Capítulo 19

«La naturaleza de los elfos es en parte humana y en parte espiritual […] Algunos son benévolos; otros, malévolos […] secuestran personas y provocan desgracias».

El folclore de la isla de Man, A. W. Moore (1891).

Keenan estaba muy agitado cuando salió de casa de Donia; caminó sin rumbo por la ciudad, anhelando una respuesta. No la había. A menos que Aislinn fuese su reina perdida y él lograse convencerla de que confiara en él, de que lo aceptara, no había nada que hacer. Sencillamente, no era lo bastante fuerte para enfrentarse a Beira.

«Si fuese…». Sonrió ante ese pensamiento: detener a Beira, quizá a tiempo de salvar a Donia. Ese era el único recurso que le quedaba.

Pero si aquello de lo que habían hablado las Eolas se refería al don de Aislinn —algo en la propia naturaleza de la muchacha—, todo iba a ser para nada. Donia moriría y él seguiría sometido. La exigua cantidad de verano que podía producir no estaba ni remotamente cerca de poder resistir a su madre.

Apoyó la cabeza en el tronco de un roble, con los ojos cerrados. «Respira. Respira hondo». Aislinn era distinta, quizá lo bastante distinta; quizá fuese la Esperada. «Pero podría no serlo».

La proclamación de las Eolas, que los elfos habían interpretado como anuncio del descubrimiento de la Reina del Verano, podría no ser nada más que la revelación de que Aislinn poseía el don de verlos. «Tal vez no sea la Esperada», se repitió.

Justo cuando se encaminaba hacia la parte más verde de la ciudad, oyó aproximarse a las arpías de Beira. Estas lo siguieron a una distancia casi respetuosa hasta que llegó al río.

Keenan se sentó en la orilla, con los pies pegados al suelo y el sol en la espalda, y aguardó. «Mejor aquí que en mi apartamento», pensó.

La última vez que había ido a visitarlo a su ático, Beira congeló tantos pájaros como pudo cuando él salió de la estancia. Al regresar, Keenan se los encontró muertos en el suelo, o pegados a las ramas, colgando como espeluznantes adornos al extremo de carámbanos. A menos que lograse detenerla, una de aquellas veces podrían ser las Ninfas del Verano o sus guardias quienes sufrieran la ira de la Reina del Invierno.

Beira se hallaba a la sombra de un toldo de colores chillones, que sujetaban varios de esos escoltas suyos casi desnudos: unas criaturas de espino y un trol de piel grasienta; todos lucían moretones recientes y tenían la piel congelada.

—¿Qué, no me das un abrazo? ¿Ni un beso? —Beira tendió una mano—. Ven aquí, querido.

—Me quedaré aquí. —Keenan no se molestó ni en ponerse en pie; se limitó a alzar la vista hacia su madre—. Me gusta sentir el calor en la piel.

Ella arrugó la nariz y esbozó un mohín de disgusto.

—Qué cosa tan repugnante, la luz del sol.

Keenan se encogió de hombros. Hablar con Beira en aquel momento, después de haber visto a Donia y de todas las dudas sobre Aislinn, era lo último que le apetecía.

—¿Sabes que estos días hay un mercado de ropa con factor de protección solar? —Beira se reclinó en una silla cegadoramente blanca que las arpías le habían llevado—. Los mortales son unas bestias muy pero que muy raras.

—¿Tienes algo que decirme, Beira?

Keenan jamás disfrutaba de la presencia de su madre, pero después de que esta hubiera amenazado a Donia, fingirse cortés le costaba aún más de lo normal.

—¿Es tan difícil creer que sólo quería verte? ¿Charlar contigo? —Sin mirar hacia atrás, alargó una mano; una elfina del bosque con collarín le puso una bebida helada entre los dedos estirados—. Tú apenas me visitas.

Keenan se reclinó en la hierba, deleitándose con el calor de la tierra que su cuerpo absorbía del suelo.

—¿Quizá porque eres sádica y cruel?

Beira agitó una mano como para sacudirse de encima ese comentario.

—Tú dices patata; yo digo batata…

—Yo digo integridad; tú dices engaño.

—Bueno, eso de la integridad es un concepto de lo más subjetivo. —Dio un sorbo a su bebida—. ¿Puedo ofrecerte un refresco, tesoro?

—No.

Deslizó los dedos por el suelo, enviando su calor a los bulbos durmientes. Pequeños brotes despertaron bajo su contacto; delicados retoños de flores surgieron entre sus dedos abiertos.

—He oído que compartiste cierto refresco con la nueva Ninfa del Verano. La pobre niña se mareó con la bebida. —Chasqueó la lengua mientras le lanzaba una mirada de reprobación—. ¿No te he enseñado a hacer mejor las cosas? Mira que emborrachar a esa pobrecilla para convencerla de… ya sabes qué.

