Capítulo 21

«El elfo dejó caer tres gotas de un valioso líquido en el párpado izquierdo de su compañera, y ella contempló una tierra exquisita […] A partir de entonces poseyó la facultad de percibir a los elfos cuando se paseaban invisibles por ahí».

La mitología feérica, Thomas Keightley (1870).

Donia pasó ante los elfos que se hallaban frente a la casa de Seth: unos cuantos guardias conocidos, la semisúcubo Cerise y varias Ninfas del Verano. Sin Keenan a su lado, nadie le sonrió. Sí inclinaron la cabeza al verla, pero en su muestra de respeto no había nada de afecto. Para ellos, Donia era el enemigo; no importaba que ella lo hubiese arriesgado todo por Keenan, todo lo que las Ninfas del Verano no habían estado dispuestas a arriesgar. Les resultaba más cómodo olvidarse de eso.

Al llegar ante la puerta, se preparó para la inevitable debilidad que le ocasionarían aquellas espantosas paredes. Llamó y sintió un dolor punzante en los nudillos.

Cuando Aislinn abrió, Donia no mostró reacción alguna aunque le costó hacerlo. De la expresión vacía de la muchacha dedujo que sus recuerdos de la feria eran mucho menos claros que los de Keenan. Todo lo que él había admitido era que la dejó beber demasiado vino estival, dada la situación, el jolgorio, el baile. Así era Keenan: demasiado alegre, fácil, fácil de creer.

El aspecto de Aislinn era horroroso.

Agarrándola de la mano, con una expresión furiosa y cansada a la vez, estaba su mortal, Seth.

—¿Qué quieres? —preguntó este a su visitante.

Los ojos de Aislinn se dilataron.

—¡Seth!

—No. Está bien. —Donia sonrió; pese a sus deseos de que Keenan tuviese éxito, vio la mirada de Seth y no pudo menos que respetarlo. Un mortal se resistía a la considerable tentación del Rey del Verano, y ese era el mortal que sujetaba la mano de Aislinn—. Sólo quiero hablar —añadió.

A sus espaldas Cerise se acercó más, y anunció su aproximación batiendo las alas, como si con eso pudiese asustarla.

—O quizá dar un paseo.

Se dirigió a Cerise y le envió un soplo de aire frío, no lo bastante gélido para herirla, pero sí para advertirle que vigilara sus pasos.

Cerise soltó un alarido de dolor y retrocedió aleteando ante el contacto del frío.

Donia empezó a sonreír; últimamente no había muchos momentos buenos. Luego reparó en que Aislinn había dado un respingo ante el aullido de Cerise. Seth no se había movido, no lo había oído: los elfos podían formar tal cacofonía que a los mortales les entraba dolor de cabeza, pero no reaccionaban de ningún otro modo, no oían el barullo.

Las exclamaciones que sonaron detrás de ella le confirmaron que los demás habían visto también la reacción de la muchacha. La miró a los ojos.

—Puedes verlos y oírlos.

Ella asintió.

Cerise se echó a temblar tras un hombre de serbal. Las Ninfas del Verano soltaron un grito ahogado.

—Veo a los elfos, sí… Qué suerte la mía —agregó Aislinn, y sonó tan exhausta como parecía—. ¿Puedes entrar aquí o hay demasiado hierro?

Donia sonrió ante la bravuconada de la joven.

—Preferiría pasear.

Asintiendo, Aislinn dirigió la vista al jefe de los guardias y le dijo:

—Keenan ya lo sabe, y ahora también Donia, así que si hay alguien más a quien debas ir corriendo a contárselo, esta es tu oportunidad.

A Donia se le crispó el rostro. «Esto ya no es una bravuconada, es una temeridad». Aislinn sería una buena pareja para Keenan.

Antes de que alguien pudiese responder, Donia pasó ante las Ninfas del Verano y se detuvo frente al hombre de serbal.

—Si alguien de aquí se lo cuenta a Beira, acabaré con él. Si la lealtad hacia Keenan no basta para mantener vuestros labios sellados, yo misma me encargaré de sellarlos por vosotros.

Se quedó mirando fijamente a Cerise, hasta que esta respondió:

—Yo jamás traicionaría al Rey del Verano —gruñó.

—Bien.

