvieron pecho contra pecho. En menos tiempo del que se tarda en parpadear, se mostró con su auténtico aspecto: sin ocultarse con su sortilegio. La calidez se derramó sobre ambos, como si del cabello del joven cayeran rayos de sol semejantes a miel tibia que se vertía despacio sobre Aislinn.

Ella sofocó un grito, y sintió como si el corazón se le fuera a quemar por latir tan deprisa. El calor se deslizó por su piel, hasta que estuvo casi tan mareada como cuando bailaban.

Entonces él lo detuvo, como si cerrara un grifo. Ya no había brisas, ni olas, nada excepto su voz.

—Te prometí que haría cualquier cosa que me pidieras y que estuviese en mi mano. Lo que me pides no está en mi mano concederlo, Aislinn, pero hay muchas cosas que sí.

Ella sintió que le fallaban las rodillas; sus ojos querían cerrarse. Tuvo la espantosa tentación de rogarle que hiciese de nuevo aquello —fuera lo que fuese—, una sola vez más, pero sabía que resultaba absurdo.

Lo apartó de un empujón, como si la distancia pudiese serle de ayuda.

—Así que me mentiste.

—No. Una vez que se escoge a una chica mortal, no se puede anular la elección. Al final tienes la posibilidad de rechazarme o aceptarme, pero tu vida mortal ya ha quedado atrás.

Ahuecó las manos delante de ella, recogiendo el aire y transformándolo en un líquido cremoso. Volutas rojas y doradas se estremecían en él; motas blancas flotaban entre los otros colores.

—No. —Aislinn sintió que su rabia de toda una vida hacia los elfos se encendía—. Te rechazo, ¿entendido? Lárgate y punto.

Keenan suspiró y soltó el puñado de luz solar, que atrapó con la otra mano sin mirar.

—Ahora eres una de nosotros. Una elfa estival. Incluso si no lo fueras, seguirías siendo mía, parte de nuestro pueblo. Bebiste vino élfico conmigo. ¿No has leído eso en tus libros, Aislinn? Jamás bebas con los elfos.

Aunque ella ignoraba por qué, aquello tenía sentido. En su fuero interno, sabía que estaba cambiando: su oído, la extraña calidez debajo de su piel. «¿Ya soy una de ellos?». Pero eso no significaba que tuviera que aceptarlo.

A pesar de su creciente furia, hizo una pausa.

—Entonces ¿por qué me dejaste marchar a casa?

—Pensé que te enfadarías si despertabas conmigo, y… —Hizo una pausa, con la boca torcida en una media sonrisa burlona—. Y no me gusta que te enfades.

—Pues a mi no me gustas de ninguna manera. ¿Por qué no puedes dejarme en paz y punto?

Cerró la mano en un puño, tratando de contener su rabia, cosa que le estaba resultando cada vez más difícil en los últimos días.

Keenan dio un paso hacia ella, dejando que la luz del sol descendiese sobre su brazo.

—Las normas exigen que hagas una elección formal. Si no aceptas la prueba, te conviertes en una Ninfa del Verano… ligada a mí tanto como un niño de pecho a su madre. Sin mí te desvanecerás, te transformarás en una sombra. Esa es la naturaleza de los elfos recientes y la limitación de las Ninfas del Verano.

La furia de Aislinn, tan bien controlada después de tantos años, golpeaba en su interior como una nube de polillas que chocara contra su piel, ansiosas por quedar en libertad. «Contrólate. —Se clavó las uñas en las palmas para no abofetear a Keenan—. Céntrate».

—No seré una elfa en tu harén ni en ningún otro sitio.

—Pues quédate conmigo, y sólo conmigo: esa es la otra opción.

Entonces se inclinó y la besó en los labios. Para ella fue como tragar luz solar, como esa sensación de languidez tras demasiadas horas en la playa. Fue glorioso.

Aislinn retrocedió dando traspiés hasta que tropezó con el marco del escaparate.

—Aléjate de mí —dijo, dejando que toda la ira contenida se reflejara en su voz.

Su piel comenzó a brillar con el mismo fulgor que la de Keenan. Se quedó mirándose los brazos, horrorizada. Se frotó el antebrazo, como si así pudiese eliminar el fulgor. No hubo cambio alguno.

—No puedo. Me has pertenecido durante siglos. Naciste para pertenecerme.

Volvió a acercarse, y le sopló sobre la cara como si estuviese soplando un diente de león para esparcir sus semillas.

Aislinn casi puso los ojos en blanco; sintió todo el placer que había disfrutado bajo el sol veraniego, combinado en una caricia aparentemente interminable. Se apoyó contra la áspera pared de ladrillo que había junto a ellos.

—Márchate.

Hurgó en sus bolsillos en busca de los paquetes de sal que le había dado Seth y los abrió con un chasquido. Los lanzó sin fuerza, pero aun así la sal roció a Keenan.

Él se echó a reír.

—¿Sal? Oh, encanto, eres un trofeo de lo más delicioso.

Necesitó más energía de la que creía tener, pero Aislinn logró separarse del muro. Sacó el aerosol de pimienta: funcionaba con cualquier cosa que tuviese ojos. Giró el cierre de seguridad y apuntó al rostro de Keenan.

—Coraje y hermosura —musitó él, reverentemente—. Eres perfecta.

Entonces se despojó de su sortilegio y se unió al resto de los elfos invisibles que paseaban por la calle.

Se detuvo en medio de la manzana de edificios y susurró:

—Te permitiré ganar este asalto, pero aun así ganaré yo el juego, mi bella Aislinn.

Y ella oyó su voz tan claramente como si Keenan estuviese aún a su lado.