—No fue así —le espetó Keenan—. Aislinn y yo bailamos y celebramos su nueva vida. No se trató de una seducción.

Beira echó a andar, y todos sus guardias se pusieron a corretear para mantenerla cubierta con el toldo mientras se movía. Si cometían un error lo pagarían, sin importar quién fuese el culpable.

Cuando la sombra bloqueó los reconfortantes rayos solares, Keenan se sintió dividido entre esperar o prender fuego al toldo, sin más. Se levantó para encararse a Beira.

—Bien, si quieres mi opinión y aprovechar la sabiduría de una madre, te diré que esa chica nueva no vale la pena. —Echó un vistazo a las flores, que se congelaron bajo su mirada. Luego dio unos pasos y, con un sonido crispante, las trituró con la bota—. No creo que a la pobre Deborah le suponga un gran problema convencerla de que se mantenga lejos de ti. No le habrás pedido que no sea dura con la mortal, ¿verdad?

—Es Aislinn quien debe decidir. Ella recogerá el báculo o no. —Quería decirle que sus amenazas a Donia no cambiarían nada, pero no podía hacerlo—. He hablado con Donia, cosa que obviamente ya sabes, sobre el anuncio de las Eolas.

—¡Oh! —Hizo una pausa con los ojos como platos, como si estuviese sorprendida—. ¿Qué anuncio?

—Que Aislinn es especial.

—Por supuesto que lo es, cielito. Todas ellas son especiales… al menos las primeras noches. Después de eso —añadió, dirigiendo la vista hacia una elfina amedrentada— la novedad se esfuma, ¿sabes?

Keenan soltó una risa forzada.

—Pobre Delilah —prosiguió Beira—. Me imagino que está resentida. No hace tanto tiempo que la que bailaba contigo era ella. —Empezó a girar como si estuviese bailando con una pareja invisible, y resultó elegante incluso aunque lo hiciera sola—. Los mortales son unas criaturas muy endebles. No tienen más que sentimientos frágiles que llevan por ahí expuestos en sus delicados caparazones… Fáciles de aplastar.

El corazón de Keenan se aceleró. Las normas prohibían que Beira tomara contacto con la joven mortal, y hasta el momento jamás había incumplido esa norma —al menos por lo que él sabía—, pero ya estaba quebrantando otras.

—¿A qué te refieres?

—A nada, cariño. —Se detuvo y le hizo una reverencia; sacó un abanico y lo agitó ante su rostro, enviando una corriente de aire frío hacia su hijo—. Sólo me estaba preguntando si no deberías escoger a otra chica para el juego; deja que esta se una al resto de las descartadas. Yo incluso iría contigo a buscar más candidatas. Podríamos pasar por Delia para que nos acompañase: sería un experimento sobre los vínculos afectivos francamente interesante.

Keenan traspasó a su voz toda la amargura que sentía y dijo:

—Bueno, al ritmo que va Aislinn, a lo mejor lo necesitaré. Aparte de un baile cargado de alcohol, no he conseguido nada.

—Habrá otras chicas, mi vida.

Beira suspiró, pero sus ojos brillaban con un brillo glacial: una señal evidente de que estaba complacida.

«Pero no son la Reina del Verano, ¿verdad?», pensó él.

—A lo mejor sólo tengo que intentarlo con más empeño —replicó, y mandó un soplo de aire caliente hacia el toldo de Beira, que empezó a arder.

Luego se alejó y dejó allí a su madre, chillando a los guardias para que la mantuviesen protegida de la luz del sol.

«Algún día seré capaz de enfrentarme a ella», se dijo.

De momento, se regodeó con la última escena.

Keenan anduvo por la ciudad, alejándose del río por la Quinta Avenida hasta Edgehill, y siguió por allí hasta alcanzar las tiendas más sórdidas. El barullo de la urbe devenía en un rumor reconfortante, y le recordaba a los mortales que prosperaban donde su especie no podía.

«De eso se trata: de estos mortales y de mis elfos estivales».

—¿Keenan? —Rianne salió de una tienda de música y por poco choca con él—. ¿Qué le pasa a tu pelo?

Distraído como estaba, se había paseado por ahí directamente visible, con el cabello en su tonalidad normal: cobre reflectante.

—Tinte.

Sonrió a Rianne y se matizó el pelo hasta que el reflejo metálico desapareció.

Ella alargó la mano, le levantó unos mechones y los movió a la luz del sol.

—Durante un minuto parecían tiras de metal.

—Humm. —Retrocedió para liberar el pelo de la mano de Rianne—. ¿Has visto a Aislinn hoy?

Ella se echó a reír.

—No. Pensaba que quizá aún estaba contigo.

—No. —Miró más allá de Rianne, donde unas cuantas Ninfas del Verano coqueteaban con un hombre de serbal que había terminado su turno—. La he acompañado a su casa esta mañana.