Donia asintió con la cabeza y luego regresó al lado de Aislinn. El batir de las alas de Cerise era lo único que quebraba el silencio, hasta que la Dama del Invierno decidió romperlo:

—¿Quieres que te hable de las infidelidades de Keenan, de su lascivia, de lo insensato que sería confiar en él? —preguntó a Aislinn.

Palideciendo todavía más, ella apartó la vista.

—Quizá ya lo sepa.

Donia miró a Seth.

—Tú dices que no eres su prometido, pero ella te necesita. A lo mejor también podríamos conversar sobre hierbas.

—Espera.

Seth condujo a Aislinn al interior del vagón para hablar con ella y le cerró la puerta a Donia.

Mientras esta aguardaba fuera a que aceptaran lo inevitable, les dedicó a las Ninfas del Verano su sonrisa más helada, esperando que aquello bastase; odiaba el juego en que debía participar. «Di mi palabra», se justificó.

Detrás del hombre de serbal, Cerise le bufó.

—¿Por qué? —preguntó Tracey, una de las Ninfas del Verano más jóvenes, acercándose a Donia más de lo que solían las otras—. A Keenan aún le importas. ¿Cómo puedes hacerle esto?

Parecía genuinamente perpleja.

Con un cuerpo tan delgado como un junco y una dulce voz, Tracey era una de las chicas a las que Donia había intentado persuadir, con más empeño, de que no se arriesgara al frío. Era demasiado frágil, demasiado fácil de confundir, demasiado tierna, tanto para ser Dama del Invierno como Reina del Verano.

—Di mi palabra.

Donia trataba de explicárselo bastante a menudo, pero la visión de Tracey era en blanco y negro: si Keenan era bueno, Donia debía de ser mala. Lógica simple.

—A Keenan le hace daño —replicó, sacudiendo la cabeza como si así pudiese hacer desaparecer los problemas.

—También me lo hace a mí.

Las otras chicas tiraron de Tracey para llevarla con ellas, procurando distraerla antes de que empezase a lloriquear. No debería haber sido una de las elegidas. Donia todavía se sentía culpable por ello, y sospechaba que Keenan también. Las Ninfas del Verano eran como plantas que necesitaban nutrirse del sol para desarrollarse: no podían estar mucho tiempo lejos del Rey del Verano, o desfallecían. Sin embargo, Tracey parecía incapaz de prosperar, incluso aunque pasase todo el año con Keenan.

La puerta se abrió de nuevo. Seth salió, seguido por Aislinn.

—Iremos contigo. —La voz de Aislinn sonó más firme, pero su aspecto aún distaba mucho de ser bueno. Tenía oscuras ojeras, y el semblante casi tan blanco como el de Donia—. Diles que no nos sigan.

—No puedo. Ellos son de Keenan, no míos.

—¿Eso significa que lo oirán todo?

Parecía como si Aislinn necesitara que alguien la ayudase a tomar decisiones, cosa poco habitual en ella. «¿Qué es lo que no me ha contado Keenan?».

—En mi casa no pueden entrar. Iremos allí —propuso Donia sin pensarlo demasiado.

Luego, antes de tener que oír los comentarios que sin duda seguirían al gritito de sorpresa, echó a andar, dejando que Aislinn y Seth se apresuraran tras ella. «Más extraños en mi casa. —Suspiró, esperando que no se convirtiera pronto en el hogar de Aislinn, esperando que Keenan tuviese razón—. Por favor, que Aislinn sea la Esperada».

En el lindero del terreno, donde se encontraron con la barrera natural que protege todo domicilio élfico de la intrusión de los humanos, Seth abrió mucho los ojos, pero Aislinn ni siquiera parpadeó. Quizá fuese inmune desde siempre, o tal vez su don la volvía inconsciente de las barreras. Donia no lo preguntó. En lugar de eso, le susurró a Seth unas palabras para calmar su aversión y los condujo a ambos al interior de su casa.

—¿Somos los únicos aquí?

Seth miró alrededor, pero sus ojos mortales no verían nada aunque una multitud de elfos lo rodeara. Seguía sujetando la mano de Aislinn, y no hizo ningún ademán de soltarla.

—Sí. —Aislinn paseó la vista por el sencillo mobiliario de madera natural de la pequeña sala, por la enorme chimenea que ocupaba gran parte de una de las paredes, y las piedras grises que completaban el resto de esa misma pared—. Sólo estamos nosotros.

