Capítulo 20

«[Le ofrecieron] bebida […] Después, terminada la música, toda la compañía desapareció, dejándole la copa en la mano, y él regresó a su casa, aunque muy hastiado y fatigado».

La mitología feérica, Thomas Keightley (1870).

Cuando Aislinn despertó —los números rojos del reloj señalaban que pasaba de las nueve—, los acontecimientos de la noche anterior la asaltaron con violencia. Las extrañas bebidas, todo lo que había bailado, su confesión a Keenan de que sabía quién era él mientras veían salir el sol, que él la había besado. Esa era la última cosa que recordaba. «¿Qué más ocurrió? ¿Cómo he llegado a casa? ¿Cuándo?». Saltó de la cama y alcanzó el cuarto de baño justo a tiempo para vomitar. «Oh, Dios mío».

Se quedó sentada con la cara contra la fría porcelana hasta que estuvo segura de poder levantarse sin vomitar de nuevo. Le temblaba todo el cuerpo, como si tuviese la gripe, pero no era la gripe lo que la hacía sentir tan espantosamente mal, sino el pánico. «Keenan sabe que los veo. Lo sabe. Ahora vendrán por mí, y la abuela…». La idea de su abuela enfrentándose a los elfos casi la hizo devolver otra vez. «Necesito salir de aquí».

Después de lavarse los dientes y la cara, se puso deprisa unos vaqueros y una camisa, se calzó las botas y recogió su bolso.

La abuela estaba en la cocina mirando fijamente la cafetera, menos perspicaz antes de su dosis matutina de cafeína.

Aislinn le señaló la oreja y la mujer encendió su audífono.

—¿Va todo bien? —preguntó.

—Sólo que llego tarde, abu. Me he quedado dormida.

Le dio un breve abrazo y se dio la vuelta para marcharse.

—Pero el desayuno…

—Lo siento. Tengo que reunirme con Seth. ¿No te lo había dicho? Tenemos una especie de cita para desayunar…

Trató de mantener la voz firme.

«No dejes que vea lo preocupada que estás». La abuela ya estaba bastante asustada tras su charla de la otra noche; sería egoísta añadir nuevos datos.

—Has de saber que escurriéndote no me engañas, Aislinn. Hablemos de ese… tema. —Arrugó el entrecejo—. Las cosas no van mejor, ¿verdad?

La muchacha hizo una pausa.

—Dame sólo unos pocos días más, abu. Por favor.

Durante un minuto pareció que la mujer iba a protestar: frunció los labios y se puso en jarras. Luego suspiró.

—Nada de unos pocos días. Hablaremos mañana. ¿Lo has entendido?

—De acuerdo.

Aislinn se despidió con un beso, agradeciendo que pospusiera el asunto un día. No estaba segura de poder manejar aquella conversación en esos instantes.

«Necesito a Seth —se dijo—. Anoche ni siquiera lo llamé».

—No puedo creer lo que hice. —Aislinn puso la cabeza entre las rodillas y se concentró en no vomitar sobre sus propios pies—. Le conté a Keenan que sé que son elfos.

Seth estaba sentado en el suelo, a sus pies. Le acariciaba la espalda, trazando pequeños círculos para tranquilizarla.

—Está bien. Vamos, respira. Respira y nada más.

—No está bien, Seth. —Notaba la voz amortiguada por su incómoda postura. Levantó la cabeza lo justo para mirarlo ceñuda—. Los elfos acostumbran matar a la gente o sacarle los ojos si saben que pueden verlos.

Volvió a sentir náuseas y cerró los ojos.

—Chist. —Él se acercó más, consolándola del modo en que siempre lo hacía cuando estaba hundida—. Vamos.

—¿Y qué pasaría si me dejaran ciega? ¿Y sí…?

—Para ya. Lo solucionaremos.

La acomodó en su regazo, meciéndola como si fuera una niña.

«Igual que hizo Keenan anoche», pensó ella. Intentó ponerse en pie, sintiéndose culpable, como si hubiese traicionado a Seth, aunque lo único que había hecho era bailar… Eso esperaba. «¿Y sí Keenan y yo…?». Empezó a sollozar de nuevo.

—Chist.

Seth la acunó, susurrándole palabras tranquilizadoras.

Y ella le dejó hacer… hasta que volvió a pensar en elfos, en su baile con Keenan y su beso, en que ignoraba qué más podía haber pasado.

Se separó de Seth y se levantó.