—¿Conque esta mañana? —Sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír. Por su aire, a Keenan le evocaba la inocencia, una niña intacta y dulce. Pero sus palabras contrastaron con su actitud—: Sabía que eras una buena apuesta.

—Sólo hemos estado bailando.

—Es un comienzo, ¿no? —Miró alrededor, calle arriba y abajo, y al interior de la tienda de música. Durante un momento, su ilusoria lascivia se desvaneció, y asomó su verdadera personalidad—. Entre tú y yo, a Aislinn le iría bien algo más de diversión en su vida. Es demasiado seria. Creo que serás bueno para ella.

Keenan se quedó paralizado. No había pensado mucho en eso; todo lo que le importaba era que ella fuese buena para él, para los elfos estivales.

«¿Soy bueno para ella? —Entre los sacrificios que Aislinn tendría que hacer y las dificultades que se les presentarían a ambos si ella era la auténtica reina, no estaba seguro—. Probablemente no».

—Intentaré serlo, Rianne.

—Ya has conseguido que salga y baile hasta el amanecer; a mí me suena a buen inicio. —Le dio unas palmaditas en el brazo, consolándolo por algo que ni siquiera entendía—. No te preocupes demasiado.

—De acuerdo.

Después de que Rianne se alejara, Keenan regresó a su estado normal —invisible para los mortales— y continuó andando hacia su apartamento. Si alguna vez había necesitado la sabiduría de sus consejeros, era ésa.

Oyó la música incluso antes de abrir la puerta del ático. Respiró hondo y entró, con una sonrisa falsa en el rostro.

Tras una somera ojeada a Keenan, Tavish se quitó de encima a Eliza, que le rodeaba el cuello con los brazos, y se encaminó al estudio:

—Ven.

En ocasiones como aquella, Keenan sentía que la presencia de Tavish era casi como la de un padre. El elfo mayor había sido consejero y amigo del último Rey del Verano; estaba esperando a Keenan cuando el muchacho alcanzó la mayoría de edad y dejó la casa de Beira. Aunque Tavish jamás se atrevería a comportarse como un padre, era mucho más que un sirviente.

Al reparar en sus movimientos, Niall abrió la boca.

Sacudiendo brevemente la cabeza, Keenan lo detuvo.

—No. Quédate con las chicas.

—Si me necesitas…

—Claro que sí. Siempre. —Keenan le dio un apretón afectuoso en el hombro—. Ahora mismo, necesito que mantengas a todo el mundo aquí en el salón.

Aquel no era el sitio adecuado para hablar. Si se sabía que sospechaba que Beira actuaba con artimañas y malas intenciones, si se propagaba el rumor de que Aislinn poseía el don de verlos, todo podría irles muy mal.

Mientras zigzagueaba para atravesar la sala, y lo abrazaban las Ninfas del Verano que daban vueltas mareantes con los guardias fuera de servicio, Keenan mostró un semblante exento de cualquier duda. «No dejes traslucir los problemas. Sonríe».

Cuando alcanzó a Tavish, estaba dispuesto a atrancar la puerta el resto del día. Creía que las chicas y los guardias eran dignos de confianza, pero, en realidad, nunca se sabía.

Tavish llenó una copa de vino.

—Toma.

Keenan aceptó la copa y se derrumbó en una de las pesadas butacas de cuero.

Tavish se sentó enfrente, en otra butaca, y preguntó:

—¿Qué ha ocurrido?

De modo que Keenan se lo contó: el don de Aislinn, las amenazas de Beira, todo.

Tavish se quedó mirando el interior de su copa como si fuese un espejo. La hizo girar sosteniéndola por el pie.

—Tal vez Aislinn no sea la reina, pero Beira la teme. Para mí, esa es razón suficiente para mantener la esperanza… más razón de la que hemos tenido jamás.

Keenan asintió con la cabeza. Tavish pocas veces era directo en sus argumentos.

En lugar de mirar al joven, el consejero inspeccionó la habitación, como leyendo el lomo de los libros que cubrían las paredes del estudio.

—He aguardado contigo, pero nunca he insinuado que alguna de las chicas fuese la Esperada. No me corresponde hacerlo.

—Valoro tu opinión —aseguró Keenan—. Dime qué piensas ahora.

—No permitas que Aislinn rechace el desafío. Si ella es la Esperada y no… —Fijó la vista en los gruesos libros que había detrás del joven—. Debe aceptar.

El viejo elfo había sido pesimista durante tanto tiempo que su vehemencia resultaba perturbadora.

—¿Y si lo rechaza? —preguntó Keenan.

—No puede. Consigue que acepte. —Los ojos de Tavish se veían tan negros como los estanques de los bosques umbríos, inquietantemente cautivadores, cuando al fin los clavó en Keenan—. Haz lo que debas hacer, incluso aunque sea… desagradable para ti o para ella. Si tienes en cuenta una sola cosa de todas las que te he dicho, mi señor, que sea esta.