Donia se recostó contra las piedras de la pared, disfrutando de su calidez.

—¿No se parece a como te lo habías imaginado?

Aislinn se apoyó en Seth: los dos parecían agotados. Ella curvó los labios en una media sonrisa.

—No creo que me haya imaginado nada. No sabía por qué hablabais conmigo, y sigo sin saberlo. Sólo sé que tiene algo que ver con Keenan.

—Todo tiene que ver con Keenan. Más allá de esta casa, para esos que aguardan fuera —dijo Donia, señalando hacia la puerta—, lo que él quiere es lo más importante. Ninguna otra cosa les importa. Tú, yo, nosotras, no somos nada en su mundo aparte de lo que podamos ser para Keenan.

Tras recostar la cabeza contra el brazo de Seth, Aislinn preguntó:

—¿Y qué pasa aquí dentro?

Seth la rodeó con sus brazos y la llevó hasta el sofá.

—Siéntate —murmuró—. No tienes que quedarte de pie para hablar con ella.

Donia se les acercó y se detuvo, observando a Aislinn.

—Aquí dentro, lo que importa es lo que yo quiero. Y yo quiero ayudarte.

Tratando de contener sus emociones, Donia se paseó por la habitación; se detenía cada tanto, pero no daba señales de proseguir con la conversación. «¿Cómo digo lo que debe decirse?». Sus invitados se sentían hastiados, y no podía culparlos por ello.

—¿Donia?

Aislinn estaba ovillada entre los brazos de Seth, medio dormida y aletargada. Se la veía vulnerable por lo que Keenan le había hecho, fuera lo que fuese.

Donia no le respondió. En cambio, se acercó a la estantería de los libros de autores humanos y élficos que las Damas del Invierno habían ido recopilando en los últimos nueve siglos, y deslizó el dedo por algunos de sus preferidos: La comunidad secreta, de Kirk y Lang; la colección completa de La tradición de las más grandes Cortes, La mitología feérica, de Keightley, Sobre el ser: moralidad y mortalidad de los elfos, de Sorcha. Pasó el dedo por aquellos volúmenes, por una vieja copia de El Mabinogion, por una recolección de periódicos que las otras damas habían conservado, por el maltrecho libro que guardaba cartas que Keenan les había enviado a lo largo de los siglos: siempre con su elegante caligrafía, incluso aunque el idioma no fuera siempre el mismo. Entonces se detuvo.

Posó la mano sobre un gastado libro de raída cubierta verde. En él, escrito a mano con las extrañamente hermosas palabras de una lengua casi perdida, había dos recetas probadas para que los humanos vieran a los elfos.

Estaba prohibido permitir que esas recetas fueran leídas por un mortal. Si cualquiera de las cortes élficas se enterara de que había hecho tal cosa, la amenaza de Beira sería un mal menor. A muchos elfos les encantaba ser criaturas ocultas y estarían poco dispuestos a que los mortales empezasen a verlos.

—¿Te encuentras bien, Donia?

Seth no se le acercó, sino que permaneció junto a Aislinn, pero su voz había una preocupación que sonaba sincera.

«Se preocupa por mí, una extraña», se asombró ella. Valía la pena proteger a aquel humano. Ella conocía bien la historia élfica, pues había estudiado detenidamente aquellos libros. En un tiempo, las distintas Cortes podrían haber colmado de honores a Seth por lo que hacía: defender a la futura reina.

—Sí. Estoy sorprendentemente bien.

Sacó el libro del estante. Después de sentarse frente a la pareja, se lo colocó sobre el regazo y empezó a pasar las hojas con cuidado. Muchas se desencuadernaron y se le quedaron en las manos. Cuando habló, lo hizo casi en un susurro.

—Toma nota de esto.

—¿Qué es?

Aislinn parpadeó y se incorporó, separándose del círculo protector de los brazos de Seth.

—Voy a cometer un delito al pasarte esta información, y yo recibiría el más duro castigo si se enteraran de mi proceder. Keenan podría hacer la vista gorda si nadie más lo supiera, pero yo quiero que él —señaló a Seth con un gesto de la cabeza al decir esto— tenga una oportunidad justa ante lo que vendrá. Dejarlo indefenso y ciego… no sería justo.