Él se quedó en el suelo. Apoyó la barbilla en una mano, con el codo sobre el asiento abandonado por Aislinn.

Ella agachó la cabeza, incapaz de mirarlo.

—¿Qué hacemos, entonces?

Él se colocó a su lado.

—Improvisaremos. Keenan te prometió un favor. Si los libros no se equivocan, las promesas son como leyes.

Aislinn asintió.

Seth se puso frente a ella y bajó la cabeza hasta que sus mechones más largos cayeron sobre el rostro de la muchacha como una telaraña.

—También nos ocuparemos del resto. —Luego la besó, suave, tierna y amorosamente—. Lo arreglaremos. Juntos. Estoy aquí contigo, Ash y seguiré ahí después de que me hayas contado qué más ocurrió.

—¿Qué quieres decir?

Sintió que el mundo daba vueltas de nuevo.

—Bebiste algo que te trastornó, bailaste hasta el amanecer, y has despertado en tu cama, enferma. —Acunó su rostro entre las manos—. ¿Qué más ocurrió anoche?

—No lo sé.

Se estremeció.

—De acuerdo. ¿Cómo llegaste a casa?

—No lo sé.

Recordaba el sabor de la luz del sol, la sensación de los rayos solares incidiendo sobre ella mientras contemplaba el rostro de Keenan, que se le acercaba más y más. «¿Qué sucedió?».

—¿Fuisteis a algún sitio más?

—No lo recuerdo —susurró.

—¿Dormiste con él?

La miró directamente a los ojos al hacerle la pregunta que ella había intentado responderse.

—No lo sé. —Apartó la vista, sintiéndose mucho peor con aquellas palabras flotando en el aire como algo espantoso—. Lo sabría, ¿no? Eso es algo que recordaría, ¿no?

Él la estrechó entre sus brazos y apoyó la barbilla sobre su cabeza, como si así, teniéndola muy cerca, pudiese mantenerla a resguardo de todo lo malo.

—No lo sé, Ash. ¿No guardas ni el más mínimo recuerdo? ¿Alguna cosa?

—Me acuerdo de estar bailando, bebiendo, sentada en una silla muy rara, y luego la feria desapareció. Keenan me besó. —Volvió a estremecerse—. Lo siento.

—No es culpa tuya.

Le acarició el pelo.

Ella trató de apartarse.

Seth no la retuvo, pero no retiró las manos de sus brazos. Parecía muy serio, muy firme.

—Escúchame. Keenan te dio alguna clase de droga, alguna bebida élfica. Tú estabas borracha, colocada, lo que fuese, y lo que ocurriera después no fue culpa tuya.

—Recuerdo que me reí, que lo pasé bien. —Bajó la vista hacia sus manos, apretadas fuertemente para evitar que temblaran—. Lo estaba pasando bien, Seth. ¿Y si resulta que hice algo? ¿Y si dije que sí?

—No importa. Si estás hecha una piltrafa, no puedes dar tu consentimiento. Es así de sencillo. Él no debería haber hecho nada, Ash. Si hizo algo, el error lo ha cometido él, no tú. —Sonaba furioso, pero evitó mencionar que él tenía razón, que no debería haber salido con Keenan. En lugar de eso, le apartó el pelo sujetándoselo detrás de las orejas; luego posó una mano en su cara y le ladeó la cabeza con suavidad para que lo mirase—. Y no sabemos con certeza que haya ocurrido algo.

—Yo sólo quería que la primera vez fuese con alguien especial, y si yo y él… no está bien.

Se sintió un poco ridícula por preocuparse de eso; expuesta como estaba a la ira de los elfos, se preocupaba por su virginidad. Keenan podía arrebatarle la vida; podía arrancarle los ojos. Su virginidad no debería importar tanto. «Pero sí que importa». Fue a acurrucarse en el confortable sofá de Seth.

—Lo lamento. Tú tenías razón, y yo…

—No hay nada de lo que debas lamentarte —la interrumpió—. No eres tú quien ha hecho mal. No estoy enfadado contigo, sino con él… —No se movió; se quedó donde estaba, en medio de la sala, mirando a Aislinn—. Eres tú quien me preocupa.

—¿Puedes abrazarme? Si es que aún te apetece, claro.

Apartó la vista.

—Todos los días. —Y de repente estaba allí, alzándola entre sus brazos, estrechándola como si fuese algo frágil y valioso—. Quiero abrazarte todos los días. Nada cambiará eso, jamás.