—Gra…

—No —lo interrumpió Donia—. Esa es una palabra mortal que se ha quedado vacía de tanto usarla sin más. Si vas a mezclarte con nuestra gente, acuérdate de esto: en cierto modo, esa palabra es un insulto. Si alguien te brinda un favor o un acto de amistad, recuérdalo: no lo rebajes con esa fórmula hueca.

A continuación, Donia le leyó la fórmula que le permitiría elaborar una pócima para ver.

Seth arqueó una ceja mientras la anotaba, pero no hizo ninguna pregunta hasta que Donia cerró el libro y lo devolvió a su sitio en el estante. Después sólo le preguntó:

—¿Por qué?

—Yo he sido ella.

Desvió la vista y se quedó mirando el lomo de los gastados libros de la estantería; se sintió agitada mientras el peso de lo que acababa de hacer se asentaba en su interior. ¿La perdonaría Keenan alguna vez? No estaba segura, pero, al igual que él, estaba convencida de que Aislinn era realmente la Reina del Verano. ¿Por qué si no estaría Beira tan empecinada en que se mantuviese lejos del bastón de mando?

Apartó los ojos de la librería y miró a Aislinn antes de proseguir.

—Yo he sido mortal. No tenía ni idea de lo que era Keenan, ninguna de nosotras jamás lo sabe. Tú eres la primera que lo ve, que los ve a todos por lo que son. Lo que yo soy ahora.

—¿Has sido mortal? —repitió Aislinn con voz temblorosa.

Donia asintió.

—¿Qué te ocurrió?

—Amaba a Keenan. Le dije que sí cuando me pidió que me quedara con él. Me ofreció una eternidad de amor y bailes a medianoche.

Se encogió de hombros, sin ganas de pensar demasiado en sueños que ya no tenía derecho a seguir teniendo, sobre todo con Aislinn presente. Seth desaparecería, pero Keenan no, jamás. Si Aislinn era la Reina del Verano, era una simple cuestión de tiempo que se enamorara de Keenan. En cuanto ella viese su verdadera naturaleza, la persona que él podía ser… Sacudió la cabeza y continuó:

—Hubo otra chica que intentó hablar conmigo para que desistiera, una chica que una vez había creído en él.

—¿Por qué no la escuchaste?

Aislinn se estremeció y se arrimó más a Seth.

—¿Por qué está Seth aquí? —replicó Donia.

Aislinn no respondió, pero él sí. Apretó la mano de la muchacha y dijo:

—Por amor.

—Elige con prudencia, Ash. Por lo que respecta a Seth, él puede escoger dejarte, dar marcha atrás…

—No lo haré —la interrumpió el joven.

—Pero podrías —repuso Donia dedicándole una sonrisa—. En cambio, para nosotras, si elegimos a Keenan, no hay marcha atrás. Y si no lo elegimos…

—Pues entonces no hay problema. Yo no quiero a Keenan.

Aislinn alzó la barbilla, con aspecto desafiante pese a sus manos temblorosas.

—Pero aun así lo tendrás —contestó Donia con delicadeza.

Recordó la primera vez que había visto a Keenan tal como era realmente, en el claro donde ella aguardaba para recoger la vara de mando de la Reina del Invierno. Era tan increíblemente perfecto que tuvo que recordarse a sí misma que debía seguir respirando. ¿Cómo podría rechazarlo una mortal cuando se mostrase como él mismo?

—Ahora que Keenan conoce tu don, puede ser él mismo delante de ti. Te olvidarás hasta de cómo te llamas.

—No. —Aislinn negó con la cabeza—. Lo he visto tal como es, y sigo diciendo que no.

—¿En serio? —Donia la miró sin pestañear, detestando lo que tenía que decir, pero consciente de que Aislinn debía oír la verdad—. ¿También le decías que no anoche?

—Eso es diferente —espetó Seth.

Se puso en pie y dio un paso adelante.

Donia ni siquiera se movió. Sopló suavemente, pensando: «Hielo». Un muro de hielo se formó alrededor de Seth, como una jaula de cristal.

—Todo lo que sé es que Keenan cree que Aislinn es la destinada a ser suya. Una vez creyó que la destinada era yo, y este es el resultado de su amor. —Alargó la mano y tocó el hielo; se estremeció mientras este regresaba al interior de su piel—. Eso es todo lo que puedo deciros esta noche. Ve a preparar tu pócima, Seth. Y pensad en lo que os he dicho.